En el valle
Leonardo Killian
Los ejércitos estaban inmóviles. Los
guerreros, sentados, algunos, casi desplomados por el calor y la sed; a la
sombra de lo que fuera o, simplemente haciendo visera con sus manos, se
disponían a ver el combate.
Una lonja de terreno bastante escasa
dividía los bandos y el sol los abrazaba a todos.
Dos cosas mejoraban el ánimo: la promesa
de una buena pelea y, sobre todo, la posibilidad de un descanso, tan largo como
lo permitiese el singular enfrentamiento. Además, quién sabe, tal vez hubiese
una victoria sin necesidad de batalla.
Goliat, el paladín filisteo, era un
verdadero gigante de seis codos y un palmo, pesaba lo que un buey. Sus armas,
que difícilmente hubiera blandido un hombre común: espada, jabalina, arco,
flechas y lanza de seiscientos siclos de hierro, escudo y cota de bronce, como
de bronce era el yelmo que lo hacía aún más imponente.
David, el hondero entusiasta, como lo
llamaba su tribu, no mostraba gran cosa; tres codos y un palmo de altura, no
pesaba lo que una oveja gorda.
Dado que no era soldado sino pastor, no
llevaba más armas que su honda y, en el zurrón, cinco piedras redondeadas que
había recogido en el río. Su corazón era valiente y Yahvé no lo abandonaría.
A medida que ambos caminaban al encuentro
el aliento de los bandos crecía, primero con un rítmico palmoteo y luego con
gritos e insultos que se apagaron cuando el hebreo y el filisteo quedaron
frente a frente.
Se miraron fieramente y Goliat no pudo
contener una sonrisa despectiva pero, fue David el que dio comienzo a la lucha.
Cargó su honda y tras un breve movimiento la pedrada cortó el aire rozando
apenas el yelmo del grandote quien, con asombrosos reflejos evitó lo que era
sin duda un disparo certero.
Detrás de David se levantó una expresión
de fastidio seguida por el silencio. Por el contrario la gritería ronca de la
brutal soldadesca adoradora de Moloch fue continuada con un redoblar de
tambores y alaridos de aliento hacia Goliat. Este, clavando sus armas en tierra
alzó sus ropas y, tomándose con ambas manos su incircuncisa aunque descomunal
virilidad asombró a todos (amigos y enemigos) con unos pasos de ridícula
pantomima acompañada por una infernal pedorrea ampliamente festejada por los
suyos.
Asombrado por lo que veía, apenas si tuvo
tiempo David de retroceder un palmo y así evitar la lanza arrojada por el
filisteo quien, en un abrir y cerrar de ojos y sin anunciarlo lanzó esta con
tal fuerza y precisión que se enterró casi hasta su mitad entre las piernas
abiertas a tiempo por el judío.
La violencia del golpe levantó una nube de
polvo y gritos horrorizados de los soldados de Israel que, sin embargo y luego
del impacto inicial, volvieron a contagiarse el entusiasmo. Al principio
simplemente con una gritería gutural e inconexa pero luego con un nítido y
unísono ¡Adonai! ¡Adonai! que estremeció el valle.
La ira contenida y el silencio cargado de
rencor acompañaban los enmudecidos ejércitos de Baal. La ira de quien ve fallar
a su campeón tan descomunal golpe por apenas una pulgada.
Fue en ese instante, en el que David
volteaba sonriendo hacia sus filas y se unía a las miles de gargantas en el
canto fanático cuando, interrumpiendo la secuencia previamente pactada por los
jefes de las milicias se produjo lo que yo, Eleazar, hijo de Aarón presencié
desde el cerro. Lo que vi fue al enorme filisteo, tensar el arco de ciento
cincuenta libras y con un certero flechazo atravesar al pastor exactamente a la
altura del pecho Luego, avanzó a gran velocidad, sorprendente para alguien tan
fornido y del peso de un buey, pero decidido y con una expresión de furia que
heló la sangre de los hombres.
Había soltado su escudo, lanza y arco y
sólo llevaba su espada con la que cercenó la cabeza de David de un solo tajo. El
cuerpo tardó unos segundos en caer y, al hacerlo, todos, jinetes y hombres de a
pie, jefes y soldados huyeron despavoridos por el valle del Ela.
Goliat, vuelto hacia los suyos alzó los
brazos y, en esa actitud, fue rodeado por la multitud idólatra, que, dando
rienda suelta a un feroz entusiasmo pisoteaba los restos del yacente enemigo. Veinte
guerreros alzaron a Goliat y lo pasearon en andas borrachos de victoria. Luego,
formada ya una alegre caravana se dirigieron hacia sus campamentos de Gat y
Ecron. Ya sin ferocidad, sus rostros distendidos coreaban el incesante ¡Dagón!
¡Dagón! Hasta perderse en el Soco tras el horizonte.
Con la luna ya alta, abatido y aún
impresionado por lo visto y oído, volví con los míos.
Al llegar me recibió mi madre quien, entre
reproches y suspiros de alivio me hizo señas de que guardara silencio. Me llevó
junto al fuego donde bebí leche caliente, y mientras devoraba mi pan con queso
me uní con callada presencia a los demás.
Estos escuchaban, sin parpadear siquiera,
la profunda voz de mi abuelo que narraba con detalles asombrosos, con pausas
que acentuaban mi atención, como solo él sabía hacerlo.
Nos contaba la gran hazaña del pequeño David.
Leonardo Killian es profesor de historia y egresado de
la escuela de cine (CECINEMA) especializado en guión cinematográfico. Libros de
cuentos editados: Cuentos y anticuentos
y Cuentos del Gato Canoso. Hay
infinidad de cuentos y relatos en una cantidad de antologías y algunos han sido
traducidos al frances, turco, hungaro e italiano. Novelas: La sombra del General, La
hermandad del arco, El enigma Moreno
y El enviado (esta última junto a
Gustavo Abrevaya) Antologías: Las 1001
noches peronistas (junto a Gustavo Abrevaya), Con la boina blanca (antología de relatos y cuentos sobre el
radicalismo), Tu grato nombre,
cuentos y relatos sobre River Plate junto a Hugo Barcia. Libros de historia del
arco: El camino del arco, Historia del tiro con arco en el Río de la
Plata, Tiro con arco para todos, Dioses, héroes, mitos y leyendas sobre
arqueros y sus arcos. Todos estos junto a Héctor Cirigliano. Colabora con
sus artículos en las publicaciones Todo
es Historia, Aire libre y en
diversas publicaciones sindicales de la Unión de Trabajadores de la Educación y
ATE, Asociación de Trabajadores del Estado, entre otras.
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