sábado, 13 de enero de 2024

ESPECIAL MICROFICCIONES (CINCO)

Admito que me excedí: les pido disculpas, pero tengo un atenuante a mi desmesurada acción: a medida que leía microficciones y las iba eligiendo, me asaltaba el deseo de no dejarlas afuera. Por eso esta vez son 53 microficciones, del más variado tenor y carácter. Léanlas. Les aseguro que no se van a arrepentir.




 

Miedo

Alejandro Fabián Aguirre

 

Comenzó a limpiar el cadáver, estaba lleno de lodo y no sabía si era hombre o mujer, pero por lo delgado podía intuir algo. Luego de asear un poco más, el reconocimiento fue definitivo, se trataba de un cuerpo femenino, una adolescente.

Allí mismo, al ver lo que habían hecho con ella, sintió algo que estaba fuera de su control, simplemente se emocionó y sus grandes ojos se humedecieron. La habían golpeado salvajemente, tenía sus dientes rotos y había sido abusada. Luego de soportar ese cuadro, determinó que los autores eran del mismo lugar, de la misma comarca y el cuerpo estaba lleno de sus huellas. Con el simple pasaje de un detector de microfluidos, supo que habían sido cuatro hombres, pero también existía la huella de una mujer y eso lo inquietó más.

Era el segundo día en ese paraje y con lo que había visto era suficiente como para sentir una alarmante sensación de que estaban cometiendo un terrible error en querer instalarse allí, pero la situación apremiaba.

Con desesperación y miedo, solo se le ocurrió mandar el mensaje y mentir. “Planeta habitable, repito, habitable”.

 

Ángeles y demonios póstumos

Daniel Alcoba

 

Ocurrió en el siglo XVII/VIII: el cielo y el infierno cambiaron radicalmente a causa de la invasión de millones de ángeles y demonios de nuevo tipo: los póstumos. Almas de muertos de todos los tiempos que, según explica Swedenborg (1688-1772) en miles de páginas escritas en latín, son los únicos ángeles y los únicos demonios que existen. Los otros no son más que invenciones, símbolos, imágenes literarias.

La ultratumba de Swedenborg es el Éter Prometido de los espiritistas, que además de comunicadores, son médicos, exorcistas y pastores de almas muertas que poseen y ejercen el libre albedrío.

Antes, Dios se aburrió de jugarse el universo a los dados. Y se pasó al pool con cuerpos celestes usando de troneras o bolsillos seis nuevos agujeros negros. Mientras los coros angélicos no dejaban de cantar Hosanna en las alturas, ni las jerarquías infernales paraban de urdir maldades contra los seres humanos.

 

Conóceme

Relja Antonić

 

Había una vez una chica.

No, no estaba enamorado. Tenía diez años. La conocía como ninguno de ustedes conoce a sus esposas: su corazón y, si este maldito mundo fuera diferente, podría decir que éramos amigos. Pero no lo éramos, ya que nos reunimos unas pocas veces, lo suficiente como para llorar por el sufrimiento del otro, insuficiente para una amistad.

Escribo esto porque sé que moriré pronto. Me encuentro cansado, desdentado y trabajando en algo que nunca quise. A medida que se acerca mi hora final, me pregunto por qué no me ahorqué el mismo día que cumplí once años. ¡Todo por ella!

Mi padre, un pelirrojo con dientes de conejo, era traficante de esclavos. ¡El Jefe de los traficantes de esclavos! Su pelo rojo nos dio nuevos nombres: los Diablos Rojos. Pero nací Diablo en las cálidas orillas de las nuevas tierras, y nunca he visto el Viejo País hasta que cumplí dieciocho años. Mi padre se casó allí, me engendró, y decidió sobre mi horrible destino.

Conocía sus lenguas nativas. Ellos hablaban la mía.

Dijo que aprendieron, porque los Diablos Rojos venían una vez a la semana, durante cuatro décadas.

—¿Quiénes son los Diablos Rojos? —le pregunté. En realidad, desde hace diez años nunca he visto a ningún niño con la piel de otro color, solo adultos: enfadados, humillados y con aspecto salvaje.

Jugamos. Éramos felices. Pensé en ella como en un cachorro que nunca tuve; justo ahora, cuando soy viejo y estoy a punto de morir, pienso en ella como en un ser humano real.

Su tío la vendió cinco días antes de mi cumpleaños. Lloramos, nos abrazamos, la tomé de la mano.

—Los Diablos Rojos saben escribir, ¿verdad? Por favor, escribe sobre mí —me pidió—. Quiero que la gente sepa que he vivido.

 

Discurso Directo

Vladimir Arenev

 

...así que la llamó y guardó silencio; marcaba su número, esperaba, escuchaba, se quedaba sin aliento, sin decir ni una sola palabra... y así durante semanas, meses y meses; era como un ritual, como una oración antes de acostarse, guardaba silencio, excepto mentalmente.... pero quién sabe a ciencia cierta, ya sabes, y con el tiempo se acostumbró tanto que no esperaba nada, y cuando de repente ella contestó, dijo en voz baja: "Mark, ¿tú?" —él quedó estupefacto, rígido, y ella repitió: "Mark..." —y durante otros cinco minutos, él lo puede jurar, durante otros cinco minutos se oyó la respiración de ella, pero él no dijo ni una palabra, no hizo ni un ruido, y permaneció con la mano en el corazón, ¿quién puede culparlo? No sé si podría, si me atrevería. Quizá simplemente en esta oportunidad se equivocó de número; ella llevaba muerta un año, pero qué demonios importa: un año, una hora, un día...

 

Índigo

Armando Azeglio

 

Agonizando en una mesa de operaciones escuché una frase: “la víctima había perdido la memoria en un trágico episodio”. Entonces miré hacia un costado y vi el aura (su aura) de un color índigo resplandecer hasta enceguecerme. Él me mostró varias ciudades. Un tren similar a una serpiente. Una laguna. Un fruncido ábaco perdido en los repliegues del tiempo con los que (creo) calculaba las edades de las cosas. Vi las salientes de un frágil promontorio, como aquel por donde los antiguos arrojaban sus niños deformes. Sentí ese olor a incienso presente en todos los rituales de los que el hombre tiene memoria. Me sentí frágil y (con las manos juntas) le imploré a algo que –me habían enseñado– era Dios. Nunca tuve respuesta. Entonces me vi dividido frente a un sendero para seguir todas las alternativas de los brazos en los que divergía. Empecé a creer en el poder de los seres ubicuos, pero dudé de mi salud mental. Me vi –ingenioso– conspirar en el asesinato del tiempo (en pos de la nada misma). Tome mi pluma, comencé a garabatear una historia y antes de sospechar que estaba muerto, escribí la palabra fin.

 

Algo irresistible

Joyce Barker

 

—Cuando era chica, me gustaba ver La isla de la fantasía.

—¡A mí también! Me encantaban esos lugares. ¿Por eso fuiste después, a buscar “tu fantasía”?

—No, al enano. Pero claro, ya no estaba. ¿No le encontrabas “algo”?

—¿A Tatoo? ¡No! —La conversación estaba empezando a parecerle rara, y detestaba eso—. Bueno… claro… era simpático; pero más que eso, obvio que no.  ¿Tú le encontrabas "ese" algo, loca? —Su amiga no contestó—. No lo puedo creer.

—¡Oye! Yo nunca he criticado tu gusto por los…

—¡Para! —le tapó los oídos al maniquí—. Te dije que esa palabra está prohibida en esta casa. Y se llama Billy.

—¡Qué me importa!

—Si no te importa, ¿a qué viniste?

—Bueno. Tú mandaste un mensaje invitándome.

—No fui yo…—respondió molesta mirando al maniquí—. ¿Debería ponerme celosa por esto, Billy?

—Mejor me voy—dijo la amiga, apresurándose a salir.

 

Desnivel

Alejandro Bentivoglio

 

El piso del corredor está desnivelado y son muchas las veces que tropezamos y caemos rodando sin que nadie nos pueda dar una mano. Son esos momentos en los que hay que aferrarse a lo que se pueda, un mueble o un tío. Da igual.

Los desprevenidos o los de pocos reflejos, suelen seguir cayendo, hasta alcanzar, a la altura de la sala de huéspedes, la caída que da al infierno y sus gritos se pueden escuchar durante días.

 

Jaque mate

Ricardo Bernal

 

Cada noche jugaba al ajedrez con el Capitán. Viejo lobo marino, aplicaba tretas milenarias en su juego; sus aperturas excéntricas, aunadas al sanguinario poder de sus torres y alfiles, siempre me derrotaban. Jugábamos en su biblioteca, entre mapas, astrolabios y botellas de ron: una luz de espejos verdes alumbraba el tablero y las piezas alargadas. Al fondo, entre las sombras, había una ventana. Detrás del cristal dos extrañas mujeres nos miraban siempre, inmóviles y silenciosas. Nunca supe si eran hermanas, esposas o hijas del Capitán; nunca me atreví a preguntarle. Incluso llegue a pensar que él ignoraba su presencia. La noche que por fin hice el ansiado jaque mate, las mujeres desparecieron. Jamás, en las noches siguientes, volví a verlas. Tampoco volví a vencer al Capitán.

 

Incidente inesperado

Iván Bojtor

 

Estábamos esperando para reunirnos, nos preparábamos a conciencia. ¿Y qué pasó?

Cuando el tercer ser de color verde espinaca apareció en la pantalla del monitor que monitoreaba la esclusa, Hohnny sintió una extraña sensación de malestar en el estómago. Atribuyó estas náuseas a su odio infantil por las espinacas. Sabía que unos seres color verde espinaca lo estaban observando en una pantalla, así que trató de controlarse.

Cerró la puerta de la esclusa. Una luz roja parpadeante indicaba que el sello no era hermético. Así que repitió la operación. Las criaturas agitaron los brazos de forma extraña. Hohnny entendió que querían contactarse con él. El estómago le dolía cada vez más. Dio instrucciones al ordenador de la nave para que descifrara las señales de los seres color espinaca.

Al cabo de unos instantes, imprimió el texto descifrado:

"¡Abre! ¡Abierto! Abre".

—¿Abrir qué? —preguntó, desconcertado.

"La puerta de la esclusa"; la respuesta apareció en la pantalla.

—¿La puerta de la esclusa? ¿Están tratando de escapar? Después de miles de años, la humanidad por fin se encuentra con seres inteligentes ¿y quieren escapar?

"No quieren escapar. Los alienígenas sienten dolor".

—¿Por qué? ¿Por qué?

En respuesta, las dimensiones de las criaturas aparecieron en la pantalla del ordenador.

* Volumen cerebral medio: 3407 cm³.

* Altura media del cuerpo: 0,55 m

* Longitud media de las vértebras torácicas: 0,84 m

* Longitud media de la cola: 13,50 m ...

Hohnny saltó a una ventana de observación, miró hacia la cámara estanca y volvió a sentir aquella sensación de malestar en el estómago. Tres largos apéndices colgaban de la puerta de la esclusa y flameaban en el espacio.

 

Sucesión

Sebastián Borkoski

 

El conde caminaba orgulloso por el pueblo acompañado de su primogénito. Un hombre se acercó a manifestar su desacuerdo con respecto a una de las leyes.  El conde dejó que se expresara y luego lo mandó a azotar. Prosiguió su marcha segura flotando por las calles tranquilas. Su hijo le hizo una pregunta.

—¿Para qué los escuchas si no vas a perdonar su atrevimiento?

—Los escucho para saber qué les preocupa, y los castigo para demostrar que la última palabra es mía. Conocen el precio de sus reclamos y lo pagan con dignidad. Es la única forma de mantener nuestro orden.

—Sé de hombres que ya no toleran este trato. ¿No temes por tu vida?

—Todos debemos morir, lo importante es que tras mi muerte seguirás ejerciendo el mismo control y enseñarás esta forma a los que te sucedan. Si quieres conservar el poder que vive en tu nobleza, es como debes proceder.

El joven caminó con lentitud mientras su padre se disponía a recibir nuevas quejas de otro campesino. Observando los anillos de su mano, decidió que su poder no habitaba en un lugar noble.  Antes de que el campesino llegara, detuvo a su padre y le dijo:

—Ya que la muerte no te preocupa,  voy a evitarte la angustia de ver la puesta en práctica de mis propios métodos.

Secándose las manos manchadas, se sentó a escuchar al plebeyo.

 

Haunebu III

Hernán Bortondello

 

—Kurt…

—Ahá.

—Erich, ha muerto.

—¿Lo está, Hans?

—Sí, idiota, lo está.

—No puedo girar mi cuello para verlo, camarada, pero…, ¿acaso no estamos todos muertos?, ¿no escuchas los vehículos acercándose?

—Estrellarnos justo en esta mierda de Roswell…, merecimos haberlo hecho en Nueva York.

—Nuestra campana voladora no caerá en manos de los putos johnnies, Hans.

—Nueva York…, siempre quise conocer Nueva York.

—¡Hans! ¡Vamos, viejo! ¡Ya oigo voces de mando!

­—Entonces…, adiós Nueva York. ¡Nos encontraremos en el Valhalla, amigo Kurt!

­—¡Que nos reciban valquirias con tetas enormes, hermanito!

—¡Heil Hitler!

—¡Heil Hitler!

La primera línea de soldados que intentaba rodear el objeto fue alcanzada por la onda expansiva. Los hombres se elevaron del piso y salieron eyectados hacia atrás violentamente, como barridos por una escoba gigante.

 

Cuerpo inerte

Gastón Caglia

 

El cuerpo yace inerte hundido en el centro de la cama, las sábanas se apoderan y parece luchar desde su inmovilidad contra fuerzas que pretenden llevarlo hacia el fondo.

Puede ser el fondo de la cama o el fondo del universo, ese lugar donde van los que se están muriendo, los que envueltos en mantos de blanco hospital deambulan un universo de penumbras.

Qué más da la diferencia. El cuerpo está ahí, inmóvil, poco menos que una maraña de huesos, carne y líquidos. Alrededor, otros anhelan el fin y el cuerpo inerte no tiene cómo decir cuál es su deseo.

 

A favor de los ahorcados

Miriam Cairo

 

Perdón, señor, dije, manteniéndome humildemente de pie. ¿De dónde viene?, preguntó con palabras subrayadas. De allá, respondí. Él se abstrajo un momento y luego, ¡felicitaciones!, exclamó. Yo empecé a dudar si no habría sido conveniente arriesgarme a decirle que venía de otro lado, pero ya se me había hecho un hábito mentir. Sus felicitaciones me mantuvieron de pie, yo que estaba tan acostumbrada a hacerme ovillo. Aún así dudé de que ésa fuera la oficina de empleo para bueyes perdidos. Igualmente me quedé allí, callada, porque haber hilado dos oraciones sin ponerme roja, sin que se me encorvara la espalda ya había sido de una terrible dignidad. Sabía que si conseguía ese empleo iba a poder arrancar. ¿Usted se ha perdido lo suficiente?, preguntó, y a mí me daba vergüenza decirle que siempre había estado atada, por lo que volví a mentir: Sí, mucho, dije. Sin embargo tiene señas de haber vivido atada, reclamó, señalando mis marcas invisibles. Haber estado atada no me salvó de estar perdida, repliqué con una dignidad cada vez más espantosa. Fue entonces cuando el empleador concibió el proyecto ingenioso de mostrarme la salida. ¿Esto es un salvoconducto?, pregunté y sentí que estaba a cargo de mi vida. Antes de que me despidiera, mencioné una ley que le impedía dejarme sin empleo. Pero para entonces, otra vez, ya no estaba segura de si esa ley era real o si yo la había inventado en mi libro A favor de los ahorcados.

 

Cuarto de baño

Julio Nicolás Camacho

 

 

Cerré las llaves del agua y salí con rapidez de la ducha; el cubículo era demasiado amplio para sentirme cómodo. Me sequé y me vestí con los boxers, antes de acercarme al panel para apagar las luces. El recinto cerró sus penumbras sobre mí, mientras que yo tecleaba la combinación de la sala. Volví a encender las luces, y la recreación del cómodo sofá y el set de televisión fue tan perfecta que jamás ningún visitante hubiese notado que eran hologramas táctiles. Pero en realidad no estaba de humor para el noticiario, así que apagué las luces de nuevo, y tecleé la combinación de mi estudio. ¿Cómo se supone que mida la extensión de mi manuscrito? ¿En páginas o en palabras? Dejé las hojas mecanografiadas junto al teléfono sobre mi escritorio; no me daba la gana llamar a mi editor para despertarlo. Después de recoger en la cocina la bandeja con la jarra y mi vaso de agua, apagué las luces, tecleé la combinación de mi dormitorio, y encendí las luces por última vez. La cama queen size era demasiado grande para un fin de semana sin visitas, ya fuese un encuentro casual o una vieja amistad reencontrándose conmigo desde el otro lado del mundo; la vida de soltero puede resultar inconvenientemente solitaria. Con la jarra y el vaso en su sitio, me acosté y apagué la lámpara de mi mesita de noche, permaneciendo los hologramas táctiles entre la oscuridad. Con mi cabeza sobre la almohada, me prometí llamar al técnico el lunes siguiente porque, en un domicilio de seis estancias como el mío, resultaba un poquito confuso tener que generar la totalidad de mi casa en el espacio vacío destinado para el cuarto de baño.

 

La rompealmas

Guillermo Corte

 

Tan pronto ingresé en la habitación la fuerza de su imagen me atrajo magnéticamente. Le decían “la que quiebra las almas”. No era difícil entender por qué. Ataviada con frío cuero negro, la dualidad de su esencia se entretejía con oscuros hilos de misterio. Su cabello blanco como la luna, le caía en cascada sobre la espalda, mientras el ojo biónico, centelleante, me observaba con una mirada curiosamente humana.

Sus caderas y piernas parecían esculpidas con gracia celestial, vivos versos que celebraban la armonía y el éxtasis. El frío cuero negro abrazaba su piel con la misma pasión con la que la noche lo hace con la aurora, creando un contraste que revelaba una sinfonía extraña, una sutil fusión entre lo antiguo y lo nuevo, lo orgánico y lo mecánico. Sus manos delicadas, hábiles como artistas en acción, tejían historias en el aire, mientras sus piernas esculpían estrofas que danzaban al ritmo de la feminidad, dejando una impresión que se grababa a fuego en las pupilas de los desprevenidos.

De pronto, advirtió la razón de mi visita.

―Has venido a cumplir un destino terrible ―me susurró, seductora y tristemente al oído.

―Es inevitable. ― El halo de romance que había iluminado brevemente mi corazón se oscureció nuevamente, ahora por la pesada carga de la realidad.

El mandato de los nuevos fanáticos era intransigente: la belleza de aquella criatura no era más que una creación demoníaca e impía. 

Mientras mis manos trémulas se acercaban al interruptor que desconectaría la fuente de su singularidad, cerré los ojos, tratando de ignorar el suspiro mecánico que precedería al silencio definitivo. Un susurro nostálgico tecnología y feminidad fusionadas, perturbador acto de despedida, resonó en la habitación como el lamento de un futuro que se desvanecía en la oscuridad, uno que nunca podría ser.

 

Ficción

Rosa Lía Cuello

 

 

Los cuerpos se deslizaron a través de las sombras, mimetizados con la madrugada. Fueron llegando como panteras que acechan la presa, pero lo que brillaba no eran sus ojos sino la brasa de algunos cigarrillos, seguido por manos nerviosas, que a su vez conformaban el extremo de los cuerpos.

Sólo la ropa de dormir los diferenciaba. Un viento suave se escurría entre los presentes, tan leve que apenas alcanzaba para ondular alguna parte de las telas pegoteadas en el cuerpo. Sus miradas, masa informe que se dirigía al cielo en busca de  indicios de lluvia, proclamaba la unidad de los presentes.

El sofocante calor fue la excusa para reunirlos en el silencio, increíble y fellinesco, de aquel lugar. Ni siquiera las chicharras hacían batir sus alas en señal de celo.

A lo lejos un silbido agudizó sus percepciones. De tanto en tanto, un lento movimiento cortaba el simulacro de viento como una tijera sin filo, y algunos giraban su cabeza.

Espectrales y ridículos, dos de los hombres se incorporaron cuando cantó el gallo. Nadie de los restantes los miró pese a que estos se dirigieron hasta el piletón de la ropa.

El ruido del agua al caer cortó el silencio, un grillo saludó la noche, una mujer tosió débilmente. La luna alumbraba la silueta de las sombras en un intento de acariciar la humanidad.

—¡Corten! —grito el director. Se apagaron las cámaras, se encendieron las luces del plató, la última escena se había filmado.

 

El gesto

Cristina Chiesa

 

Era amiga de mi hermana. Estudiaban juntas. Un día llegó con su andar cansino y sus enormes ojos pardos, extrañamente doloridos. Entró al escritorio de golpe y la miré asombrado. En esa época yo escribía. El escritorio del abuelo, la enorme ventana y un pañuelo blanco al cuello. Ella me miró fijo. Y nos seguimos viendo, cuando hacía que erraba el camino al baño y pasaba por el escritorio. A veces le preguntaba alguna tontería o ella me ofrecía café, yo le leía un poema y a ella le brillaban la mirada. Nunca pensé que fuera a quererme de ese modo. Estaba casada con un bobo, tenía dos nenas. Empezó a traerlas a casa. Empezó a venir casi todos los días. Incluso cuando mi hermana no estaba. Una noche me tocó la ventana. Se había escapado de la casa, a dar una vuelta había dicho, la noche era tibia, el olor del verano, asfixiante. Esa vez la abracé. Y ella me regaló un pañuelito. Sus tristes ojos se cerraron sobre mí, igual que sus brazos. Al otro día vino el marido. Vino a buscarla, dijo, porque ya era tarde y la necesitaban en casa. Me miraba feo. Le extendí la mano. Y di a entender que en mi vida solo existían dos cosas: la literatura y yo mismo. Ella boqueó. Y yo me sorbí su angustia. No volvió más. Ese día estrené la decencia en mi vida, por primera y última vez.

 

Semejante juego

Christopher T. Dabrowski


Lo odiaba. Él destruyó mi vida. Primero criticó, luego calumnió. Incluso creó una teoría de la conspiración y fabricó pruebas para etiquetarme públicamente como un monstruo.

Desafortunadamente, tuvo éxito: la gente, en su ingenuidad, creyó la mierda, independientemente de las afirmaciones de que la supuesta evidencia no se mantendría en ningún tribunal de justicia.

Él destruyó mi vida. Me impulsó al suicidio, pero en lugar de morir sentí algo en mi cabeza.

Lo quité. Era un casco futurista. De repente me di cuenta de que era un juego y mi amigo, a mi lado, estaba haciendo el papel de mi enemigo.

 

El pacto

Oscar De los Ríos

 

Ramón de la Serna era un jugador de billar extraordinario. Dueño del récord Guinness de la carambola con más bandas; y un fanfarrón insoportable. Por eso lo trajimos a Tony, un idiota fuerte como un buey.  Le pusimos un taco de billar en las manos y dio un tacazo que hizo temblar la mesa en cada uno de los dieciocho contactos que hizo con cada banda la bola pinta, antes de impactar con la roja y la blanca;  arrojándolas fuera del paño verde. Mandamos el video a los Guinness, y estos lo aceptaron.

Loco de rabia, Ramón hizo un pacto con el diablo, para hacer una carambola de tantas bandas que jamás sería superada. Luego nos reunió en su casa para que avaláramos el prodigioso suceso. Acomodó las bolas y dio el tacazo. Pasaron treinta años y, hasta donde sabemos, Ramón sigue contando bandas a la espera de la carambola.

 

Miguel y Elena

Rolando José Di Lorenzo

 

Miguel era un soñador empedernido que vivía al margen de la realidad, y esa mañana, Elena lo tomó por sorpresa. La conocía, era inteligente y fría, de una belleza extraordinaria. Lo sabía, aunque siempre la tuvo lejos, como algo digno de observación, pero todo cambió en un segundo cuando ella se dio cuenta de que él existía. Se sintió conmovida al ver a ese muchacho deformado y flaquito, con una notoria sifosis, que caminaba lentamente, siempre mirando hacia abajo, saliendo de una casa vieja. Miguel se dio cuenta de que ella lo había descubierto y sintió que la sangre le corría por la venas, un estallido de adrenalina lo embargó, todo era nuevo y esplendido. Ella se le acercó y acercó la boca sensual a la enorme oreja.

—¿Me podrías decir si vive todavía aquí un tal señor Carballo? —le preguntó sin más. Miguel se esforzó en levantar la cabeza para mirarla; nunca la había tenido tan cerca, sentía su perfume y se perdió en sus ojos negros, se aferró al marco de la puerta porque se caía, casi no podía articular palabra.

—Te amo, Elena —dijo, con la lengua en llamas. Su voz sonó imperceptible y temblorosa, y ella no tuvo más remedio que hablarle en tono frío e impaciente.

—Perdoname —dijo—, no te escuché.

Él, ya recompuesto, se apoyó en la pared y la miró como pudo.

—No, se mudó hace unos días —contestó.

 

Regalo fraternal

Itzel Alejandra Flores García

 

Todos estaban listos menos yo. Marchaban al paredón con las cabezas rojas y los pies empolvados. Se colocaron, yo no pude hacerlo. Alguien les vendó los ojos.

—Preparen, apunten, fuego.

Escuché las detonaciones; sostuve el rifle, inmóvil y erguido. Mi hermano cayó también, yo mudo y temblando, le di la gracia de la paz.

 

Sus siete vidas

Sebastián Fontanarrosa

 

Para mí los mejores templos siempre han sido las plazas. Un día un joven gato negro se sentó a mi lado proponiéndome un trato. "Mis dieciocho años de humano a cambio de sus siete vidas".

—Cuando cumplí siete años se murió mi padre. —Revelé aquello apenas acepté la propuesta recibiendo un pinchazo de su garra en la yema del dedo.

—¿Por mala suerte o por mala vida? —preguntó con sarcasmo el felino mientras majestuoso, con la cola bien erguida se retiraba para cruzar la calle.

—Por mala... —antes de escoger la palabra recordé más cosas que se desbordaron por mis ojos— vida — sentencié destrozado llevándome el dedo sangrante a la boca.

A mitad de calle el felino quedó pasmado. Giró hacia mí con los ojos abiertos de orilla a orilla para después a lomo arqueado resoplarme furioso.

No podía moverme, solo mi cabeza de derecha a izquierda, siquiera cerré los ojos cuando el camión lo pasó por encima.

 

Huevo gigante

Boris Glikman

 

Ya no se recuerda con claridad dónde se encontró exactamente el huevo gigante.

Lo que es seguro es que nunca se había visto un huevo de semejante tamaño y que empequeñeció a los curiosos que se reunieron para contemplarlo. La reacción instintiva inmediata fue intentar abrirlo allí mismo para ver qué había dentro, pero una voz gritó por encima del estruendo de la excitada multitud que dentro podía haber algo podrido, tal vez incluso una gigantesca monstruosidad medio descompuesta.

Por lo tanto, se decidió arrastrar el huevo gigante hasta una playa cercana para que la arena pudiera absorber cualquier líquido pútrido que pudiera filtrarse una vez rota la cáscara, y el océano pudiera utilizarse entonces como cubo de basura para deshacerse de todo rastro de la existencia de esta aberración.

Los ingenieros llegaron al lugar de los hechos para diseñar la forma más eficaz de romper el caparazón. Se montaron andamios alrededor del huevo y un ejército de trabajadores martilleó sin descanso la gruesa cáscara de hormigón.

Nadie recuerda cuánto tardaron los obreros en hacer la más mínima mella en la cáscara ni cuánto tiempo transcurrió antes de que aparecieran las primeras grietas visibles en la superficie del misterioso huevo.

La playa, abarrotada de gente, se llenó de un silencio sobrecogedor a medida que el contenido interior iba apareciendo poco a poco. Algunos no pudieron soportar la tensión del suspense y volvieron la espalda; otros incluso huyeron. Pero los que se quedaron a observar recuerdan unánimemente la maravilla del momento en que una estrella dorada, bañando el entorno con una suave luz, salió tranquilamente de la cáscara rota y se posó cómodamente en el horizonte, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar.

 

Entre las sombras

Dora Gómez Q

 

Siempre estoy entre las sombras escuchando las miserias de la gente que antes de ir al médico o al psicólogo vienen aquí… a la iglesia.

Me gusta escuchar sus miserias y ver como creen que por unos rezos serán redimidos de sus maldades de excelencia

 Aunque lo mejor es ver como reprimen emociones y tienen secretos familiares deshonrosos por generaciones, porque hay en ello un resultado muy negativo a largo plazo.

 Me deleita la forma en que tratan a las mujeres:

¡Esas odiosas portadoras de vida que están siempre queriéndome pisar la cabeza!

Aunque ya saben que yo les muerdo los talones.

A todos les hablo al oído: al asesino que se justifica por Alá, al Pastor tentado a

enriquecerse con las ofrendas del diezmo, al cura pedófilo, y feligreses en general.

Algunos saben quién soy.

Otros niegan mi existencia sin darse cuenta que la Luz sólo es posible si hay Oscuridad.

Estoy en las sombras de las iglesias forjando mis flechas de hierro con el nombre de todos y ya están listas para ser lanzadas en sus debilidades.

Y ¿cuál es tu debilidad?

Yo no tengo apuro.

Sólo es cuestión de tiempo.

Te espero en las sombras.

Te espero en mi reino.

 

Ref: El rostro de un demonio oculto entre las nubes de uno de los frescos de Giotto di

Bondone que adornan la basílica superior de Asís ha salido a la luz tras ocho siglos de existencia, ha informado el fraile franciscano Enzo Fortunato.

 

Inmortales

Alejandro Guarino

 

Cuando, en el año 2725, el platillo volante descendió sobre la superficie de ese planeta vacío al que se conocía como Tierra, una sensación de asombro inenarrable hizo estallar los pechos de sus tripulantes.

En los ladrillos transformados en edificios, en los muelles silenciosos anclados a los lados de los cursos de agua, en los metales de los transportes antiguos y oxidados, en los símbolos de los papeles arrastrados por el viento, cada uno de esos extraños seres que habían poblado el planeta, seguía vivo.

 

La Luna y el pozo

Rhys Hughes

 

Una vez más, la luna se está poniendo detrás del viejo pozo en el fondo del jardín. Nuestras caras relajadas se aglomeran en la ventana, narices presionadas contra el cristal helado, observando la luna que cae. Más y más baja hasta que desaparece por completo. Una vez al mes esperamos este momento, anhelamos en el silencio. En otros momentos, balanceándonos en nuestras sillas carcomidas, frotando nuestras rodillas huesudas frente a un fuego moribundo, buscamos llenar el espacio con canciones e historias tímidas. Pero ninguna palabra puede salir de nuestras bocas babosas. Necesitamos la risa de un niño, el calor de la juventud. Escuchamos el sonido, el chapoteo del agua que nos redimirá.

Juntos, temblando de la mano, corremos por el sendero del jardín, arrastrando nuestras redes detrás de nosotros. No hemos sido engañados. Nuestra larga espera ha terminado. La luna ha perdido el horizonte y ha caído en el pozo. Sacamos la luna burbujeante en un cubo y sumergimos nuestras redes en las profundidades. La luna lucha bajo el líquido plateado, una escalera de rayos de luna ondulando en las olas de emoción que nos envuelven. Es una luna muy nueva. A partir de ahora, las noches siempre serán oscuras. En el rincón de una cabaña en ruinas, instalaremos una cuna. A través de los barrotes de esta cuna alimentaremos a nuestro hijo lunar con una cuchara de mango largo.

 

La criatura

Ada Inés Lerner

 

Atravesando miedos, la criatura comienza su juego vital, recorre el cuerpo de su víctima, casi desnuda, en su obsesión por descansar al sol. No sabemos qué espacio busca en la piel tibia para introducir su probóscide, sorber y satisfacer su apetito. No le preocupa la perfección del cuerpo de la víctima, se desplaza por todos los espacios, casi morbosa, con su memoria instintiva… profecías, sortilegios oscuros que dominan los diluvios y las sequías.

 

Alturas

Javier López

 

La multitud, que se arremolinaba en los alrededores del edificio, comenzó a abuchear al hombre que acababa de saltar al vacío desde el piso 93.

—¡Cobarde, farsante! —gritó, con las manos haciendo de bocina, el hombre del maletín de piel.

—¿Para esto nos tienes esperando? —vociferó la mujer del caniche.

El resto de los congregados ululaba afeando la conducta del suicida arrepentido. Este, tras saltar al vacío, había desplegado un paracaídas con la enseña de la compañía a la que representaba.

A la altura del piso 71, iban a llevarse una sorpresa. El entonces supuesto suicida pasaba las cuerdas del paracaídas alrededor de su cuello.

Poco después se posaba sobre el firme de asfalto, con la lengua colgando hacia el lado derecho entre sus labios.

—¡Bravo, bravo! —los vítores del gentío se mezclaron con aplausos.

Se dispersaron, satisfechos de que la espera había merecido la pena.

 

La última cita

María Elena Lorenzin

 

Todavía suenan las sirenas de las ambulancias que no dan abasto. Curiosos por doquier. Gritos, llantos, abrazos que se enredan y se juntan en un clamor de voces. Entonces, la veo. Es ella, la chica del tren, no cabe duda. Cómo no reconocerla si la tuve frente a mí por casi media hora como si yo fuera su espejo o mejor dicho, como si el resto de los pasajeros  no existiera y ella estuviera sola en el mundo mirándose imperturbable en ese minúsculo objeto que le servía para aplicarse sin fallo el tardío maquillaje. Cómo no reconocerla si no dejé de espiarla mientras  sacaba de su nécessair las  sombras  de ojos para iluminarlos un poco, luego el toquecito de rimmel para doblegar unas pestañas chúcaras y meterlas a pincelada pura en el carril de la belleza domada. No satisfecha aún, volvía a mirarse como si le faltara algo para la inesperada cita. Es posible que le escaseara el color a ese rostro joven que, de pronto, se impregnó de rojo violento justo cuando su dueña estaba a punto de empolvar  de rosa la palidez de esas mejillas desamparadas. Así la vuelvo a ver ahora, terriblemente tiesa y sin poder  siquiera aplicar un brillo en unos labios que se han amoratado tan de repente.

 

Desaparecer

Victor Lowenstein

 

Quise alejarme del mundo y ser olvidado por el mundo. Desaparecer. Busqué el lugar más alejado de las afueras del barrio. Más allá del antiguo autocine abandonado, donde sólo crecía la maleza y los perros salvajes andaban a sus anchas.

Di con un bar propio de algún pueblo fantasma; uno del que apenas recordaba su existencia. Misteriosamente, estaba abierto, recibía parroquianos y despachaba café o bebidas fuertes. Entré; me dejé caer ante la última mesa del rincón más oscuro del salón, decidido a permanecer allí por siempre; a no levantarme más que para ir al baño.

Poco a poco, que es como se destila la eternidad, el bar se fue acostumbrando a mi presencia. Soy un cliente de lo más tranquilo. Por las mañanas el cantinero me trae el periódico zonal. Fue leyendo sus páginas como me enteré que ese mismo bar había sido demolido veinte años atrás. También, pasados otros días y nuevos periódicos, apareció mi rostro y la noticia de mi desaparición. Se la mostré al cantinero, que recortó la hoja y la pegó en una de las paredes del salón. Los siguientes ejemplares ya no se refirieron a mí ni al bar ni a este presente olvidado que habito; la página ya se ha desprendido de la pared y rodó penosamente hasta el piso donde yace tras la pata de mi mesa. Me siento aliviado y casi feliz.

 

Basta

Laura Irene Ludueña

 

Que tiene tanta suerte con su marido, que la cuida tanto, que el niño es el mejor alumno, que su familia es maravillosa. Habla mientras nos vestimos, sigue mientras controlamos que la cinta esté en línea y no se trabe para que podamos marcar correctamente cada pieza. Yo no hablo, pero no le importa. Salimos juntas, la está esperando el idiota del marido. Mañana es domingo, limpio la casa y lavo la ropa. Juan llega borracho. Me martilla el cerebro con que está todo sucio, que soy una abandonada, que parezco una bruja que soy buena para nada. Miro el reloj, ese artilugio odioso que me recuerda que el tiempo pasa. Miro a Juan acostado a mi lado. Levanto mi almohada y la aprieto en su cara. La borrachera juega de mi lado. Ya no respira. Acomodo la almohada en su lugar y me preparo para volver a la fábrica.

 

La señorita

Maritza Macías Mosquera

 

La familia se reunió en el salón, hermanos y hermanas de mamá y papá, primos y primas, bastante mayores que ella. Eran sus quince años, “la entrada en sociedad”, como se pavoneaba su orgulloso padre. Linda era la joven más admirada en el barrio y el colegio. Alegre, extrovertida, simpática, estudiosa. Pedro, el hijo del aseador del colegio, siempre se encandiló con su belleza y ella, en cuanto lo conoció, hacía ya cerca de diez años, lo había considerado su mejor amigo, hasta que a los quince de él, ella le confesó su amor y le regaló su cuerpo, en el más profundo de los secretos.

La joven era, por demás, astuta, había estudiado sus períodos y sabía cuándo podía intimar con Pedro y cuándo no. Oportunidades no les faltaban, ya que su madre y su padre trabajaban todo el día fuera de casa.

Cuando ya la celebración llegó al punto del Happy birthday, la apagada de velas, los aplausos y la solicitud del deseo, ella manifestó su indisposición; súbitamente le dolió el estómago apenas probó el pastel. Su madre la acompañó al cuarto y ella se recostó, pidió que la dejaran dormir sin molestarla para nada. Su madre apagó la luz y salió en silencio de la recamara; enseguida, Pedro salió del ropero, para darle su propio regalo.

 

Malas noticias

Rafael Martínez Liriano

 

—¿Dónde está Adriana que hace rato no la veo?

—Mamá murió hace tres años, papá —dijo Marcela con la voz cortada por el sentimiento.

El anciano quedó paralizado por la noticia, se llevó las manos a la cara buscando detener o por lo menos ocultar sus lágrimas al mundo.

Marcela sufría al tener que dar tan terrible noticia a su padre ya anciano, decirle que una parte de su vida ya no estaba. Y sufría aún más al tener que repetir la escena tres o cuatro veces al día debido a los problemas de memoria que, de a poco, tomaban por asalto lo más valioso en la vida del ser humano, sus recuerdos.

 

El enemigo implacable

Cristian Mitelman

 

¿Crees que los muros de esta celda son lo suficientemente poderosos como para ocultarme? ¿Crees que los tormentos que me imponen tus carceleros sin rostro pueden vejarme? ¿Crees que con el terror lograrás perpetuar tu imperio?

Hoy has cometido un error fatal, porque en la estatua que te has erigido, en el interior de esa estatua de un blanco atroz como el de miles de cráneos pulidos, vive un pequeño gusano que sabe horadar pequeñas galerías en el mármol que parece invencible. Es tan ínfimo, que bien podría caber bajo cualquier uña, pero desparrama cientos de nuevas larvas que también ramificarán nuevos caminos.

Y con el tiempo (créeme, tengo una paciencia de ojos quemados) todo el mármol se desplomará, vencido por una infinidad de resquicios.        

Aquí, hundido en la celda de los ratones, me consolaré noche a noche sintiendo los hondos crujidos de la estatua y el temblor de tu espíritu.

China (VI d.C.)

 

R-2-CZ-25

Iván Molina Jiménez

 

La carta llegó la víspera de Navidad. El papel era de tipo editorial, tenía una discreta filigrana y olía a nuevo. El logo del encabezado correspondía al Banco Internacional de Calcuta en Montevideo. Después del saludo inicial, el gerente me ofrecía mil disculpas y me comunicaba lo siguiente: “el sábado pasado, al darle mantenimiento al buzón de depósitos de la sucursal de Ituzaingó, se encontró, fuera de la urna de captación, una bolsa sin abrir con la suma en efectivo de dos millones de pesos, que coincide con el monto que su empresa reportó haber entregado cinco años atrás. Los errores de este tipo son excepcionales. El dinero ya fue acreditado en su cuenta corriente, junto con los intereses, calculados a un plazo de mil ochocientos días”.

—¿Se siente bien? —la voz de mi secretaria parecía venir de muy lejos.

—Por favor, tráigame una taza de café.

Con cada sorbo, evocaba las vehementes protestas de R-2-CZ-25 a favor de su inocencia. Fue el primer robot que tuve en mi empresa. Al envejecer tecnológicamente, en vez de reciclarlo, lo mantuve a cargo de múltiples y diversas tareas no especializadas, como efectuar los depósitos nocturnos de efectivo. Después de que fui informado del extravío del dinero, lo acusé de ser un ladrón y le dije que lo iba a desmantelar con mis propias manos. Sin esperar a que la última palabra terminara de desprenderse de mis labios, echó a correr y, desde entonces, no sé de él.

 

Los sucios

Gonzalo Montero Lara

 

Una larga columna de niños vestidos con túnicas blancas codificadas, aguardan la llegada de los Transportadores. Luces estelares amortiguadas por el manto de lluvia ácida, expanden sus partículas sobre los humanos harapientos, que esperan la llegada de la nave, que se hace presente regularmente para cambiar niños por alimento. Ellos no son tomados al azar. Son grupos seleccionados por sus auras. Productos todos de un experimento biológico. Tiempo atrás, El Poder expandió una plaga de diminutos mosquitos taladro, que penetraron el hábitat de los Sucios; miserables habitantes de la periferia azotada por el hambre. Estos artrópodos dotados de un órgano de penetración ácido, corroen los materiales del caserío donde diseminan al picar mujeres fértiles, un virus mutagénico para “mejoramiento” genético.

Los niños “mejorados” capturados en redadas, abordan la nave, custodiados por sujetos de uniforme militar, blandiendo armas de rayos. La nave cierra la hermética escotilla de abordaje y se eleva lenta, con un agudo zumbido y se aleja pronto en medio de un estruendo. Las mujeres miran por rendijas por última vez a sus vástagos, canjeados por comerciantes nativos, por comida y la promesa de una vida mejor en la Ciudad Dorada.

La carga es clasificada por sensores. Los dotados de órganos sin fallas son inmediatamente colocados en suspensión animada para disponerlos de acuerdo a requerimiento de la ávida población de la metrópoli, cuyos habitantes son longevos pero infértiles. Los chicos de aura roja, híper agresivos por naturaleza, serán soldados para El Poder y las masas cerebrales catalogadas de inteligentes se negociarán bien en las élites. Todo el sobrante biológico se recicla como alimento balanceado para intercambios por más niños. Pero los Transportadores, no saben que los cerebros inteligentes trasladan en sus circuitos neuronales instrucciones que alientan una rebelión masiva de los Sucios.

 

El zombi ateo

Diego Muñoz Valenzuela

 

Quiso atacarnos el horroroso no muerto, pero lo paré en seco con un formidable golpe en pleno pecho. Se encogió ante el impacto, como si le doliera. ¿Acaso sienten dolor los zombis? Estaba fétido ya. Lo tomé de la garganta con repugnancia y temí que se le fuera a desprender la cabeza. Por suerte aguantó.

—Dinos cómo es el otro mundo. Qué viste allá. —Le propiné un par de cachetadas sobre su verdosa cara con la finalidad de motivarlo.

—Nada, nada —masculló—. ¿Quieren que les narre historias de luces celestiales, ángeles y babosadas similares? Son unos pelotudos. No hay dios ni cielo, idiotas. Esto es todo. La única vida posterior a la que pueden aspirar es esta. —Se golpeó el pecho con vanidad y volvió a doblarse por el dolor.

—Aquí el único idiota eres tú. —Le separé la cabeza del tronco con un contundente uppercut—, ahora sí que finalizaste. Buenas noches. —Esa fue su despedida y epitafio—. No existe dios, ya lo escucharon —concluí—. Ahora echemos unos tragos, que la vida es corta.

 

El regreso

Lidia Inés Nicolai

 

La cotidianeidad era insoportable. Ya no podía vivir con ella. Quería que saliéramos juntos cuando yo entraba. Intentaba besarme mientras yo trabajaba. La dejé unos días sola. Eso le enseñaría.

Al regresar la busqué por todos lados. Repetí la búsqueda varias veces hasta que me convencí: no estaba. La situación me incitaba a pensar que algún goce oculto existió en mi conflictiva relación con ella. Seguramente obvio para un observador externo. Al menos a mí, eso me explicaría que la extrañe tanto.

 

La estela de humo

Lidia Susana Puterman

 

En la madrugada de aquel domingo de enero, en la localidad de Carlos Casares, el sol comenzaba a desperezarse con lentitud. Algunos niños jugaban en los charcos que dejó la lluvia la noche anterior; otros penaban la desolación y el hambre.

En una curva pronunciada la estela de humo de una moto impregnó el aire de un olor rancio de aceite quemado en el camino de tierra, levantando polvareda y escupiendo piedritas. Una de ellas golpeó  a Nachito; un pequeño hilo de sangre le brotó de la frente, Sin darle mucha importancia siguió hurgando en la basura del restaurant; encontró algunas sobras del día anterior…, unas rodajas de pan viejo y carne poco cocida. Con visible desesperación inicio su «desayuno» dando pequeños mordiscos como para prolongar el disfrute…, cuando un punzante dolor de cabeza le arrancó un grito desde las entrañas... Cayó de bruces retorciéndose con una angustia desbordante que le quebró la infancia en mil pedazos...

¡¡La estela de humo de una moto se llevo el hambre,  la miseria y el alma de Nachito!!

 

El mundo es un pañuelo

Rogelio Ramos Signes

 

Cuando en los campos de sembradío y en las selvas y en los desiertos no quedó espacio para la llegada de nuevos seres humanos; cuando todo fue un conglomerado de personas unas sobre otras, como un hormiguero acosado por las aguas; los científicos debieron replantearse el tema de la subsistencia. Los viajes interplanetarios habían fracasado una vez más, cerrándole las puertas al exilio voluntario; el control de la natalidad era imposible porque el esperma reproductor mutaba permanentemente; el espacio para la producción de alimentos se había reducido a un punto insignificante; y algo había que hacer.

Por eso los científicos llegaron a la conclusión de que la única salida era manipular genéticamente las nuevas generaciones: ningún ser humano tendría que medir más de 50 centímetros de alto. Y fue la solución. Mejor dicho, será la solución definitiva cuando desaparezca de la faz de la Tierra el último de los ya escasos gigantes que vamos quedando.

 

De sucesos simultáneos

María Elena Rodríguez

 

Estudié enfermería por complacer a mi madre: ella se prodigaba en cuidados hacia los demás y yo sabía que tener un hijo con esa profesión la haría muy feliz. Sin embargo, yo no me sentía dichoso en ese trabajo. El dolor de cada enfermo me laceraba como si me lo transfiriera. Los moribundos en su último suspiro se llevaban un poco de mi oxígeno.

Para mi alivio, todo cambió cuando me trasladaron a este hospital. Acá, si no los contradigo, pasamos los días en forma apacible. Ellos afirman ser cantantes famosos, reyes, piratas, incluso animales.

 El recién llegado dice llamarse Leonardo y pinta en la pared blanca una mujer que será famosa, el más viejo ha llenado los armarios con manuscritos que relatan un viaje de diez años.

A veces pienso que perdieron la noción del tiempo, pero luego recuerdo que pronto descubriré la teoría de la relatividad.

 

Un nuevo record mundial

Frank Roger

 

 

—¡Hemos llegado a la cima! —exclamó Takumi extasiado. Consultó su reloj y añadió—: Hemos ido desde el nivel del mar hasta la cima del Everest en exactamente una hora y quince minutos.

—Un nuevo récord mundial —apoyó su amigo Giancarlo—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido!

—No obstante —replicó Takumi—, debemos admitir que el nivel del mar, que ha subido drásticamente en las últimas décadas, nos ha dado ventaja sobre nuestros predecesores —agregó señalando su barco, amarrado a un saliente de roca en el agua, fácilmente al alcance de la vista.

—Es cierto, pero eso no cambia el hecho de que fuimos del nivel del mar a la cima del Everest en un tiempo récord —insistió Giancarlo—. Establecimos un nuevo récord mundial.

—Tienes toda la razón —admitió Takumi—. Podemos estar orgullosos de nuestro logro. ¿Ahora no deberíamos iniciar el descenso?

—Tienes razón, vamos.

Los dos hombres iniciaron el descenso hasta el lugar donde habían amarrado su barca, desde donde regresarían a la aldea flotante en la que vivían, ansiosos por contar la historia de su nuevo récord mundial.


Título original: A new world record

Traducción del inglés: Santiago Eximeno.

 

Donación

Miguel Sardegna

 

¿Es la primera vez? 

Noté que su ambo era abierto en el cuello, que no llevaba nada debajo. Le quedaba demasiado ajustado, como la ropa de látex que usaban en aquel club del bajo que frecuentábamos con el Matías.

Moví la cabeza. Creo que llegué a pronunciar un “si”, no estoy seguro. No podía apartar la idea de liberarla de ese delantal que la oprimía.

—No tenés cara de primera vez —soltó. Ataba una banda de goma en mi antebrazo. Hizo el nudo con fuerza, sentí que había estado a punto de partirme el brazo.

Sonreí, por mero reflejo.

—Lo usual son 475 cm3. El cuerpo los recupera rápido. Dos meses y estás listo para repetir la experiencia.

Seguía hablando, no sé qué decía...

...Y entonces la picadura.

Su cara enterrada en mi brazo.

El flujo cobrizo chorreándole de la boca, como si fuese un animal.

 

Primavera redioactiva

Achim Stoßer

 

El aire aquí es apenas soportable. No tanto por el frío; apenas siento mis miembros entumecidos. Pero el hedor. Parece que otros antes que yo han habitado este antiguo búnker y han hecho sus necesidades en él. A pesar de la baja temperatura, huele como los urinarios de una parada de autopista. ¿Qué estoy haciendo aquí adentro? Como si el concreto pudiera detener siquiera una fracción de los efectos de la radiación. Y afuera, los copos de nieve florecen. Estiran sus tallos con las delicadas copas blancas lechosas que cuelgan tristemente, emergiendo del blanco mortal. Resistiendo el viento helado y la nieve y el hielo, no se dejan vencer. A diferencia de nosotros. Si inclino la cabeza, puedo ver algunos a través de un agujero en la pared, justo enfrente de mí, al alcance de la mano. Un olor sofocante, un frío penetrante, pero al menos refugio de las hordas furiosas, de las olas de los sobrevivientes, del huracán ensordecedor de los locos. Oculto en una ruina de concreto, apenas más que un agujero en medio del bosque. Homo sapiens sapiens. Saliendo de las cuevas, volviendo a arrastrarse hacia ellas. Tan inocentes se ven, los copos de nieve. Sin embargo, son venenosos. Causan vómitos, diarrea, sudoración, aturdimiento; los síntomas que ya tengo, sin haber mordido siquiera un tallo. Cuántos de sus bulbos tendría que desenterrar de la tierra congelada para... Un pensamiento absurdo: no debo tocarlos, los copos de nieve están protegidos por ley. Creo que mi risa asusta a algunos conejos y ciervos. Si aún están vivos.

 

Sombras intrusas

Chelo Torres

 

Llegué cansada del trabajo; mi querida gata Jade siempre venía a recibirme con sus maullidos. Mi propósito era una cena rápida y acostarme temprano.

Jade se puso mimosa mientras yo cenaba, pedía sus caricias tras haber pasado el día sola en casa pero yo no estaba muy solícita. De pronto, empezó a maullar más de lo normal, y al mirar al techo supe por qué. Unas sombras intrusas cruzaban la habitación, sin saber de dónde venían ni a quién pertenecían. Con maullidos desgarradores saltó sobre las paredes hasta que las sombras desaparecieron y entonces ella se enroscó en mi regazo.

 

Por culpa del autor

Yanni Tugores

 

Boris despertó aterido. Era de noche y se hallaba tendido en la nieve. Se dio cuenta que si se quedaba quieto moriría congelado. Trató de moverse. Fue en vano. Tenía su pierna derecha rota. Se la había fracturado al volcar el trineo.

¡El trineo! ¿Dónde estaba? Los perros lo habían arrastrado. Podía ver sus marcas en la nieve pero no pudo distinguirlo.

Miró a su alrededor. Muchos puntos luminosos como brasas lo observaban de cerca.

—¡Lobos, lobos! —gritó.

Qué muerte tan horrorosa le esperaba. Podía sentir el aliento de las bestias muy cerca de su cara.

Mientras tanto, los lobos esperaban que el escritor continuara el relato, permitiéndoles abalanzarse sobre el joven y devorarlo.

¡Pero no, no fue así! El autor seguía aferrado en narrar las reacciones posibles de Boris y sus pensamientos.

Cansados de la espera y muy decepcionados, los lobos, se fueron a buscar otro cuento que les permitiera comer.

 

Fuera de lugar

Héctor Ugalde Corral

 

La fiesta estaba en su apogeo.

El minotauro era el centro de atención contando una historia muy enredada de la que todos ya habían perdido el hilo.

La esfinge intentaba interrumpir la narración con un ingenioso enigma que ya todos conocían.

Sonriendo y con los brazos cruzados, el centauro hacía un paseíllo y trotaba lentamente rodeando a la concurrencia, esperando el momento de realizar unas suertes ecuestres.

Las arpías volaban traviesas hurtando bocadillos a los invitados que no estaban atentos.

El fauno sátiro seducía a una sirena que cantaba para atraer al fauno que intentaba seducirla.

Medusa impactaba con su nuevo corte de cabello.

Los invitados se divertían, pero él se sentía fuera de lugar.

Todos se le quedaban mirando como un bicho raro.

Tenía entonces que explicar que hoy no era noche de luna llena y que no, no se transformaba en mitad hombre y mitad lobo.

 

Contratiempo

José Luis Velarde

 

Los navegantes de la Galaxia de Barnard, arribaron a la Tierra veinte mil años atrás. Miraron las diferentes especies empeñadas en sobrevivir y decidieron alejarse por un tiempo. No deseaban interferir en el desarrollo de la vida en un planeta lleno de condiciones inmejorables.

No hace mucho volvieron.

Al revisar los registros depositados alrededor del planeta encontraron una posibilidad de prolongar la existencia de aquel sistema un tanto maltrecho.

La plaga de los humanos fue exterminada sin remordimiento.

 

 

Como Boris Vian tuvo la idea para un cuento

João Ventura

 

El pastor se asombró cuando vio la oveja azul. Se tomó su tiempo para volver con el rebaño para que nadie más se diera cuenta. Fue al huerto a buscar zanahorias y una col para hacer la cena, pero la oveja azul no se le iba de la cabeza.

Cuando volvió a la zona de pastoreo ya tenía tres ovejas azules y dos rojas. Se preocupó. ¿Podría ser que estuvieran comiendo algo extraño? Examinó cuidadosamente la hierba que los animales masticaban lentamente y no notó ninguna diferencia. Durante el día, ya tenía cinco azules y siete rojas. Al menos no aparecieron otros colores, pensó el pastor.

Esa noche fue a buscar al veterinario, que examinó las ovejas, pero no encontró nada extraño en ellas, aparte de su color. Al final de la consulta, aceptó una copa de brandy y aconsejó al pastor que no se preocupara demasiado, porque "eso" podría desaparecer.

Un día, con todo el rebaño ya coloreado, un viajero pasó por la pradera. Caminaba muy atento a todo lo que le rodeaba, deteniéndose a menudo para escribir en un pequeño cuaderno que llevaba. Quedó fascinado cuando vio el rebaño.

—Buenas, me llamo Boris Vian y soy escritor. —Comenzó a hablar con el pastor y rápidamente llegaron a los colores de las ovejas. Inquirido al respecto, dijo—: Si le preguntaras a Edwin Hubble, te diría que los rojos se alejan cada vez más rápido y los azules se acercan, pero los astrónomos están muy lejos de la realidad. En mi opinión, olvídate del "cómo" o "por qué" y busca cómo aprovechar este hecho. ¿Se te ocurrió que puedes vender lana más cara de estas ovejas? Después de todo, ¡ya está teñida! —Y al despedirse, agregó—: Además, esto me da una idea interesante para un cuento.

 

Reina y clocharde

Gabriela Vilardo

 

Se sintió alfombra, se antojó almohadón y estatua. Descansó en el tercer estante sin baldaquino de un ropero francés, de alguna tía Antonia. No dudó ni un segundo por la siesta de tardecita hasta que escuchó la voz del cliente que se despedía. Empezó su tránsito hacia otro estado, desperezándose detrás de las paletas del viejo ventilador.

Entré el cartel de compraventa. Sentí fatiga cuando la vi huir a los tapiales, ahora cornisas para el desafío. Puse el candado y odié su soberbia de reina. Me topé con voces ajenas a mi mundo. Y deseé la libertad de mi gata.

 

Deducción

José Luis Zárate

 

Para el investigador de los fenómenos parasicológicos es necesario establecer pautas precisas, identificar causas y efectos, tener la mente abierta en la búsqueda de la verdad.

En cuanto una popular novela presentó a una niña fantasmal jugando a la pelota, se reportaron decenas de niñas así, los fantasmas aparecieron por los televisores gracias a las cintas Poltergeist y El aro los convirtieron en susceptibles de ser video grabados. La deducción es clara. La imagen del fantasma lo dictan, muchas veces los medios masivos de comunicación. Por ello los investigadores debemos acudir a las salas cinematográficas, la lógica muestra que a los fantasmas les gustan las películas.

 

 

Queridas moscas

Jorge Zarco

 

Gorka puso en el equipo del reproductor de CD, un tema de aquellos míticos Golpes Bajos,  “Colecciono Moscas”, pues era verano y el sopor de agosto golpeaba todavía con fuerza. Aquel había sido el más popular de los grupos de una efímera “Movida gallega” que no llegó a consolidarse. Gorka era un tipo algo raro, como se dice. Prefería ese pop-rock de inicios de los ochenta, al pop insalubre y creativamente muerto de los tiempos actuales. Cortado por el patrón de programas crueles de salseo, llenos a rebosar de juguetes rotos para usar y tirar.

—Mierda corporativa para niñatos adictos a las redes sociales —solía decir. Oyó un zumbido. Era una mosca que tiraba para moscardón. No la ahuyentó ni intentó matarla. Esta correteó por su mano y le picó en el dorso de la misma. A esta se unieron otras que entraban por la ventana, pero Gorka no hizo nada. Cogió de la estantería de libros y novelas, una antología de relatos de horror de Horacio Quiroga y se puso a leer el cuento: “Moscas”. Mientras dejaba a tan adorables insectos picarle. No podía negar que el escozor de las picaduras en sí mismo le excitaba sexualmente. Qué cosas.

 

Un pésimo actor

Sergio Gaut vel Hartman

 

—Es la última oportunidad que le doy —susurró el director.

—Usted privilegió el aspecto sobre la calidad actoral —respondió el asistente.

—Nunca pensé que sería tan malo.

—Así son las cosas —insistió el asistente—. ¡Es pésimo! ¿Habló con el productor? —El director se encogió de hombros. Claro que había hablado, pero el sujeto que ponía el dinero no quería entender razones y su acuerdo con el representante no podía modificarse.

—Probemos una vez más.

El de la claqueta colocó el dispositivo delante del monstruo y el director pronunció las mágicas palabras.

—Tres, dos, uno… luces, ¡acción!

El monstruo se movió hacia la chica arrastrando sus élitros, de los que manaba una sustancia verdosa y adelantó el labro como si fuera a besarla. La indefensa muchacha retrocedió, tropezó con una silla que algún distraído había dejado en el lugar inadecuado, se desmoronó, y el extraterrestre cayó sobre ella, bañándola con los fluidos que salieron de su clípeo.

—¡Corten! —aulló el director—. ¡Despidan a esos inútiles! Al que dejó la silla y al alienígena.

—Al de la silla no hay problema —dijo el asistente—. Pero si despedimos al actor… nos arriesgamos a un conflicto interestelar. Piénselo.


 

Los 53 autores:

Alejandro Fabián Aguirre (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Relja Antonic (Serbia), Vladimir Arenev (Ucrania), Armando Azeglio (Argentina), Joyce Barker (Chile), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Ricardo Bernal (México), Iván Bojtor (Hungría), Sebastián Borkoski (Argentina), Hernán Bortondello (Argentina), Gastón Caglia (Argentina), Miriam Cairo (Argentina), Julio Nicolás Camacho (Venezuela), Guillermo Corte (Argentina), Rosa Lía Cuello (Argentina), Cristina Chiesa (Argentina), Christopher T. Dabrowski (Polonia), Oscar De los Ríos (Argentina), Rolando José Di Lorenzo (Argentina), Itzel Alejandra Flores García (México), Sebastián Fontanarrosa (Argentina), Boris Glikman (Bielorrusia/Australia), Dora Gómez Q (Argentina), Alejandro Guarino (Argentina), Rhys Hughes (Gales), Ada Inés Lerner (Argentina), Javier López (España), María Elena Lorenzin (Argentina/Australia), Victor Lowenstein (Argentina), Laura Irene Ludueña (Argentina), Maritza Macías Mosquera (Chile), Rafael Martínez Liriano (República Dominicana), Cristian Mitelman (Argentina), Iván Molina Jiménez (Costa Rica), Gonzalo Montero Lara (Bolivia), Diego Muñoz Valenzuela (Chile), Lidia Inés Nicolai (Argentina), Lidia Susana Puterman (Argentina), Rogelio Ramos Signes (Argentina), María Elena Rodríguez (Uruguay), Frank Roger (Bélgica), Miguel Sardegna (Argentina), Achim Stoßer (Alemania), Chelo Torres (España), Yanni Tugores (Uruguay), Héctor Ugalde Corral (México), José Luis Velarde (México), João Ventura (Portugal), Gabriela Vilardo (Argentina), Jorge Zarco (España), Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).



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