Admito que me excedí: les pido disculpas, pero tengo un atenuante a mi desmesurada acción: a medida que leía microficciones y las iba eligiendo, me asaltaba el deseo de no dejarlas afuera. Por eso esta vez son 53 microficciones, del más variado tenor y carácter. Léanlas. Les aseguro que no se van a arrepentir.
Miedo
Alejandro Fabián Aguirre
Comenzó a limpiar el cadáver, estaba lleno de lodo y no sabía si era hombre o mujer, pero por lo delgado podía intuir algo. Luego de asear un poco más, el reconocimiento fue definitivo, se trataba de un cuerpo femenino, una adolescente.
Allí mismo, al ver lo que habían hecho con ella, sintió algo que estaba fuera de su control, simplemente se emocionó y sus grandes ojos se humedecieron. La habían golpeado salvajemente, tenía sus dientes rotos y había sido abusada. Luego de soportar ese cuadro, determinó que los autores eran del mismo lugar, de la misma comarca y el cuerpo estaba lleno de sus huellas. Con el simple pasaje de un detector de microfluidos, supo que habían sido cuatro hombres, pero también existía la huella de una mujer y eso lo inquietó más.
Era el segundo día en ese paraje y con lo que había visto era suficiente como para sentir una alarmante sensación de que estaban cometiendo un terrible error en querer instalarse allí, pero la situación apremiaba.
Con desesperación y miedo, solo se le ocurrió mandar el mensaje y mentir. “Planeta habitable, repito, habitable”.
Ángeles y demonios póstumos
Daniel
Alcoba
Ocurrió en el siglo XVII/VIII: el cielo y el infierno cambiaron radicalmente a causa de la invasión de millones de ángeles y demonios de nuevo tipo: los póstumos. Almas de muertos de todos los tiempos que, según explica Swedenborg (1688-1772) en miles de páginas escritas en latín, son los únicos ángeles y los únicos demonios que existen. Los otros no son más que invenciones, símbolos, imágenes literarias.
La ultratumba de Swedenborg es el Éter Prometido de los espiritistas, que además de comunicadores, son médicos, exorcistas y pastores de almas muertas que poseen y ejercen el libre albedrío.
Antes, Dios se aburrió de jugarse el universo a los dados. Y se pasó al pool con cuerpos celestes usando de troneras o bolsillos seis nuevos agujeros negros. Mientras los coros angélicos no dejaban de cantar Hosanna en las alturas, ni las jerarquías infernales paraban de urdir maldades contra los seres humanos.
Conóceme
Relja Antonić
Había una vez una chica.
No, no estaba enamorado. Tenía diez años. La
conocía como ninguno de ustedes conoce a sus esposas: su corazón y, si este
maldito mundo fuera diferente, podría decir que éramos amigos. Pero no lo
éramos, ya que nos reunimos unas pocas veces, lo suficiente como para llorar
por el sufrimiento del otro, insuficiente para una amistad.
Escribo esto porque sé que moriré pronto. Me
encuentro cansado, desdentado y trabajando en algo que nunca quise. A medida
que se acerca mi hora final, me pregunto por qué no me ahorqué el mismo día que
cumplí once años. ¡Todo por ella!
Mi padre, un pelirrojo con dientes de conejo,
era traficante de esclavos. ¡El Jefe de los traficantes de esclavos! Su pelo
rojo nos dio nuevos nombres: los Diablos Rojos. Pero nací Diablo en las cálidas
orillas de las nuevas tierras, y nunca he visto el Viejo País hasta que cumplí
dieciocho años. Mi padre se casó allí, me engendró, y decidió sobre mi horrible
destino.
Conocía sus lenguas nativas. Ellos hablaban la
mía.
Dijo que aprendieron, porque los Diablos Rojos
venían una vez a la semana, durante cuatro décadas.
—¿Quiénes son los Diablos Rojos? —le pregunté.
En realidad, desde hace diez años nunca he visto a ningún niño con la piel de
otro color, solo adultos: enfadados, humillados y con aspecto salvaje.
Jugamos. Éramos felices. Pensé en ella como en
un cachorro que nunca tuve; justo ahora, cuando soy viejo y estoy a punto de
morir, pienso en ella como en un ser humano real.
Su tío la vendió cinco días antes de mi
cumpleaños. Lloramos, nos abrazamos, la tomé de la mano.
—Los Diablos Rojos saben escribir, ¿verdad? Por
favor, escribe sobre mí —me pidió—. Quiero que la gente sepa que he vivido.
Discurso Directo
Vladimir Arenev
...así que la llamó y guardó silencio; marcaba su número, esperaba, escuchaba, se quedaba sin aliento, sin decir ni una sola palabra... y así durante semanas, meses y meses; era como un ritual, como una oración antes de acostarse, guardaba silencio, excepto mentalmente.... pero quién sabe a ciencia cierta, ya sabes, y con el tiempo se acostumbró tanto que no esperaba nada, y cuando de repente ella contestó, dijo en voz baja: "Mark, ¿tú?" —él quedó estupefacto, rígido, y ella repitió: "Mark..." —y durante otros cinco minutos, él lo puede jurar, durante otros cinco minutos se oyó la respiración de ella, pero él no dijo ni una palabra, no hizo ni un ruido, y permaneció con la mano en el corazón, ¿quién puede culparlo? No sé si podría, si me atrevería. Quizá simplemente en esta oportunidad se equivocó de número; ella llevaba muerta un año, pero qué demonios importa: un año, una hora, un día...
Índigo
Armando Azeglio
Agonizando en una mesa de operaciones escuché una
frase: “la víctima había perdido la memoria en un trágico episodio”. Entonces
miré hacia un costado y vi el aura (su aura) de un color índigo resplandecer
hasta enceguecerme. Él me mostró varias ciudades. Un tren similar a una
serpiente. Una laguna. Un fruncido ábaco perdido en los repliegues del tiempo
con los que (creo) calculaba las edades de las cosas. Vi las salientes de un
frágil promontorio, como aquel por donde los antiguos arrojaban sus niños
deformes. Sentí ese olor a incienso presente en todos los rituales de los que
el hombre tiene memoria. Me sentí frágil y (con las manos juntas) le imploré a
algo que –me habían enseñado– era Dios. Nunca tuve respuesta. Entonces me vi dividido
frente a un sendero para seguir todas las alternativas de los brazos en los que
divergía. Empecé a creer en el poder de los seres ubicuos, pero dudé de mi
salud mental. Me vi –ingenioso– conspirar en el asesinato del tiempo (en pos de
la nada misma). Tome mi pluma, comencé a garabatear una historia y antes de
sospechar que estaba muerto, escribí la palabra fin.
Algo irresistible
Joyce Barker
—Cuando era chica, me gustaba ver La isla de la fantasía.
—¡A mí también! Me encantaban esos lugares. ¿Por eso fuiste después, a buscar “tu fantasía”?
—No, al enano. Pero claro, ya no estaba. ¿No le encontrabas “algo”?
—¿A Tatoo? ¡No! —La conversación estaba empezando a parecerle rara, y detestaba eso—. Bueno… claro… era simpático; pero más que eso, obvio que no. ¿Tú le encontrabas "ese" algo, loca? —Su amiga no contestó—. No lo puedo creer.
—¡Oye! Yo nunca he criticado tu gusto por los…
—¡Para! —le tapó los oídos al maniquí—. Te dije que esa palabra está prohibida en esta casa. Y se llama Billy.
—¡Qué me importa!
—Si no te importa, ¿a qué viniste?
—Bueno. Tú mandaste un mensaje invitándome.
—No fui yo…—respondió molesta mirando al maniquí—. ¿Debería ponerme celosa por esto, Billy?
—Mejor me voy—dijo la amiga, apresurándose a salir.
Desnivel
Alejandro
Bentivoglio
El piso del corredor está desnivelado y son muchas las veces que
tropezamos y caemos rodando sin que nadie nos pueda dar una mano. Son esos
momentos en los que hay que aferrarse a lo que se pueda, un mueble o un tío. Da
igual.
Los desprevenidos o los de pocos reflejos, suelen seguir cayendo, hasta alcanzar, a la altura de la sala de huéspedes, la caída que da al infierno y sus gritos se pueden escuchar durante días.
Jaque mate
Ricardo Bernal
Cada noche jugaba al ajedrez con el Capitán. Viejo lobo marino, aplicaba tretas milenarias en su juego; sus aperturas excéntricas, aunadas al sanguinario poder de sus torres y alfiles, siempre me derrotaban. Jugábamos en su biblioteca, entre mapas, astrolabios y botellas de ron: una luz de espejos verdes alumbraba el tablero y las piezas alargadas. Al fondo, entre las sombras, había una ventana. Detrás del cristal dos extrañas mujeres nos miraban siempre, inmóviles y silenciosas. Nunca supe si eran hermanas, esposas o hijas del Capitán; nunca me atreví a preguntarle. Incluso llegue a pensar que él ignoraba su presencia. La noche que por fin hice el ansiado jaque mate, las mujeres desparecieron. Jamás, en las noches siguientes, volví a verlas. Tampoco volví a vencer al Capitán.
Incidente inesperado
Iván Bojtor
Estábamos esperando para reunirnos, nos preparábamos a conciencia. ¿Y qué pasó?
Cuando el tercer ser de color verde espinaca apareció en la pantalla del monitor que monitoreaba la esclusa, Hohnny sintió una extraña sensación de malestar en el estómago. Atribuyó estas náuseas a su odio infantil por las espinacas. Sabía que unos seres color verde espinaca lo estaban observando en una pantalla, así que trató de controlarse.
Cerró la puerta de la esclusa. Una luz roja parpadeante indicaba que el sello no era hermético. Así que repitió la operación. Las criaturas agitaron los brazos de forma extraña. Hohnny entendió que querían contactarse con él. El estómago le dolía cada vez más. Dio instrucciones al ordenador de la nave para que descifrara las señales de los seres color espinaca.
Al cabo de unos instantes, imprimió el texto descifrado:
"¡Abre! ¡Abierto! Abre".
—¿Abrir qué? —preguntó, desconcertado.
"La puerta de la esclusa"; la respuesta apareció en la pantalla.
—¿La puerta de la esclusa? ¿Están tratando de escapar? Después de miles de años, la humanidad por fin se encuentra con seres inteligentes ¿y quieren escapar?
"No quieren escapar. Los alienígenas sienten dolor".
—¿Por qué? ¿Por qué?
En respuesta, las dimensiones de las criaturas aparecieron en la pantalla del ordenador.
* Volumen cerebral medio: 3407 cm³.
* Altura media del cuerpo: 0,55 m
* Longitud media de las vértebras torácicas: 0,84 m
* Longitud media de la cola: 13,50 m ...
Hohnny saltó a una ventana de observación, miró hacia la cámara estanca y volvió a sentir aquella sensación de malestar en el estómago. Tres largos apéndices colgaban de la puerta de la esclusa y flameaban en el espacio.
Sucesión
Sebastián
Borkoski
El conde caminaba orgulloso por el
pueblo acompañado de su primogénito. Un hombre se acercó a manifestar su
desacuerdo con respecto a una de las leyes.
El conde dejó que se expresara y luego lo mandó a azotar. Prosiguió su
marcha segura flotando por las calles tranquilas. Su hijo le hizo una pregunta.
—¿Para qué los escuchas si no vas a
perdonar su atrevimiento?
—Los escucho para saber qué les preocupa, y los
castigo para demostrar que la última palabra es mía. Conocen el precio de sus
reclamos y lo pagan con dignidad. Es la única forma de mantener nuestro orden.
—Sé de hombres que ya no toleran este trato. ¿No temes
por tu vida?
—Todos debemos morir, lo importante es que tras mi
muerte seguirás ejerciendo el mismo control y enseñarás esta forma a los que te
sucedan. Si quieres conservar el poder que vive en tu nobleza, es como debes
proceder.
El joven caminó con lentitud mientras
su padre se disponía a recibir nuevas quejas de otro campesino. Observando los
anillos de su mano, decidió que su poder no habitaba en un lugar noble. Antes de que el campesino llegara, detuvo a
su padre y le dijo:
—Ya que la muerte no te preocupa, voy a evitarte la angustia de ver la puesta
en práctica de mis propios métodos.
Secándose las manos manchadas, se sentó a escuchar al
plebeyo.
Haunebu
III
Hernán Bortondello
—Kurt…
—Ahá.
—Erich, ha
muerto.
—¿Lo está,
Hans?
—Sí, idiota, lo
está.
—No puedo girar
mi cuello para verlo, camarada, pero…, ¿acaso no estamos todos muertos?, ¿no
escuchas los vehículos acercándose?
—Estrellarnos
justo en esta mierda de Roswell…, merecimos haberlo hecho en Nueva York.
—Nuestra
campana voladora no caerá en manos de los putos johnnies, Hans.
—Nueva York…,
siempre quise conocer Nueva York.
—¡Hans! ¡Vamos,
viejo! ¡Ya oigo voces de mando!
—Entonces…,
adiós Nueva York. ¡Nos encontraremos en el Valhalla, amigo Kurt!
—¡Que nos
reciban valquirias con tetas enormes, hermanito!
—¡Heil Hitler!
—¡Heil Hitler!
La primera
línea de soldados que intentaba rodear el objeto fue alcanzada por la onda
expansiva. Los hombres se elevaron del piso y salieron eyectados hacia atrás
violentamente, como barridos por una escoba gigante.
Cuerpo inerte
Gastón Caglia
El cuerpo yace inerte hundido en el centro de la cama, las sábanas se apoderan y parece luchar desde su inmovilidad contra fuerzas que pretenden llevarlo hacia el fondo.
Puede ser el fondo de la cama o el fondo del universo, ese lugar donde van los que se están muriendo, los que envueltos en mantos de blanco hospital deambulan un universo de penumbras.
Qué más da la diferencia. El cuerpo está ahí, inmóvil, poco menos que una maraña de huesos, carne y líquidos. Alrededor, otros anhelan el fin y el cuerpo inerte no tiene cómo decir cuál es su deseo.
A
favor de los ahorcados
Miriam Cairo
Perdón, señor, dije, manteniéndome humildemente de pie. ¿De dónde
viene?, preguntó con palabras subrayadas. De allá, respondí. Él se abstrajo un
momento y luego, ¡felicitaciones!, exclamó. Yo empecé a dudar si no habría sido
conveniente arriesgarme a decirle que venía de otro lado, pero ya se me había
hecho un hábito mentir. Sus felicitaciones me mantuvieron de pie, yo que estaba
tan acostumbrada a hacerme ovillo. Aún así dudé de que ésa fuera la oficina de
empleo para bueyes perdidos. Igualmente me quedé allí, callada, porque haber
hilado dos oraciones sin ponerme roja, sin que se me encorvara la espalda ya
había sido de una terrible dignidad. Sabía que si conseguía ese empleo iba a
poder arrancar. ¿Usted se ha perdido lo suficiente?, preguntó, y a mí me daba
vergüenza decirle que siempre había estado atada, por lo que volví a mentir:
Sí, mucho, dije. Sin embargo tiene señas de haber vivido atada, reclamó,
señalando mis marcas invisibles. Haber estado atada no me salvó de estar
perdida, repliqué con una dignidad cada vez más espantosa. Fue entonces cuando
el empleador concibió el proyecto ingenioso de mostrarme la salida. ¿Esto es un
salvoconducto?, pregunté y sentí que estaba a cargo de mi vida. Antes de que me
despidiera, mencioné una ley que le impedía dejarme sin empleo. Pero para
entonces, otra vez, ya no estaba segura de si esa ley era real o si yo la había
inventado en mi libro A favor de los ahorcados.
Cuarto
de baño
Julio Nicolás Camacho
Cerré las llaves del agua y salí con rapidez de la
ducha; el cubículo era demasiado amplio para sentirme cómodo. Me sequé y me
vestí con los boxers, antes de acercarme al panel para apagar las luces. El
recinto cerró sus penumbras sobre mí, mientras que yo tecleaba la combinación
de la sala. Volví a encender las luces, y la recreación del cómodo sofá y el
set de televisión fue tan perfecta que jamás ningún visitante hubiese notado
que eran hologramas táctiles. Pero en realidad no estaba de humor para el
noticiario, así que apagué las luces de nuevo, y tecleé la combinación de mi
estudio. ¿Cómo se supone que mida la extensión de mi manuscrito? ¿En páginas o
en palabras? Dejé las hojas mecanografiadas junto al teléfono sobre mi
escritorio; no me daba la gana llamar a mi editor para despertarlo. Después de
recoger en la cocina la bandeja con la jarra y mi vaso de agua, apagué las luces,
tecleé la combinación de mi dormitorio, y encendí las luces por última vez. La
cama queen size era demasiado grande para un fin de semana sin visitas, ya
fuese un encuentro casual o una vieja amistad reencontrándose conmigo desde el
otro lado del mundo; la vida de soltero puede resultar inconvenientemente
solitaria. Con la jarra y el vaso en su sitio, me acosté y apagué la lámpara de
mi mesita de noche, permaneciendo los hologramas táctiles entre la oscuridad.
Con mi cabeza sobre la almohada, me prometí llamar al técnico el lunes
siguiente porque, en un domicilio de seis estancias como el mío, resultaba un
poquito confuso tener que generar la totalidad de mi casa en el espacio vacío
destinado para el cuarto de baño.
La rompealmas
Guillermo Corte
Tan pronto ingresé en la habitación la fuerza de su
imagen me atrajo magnéticamente. Le decían “la que quiebra las almas”. No era
difícil entender por qué. Ataviada con frío cuero negro, la dualidad de su
esencia se entretejía con oscuros hilos de misterio. Su cabello blanco como la
luna, le caía en cascada sobre la espalda, mientras el ojo biónico,
centelleante, me observaba con una mirada curiosamente humana.
Sus
caderas y piernas parecían esculpidas con gracia celestial, vivos versos que
celebraban la armonía y el éxtasis. El frío cuero negro abrazaba su piel con la
misma pasión con la que la noche lo hace con la aurora, creando un contraste
que revelaba una sinfonía extraña, una sutil fusión entre lo antiguo y lo
nuevo, lo orgánico y lo mecánico. Sus manos delicadas, hábiles como artistas en
acción, tejían historias en el aire, mientras sus piernas esculpían estrofas
que danzaban al ritmo de la feminidad, dejando una impresión que se grababa a
fuego en las pupilas de los desprevenidos.
De
pronto, advirtió la razón de mi visita.
―Has
venido a cumplir un destino terrible ―me susurró, seductora y tristemente al
oído.
―Es
inevitable. ― El halo de romance que había iluminado brevemente mi corazón se
oscureció nuevamente, ahora por la pesada carga de la realidad.
El
mandato de los nuevos fanáticos era intransigente: la belleza de aquella
criatura no era más que una creación demoníaca e impía.
Mientras
mis manos trémulas se acercaban al interruptor que desconectaría la fuente de
su singularidad, cerré los ojos, tratando de ignorar el suspiro mecánico que
precedería al silencio definitivo. Un susurro nostálgico tecnología y feminidad
fusionadas, perturbador acto de despedida, resonó en la habitación como el
lamento de un futuro que se desvanecía en la oscuridad, uno que nunca podría
ser.
Ficción
Rosa
Lía Cuello
Los cuerpos se
deslizaron a través de las sombras, mimetizados con la madrugada. Fueron
llegando como panteras que acechan la presa, pero lo que brillaba no eran sus
ojos sino la brasa de algunos cigarrillos, seguido por manos nerviosas, que a
su vez conformaban el extremo de los cuerpos.
Sólo la ropa de dormir los
diferenciaba. Un viento suave se escurría entre los presentes, tan leve que
apenas alcanzaba para ondular alguna parte de las telas pegoteadas en el
cuerpo. Sus miradas, masa informe que se dirigía al cielo en busca de indicios de lluvia, proclamaba la unidad de
los presentes.
El sofocante calor fue la excusa para
reunirlos en el silencio, increíble y fellinesco, de aquel lugar. Ni siquiera las
chicharras hacían batir sus alas en señal de celo.
A lo lejos un silbido agudizó sus
percepciones. De tanto en tanto, un lento movimiento cortaba el simulacro de
viento como una tijera sin filo, y algunos giraban su cabeza.
Espectrales y ridículos, dos de los
hombres se incorporaron cuando cantó el gallo. Nadie de los restantes los miró
pese a que estos se dirigieron hasta el piletón de la ropa.
El ruido del agua al caer cortó el
silencio, un grillo saludó la noche, una mujer tosió débilmente. La luna alumbraba
la silueta de las sombras en un intento de acariciar la humanidad.
—¡Corten! —grito el director. Se
apagaron las cámaras, se encendieron las luces del plató, la última escena se
había filmado.
El gesto
Cristina Chiesa
Era amiga de mi hermana. Estudiaban juntas. Un día
llegó con su andar cansino y sus enormes ojos pardos, extrañamente doloridos.
Entró al escritorio de golpe y la miré asombrado. En esa época yo escribía. El
escritorio del abuelo, la enorme ventana y un pañuelo blanco al cuello. Ella me
miró fijo. Y nos seguimos viendo, cuando hacía que erraba el camino al baño y
pasaba por el escritorio. A veces le preguntaba alguna tontería o ella me
ofrecía café, yo le leía un poema y a ella le brillaban la mirada. Nunca pensé
que fuera a quererme de ese modo. Estaba casada con un bobo, tenía dos nenas.
Empezó a traerlas a casa. Empezó a venir casi todos los días. Incluso cuando mi
hermana no estaba. Una noche me tocó la ventana. Se había escapado de la casa,
a dar una vuelta había dicho, la noche era tibia, el olor del verano,
asfixiante. Esa vez la abracé. Y ella me regaló un pañuelito. Sus tristes ojos
se cerraron sobre mí, igual que sus brazos. Al otro día vino el marido. Vino a
buscarla, dijo, porque ya era tarde y la necesitaban en casa. Me miraba feo. Le
extendí la mano. Y di a entender que en mi vida solo existían dos cosas: la
literatura y yo mismo. Ella boqueó. Y yo me sorbí su angustia. No volvió más.
Ese día estrené la decencia en mi vida, por primera y última vez.
Semejante
juego
Christopher T. Dabrowski
Lo odiaba. Él destruyó mi vida. Primero criticó, luego calumnió. Incluso creó
una teoría de la conspiración y fabricó pruebas para etiquetarme públicamente
como un monstruo.
Desafortunadamente, tuvo éxito: la
gente, en su ingenuidad, creyó la mierda, independientemente de las
afirmaciones de que la supuesta evidencia no se mantendría en ningún tribunal
de justicia.
Él destruyó mi vida. Me impulsó al
suicidio, pero en lugar de morir sentí algo en mi cabeza.
Lo quité. Era un casco futurista. De
repente me di cuenta de que era un juego y mi amigo, a mi lado, estaba haciendo
el papel de mi enemigo.
El pacto
Oscar De los
Ríos
Ramón de la Serna era un jugador de billar extraordinario. Dueño del
récord Guinness de la carambola con más bandas; y un fanfarrón insoportable. Por
eso lo trajimos a Tony, un idiota fuerte como un buey. Le pusimos un taco de billar en las manos y
dio un tacazo que hizo temblar la mesa en cada uno de los dieciocho contactos
que hizo con cada banda la bola pinta, antes de impactar con la roja y la blanca; arrojándolas fuera del paño verde. Mandamos
el video a los Guinness, y estos lo aceptaron.
Loco
de rabia, Ramón hizo un pacto con el diablo, para hacer una carambola de tantas
bandas que jamás sería superada. Luego nos reunió en su casa para que
avaláramos el prodigioso suceso. Acomodó las bolas y dio el tacazo. Pasaron
treinta años y, hasta donde sabemos, Ramón sigue contando bandas a la espera de
la carambola.
Miguel y Elena
Rolando José Di
Lorenzo
Miguel era un soñador empedernido que vivía al margen
de la realidad, y esa mañana, Elena lo tomó por sorpresa. La conocía, era
inteligente y fría, de una belleza extraordinaria. Lo sabía, aunque siempre la
tuvo lejos, como algo digno de observación, pero todo cambió en un segundo
cuando ella se dio cuenta de que él existía. Se sintió conmovida al ver a ese
muchacho deformado y flaquito, con una notoria sifosis, que caminaba
lentamente, siempre mirando hacia abajo, saliendo de una casa vieja. Miguel se
dio cuenta de que ella lo había descubierto y sintió que la sangre le corría
por la venas, un estallido de adrenalina lo embargó, todo era nuevo y esplendido.
Ella se le acercó y acercó la boca sensual a la enorme oreja.
—¿Me
podrías decir si vive todavía aquí un tal señor Carballo? —le preguntó sin más.
Miguel se esforzó en levantar la cabeza para mirarla; nunca la había tenido tan
cerca, sentía su perfume y se perdió en sus ojos negros, se aferró al marco de
la puerta porque se caía, casi no podía articular palabra.
—Te
amo, Elena —dijo, con la lengua en llamas. Su voz sonó imperceptible y
temblorosa, y ella no tuvo más remedio que hablarle en tono frío e impaciente.
—Perdoname
—dijo—, no te escuché.
Él,
ya recompuesto, se apoyó en la pared y la miró como pudo.
—No,
se mudó hace unos días —contestó.
Regalo fraternal
Itzel Alejandra
Flores García
Todos estaban listos menos yo. Marchaban al paredón con
las cabezas rojas y los pies empolvados. Se colocaron, yo no pude hacerlo.
Alguien les vendó los ojos.
—Preparen,
apunten, fuego.
Escuché
las detonaciones; sostuve el rifle, inmóvil y erguido. Mi hermano cayó también,
yo mudo y temblando, le di la gracia de la paz.
Sus
siete vidas
Sebastián Fontanarrosa
Para mí los
mejores templos siempre han sido las plazas. Un día un joven gato negro se
sentó a mi lado proponiéndome un trato. "Mis dieciocho años de humano a
cambio de sus siete vidas".
—Cuando cumplí siete años se murió mi
padre. —Revelé aquello apenas acepté la propuesta recibiendo un pinchazo de su
garra en la yema del dedo.
—¿Por mala suerte o por mala vida?
—preguntó con sarcasmo el felino mientras majestuoso, con la cola bien erguida
se retiraba para cruzar la calle.
—Por mala... —antes de escoger la
palabra recordé más cosas que se desbordaron por mis ojos— vida — sentencié
destrozado llevándome el dedo sangrante a la boca.
A mitad de calle el felino quedó
pasmado. Giró hacia mí con los ojos abiertos de orilla a orilla para después a
lomo arqueado resoplarme furioso.
No podía moverme, solo mi cabeza de
derecha a izquierda, siquiera cerré los ojos cuando el camión lo pasó por
encima.
Huevo
gigante
Boris Glikman
Ya no se
recuerda con claridad dónde se encontró exactamente el huevo gigante.
Lo que es seguro es que nunca se había
visto un huevo de semejante tamaño y que empequeñeció a los curiosos que se
reunieron para contemplarlo. La reacción instintiva inmediata fue intentar
abrirlo allí mismo para ver qué había dentro, pero una voz gritó por encima del
estruendo de la excitada multitud que dentro podía haber algo podrido, tal vez
incluso una gigantesca monstruosidad medio descompuesta.
Por lo tanto, se decidió arrastrar el
huevo gigante hasta una playa cercana para que la arena pudiera absorber
cualquier líquido pútrido que pudiera filtrarse una vez rota la cáscara, y el
océano pudiera utilizarse entonces como cubo de basura para deshacerse de todo
rastro de la existencia de esta aberración.
Los ingenieros llegaron al lugar de los
hechos para diseñar la forma más eficaz de romper el caparazón. Se montaron
andamios alrededor del huevo y un ejército de trabajadores martilleó sin
descanso la gruesa cáscara de hormigón.
Nadie recuerda cuánto tardaron los
obreros en hacer la más mínima mella en la cáscara ni cuánto tiempo transcurrió
antes de que aparecieran las primeras grietas visibles en la superficie del
misterioso huevo.
La playa, abarrotada de gente, se llenó
de un silencio sobrecogedor a medida que el contenido interior iba apareciendo
poco a poco. Algunos no pudieron soportar la tensión del suspense y volvieron
la espalda; otros incluso huyeron. Pero los que se quedaron a observar
recuerdan unánimemente la maravilla del momento en que una estrella dorada,
bañando el entorno con una suave luz, salió tranquilamente de la cáscara rota y
se posó cómodamente en el horizonte, como si siempre hubiera pertenecido a ese
lugar.
Entre
las sombras
Dora Gómez Q
Siempre estoy
entre las sombras escuchando las miserias de la gente que antes de ir al médico
o al psicólogo vienen aquí… a la iglesia.
Me gusta escuchar sus miserias y ver
como creen que por unos rezos serán redimidos de sus maldades de excelencia
Aunque lo mejor es ver como reprimen emociones
y tienen secretos familiares deshonrosos por generaciones, porque hay en ello
un resultado muy negativo a largo plazo.
Me deleita la forma en que tratan a las
mujeres:
¡Esas odiosas portadoras de vida que
están siempre queriéndome pisar la cabeza!
Aunque ya saben que yo les muerdo los
talones.
A todos les hablo al oído: al asesino
que se justifica por Alá, al Pastor tentado a
enriquecerse con las ofrendas del
diezmo, al cura pedófilo, y feligreses en general.
Algunos saben quién soy.
Otros niegan mi existencia sin darse
cuenta que la Luz sólo es posible si hay Oscuridad.
Estoy en las sombras de las iglesias
forjando mis flechas de hierro con el nombre de todos y ya están listas para
ser lanzadas en sus debilidades.
Y ¿cuál es tu debilidad?
Yo no tengo apuro.
Sólo es cuestión de tiempo.
Te espero en las sombras.
Te espero en mi reino.
Ref: El rostro de un demonio oculto
entre las nubes de uno de los frescos de Giotto di
Bondone que
adornan la basílica superior de Asís ha salido a la luz tras ocho siglos de existencia,
ha informado el fraile franciscano Enzo Fortunato.
Inmortales
Alejandro Guarino
Cuando, en el
año 2725, el platillo volante descendió sobre la superficie de ese planeta
vacío al que se conocía como Tierra, una sensación de asombro inenarrable hizo
estallar los pechos de sus tripulantes.
En los
ladrillos transformados en edificios, en los muelles silenciosos anclados a los
lados de los cursos de agua, en los metales de los transportes antiguos y
oxidados, en los símbolos de los papeles arrastrados por el viento, cada uno de
esos extraños seres que habían poblado el planeta, seguía vivo.
La
Luna y el pozo
Rhys Hughes
Una vez más, la
luna se está poniendo detrás del viejo pozo en el fondo del jardín. Nuestras
caras relajadas se aglomeran en la ventana, narices presionadas contra el
cristal helado, observando la luna que cae. Más y más baja hasta que desaparece
por completo. Una vez al mes esperamos este momento, anhelamos en el silencio.
En otros momentos, balanceándonos en nuestras sillas carcomidas, frotando
nuestras rodillas huesudas frente a un fuego moribundo, buscamos llenar el
espacio con canciones e historias tímidas. Pero ninguna palabra puede salir de
nuestras bocas babosas. Necesitamos la risa de un niño, el calor de la juventud.
Escuchamos el sonido, el chapoteo del agua que nos redimirá.
Juntos,
temblando de la mano, corremos por el sendero del jardín, arrastrando nuestras
redes detrás de nosotros. No hemos sido engañados. Nuestra larga espera ha
terminado. La luna ha perdido el horizonte y ha caído en el pozo. Sacamos la
luna burbujeante en un cubo y sumergimos nuestras redes en las profundidades.
La luna lucha bajo el líquido plateado, una escalera de rayos de luna ondulando
en las olas de emoción que nos envuelven. Es una luna muy nueva. A partir de
ahora, las noches siempre serán oscuras. En el rincón de una cabaña en ruinas,
instalaremos una cuna. A través de los barrotes de esta cuna alimentaremos a
nuestro hijo lunar con una cuchara de mango largo.
La
criatura
Ada Inés Lerner
Atravesando
miedos, la criatura comienza su juego vital, recorre el cuerpo de su víctima,
casi desnuda, en su obsesión por descansar al sol. No sabemos qué espacio busca
en la piel tibia para introducir su probóscide, sorber y satisfacer su apetito.
No le preocupa la perfección del cuerpo de la víctima, se desplaza por todos
los espacios, casi morbosa, con su memoria instintiva… profecías, sortilegios
oscuros que dominan los diluvios y las sequías.
Alturas
Javier López
La multitud, que se arremolinaba en los alrededores del edificio, comenzó a abuchear al hombre que acababa de saltar al vacío desde el piso 93.
—¡Cobarde, farsante! —gritó, con las manos haciendo de bocina, el hombre del maletín de piel.
—¿Para esto nos tienes esperando? —vociferó la mujer del caniche.
El resto de los congregados ululaba afeando la conducta del suicida arrepentido. Este, tras saltar al vacío, había desplegado un paracaídas con la enseña de la compañía a la que representaba.
A la altura del piso 71, iban a llevarse una sorpresa. El entonces supuesto suicida pasaba las cuerdas del paracaídas alrededor de su cuello.
Poco después se posaba sobre el firme de asfalto, con la lengua colgando hacia el lado derecho entre sus labios.
—¡Bravo, bravo! —los vítores del gentío se mezclaron con aplausos.
Se dispersaron, satisfechos de que la espera había merecido la pena.
La última cita
María Elena Lorenzin
Todavía
suenan las sirenas de las ambulancias que no dan abasto. Curiosos por doquier.
Gritos, llantos, abrazos que se enredan y se juntan en un clamor de voces.
Entonces, la veo. Es ella, la chica del tren, no cabe duda. Cómo no reconocerla
si la tuve frente a mí por casi media hora como si yo fuera su espejo o mejor
dicho, como si el resto de los pasajeros no existiera y ella estuviera
sola en el mundo mirándose imperturbable en ese minúsculo objeto que le servía
para aplicarse sin fallo el tardío maquillaje. Cómo no reconocerla si no dejé
de espiarla mientras sacaba de su nécessair
las sombras de ojos para iluminarlos un poco, luego el toquecito de
rimmel para doblegar unas pestañas
chúcaras y meterlas a pincelada pura en el carril de la belleza domada. No
satisfecha aún, volvía a mirarse como si le faltara algo para la inesperada
cita. Es posible que le escaseara el color a ese rostro joven que, de pronto,
se impregnó de rojo violento justo cuando su dueña estaba a punto de
empolvar de rosa la palidez de esas mejillas desamparadas. Así la vuelvo
a ver ahora, terriblemente tiesa y sin poder siquiera aplicar un brillo
en unos labios que se han amoratado tan de repente.
Desaparecer
Victor Lowenstein
Quise alejarme
del mundo y ser olvidado por el mundo. Desaparecer. Busqué el lugar más alejado
de las afueras del barrio. Más allá del antiguo autocine abandonado, donde sólo
crecía la maleza y los perros salvajes andaban a sus anchas.
Di con un bar propio de algún pueblo
fantasma; uno del que apenas recordaba su existencia. Misteriosamente, estaba
abierto, recibía parroquianos y despachaba café o bebidas fuertes. Entré; me
dejé caer ante la última mesa del rincón más oscuro del salón, decidido a
permanecer allí por siempre; a no levantarme más que para ir al baño.
Poco a poco, que es como se destila la
eternidad, el bar se fue acostumbrando a mi presencia. Soy un cliente de lo más
tranquilo. Por las mañanas el cantinero me trae el periódico zonal. Fue leyendo
sus páginas como me enteré que ese mismo bar había sido demolido veinte años
atrás. También, pasados otros días y nuevos periódicos, apareció mi rostro y la
noticia de mi desaparición. Se la mostré al cantinero, que recortó la hoja y la
pegó en una de las paredes del salón. Los siguientes ejemplares ya no se refirieron
a mí ni al bar ni a este presente olvidado que habito; la página ya se ha
desprendido de la pared y rodó penosamente hasta el piso donde yace tras la
pata de mi mesa. Me siento aliviado y casi feliz.
Basta
Laura Irene Ludueña
Que tiene tanta
suerte con su marido, que la cuida tanto, que el niño es el mejor alumno, que
su familia es maravillosa. Habla mientras nos vestimos, sigue mientras
controlamos que la cinta esté en línea y no se trabe para que podamos marcar
correctamente cada pieza. Yo no hablo, pero no le importa. Salimos juntas, la
está esperando el idiota del marido. Mañana es domingo, limpio la casa y lavo
la ropa. Juan llega borracho. Me martilla el cerebro con que está todo sucio,
que soy una abandonada, que parezco una bruja que soy buena para nada. Miro el
reloj, ese artilugio odioso que me recuerda que el tiempo pasa. Miro a Juan
acostado a mi lado. Levanto mi almohada y la aprieto en su cara. La borrachera
juega de mi lado. Ya no respira. Acomodo la almohada en su lugar y me preparo
para volver a la fábrica.
La señorita
Maritza Macías
Mosquera
La familia se reunió en el salón, hermanos y hermanas de mamá y papá,
primos y primas, bastante mayores que ella. Eran sus quince años, “la entrada
en sociedad”, como se pavoneaba su orgulloso padre. Linda era la joven más
admirada en el barrio y el colegio. Alegre, extrovertida, simpática, estudiosa.
Pedro, el hijo del aseador del colegio, siempre se encandiló con su belleza y
ella, en cuanto lo conoció, hacía ya cerca de diez años, lo había considerado
su mejor amigo, hasta que a los quince de él, ella le confesó su amor y le
regaló su cuerpo, en el más profundo de los secretos.
La
joven era, por demás, astuta, había estudiado sus períodos y sabía cuándo podía
intimar con Pedro y cuándo no. Oportunidades no les faltaban, ya que su madre y
su padre trabajaban todo el día fuera de casa.
Cuando
ya la celebración llegó al punto del Happy
birthday, la apagada de velas, los aplausos y la solicitud del deseo, ella
manifestó su indisposición; súbitamente le dolió el estómago apenas probó el
pastel. Su madre la acompañó al cuarto y ella se recostó, pidió que la dejaran
dormir sin molestarla para nada. Su madre apagó la luz y salió en silencio de
la recamara; enseguida, Pedro salió del ropero, para darle su propio regalo.
Malas
noticias
Rafael Martínez Liriano
—¿Dónde está
Adriana que hace rato no la veo?
—Mamá murió hace tres años, papá —dijo
Marcela con la voz cortada por el sentimiento.
El anciano quedó paralizado por la
noticia, se llevó las manos a la cara buscando detener o por lo menos ocultar
sus lágrimas al mundo.
Marcela sufría al tener que dar tan
terrible noticia a su padre ya anciano, decirle que una parte de su vida ya no
estaba. Y sufría aún más al tener que repetir la escena tres o cuatro veces al
día debido a los problemas de memoria que, de a poco, tomaban por asalto lo más
valioso en la vida del ser humano, sus recuerdos.
El enemigo
implacable
Cristian Mitelman
¿Crees que los muros de esta celda son lo suficientemente poderosos como
para ocultarme? ¿Crees que los tormentos que me imponen tus carceleros sin
rostro pueden vejarme? ¿Crees que con el terror lograrás perpetuar tu imperio?
Hoy has
cometido un error fatal, porque en la estatua que te has erigido, en el
interior de esa estatua de un blanco atroz como el de miles de cráneos pulidos,
vive un pequeño gusano que sabe horadar pequeñas galerías en el mármol que
parece invencible. Es tan ínfimo, que bien podría caber bajo cualquier uña,
pero desparrama cientos de nuevas larvas que también ramificarán nuevos
caminos.
Y con
el tiempo (créeme, tengo una paciencia de ojos quemados) todo el mármol se
desplomará, vencido por una infinidad de resquicios.
Aquí,
hundido en la celda de los ratones, me consolaré noche a noche sintiendo los
hondos crujidos de la estatua y el temblor de tu espíritu.
China
(VI d.C.)
R-2-CZ-25
Iván Molina Jiménez
La carta llegó la víspera de Navidad. El papel era de tipo editorial, tenía una discreta filigrana y olía a nuevo. El logo del encabezado correspondía al Banco Internacional de Calcuta en Montevideo. Después del saludo inicial, el gerente me ofrecía mil disculpas y me comunicaba lo siguiente: “el sábado pasado, al darle mantenimiento al buzón de depósitos de la sucursal de Ituzaingó, se encontró, fuera de la urna de captación, una bolsa sin abrir con la suma en efectivo de dos millones de pesos, que coincide con el monto que su empresa reportó haber entregado cinco años atrás. Los errores de este tipo son excepcionales. El dinero ya fue acreditado en su cuenta corriente, junto con los intereses, calculados a un plazo de mil ochocientos días”.
—¿Se siente bien? —la voz de mi secretaria parecía venir de muy lejos.
—Por favor, tráigame una taza de café.
Con cada sorbo, evocaba las vehementes protestas de R-2-CZ-25 a favor de su inocencia. Fue el primer robot que tuve en mi empresa. Al envejecer tecnológicamente, en vez de reciclarlo, lo mantuve a cargo de múltiples y diversas tareas no especializadas, como efectuar los depósitos nocturnos de efectivo. Después de que fui informado del extravío del dinero, lo acusé de ser un ladrón y le dije que lo iba a desmantelar con mis propias manos. Sin esperar a que la última palabra terminara de desprenderse de mis labios, echó a correr y, desde entonces, no sé de él.
Los
sucios
Gonzalo Montero Lara
Una larga columna de niños vestidos con túnicas blancas
codificadas, aguardan la llegada de los Transportadores. Luces estelares
amortiguadas por el manto de lluvia ácida, expanden sus partículas sobre los
humanos harapientos, que esperan la llegada de la nave, que se hace presente
regularmente para cambiar niños por alimento. Ellos no son tomados al azar. Son
grupos seleccionados por sus auras. Productos todos de un experimento
biológico. Tiempo atrás, El Poder expandió una plaga de diminutos mosquitos
taladro, que penetraron el hábitat de los Sucios; miserables habitantes de la
periferia azotada por el hambre. Estos artrópodos dotados de un órgano de
penetración ácido, corroen los materiales del caserío donde diseminan al picar
mujeres fértiles, un virus mutagénico para “mejoramiento” genético.
Los
niños “mejorados” capturados en redadas, abordan la nave, custodiados por
sujetos de uniforme militar, blandiendo armas de rayos. La nave cierra la
hermética escotilla de abordaje y se eleva lenta, con un agudo zumbido y se
aleja pronto en medio de un estruendo. Las mujeres miran por rendijas por
última vez a sus vástagos, canjeados por comerciantes nativos, por comida y la
promesa de una vida mejor en la Ciudad Dorada.
La
carga es clasificada por sensores. Los dotados de órganos sin fallas son
inmediatamente colocados en suspensión animada para disponerlos de acuerdo a
requerimiento de la ávida población de la metrópoli, cuyos habitantes son longevos
pero infértiles. Los chicos de aura roja, híper agresivos por naturaleza, serán
soldados para El Poder y las masas cerebrales catalogadas de inteligentes se
negociarán bien en las élites. Todo el sobrante biológico se recicla como
alimento balanceado para intercambios por más niños. Pero los Transportadores, no
saben que los cerebros inteligentes trasladan en sus circuitos neuronales
instrucciones que alientan una rebelión masiva de los Sucios.
El zombi ateo
Diego Muñoz
Valenzuela
Quiso atacarnos el horroroso no muerto, pero lo paré en seco
con un formidable golpe en pleno pecho. Se encogió ante el impacto, como si le
doliera. ¿Acaso sienten dolor los zombis? Estaba fétido ya. Lo tomé de la garganta
con repugnancia y temí que se le fuera a desprender la cabeza. Por suerte
aguantó.
—Dinos
cómo es el otro mundo. Qué viste allá. —Le propiné un par de cachetadas sobre
su verdosa cara con la finalidad de motivarlo.
—Nada,
nada —masculló—. ¿Quieren que les narre historias de luces celestiales, ángeles
y babosadas similares? Son unos pelotudos. No hay dios ni cielo, idiotas. Esto
es todo. La única vida posterior a la que pueden aspirar es esta. —Se golpeó el
pecho con vanidad y volvió a doblarse por el dolor.
—Aquí
el único idiota eres tú. —Le separé la cabeza del tronco con un contundente uppercut—, ahora sí que finalizaste.
Buenas noches. —Esa fue su despedida y epitafio—. No existe dios, ya lo
escucharon —concluí—. Ahora echemos unos tragos, que la vida es corta.
El regreso
Lidia Inés Nicolai
La cotidianeidad era insoportable. Ya
no podía vivir con ella. Quería que saliéramos juntos cuando yo entraba.
Intentaba besarme mientras yo trabajaba. La dejé unos días sola. Eso le
enseñaría.
Al regresar la busqué por todos lados. Repetí la búsqueda
varias veces hasta que me convencí: no estaba. La situación me incitaba a
pensar que algún goce oculto existió en mi conflictiva relación con ella.
Seguramente obvio para un observador externo. Al menos a mí, eso me explicaría
que la extrañe tanto.
La estela de humo
Lidia Susana Puterman
En la madrugada de aquel domingo de
enero, en la localidad de Carlos Casares, el sol comenzaba a desperezarse con
lentitud. Algunos niños jugaban en los charcos que dejó la lluvia la noche
anterior; otros penaban la desolación y el hambre.
En una curva pronunciada la estela de humo de una moto
impregnó el aire de un olor rancio de aceite quemado en el camino de tierra,
levantando polvareda y escupiendo piedritas. Una de ellas golpeó a Nachito; un pequeño hilo de sangre le brotó
de la frente, Sin darle mucha importancia siguió hurgando en la basura del
restaurant; encontró algunas sobras del día anterior…, unas rodajas de pan
viejo y carne poco cocida. Con visible desesperación inicio su «desayuno» dando
pequeños mordiscos como para prolongar el disfrute…, cuando un punzante dolor
de cabeza le arrancó un grito desde las entrañas... Cayó de bruces
retorciéndose con una angustia desbordante que le quebró la infancia en mil
pedazos...
¡¡La estela de humo de una moto se llevo el hambre, la miseria y el alma de Nachito!!
El mundo es un pañuelo
Rogelio Ramos
Signes
Cuando en los campos de sembradío y en las selvas y en
los desiertos no quedó espacio para la llegada de nuevos seres humanos; cuando
todo fue un conglomerado de personas unas sobre otras, como un hormiguero
acosado por las aguas; los científicos debieron replantearse el tema de la
subsistencia. Los viajes interplanetarios habían fracasado una vez más,
cerrándole las puertas al exilio voluntario; el control de la natalidad era
imposible porque el esperma reproductor mutaba permanentemente; el espacio para
la producción de alimentos se había reducido a un punto insignificante; y algo
había que hacer.
Por
eso los científicos llegaron a la conclusión de que la única salida era
manipular genéticamente las nuevas generaciones: ningún ser humano tendría que
medir más de 50 centímetros de alto. Y fue la solución. Mejor dicho, será la
solución definitiva cuando desaparezca de la faz de la Tierra el último de los
ya escasos gigantes que vamos quedando.
De sucesos simultáneos
María
Elena Rodríguez
Estudié enfermería por complacer a mi madre: ella se
prodigaba en cuidados hacia los demás y yo sabía que tener un hijo con esa
profesión la haría muy feliz. Sin embargo, yo no me sentía dichoso en ese
trabajo. El dolor de cada enfermo me laceraba como si me lo transfiriera. Los
moribundos en su último suspiro se llevaban un poco de mi oxígeno.
Para mi
alivio, todo cambió cuando me trasladaron a este hospital. Acá, si no los
contradigo, pasamos los días en forma apacible. Ellos afirman ser cantantes
famosos, reyes, piratas, incluso animales.
El recién llegado dice llamarse Leonardo y
pinta en la pared blanca una mujer que será famosa, el más viejo ha llenado los
armarios con manuscritos que relatan un viaje de diez años.
A veces
pienso que perdieron la noción del tiempo, pero luego recuerdo que pronto
descubriré la teoría de la relatividad.
Un nuevo record mundial
Frank Roger
—¡Hemos llegado a la cima! —exclamó Takumi extasiado. Consultó su reloj y
añadió—: Hemos ido desde el nivel del mar hasta la cima del Everest en
exactamente una hora y quince minutos.
—Un nuevo récord
mundial —apoyó su amigo Giancarlo—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido!
—No obstante —replicó
Takumi—, debemos admitir que el nivel del mar, que ha subido drásticamente en
las últimas décadas, nos ha dado ventaja sobre nuestros predecesores —agregó señalando
su barco, amarrado a un saliente de roca en el agua, fácilmente al alcance de
la vista.
—Es cierto, pero
eso no cambia el hecho de que fuimos del nivel del mar a la cima del Everest en
un tiempo récord —insistió Giancarlo—. Establecimos un nuevo récord mundial.
—Tienes toda la
razón —admitió Takumi—. Podemos estar orgullosos de nuestro logro. ¿Ahora no
deberíamos iniciar el descenso?
—Tienes razón,
vamos.
Los dos hombres
iniciaron el descenso hasta el lugar donde habían amarrado su barca, desde
donde regresarían a la aldea flotante en la que vivían, ansiosos por contar la
historia de su nuevo récord mundial.
Título original: A new world record
Traducción del inglés: Santiago Eximeno.
Donación
Miguel Sardegna
—¿Es la primera vez?
Noté que su ambo era abierto en el cuello, que no
llevaba nada debajo. Le quedaba demasiado ajustado, como la ropa de látex que
usaban en aquel club del bajo que frecuentábamos con el Matías.
Moví la cabeza. Creo que llegué a pronunciar un “si”,
no estoy seguro. No podía apartar la idea de liberarla de ese delantal que la
oprimía.
—No tenés cara de primera vez —soltó. Ataba una banda
de goma en mi antebrazo. Hizo el nudo con fuerza, sentí que había estado a
punto de partirme el brazo.
Sonreí, por mero reflejo.
—Lo usual son 475 cm3. El cuerpo los recupera rápido.
Dos meses y estás listo para repetir la experiencia.
Seguía hablando, no sé qué decía...
...Y entonces la picadura.
Su cara enterrada en mi brazo.
El flujo cobrizo chorreándole de la boca, como si
fuese un animal.
Primavera redioactiva
Achim
Stoßer
El aire aquí es apenas soportable. No tanto por el frío;
apenas siento mis miembros entumecidos. Pero el hedor. Parece que otros antes
que yo han habitado este antiguo búnker y han hecho sus necesidades en él. A
pesar de la baja temperatura, huele como los urinarios de una parada de
autopista. ¿Qué estoy haciendo aquí adentro? Como si el concreto pudiera
detener siquiera una fracción de los efectos de la radiación. Y afuera, los
copos de nieve florecen. Estiran sus tallos con las delicadas copas blancas
lechosas que cuelgan tristemente, emergiendo del blanco mortal. Resistiendo el
viento helado y la nieve y el hielo, no se dejan vencer. A diferencia de
nosotros. Si inclino la cabeza, puedo ver algunos a través de un agujero en la
pared, justo enfrente de mí, al alcance de la mano. Un olor sofocante, un frío
penetrante, pero al menos refugio de las hordas furiosas, de las olas de los
sobrevivientes, del huracán ensordecedor de los locos. Oculto en una ruina de
concreto, apenas más que un agujero en medio del bosque. Homo sapiens sapiens.
Saliendo de las cuevas, volviendo a arrastrarse hacia ellas. Tan inocentes se
ven, los copos de nieve. Sin embargo, son venenosos. Causan vómitos, diarrea,
sudoración, aturdimiento; los síntomas que ya tengo, sin haber mordido siquiera
un tallo. Cuántos de sus bulbos tendría que desenterrar de la tierra congelada
para... Un pensamiento absurdo: no debo tocarlos, los copos de nieve están
protegidos por ley. Creo que mi risa asusta a algunos conejos y ciervos. Si aún
están vivos.
Sombras intrusas
Chelo
Torres
Llegué cansada del trabajo; mi querida gata Jade siempre
venía a recibirme con sus maullidos. Mi propósito era una cena rápida y
acostarme temprano.
Jade se puso mimosa mientras yo cenaba, pedía sus caricias
tras haber pasado el día sola en casa pero yo no estaba muy solícita. De
pronto, empezó a maullar más de lo normal, y al mirar al techo supe por qué.
Unas sombras intrusas cruzaban la habitación, sin saber de dónde venían ni a
quién pertenecían. Con maullidos desgarradores saltó sobre las paredes hasta
que las sombras desaparecieron y entonces ella se enroscó en mi regazo.
Por culpa
del autor
Yanni Tugores
Boris despertó aterido. Era de noche y
se hallaba tendido en la nieve. Se dio cuenta que si se quedaba quieto moriría
congelado. Trató de moverse. Fue en vano. Tenía su pierna derecha rota. Se la
había fracturado al volcar el trineo.
¡El trineo! ¿Dónde estaba? Los perros lo habían
arrastrado. Podía ver sus marcas en la nieve pero no pudo distinguirlo.
Miró a su alrededor. Muchos puntos luminosos como brasas
lo observaban de cerca.
—¡Lobos, lobos! —gritó.
Qué muerte tan horrorosa le esperaba. Podía sentir el
aliento de las bestias muy cerca de su cara.
Mientras tanto, los lobos esperaban que el escritor
continuara el relato, permitiéndoles abalanzarse sobre el joven y devorarlo.
¡Pero no, no fue así! El autor seguía aferrado en narrar
las reacciones posibles de Boris y sus pensamientos.
Cansados de la espera y muy decepcionados, los lobos, se
fueron a buscar otro cuento que les permitiera comer.
Fuera de lugar
Héctor Ugalde Corral
La fiesta estaba en su apogeo.
El minotauro era el centro de atención contando una historia muy enredada de la que todos ya habían perdido el hilo.
La esfinge intentaba interrumpir la narración con un ingenioso enigma que ya todos conocían.
Sonriendo y con los brazos cruzados, el centauro hacía un paseíllo y trotaba lentamente rodeando a la concurrencia, esperando el momento de realizar unas suertes ecuestres.
Las arpías volaban traviesas hurtando bocadillos a los invitados que no estaban atentos.
El fauno sátiro seducía a una sirena que cantaba para atraer al fauno que intentaba seducirla.
Medusa impactaba con su nuevo corte de cabello.
Los invitados se divertían, pero él se sentía fuera de lugar.
Todos se le quedaban mirando como un bicho raro.
Tenía entonces que explicar que hoy no era noche de luna llena y que no, no se transformaba en mitad hombre y mitad lobo.
Contratiempo
José Luis Velarde
Los navegantes de la Galaxia de
Barnard, arribaron a la Tierra veinte mil años atrás. Miraron las diferentes
especies empeñadas en sobrevivir y decidieron alejarse por un tiempo. No
deseaban interferir en el desarrollo de la vida en un planeta lleno de
condiciones inmejorables.
No hace mucho volvieron.
Al revisar los registros depositados alrededor del planeta
encontraron una posibilidad de prolongar la existencia de aquel sistema un
tanto maltrecho.
La plaga de los humanos fue exterminada sin remordimiento.
Como Boris Vian tuvo la idea para un cuento
João Ventura
El pastor se asombró cuando vio la oveja azul. Se tomó su tiempo para volver con el rebaño para que nadie más se diera cuenta. Fue al huerto a buscar zanahorias y una col para hacer la cena, pero la oveja azul no se le iba de la cabeza.
Cuando volvió a la zona de pastoreo ya tenía tres ovejas azules y dos rojas. Se preocupó. ¿Podría ser que estuvieran comiendo algo extraño? Examinó cuidadosamente la hierba que los animales masticaban lentamente y no notó ninguna diferencia. Durante el día, ya tenía cinco azules y siete rojas. Al menos no aparecieron otros colores, pensó el pastor.
Esa noche fue a buscar al veterinario, que examinó las ovejas, pero no encontró nada extraño en ellas, aparte de su color. Al final de la consulta, aceptó una copa de brandy y aconsejó al pastor que no se preocupara demasiado, porque "eso" podría desaparecer.
Un día, con todo el rebaño ya coloreado, un viajero pasó por la pradera. Caminaba muy atento a todo lo que le rodeaba, deteniéndose a menudo para escribir en un pequeño cuaderno que llevaba. Quedó fascinado cuando vio el rebaño.
—Buenas, me llamo Boris Vian y soy escritor. —Comenzó a hablar con el pastor y rápidamente llegaron a los colores de las ovejas. Inquirido al respecto, dijo—: Si le preguntaras a Edwin Hubble, te diría que los rojos se alejan cada vez más rápido y los azules se acercan, pero los astrónomos están muy lejos de la realidad. En mi opinión, olvídate del "cómo" o "por qué" y busca cómo aprovechar este hecho. ¿Se te ocurrió que puedes vender lana más cara de estas ovejas? Después de todo, ¡ya está teñida! —Y al despedirse, agregó—: Además, esto me da una idea interesante para un cuento.
Reina y clocharde
Gabriela Vilardo
Se sintió alfombra, se
antojó almohadón y estatua. Descansó en el tercer estante sin baldaquino de un
ropero francés, de alguna tía Antonia. No dudó ni un
segundo por la siesta de tardecita hasta que escuchó la voz del cliente que se despedía.
Empezó su tránsito hacia otro estado, desperezándose detrás de las paletas del
viejo ventilador.
Entré el cartel de compraventa. Sentí fatiga cuando la vi huir a
los tapiales, ahora cornisas para el desafío. Puse el candado y odié su
soberbia de reina. Me topé con voces ajenas a mi mundo. Y deseé la libertad de
mi gata.
Deducción
José Luis Zárate
Para el investigador de los fenómenos parasicológicos es necesario establecer pautas precisas, identificar causas y efectos, tener la mente abierta en la búsqueda de la verdad.
En cuanto una popular novela presentó a una niña fantasmal jugando a la pelota, se reportaron decenas de niñas así, los fantasmas aparecieron por los televisores gracias a las cintas Poltergeist y El aro los convirtieron en susceptibles de ser video grabados. La deducción es clara. La imagen del fantasma lo dictan, muchas veces los medios masivos de comunicación. Por ello los investigadores debemos acudir a las salas cinematográficas, la lógica muestra que a los fantasmas les gustan las películas.
Queridas moscas
Jorge
Zarco
Gorka puso en
el equipo del reproductor de CD, un tema de aquellos míticos Golpes Bajos, “Colecciono Moscas”, pues era verano y el
sopor de agosto golpeaba todavía con fuerza. Aquel había sido el más popular de
los grupos de una efímera “Movida gallega” que no llegó a consolidarse. Gorka
era un tipo algo raro, como se dice. Prefería ese pop-rock de inicios de los ochenta, al pop insalubre y creativamente muerto de los tiempos actuales.
Cortado por el patrón de programas crueles de salseo, llenos a rebosar de
juguetes rotos para usar y tirar.
—Mierda corporativa para niñatos
adictos a las redes sociales —solía decir. Oyó un zumbido. Era una mosca que
tiraba para moscardón. No la ahuyentó ni intentó matarla. Esta correteó por su
mano y le picó en el dorso de la misma. A esta se unieron otras que entraban
por la ventana, pero Gorka no hizo nada. Cogió de la estantería de libros y novelas,
una antología de relatos de horror de Horacio Quiroga y se puso a leer el
cuento: “Moscas”. Mientras dejaba a tan adorables insectos picarle. No podía
negar que el escozor de las picaduras en sí mismo le excitaba sexualmente. Qué
cosas.
Un
pésimo actor
Sergio Gaut vel Hartman
—Es la última oportunidad que le doy
—susurró el director.
—Usted privilegió el aspecto sobre la
calidad actoral —respondió el asistente.
—Nunca pensé que sería tan malo.
—Así son las cosas —insistió el
asistente—. ¡Es pésimo! ¿Habló con el productor? —El director se encogió de hombros.
Claro que había hablado, pero el sujeto que ponía el dinero no quería entender
razones y su acuerdo con el representante no podía modificarse.
—Probemos una vez más.
El de la claqueta colocó el dispositivo
delante del monstruo y el director pronunció las mágicas palabras.
—Tres, dos, uno… luces, ¡acción!
El monstruo se movió hacia la chica
arrastrando sus élitros, de los que manaba una sustancia verdosa y adelantó el
labro como si fuera a besarla. La indefensa muchacha retrocedió, tropezó con
una silla que algún distraído había dejado en el lugar inadecuado, se
desmoronó, y el extraterrestre cayó sobre ella, bañándola con los fluidos que
salieron de su clípeo.
—¡Corten! —aulló el director—.
¡Despidan a esos inútiles! Al que dejó la silla y al alienígena.
—Al de la silla no hay problema —dijo
el asistente—. Pero si despedimos al actor… nos arriesgamos a un conflicto
interestelar. Piénselo.
Los 53 autores:
Alejandro
Fabián Aguirre (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Relja Antonic
(Serbia), Vladimir Arenev (Ucrania), Armando Azeglio (Argentina), Joyce Barker
(Chile), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Ricardo Bernal (México), Iván
Bojtor (Hungría), Sebastián Borkoski (Argentina), Hernán Bortondello
(Argentina), Gastón Caglia (Argentina), Miriam Cairo (Argentina), Julio Nicolás
Camacho (Venezuela), Guillermo Corte (Argentina), Rosa Lía Cuello (Argentina),
Cristina Chiesa (Argentina), Christopher T. Dabrowski (Polonia), Oscar De los
Ríos (Argentina), Rolando José Di Lorenzo (Argentina), Itzel Alejandra Flores
García (México), Sebastián Fontanarrosa (Argentina), Boris Glikman
(Bielorrusia/Australia), Dora Gómez Q (Argentina), Alejandro Guarino
(Argentina), Rhys Hughes (Gales), Ada Inés Lerner (Argentina), Javier López
(España), María Elena Lorenzin (Argentina/Australia), Victor Lowenstein
(Argentina), Laura Irene Ludueña (Argentina), Maritza Macías Mosquera (Chile),
Rafael Martínez Liriano (República Dominicana), Cristian Mitelman (Argentina),
Iván Molina Jiménez (Costa Rica), Gonzalo Montero Lara (Bolivia), Diego Muñoz Valenzuela (Chile), Lidia Inés Nicolai (Argentina),
Lidia Susana Puterman (Argentina), Rogelio Ramos Signes (Argentina), María
Elena Rodríguez (Uruguay), Frank Roger (Bélgica), Miguel Sardegna (Argentina),
Achim Stoßer (Alemania), Chelo Torres (España), Yanni Tugores (Uruguay),
Héctor Ugalde Corral (México), José Luis Velarde (México), João Ventura
(Portugal), Gabriela Vilardo (Argentina), Jorge Zarco (España), Sergio Gaut vel
Hartman (Argentina).
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