jueves, 30 de noviembre de 2023

ESPECIAL MICROFICCIONES (DOS)




Cambio

Cristian Mitelman

 

Hay un momento entre la noche y la primera claridad en que a los hombres les es permitido cambiar su destino. Dura menos de una fracción de segundo y no es lícito permanecer la noche en vela para apresarlo. Su aparición debe ser fortuita.

Dicen que hasta ahora un solo hombre pudo lograrlo. Era un pintor austríaco que, tras haber fracasado en sus intentos académicos, deseó ser el poseedor de millones de vidas.

 

Cría amebas y tendrás remordimientos

José Luis Velarde

 

Hay mascotas maravillosas y otras indeseables, pero jamás he manifestado desaires ni al propietario ni a la atrocidad que algunos exhiben con orgullo. Quizá alguien camina por la calle con una riska enroscada en alguno de sus cuellos y a mí no me importa. Jamás le diría que tiene un rostro amoratado o que las riskas huelen mal. Sé que no debe desdeñarse ninguna forma de vida por abominable que parezca. No hace mucho regresó una expedición de la Tierra con bípedos de regular inteligencia y proverbial estupidez. Poseían  diversos lenguajes, pero no eran capaces de entenderse entre ellos. A pesar de la fealdad evidente compré el que parecía más listo. Reprobó todos los exámenes. Siempre gritaba que había sido abducido y que necesitaba volver a su planeta. Tanto fastidió que decidí entregarlo a mis amebas carnívoras que lo devoraron con indiscutible placer. Lo saborearon tan despacio que tardó más de tres flankis en morir. Quizá ya te preguntas qué tiene de extraordinaria la historia. Deshacerse de una mascota fastidiosa no es nada fuera de lo común, pero permíteme añadir que mis amebas sufrieron una extraña indigestión que me hizo gastar una fortuna en la clínica de especies intergalácticas. Murieron todas las amebas de mi colección, incluso las alfacentaurinas. Aún no puedo perdonarme por alimentarlas con tanto descuido.

 

Microcuento conjetural

David Slodky

 

“A Laprida y 24 de setiembre”, dije. Vi su mirada deteniéndose en mi rostro; después de unos instantes, preguntó: “¿Para qué va allí?”. Molesto por su impertinencia, decidí jugarle una broma erudita, que seguramente no entendería. “Porque yo soy Laprida, y quiero encontrarme con la batalla en la que no participé,  que fuera tan importante para el Congreso que presidí”. “Ah, lo sabía…”, dijo. Me sonreí por dentro por la estulticia disimulada en la pretendida confirmación de lo ya sabido. Poco después, frenaba en una esquina de Laprida. “Pero acá no es 24 de setiembre” dije extrañado. “No, estamos a dos cuadras”. “¿Entonces…?”. Se dio vuelta en su asiento y mirándome fijamente, masculló: “Es que usted murió un 22 de setiembre, y yo soy Félix Aldao”. Ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta.

  

Paso de peatones

Javier López

 

Cruzaba la avenida, absorto en mis pensamientos. Una relación que no funcionaba hacía meses, las dificultades económicas, mi problemático hijo adolescente...

La visión periférica me alertó. A gran velocidad, aparecía un coche cuyo conductor no debía haber visto el semáforo... ni a mí. Se aproximaba fatalmente. Imposible evitarlo, imposible que frenara, mi inevitable muerte estaba a pocos metros de distancia, y yo podía contemplarla.

Para mi sorpresa, el coche me atravesó limpiamente y pasó de largo. No hubo golpe, ni sonido, ni dolor. No ocurrió absolutamente nada.

Al fin tuve que admitir la verdad que había estado negándome todo ese tiempo... En aquél paso de peatones, yo había muerto meses antes.

 

La caja roja

Alejandro Bentivoglio

 

Cuando Paula se mudó conmigo, trajo entre sus cosas una caja roja que me pidió que nunca abriera. No quiso decir qué había allí aunque debió sospechar que la prohibición llamaría mi atención. Durante mucho tiempo barajé posibilidades, una más absurda que la otra. Descarté asuntos de infidelidades, recuerdos de ex amantes o cosas así. También me sorprendía que ella jamás la abriese. Pasé semanas viendo la caja, en lo más alto de una repisa, convirtiéndose en el ocupante más importante de la casa. Finalmente sucedió lo inevitable. Abrí la caja. Adentro no había nada. Decepcionado la dejé en su lugar.

Desde entonces, escucho algunos gritos femeninos, ahogados, durante las noches. Nunca más he encontrado a Paula. Y no me animo a abrir de nuevo la caja roja.

 

Mucho por aprender

Sebastián Fontanarrosa

 

El soldado más joven, harto de observar la monotonía del paisaje exterior subterráneo a punto de transgredir el contacto físico, estiró un brazo observando a su compañero que conducía la unidad en perfecto silencio. Se adentraron en un tramo de túnel aún más gris.

—¿Podrías encender la radio? —propuso el jovencito reacomodándose en el asiento.

—Imposible. En los entronques derechos no podemos generar vibraciones.

—Todo el día estuvimos vagando por estos túneles.

—Y continuaremos haciéndolo durante toda la noche.

—¿Para después llegar y custodiar el cerebro de nuestro líder?

—Afirmativo. Eso estamos haciendo, soldado. Desplazándonos dentro de dicho órgano.

 

Citas

Joyce Barker Bucat

 

La tomó en brazos y la saboreó como si fuera un helado.

—¿Qué hace, doctor? —gritó el guardia desde el exterior derecho de la celda acristalada.

El doctor, rápidamente, soltó a la criatura. Se apresuró en salir.

—Nada, estaba investigando un poco más. Estos extraterrestres...

—Se supone que nadie debe estar después de las 7:00. Me obliga a registrar el hecho.

—No hagas eso, espera… Podrías tener uno igual —dijo, mostrándole las llaves del auto.

—Pero prométame que...

—Es tarde, hasta mañana.

—Estamos solos, soy el siguiente —dijo el guardia.

La criatura se tornó roja y naranja.

—Sí —respondió.

 

Magia

Dora Gómez Q

 

Fue dispuesta a engañar al Mago, porque ella tenía un sueño que estaba más allá.

Agazapada como un gato frente a sus palomas dispuestas a volar, le robó sus secretos

Él no se dio cuenta que ella podría novelar cualquier esquina de su sonrisa, cualquier esbelto vuelo de su varita.

 Nunca sospechó que ella lo traicionaría con sus letras.

De su galera salieron lágrimas en forma de palomas.

Y nunca más pudo cortarla por la mitad, ni delinear su silueta a puro puñal.

Así, ella se quedó con sus secretos y con su sueño que estaban más allá.

 

¿Estoy vivo?

Patricio G. Bazán

 

Recuerdo el camino de vuelta, mis pies desnudos sobre el frío pavimento de hormigón y contemplando cada luminaria de la calle como si fuera un milagro. El zaguán de mi propia casa se me revelaba irreal, una acuarela antigua surgida del sueño.

Me sentía cada vez más débil. ¿Adónde había estado? Me hallaba ataviado solamente con mi camisa de dormir. Temblando como una hoja llamé a la puerta, y grande fue mi sorpresa al reconocer a un viejo amigo —ferviente practicante de una fantochada llamada “mesmerismo”— haciendo de portero. Sus ojos, de por sí expresivos, casi parecieron destellar de la emoción.

¡Ha dado resultado! —exclamó. Tomándome por los hombros, me condujo con infinitos cuidados hasta mi sillón favorito, frente al hogar—. ¿Cómo te encuentras?

—Exhausto —grazné. Me dolía la garganta por la tos. La tisis me estaba destruyendo, y los galenos calculaban mi deceso en días o semanas—. A propósito, ¿qué demonios haces aquí?

Se atusó el bigote antes de responderme, eligiendo las palabras con delicadeza.

—No lo recuerdas, ¿verdad? Estábamos en tu dormitorio realizando una sesión de hipnosis. Te dejamos descansar un rato, pero luego descubrimos que huiste en plena noche. Tengo una mala noticia, querido Valdemar…

 

Narciso Gómez

Rosa Lía Cuello

“…Si abres los ojos

se abre la noche de puertas de musgo”

Octavio Paz

 

El hombre se miró al espejo como cada mañana, admiró su cabello y se enamoró otra vez de sus ojos de agua que creía poseedores de secretos. Oyó esa voz de mujer, que provenía de un sitio que nunca lograba precisar, llamándolo. Continuó viendo su imagen mientras la escuchaba. Le trajo recuerdos lejanos, una brisa perfumada se coló por la ventana, sintió ruido de follaje, olió a musgo en primavera, a flores recién nacidas. El ruido del agua que susurraba desde un arroyo fue una música de azogue fundiéndose en su piel. Y la mujer repetía su nombre como una letanía absurda, como un eco.

Intentó pensar quién era él, dónde estaba, ese lugar le era familiar. No podía apartar su mirada del agua, no podía dejar de reflejarse. El bosque, la voz…

Recordó que era Narciso Gómez y se estaba peinando para ir a trabajar. Un destello de sol le hirió la mirada, quiso volver a su habitación, pero el espejo no se lo permitió.

 

La hipnosis, una metáfora de la vida humana

João Ventura


Comenzó la ceremonia promovida por la SIME —Sociedad Internacional de Medicina Esotérica— para otorgar el Bisturí de Oro al doctor Guillermo Gómez. El estatus de la asistencia era evidente por las marcas de los coches estacionados en el parque.

Lo que había hecho famoso al homenajeado era el uso de la hipnosis para curar diversas dolencias, desde las puramente físicas hasta las mentales.

El doctor Gómez subió al estrado y comenzó a describir con voz pausada en qué consistía su trabajo. Las luminarias daban al recinto el aspecto de una acuarela de un pintor expresionista. La voz del médico era como un arpegio en tono bajo, ondulando en el silencio que envolvía el espacio.

El primero en sucumbir al efecto de la voz del orador fue un abogado en la primera fila. Se quedó rígido, con los ojos bien abiertos enfocados en el infinito. Luego otros miembros del público lo siguieron, cayendo en trance.

Un efecto inesperado ocurrió cuando el orador, influenciado por la respiración tranquila y rítmica del público, entró él mismo en trance, quedando suspendido a mitad de una frase.

Desde hace quince días, hay unos doscientos cuerpos rígidos en el auditorio de la SIME. Algunos ya apestan.

 

 Noticias lejanas

Gastón Caglia

 

Eran las dos de la madrugada y la voz del locutor se partía en un ronco quejido inentendible. De fondo, como apagando sus alaridos, una marcha militar hacía su entrada con instrumentos de viento altisonantes.

Augusto ya no podría apartarse del aparato durante el resto de la noche. El amanecer lo encontró con la oreja pegada al parlante de su vieja radio a pilas. Los acordes castrenses sobrevivieron a la luna y luego al Sol que ya se mostraba.

Los misiles van a caer en breve, sugerimos dirigirse hacia los lugares menos poblados dado que los blancos son las ciudades. Huyan en orden, arengaba el locutor. Era una orden con tono de súplica y ambiente de velorio.

La música se fue apagando poco a poco a las nueve dejando un silencio impropio de aquel invento. Tras media hora de inquieta calma, la quebrada voz del locutor anunció que dejarían de transmitir pero la frase no pudo ser acabada, una gran descarga de estática fue todo lo que se pudo oír luego.

Apagó el aparato y se vistió con su overol gris topo de siempre, sonrió y con profunda alegría, se dirigió a su taller a esperar su destino.

 

El bar de los malvados

Guillermo Corte

 

—No cabe duda de que he sido el emperador más despiadado de la historia —dijo Calígula mientras tomaba un trago de posca.

—Pocas cosas se comparan con lo que hice en Nóvgorod —exclamó Iván el terrible, mientras Yang Guang los miraba de reojo, sonriendo burlón.

—Ustedes habrán hecho cosas malvadas, pero ninguno logó que su nombre se convierta en un adjetivo calificativo.

—¡Otra vez lo mismo —interrumpió Nerón, indignado— ¡Ya cállate, Maquiavelo!

 

La derrota

Oscar De Los Ríos

 

Juan está solo en una habitación de hotel, en perfecto silencio y en total oscuridad. Ha tomado la medicación que le recetó el médico y aun así no puede dormir. Siente la tirantez de los párpados, su cuerpo agotado y en lucha despareja es vencido una y otra vez. Le ordena a su mente relajarse y dormir, descansar, y esta constantemente se rebela. Lleva tres días tratando de dormir sin conseguirlo. Lucha y se rebela hasta que, en un instante de lucidez total comprende que jamás vencerá y abandona la lucha, y entonces se marea, cae en un pozo de sombras; al instante siguiente sonríe, cierra los ojos y duerme relajado y sueña. Sueña que está solo en una habitación de hotel, en perfecto silencio y total oscuridad; ha tomado la medicación que le recetó el médico y… comprende que jamás vencerá.


El día después

Claudia Isabel Lonfat

 

El día después quedarán las calles silentes. Un montón de piedras. Un montón de cadáveres. Todos apilados, como pequeños monumentos de lo que no pudo ser.

La morguera se llevará los despojos, y los municipales la basura; ambos con la misma indiferencia.

Un hilo de humo dibujará la madrugada. Pronto todo se disipará para volver a la normalidad y naturalizar la herida.

Los oficinistas, obreros, maestros, comerciantes, y hasta los siniestros, regresarán a sus puestos. Se cambiarán las vidrieras rotas. Despintarán las paredes de reclamos. Se borrará todo vestigio.

Las calles, ahora limpias, escribirán otra página en blanco.

                                                              

Las cintas azules

Lidia Nicolai

 

Los pelos de Carmela siempre habían sido así, finas cintas azules que la gente admiraba como algo extraño.  Peinarlos era un desafío a tal punto que el padre había encargado diseñar un peine especial de madera. Desde el nacimiento la cabeza semejaba una medusa azul de mil tentáculos que no crecían ni cambiaban de color.  Quien la acariciaba sentía un cosquilleo placentero que invitaba a seguir acariciando. Pero cuando Carmela se enojaba, las cintas se encrespaban y a veces solían moverse como látigos filosos. Hasta que un día, Carmela decidió cortarse el pelo. Su familia y amigos se sorprendieron mucho: ella, por única explicación, comunicó que había tenido un sueño revelador.

Pero, cuando la peluquera puso la tijera sobre las cintas, estas se encresparon, se rigidizaron, no permitieron que se las cortara. Y no solo eso, al instante la mata de cintas abandonó la cabeza de Carmela, saltó al piso y salió corriendo con sus mil patas azules. Recién en ese momento, se vio que Carmela tenía un suave pelo de bebé rojo como la manzana que estaba comiendo.

Con una sonrisa de oreja a oreja Carmela abandonó la peluquería sin la compañía de su azul compañero de vida.       

                                                                                                                                                 

De locos

Carlos María Federici

 

Miró pasar los automóviles, zum­bando como si los persiguiera el mismo Belcebú. Observó atenta­mente a las personas, de rostros du­ros, de rostros tristes, de rostros ex­traviados e indiferentes. No hizo ningún caso de los que se paraban a gritarle: “¡Loco!”, señalándolo con el dedo y riéndose. Se mantuvo en una pose favorita suya, con la mano derecha escondida bajo una solapa, el brazo izquierdo doblado por detrás de la cintura, y una de las piernas ligeramente flexionada.

En determinado momento dio me­dia vuelta y retornó a la máquina del tiempo.

—Siga construyéndome los globos para la invasión de Inglaterra —le ordenó a Von Hoffelstinger, el sabio alemán—. El futuro no me in­teresa: es un mundo de locos.

No se habría conocido esta in­sólita aventura suya, pues a nadie la reveló, ni siquiera a sus mariscales o a los fieles servidores de Santa Elena; y Von Hoffelstinger, el único testigo, murió casi inmediatamente. Pero, por fortuna para la Societé d’Histoire, la vengativa Josefina, que consiguió arrancarle la con­fidencia entre los delirios de una noche de pasión, la registra fiel­mente en sus “Memorias Secretas”.

 

Una entre lo infinito

Jorge Ortiz

 

En los miles de millones de personas que habitaron y habitan este planeta por creación divina, se han producido miles de millones de historias de vida y existen hoy, miles de millones de ellas sin contar.

Es entonces cuando sé que nunca, jamás, podré calcular cuántas historias puedo encontrar o concebir en la cíclica e interminable biblioteca borgeana de Babel que es mi mente; y también, que es cierto que entre ellas existe sólo para mí, "una" que es “la historia”, esa que aún no hallé y que será tan especial como para hacerme sentir satisfecho, al dejar este mundo, por haberme decidido a escribirla.

 

Acontecimiento histórico

Jorge De Abreu

 

El módulo espacial se asentó sobre el suelo con una leve sacudida. En su interior, Neil Armstrong se relajó satisfecho. ¡Habían llegado! ¡Por fin la humanidad había logrado llegar a otro mundo, habían roto la barrera del espacio! Terminó de ajustarse el traje. Las cámaras en el exterior del Eagle filmarían el acontecimiento histórico y estaba consciente de ello. Abrió la portezuela del vehículo y descendió lentamente por las escaleras. En el último escalón dio un pequeño salto y dejó su impronta sobre la arena.

El 21 de julio de 1969 el hombre había llegado por primera vez a la Tierra.

La gente de la Luna saludaba la hazaña durante la trasmisión mundial televisiva.

Una leve brisa marina le llegó a Armstrong desde el norte, sensación novedosa, extralunar...

 

En teoría

Abrahan David Zaracho

 

Observa como el acorazado “Baluarte” estalla antes de caer hacia la luna Mactron 12. No es una explosión violenta. Es, más bien, una proyección parsimoniosa de luces, chatarra y silencio en el vientre del abismo espacial. Mientras la mole desaparece en el cuerpo sulfuroso, el saboteador enciende intermitentemente sus propulsores. Avanza lentamente hacia su cápsula de exploración. La nave es el máximo logro tecnológico de su civilización y tiene escaso espacio para dos tripulantes. Por otro lado, dentro de la nave alienígena, contó más de ciento cincuenta bípedos gigantescos con amplias comodidades. Sólo retrasó la invasión. Aspira una bocanada de gas y concluye en un rugido bajo.

—O les di la excusa.

 

Bailo, solo bailo

Alejandro Fabian Alberto Aguirre

 

Apenas salí del café y escuché el sonido de esa bachata, hice un jueguito con los pies y moví un poco las caderas; no me importó que la gente me mirase, estaba feliz, extasiado, exultante y todo por aquel beso. Desde el momento en que ella acercó sus labios como ofreciéndose a que yo le robara la vida, el tiempo se había detenido para mí. Trato de recordar todo el momento, mis nervios al llegar a ese bar, la espera, el aguantarme de no fumar, el jugar con ese cenicero barato y el mirar las líneas y cuadrados del mantelito de la mesa. Intenté no pensar en mi pasado ni en el presente, solo quería vivir ese instante, mirarla a ella, su sonrisa y su boca. Había sufrido como un condenado su demora pero cuando la vi entrar la sangre en mis venas se encendió, juro que me ruboricé como nunca y me sentí pleno. Luego hubo una conversación en donde poco la escuché, solo la miraba y contestaba lo que podía, yo creo que ella se dio cuenta y poco le importó porque que ella misma estaba sumergida en ese encanto. Cuando supe que se iba a despedir, no pude contenerme, le tome su mano y vi sus ojos brillar aún más y entonces entendí que la iba a besar. Y ese beso fue… Mejor no explicarlo que quede para mí y para mis sueños.

Transito por las calles, siento esa música en mis oídos y hago un pasito sin que me importe la gente, porque mañana será mañana y lo que importa es lo que siento ahora, ya habrá tiempo para explicarle que estoy casado y que me quedan meses de vida. Ahora cierro mis ojos y siento la vida en mi sangre y bailo, solo bailo…

 

Una mañana en Ulm

Nicolás Micha

 

Hermann Einstein estaba dispuesto a salir de su casa cinco minutos antes de lo usual para llegar más temprano a su trabajo. Por ese motivo terminaría pasando por debajo de un edificio en construcción en el momento en que una viga de ciento veintidós kilos se precipitaba al vacío cayendo sobre su cabeza. Tan solo por culpa de un obrero borracho y una diferencia ínfima de tiempo, jamás habría gestado a su hijo Albert y por lo tanto la Teoría de la Relatividad General nunca hubiese visto la luz.

 

Ritual

Sergio Gaut vel Hartman

 

No podía decirles que estaba seco. Podía decirles que estaba harto, agotado, iracundo, pero no seco. Toda la humanidad pendía de sus palabras, de las últimas mentiras que urdía el último falsario. Los guardias dejaron los mendrugos del pan que amasaban con su propia sangre y su propia mugre y lo contemplaron embelesados, ansiosos porque se acercaba el instante supremo, el rito diario que mantenía viva la fe de los sobrevivientes. El hombre tomó el pan ceremonial y se lo llevó a la boca. Era repugnante, pero conocía los sacrificios que todos hacían para que él estuviera bien alimentado; habrían ofrendado a sus propios hijos, si hubiese sido necesario, para suministrar el combustible que mantenía activa aquella mente.

—Silencio —dijo el hombre, como todos los días. Y la multitud guardó el más absoluto y respetuoso silencio. El hombre se inclinó sobre el pupitre y escribió. En la gran pantalla que dominaba la sala, se reprodujo la caligrafía redonda y precisa del escritor. Los afortunados asistentes contuvieron la respiración.

“Se detuvo, alzó los ojos al sol, y el viento le obsequió un perfume desconocido, áspero y triste, pero agradable, como de extrañas flores rojas que solo se abren una vez por siglo. Avanzó unos pasos para contemplar mejor el añoso roble que se interponía en su camino y luego extendió el brazo para tocar la rugosa superficie con las yemas de los dedos. El árbol era un milagro, el aroma era una bendición. Todos sabían que solo estaban formados por palabras, ya que en la Tierra devastada no quedaba un solo vegetal y los últimos animales se aferraban a la vida con una obstinación infructuosa, digna de mejores propósitos. No obstante, le agradecían el mágico don de la mentira y lo amaban por ello”.

Alzó la vista y los vio llorar; todos lloraban. Y entonces supo que debería seguir mintiendo, para siempre, porque las lágrimas que regaban las mejillas de los últimos seres humanos del planeta lo obligaban a entregar cada día un fragmento de ficción, aunque tuviera que forzar la imaginación hasta lo indecible. Supo entonces, como todos los días, que también era mentira que estuviera seco, que la esterilidad no se había apoderado de su ánimo: eso jamás ocurriría mientras fuera capaz de armar una frase.

“El escritor se enterró en el fango hasta que la sustancia tapó su cabeza. Pasaron los meses, las lluvias le trajeron el mensaje del sol y un día fue flor, fue fruto jugoso, y los sedientos bebieron y los hambrientos comieron. Las palabras penetraron en los cuerpos gastados y todos supieron que ya no podrían morir”.



Los autores: Abrahan David Zaracho, Alejandro Bentivoglio, Alejandro Fabian Alberto Aguirre, Carlos María Federici, Claudia Isabel Lonfat, Cristian Mitelman, David Slodky, Dora Gómez Q, Gastón Caglia, Guillermo Corte, Javier López, João Ventura, Jorge De Abreu, Jorge Ortiz, José Luis Velarde, Joyce Barker Bucat, Lidia Nicolai, Nicolás Micha, Oscar De Los Ríos, Patricio G. Bazán, Rosa Lía Cuello, Sebastián Fontanarrosa, Sergio Gaut vel Hartman.

 

miércoles, 29 de noviembre de 2023

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (10)

EL CONJURADO

Araceli Otamendi


Elina, que había sabido ser amiga y algo más del hijo, fue esa mañana temprano a visitar al viejo.

Un sueño durante la noche anterior le anticipó lo que iba a pasar durante la visita.

Elina deslizó la traba del portón que daba al jardín y entró. Un perro atado ladró varías veces. Era un caserón antiguo en la provincia de Buenos Aires, de esas casas grandes con jardín, galería y patio, frescas en verano, frías en invierno.

El viejo estaba sentado bajo la parra; medio en la sombra se podía ver la curva de su barriga y un poco el pelo blanco. Sostenía en una mano un libro. Algunos rayos de sol se filtraban entre las hojas. Las facciones de la cara del viejo eran casi las mismas de antes. La cara era un espejo adelantado en años a la del hijo, un espejo que devolvía en la imagen lo que el tiempo podía hacer.

Hacía calor y las cigarras cantaban.

Sentado en una mecedora antigua, de mimbre, el viejo dormitaba, el calor era pegajoso.

Elina, que había llegado casi en puntas de pie se sentó frente a él; el anciano estaba con los ojos cerrados, roncaba.

La mecedora se movía impasiblemente como si la respiración del viejo la hamacara.

El viejo abrió un poco los ojos y se encontró con la figura de la mujer a la que recordaba más joven y con más belleza.


  



Si hubiera sido más joven y mi belleza se conservara intacta, pensó el viejo, que pensaba Elina, no estaría aquí. El viejo sonrió apenas, con algo de malicia y dijo:

—Qué bueno que viniste, no te esperaba.

—Yo tampoco sabía que iba a venir —dijo Elina. Al viejo le gustaba hablar y a Elina escuchar.

—Anoche soñé con él, era joven y buen mozo, como siempre. Era la fiesta de mi casamiento con Jeanette, bailábamos —afirmó el viejo—. Jeanette, que era una mujer ya grande se veía joven y linda.

—Y él, ¿qué hacía? —pregunto Elina

—En principio, miraba. Nunca le gustó Jeanette ni que yo me volviera a casar. Inteligente, complejo, Francisco era intrincado también.

Comprendió enseguida que hablaba de un fantasma, que había vuelto y que estaba muerto, o tal vez no. Elina sintió que se le erizaba la piel. La historia se repite, pensó.

De sueño en sueño, la silueta fantasmal de Francisco se presentaba.

El viejo empezó a contar anécdotas de su vida, el pasado se hacía presente en la narración, como en tantas cosas.

Había transcurrido el tiempo y Francisco seguía viviendo entre ellos, los que lo recordaban.

Era inminente su aparición.

Después de un rato una ráfaga de viento abrió de golpe el portón del jardín y el conjurado entró.

Vestido íntegramente de blanco como el Gran Gatsby, parecía venir de una fiesta o tal vez de algún funeral; caminaba despacio por las lajas esquivando el pasto y la tierra que a esa hora se ponía más seca.

El semblante del viejo había cambiado desde que escuchó el sonido del portón abriéndose, parecía asustado.

—¿Qué le pasa? ¿Tiene miedo? —preguntó Elina.

—Está viniendo muy seguido, no puedo vivir así —contestó el viejo.

Enseguida se incorporó mientras la mecedora seguía hamacándose sola.

Se escucharon pasos. Elina se quedó sentada en la silla, esperaba un desenlace.

El viejo entró en la casa, buscó algo en la cocina, tal vez un arma.

Francisco se acercó a Elina, ella se incorporó, quería verlo cara a cara.

—Quedate sentada —dijo Francisco y entró enseguida en la casa. Elina no le hizo caso y lo siguió. Se quedó de pie en el jardín.

El viento cálido empezó a arremolinar las hojas secas que anticipaban la llegada del otoño. Se escuchó el grito de unos buitres que volaban alto, revoloteaban. Daban vueltas a una altura considerable sobre el jardín, con las alas desplegadas, seguramente en busca de alguna presa.

Poco después se abrió la puerta que daba a la galería y Francisco salió, tenía un cuchillo en la mano y lo arrojó al pasto. El metal quedó cubierto por unos gramillones largos.

Francisco siguió caminando, Elina iba detrás.

No cruzaron palabra casi hasta el final.

Ya en el portón de calle Elina dijo:

—¿Por qué viniste?

—Tenía que hacerlo, había que matarlo.

—Ya lo sé —dijo Elina y continuó—: Ahora podremos vivir, ahora no podrá soñarnos.

El calor se había tornado insoportable.

Las dos siluetas se fueron caminando barranca abajo, hacia el río, se perdieron entre las sombras de los árboles.

 

Araceli Otamendi nació en Quilmes, Provincia de Buenos Aires. Vive en la ciudad de Buenos Aires desde los nueve años. Graduada en Análisis de Sistemas, Universidad Tecnológica Nacional, ejerció esa profesión durante varios años. Es escritora y periodista, dirige desde hace veintiún años las revistas de cultura Archivos del Sur y Barco de papel.

 

EL GERENTE

                                        Abrahan David Zaracho

 



Las pastillas sirven para mantenerlo despierto, atento, no siempre al trabajo. Toma dos con su primer café matutino. Revisa el costo del velero que quiere comprar para sus escapadas de los jueves.  Manda a pedir una segunda taza de café. Controla con la pantalla y la cámara de su celular el estado de sus ojeras. La noche del lunes le habían dicho en el bar que le agregaba unos diez años. Por suerte la chica con la que estuvo hasta el martes le enseñó un par de trucos para disimularlos.

Una alerta late al costado izquierdo de su ordenador y de su celular. El gerente de zona deja de lado el celular y controla los índices diarios en la computadora. Su territorio está en quinto lugar en la tabla. El informe de la cadena general lo muestra en amarillo. Su principal competidor, Zanuti, tiene el panel en verde. Está en segundo lugar. Son de la misma empresa, trabajan bajo el mismo sello, pero las políticas empresariales de premios y castigos convirtieron a las dos zonas en rivales.

El comunicador suena. Dos empleados más que llegan tarde al servicio. El gerente revisa en su panel de control de personal. Nota que los nombres tienen otras dos marcas anteriores. Llama al supervisor de recursos humanos.

—Despedilos.

—Pero señor, media hora no hace tanta diferencia.

—¿Cómo que no hace tanta diferencia? ¿Ese es su criterio en recursos humanos? ¿Es tu palabra de supervisor?

—No, señor.

La secretaría entra a la oficina. Temblorosa deja la taza al costado izquierdo de la mesa. El gerente sigue disparando contra su empleado.

—Me parecía. Cargalos como baja de gasto en el sistema. Y quiero escuchar el comunicado por el altoparlante. Que todos se enteren de que los que llegan tarde están despedidos. Eso permitirá nuestra política de pocos pero buenos. Una élite de trabajadores dedicados a la empresa.

El supervisor guarda silencio y hasta su opinión. Cumple con la orden. Los parlantes retumban con un mensaje lacónico. Claro. Sencillo.

Desvinculados. Retraso. Paga. Indemnización.

Las instalaciones continúan operando, sin el bullicio matutino de otras empresas. En un peregrinaje casi mortuorio. Un poco por los puestos caídos, otro poco por los que se encuentran en peligro.

Velázquez observa sus órdenes de envíos, llegadas y salidas. Están retrasadas más de seis horas.

Presiona el intercomunicador.

—El personal despedido estaba asignado a tareas de carga.

—Sí. Para cubrir la cota diaria los cambiamos de día.

—Convocá a reemplazos.

—Ya los llame. Solo Lorenzo puede.

—No quedó clara mi orden. Llama a TODOS los que están en sus descansos

—Solo dos quedaban libres, señor. Pero Bartolomé no puede venir

—Despedilo.

—No es su día, además estuvo auxiliando a don Alejandro anoche.

—Despedilo. Quienes no se ponen la camiseta de la empresa en momentos críticos como estos no merecen el sueldo que se les paga.

El gerente Velázquez corta la comunicación. Sabe que desde el otro lado el supervisor no volverá a cuestionar sus órdenes.

Revisa dos páginas de su competidor y se da cuenta de un detalle que olvidó ordenar.

—Quiero que lo transmitas por el altavoz. Que quede bien claro que también Bartolomé está despedido por no atender a las necesidades de la empresa.

La terminal de despachos puede verse a lo lejos. Es un complejo que está enmarcado por dos grandes grúas de construcción. Están también las grúas sobre rieles que operan automáticamente; son robots fijos. Los pequeños montacargas parecen hormigas que entran y salen de los hangares. Los containers son grandes muros de metal apilados en bloques por sectores de colores.

Todavía en funciones, un viejo robot montacargas chirría entre todo el ruido infernal del lugar. Su movimiento es lento y constante. Los jeeps, camiones y un par de tractores también se desplazan con cuidado, en base de bocinazos, guiños, luces e insultos. Eventualmente surge en el horizonte un helicóptero carguero. Retira un conteiner y desaparece tras el smog.

La media mañana es de intenso trabajo. Velázquez recorre el segundo piso donde las reformas se realizan a contra reloj con material de tercera categoría a los fines de abaratar costos. Próximo a donde se está completando la pasarela que conecta al sector granate se encuentra con un empleado sentado en el suelo. Es Daniel, tiene la remachadora a su costado. Está traspirado, con el rostro enrojecido y jadeando por el esfuerzo. No obstante permanece sentado y recostado contra una barandilla.

—No es tiempo de descanso.

—Quedé solo yo para colocar esta pasarela al sector, señor.

—Tu identificación.

—Señor, soy de limpieza y llevo más de cuatro horas, era sólo un respiro y…

—Pasá la semana que viene a buscar tu liquidación.

—Pero…

El gerente presiona su comunicador y llama a seguridad. El despido se conoce en toda la planta al mediodía, durante el almuerzo.

La noche encuentra a la terminal de cargas prácticamente vacía. Solamente quedan el supervisor de recursos humanos, el coordinador de hangares y el gerente de zona en la parte superior de las instalaciones. En el tercer piso, las oficinas permanecen a medio construir.

Debajo, un solo empleado continúa trabajando en el interior de un viejo robot montacargas. El ruido del aparato inunda todo el hangar. Las marcas de aceite y el humo pueden verse desde la altura. El coordinador de hangares le remarca ese punto a Velázquez por segunda vez, con insistencia.

El gerente responde y enfatiza sus palabras sacudiendo su puño derecho.

—No se hacen cambios de partes. De ningún equipo.

—Señor, es el Meca 17. El montacargas.

—Pensé que habíamos reventado todos esos robots de hierro.

—Quedó operando el de Alejandro. Pero pide que en el descanso le cambien doce piezas.

—Todos los robots se mandan a la central cuando quedan en un estado calamitoso, Raúl, juntos, en un solo envío. Que no queden dudas de que estaban fuera de servicio. Cada vez que mando un equipo para reemplazo tengo que soportar costos de envíos de ida de los viejos y de remesa de los nuevos.

—Sí, señor, pero Alejandro insiste…

—Insiste porque vio que cuando deje de operar el bicho viejo lo mando a la calle

—Jefe: también don Alejandro es viejo.

—Más razones en su contra. Pero ¿por qué camina hacia el sector de descanso?

—Bajo a preguntarle, jefe.

—No. Esperá. Váyanse a sus casas. Mañana a las cuatro les tocará también hacer trabajo de brazo. Yo me encargo de averiguar qué pasa con ese abuelo.

Velázquez desciende por el ascensor de servicio. No le cuesta mucho alcanzar en su lenta marcha al viejo Meca. Lo que si le toma tiempo es lograr que Alejandro lo escuche y detenga la marcha de robot.

El viejo golpea un par de veces la ventanilla. Se abre con un crujido. La cabeza casi calva y el rostro arrugado del operador aparecen en medio a una cortina de carbonilla

—¿Adónde vas? Todavía no terminaste, Alejandro.

—Sí, señor. No quedan más containers en el sector granate.

—Pero ¿y las cajas y los containers del sector amarillo?

—Las cajas aún no están llenas; pensé que no estaban listas.

—Están en el sector amarillo, ¿no es así?

—Sí, pero las cajas no están llenas hasta el tope.

—No importa, Alejandro. Tus órdenes siempre fueron las mismas. Todo lo que está en el sector amartillo tiene que ser tapado.

—¿Aun cuando no están llenas? Como hoy me mandaron por los del sector granate también y…

—No se cuestiona eso. Estas cajas tendrían que estar tapadas y cargadas en los containers que van para el puerto estatal.

—No se preocupe señor. Tendré la remesa completa para mañana a la noche.

—¿También querés que te despida?

—No señor. Es que no puedo hoy.

—¿Qué pasa con quienes no se ponen la camiseta de esta compañía?

—Pero, señor, llevo recargado tres turnos seguidos. Apenas pude ir al baño. Aún no paso por una ducha y creo que todavía no cené.

—Eso tendrías que haberlo pensado antes de dejar esas cajas destapadas  y aquel container vacío.

—Son muchas, señor. Ese es un container para doce filas por cinco columnas de seis cajas por pila.

—Antes de las cinco, todas las cajas deben taparse, embalarse, rotularse y embarcarse en ese container o vas a la calle.

—Señor. Por favor, el robot no está en condiciones.

—Antes de las cinco. Taparse, embalarse, rotularse…

—Entiendo. Embarcarse.

—Calle, Alejandro.

Velázquez grita y pide que repita la frase. Alejandro tiembla ante la reacción de su jefe. Tartamudea un par de palabras y repite las órdenes. Casi con timidez. Lo obliga a repetir tres veces más, con más convicción, a plena voz, hasta que finalmente lo interrumpe y sentencia.

—A trabajar.

Mientras Velázquez se aleja, el Meca de Alejandro da la vuelta sobre sus pasos y regresa al sector amarillo.

El celular del gerente lo alerta sobre las actualizaciones de la cero hora en el sitio de la central de la empresa. No se demora. Es el aviso que estaba esperando. Controla su posición en la lista.

Aún está en amarillo. Pero al menos ascendió al cuarto lugar. El maldito de Zanuti está cada vez más cerca…

Desvía un segundo la vista de su propio nombre y se encuentra con el maldito Zanuti. En verde. En primer lugar. También ascendió.

Maldice la suerte ajena. Golpea el suelo, resbala en el aceite y cae contra el barandal mal enganchado. Apoya el peso de su torso, toda la pasarela del sector granate cede. El gerente pestañea, tres metros y el golpe contra el costado de la caja.

Cuatro crujidos. Dos en la espalda. Sus piernas caen sobre su hombro izquierdo. Las dos. Un brazo se mueve. No le queda ningún dedo entero. Pero vive. Uno de sus ojos le dice que aún vive.

Mira dónde cayó. Reconoce los esquineros de chapa. Golpeó contra el borde de la caja de los esquineros de chapa destinados al puerto estatal.

Menos mal que el inoperante de Alejandro no terminó de taparlas. Tres horas de retraso. Menos mal. Llora de dolor, de alegría, de esperanza.

Ensaya el primer pedido de auxilio. El sonido de un motor a los lejos. Es el robot  montacargas. Grita de nuevo. El montacargas sigue avanzando. Los pasos continuos. El gimoteo de los pistones mal aceitados, las poleas casi lisas y el su chirrido, el olor de los rulemanes quemados. Pensando en el diablo.

La garra siniestra del robot suelta las primeras cuatro tablas. La pistola neumática de diestra se acomoda sobre la primera tabla, Alejandro se balancea en su jaula de operador y asoma hacia el horizonte  de Velázquez.

El gerente grita. Pone su alma en aquel pedido de auxilio. Más allá del sonido de los pistones, los rulemanes y las poleas está el acrílico quebrado, el piloto maltrecho y una carcasa humana operando al Meca.

Velázquez grita otras diez veces. Sacude los brazos frente a esos ojos saltones enmarcados por las ojeras y las cejas canosas. La pistola neumática funciona a la perfección. Tres cuatro golpes por tabla.

—¡NOOOO!

Y su grito va del grave hasta un arenoso agudo. Quiebra las cuerdas vocales antes de que el último tablón sea puesto en su lugar. La oscuridad y un golpe seco. El peso de la tercera caja y las palabras de Alejandro que resuenan como su epitafio.

—Antes de las cinco, todas las cajas deben taparse, embalarse, rotularse y embarcarse.

 

Abrahan David Zaracho Ávalos. (Corrientes, Argentina 1979). Abogado y narrador. Sus principales publicaciones se encuentran en los libros Ozinix edición unipersonal del año 2001; Anuario de la SADE Seccional Corrientes Capital, 2002/2003; Narradores Correntinos y Valencianos, Corrientes Capital, 2005; Especial Philp K. Dick , Homenaje de Libro Andrómeda, España 2005; Antología del Círculo de Escritores del MERCOSUR, Paso de los Libres, Corrientes, 2006 y Todo el país en un libro, Desde la Gente, 2014. Sus cuentos y ensayos sobre Ciencia Ficción y Literatura Fantástica también se pueden encontrar en los principales sitios electrónicos hispanos del género y en los catálogos de la Asociación Española de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción. Es integrante activo de la SADE Seccional Corrientes, del Círculo de Escritores del MERCOSUR y del grupo Nueva Literatura Correntina.