Ana Cristina Rodrigues
Una semielfa caminaba con confianza por el bosque. Conocía todos los caminos y senderos. Reconocía a los pájaros por su canto, a los árboles por su olor. La temperatura era tan agradable que, a pesar del invierno, podía engañarse pensando que la primavera había llegado antes de tiempo.
Ni siquiera parecía que esta excursión fuera para aprender ciertas artes mágicas oscuras que le habían sido negadas por sus ancestros y que necesitaría para vengar a aquellos a quienes amaba.
Caminó con la cabeza en alto. Rompería la regla que prohibía la enseñanza de la Necromancia para aquellos que tenían sangre mestiza.
Oscuridad. Calor. Un útero primordial, hecho de calidez y negrura, envuelto en caos organizado.
Conciencias que se deslizan, uniéndose brevemente. Tocan los pensamientos ajenos, comparten las experiencias de su mundo oscuro y tranquilo.
En el Plano Sombrío, hay pocas reglas. Tal vez solo una realmente importa.
No tocar. Jamás tocar la conciencia en algo que no sea de la materia negra y fluida, cálida, tranquila e inmutable que es la sombra.
Cuando llegó al lugar adecuado para la invocación, la noche ya se acercaba. No había luz solar, el mundo se había paralizado en ese extraño tiempo que no existe, entre el día y la noche. El crepúsculo le daría tiempo suficiente para preparar el encantamiento necesario.
Montó un pequeño campamento. Se despojó completamente de sus vestimentas, tratando de ignorar el frío que erizaba su piel desnuda. Armada con una daga de plata, caminó con determinación hacia la piedra negra en forma de puerta, ubicada en el centro del claro.
Comenzó a cantar.
Contacto, separación. Fluidez, oscuridad. Sombra no tenía conciencia de cuánto tiempo había vivido en la plenitud de su plano. Un tirón, algo incomprensible. Estaba siendo arrastrada, arrancada, expulsada del útero sombrío que habitaba desde siempre. No gritó por desconocer la utilidad del sonido. En la masa negra del Plano Sombrío, se formó un pequeño agujero donde había estado la Sombra, llenándose lentamente por la constante fluidez de la oscuridad.
La canción terminó en el momento en que la realidad gritó. La fisura se cerró sobre sí misma. Ella no lo vio, solo lo sintió, con los ojos cerrados, concentrada en el encantamiento que realizaba por primera vez. Cuando el último sonido se apagó, tuvo el coraje de abrir los ojos; el claro estaba envuelto en una oscuridad informe y un calor difuso. Fortaleciendo su voz, ordenó.
—Toma forma, oh Sombra que he conjurado, y atiende mi petición. —El manto negro se concentró frente a ella y pudo ver nuevamente, envuelta por la tenue luz de las estrellas sin luna.
Incluso esa mínima claridad molestaba a Sombra. La orden de la criatura pálida frente a ella era irresistible, y no tenía cómo desobedecer. Adoptó una forma ligeramente parecida a la de esa figura blanca, tratando de entender lo que estaba sucediendo. Ninguno de sus contactos primordiales le había explicado o comentado sobre eso.
Para obedecer la segunda orden, rompió la única regla que conocía. Extendió su masa oscura y tocó la conciencia/cuerpo de esa extraña criatura.
Impacto. Dolor. Confusión. Asombro. Espasmo. Orgasmo.
Las sensaciones recorrían ambos cuerpos.
Temblaban, ella en la suavidad sólida de la carne.
Sombra ondeaba, la fluidez oscura parecía agua agitada por el viento.
Se convirtieron en uno solo.
Así comenzó el largo aprendizaje de la semielfa.
Durante meses, su residencia fue ese claro. Los días no importaban mucho, ya que las sombras solo podían existir de noche. Gradualmente, el conocimiento de la manipulación de todo lo contrario a la luz y al sol se hizo suyo, y ella cambió. Sus ojos se volvieron más fríos, más tranquilos, inmóviles.
Sombra también cambió. La forma humanoide ya le resultaba cómoda y aprendió a responder a las peticiones y estímulos de la criatura tan pálida.
Una noche, la joven dijo:
—Oh. Sombra, enséñame la magia más mortal, la Palabra que mata. Un silbido, un susurro sombrío y siniestro surgió de la Sombra.
—¿Para qué? —Ella sintió un sobresalto.
—¿Tú... hablas?
—Sí. Aprendí. Veces. Toqué. Tu mente. ¿Para qué?
—Para matar a los que mataron a los míos —respondió ella con los puños cerrados y los ojos nublados. Las estrellas desaparecieron, y la oscuridad pareció emanar de la Sombra.
—Enseña. Solo si. Te entregas.
Sombra había tocado la conciencia e inconsciencia de la mestiza. Aprendió su lengua, patrones de comportamiento. También absorbió pasiones, deseos, sensaciones desconocidas. El tiempo de aprendizaje se agotaba; pronto regresaría al caos de donde emergió. Y necesitaba saber.
Ella vaciló por un instante. Pero su vacilación no duró mucho. Abrió los brazos y dejó caer el manto que la cubría.
Permaneció quieta, inmóvil. Esperando que la sombra la envolviera, con su cálido e inesperado abrazo. La imagen sensorial que había asociado a la negrura era la del frío helado de la noche. Pero el toque de esa Sombra era diferente. Tenía calor y la consistencia de algo fluido, atrapándola en un abrazo que parecía eterno.
Escuchó la voz que susurraba en su oído, sintió el aliento fresco de la criatura, proveniente de otro plano, respondiendo a su llamado. Sabía que estaba prohibido el contacto físico con seres de otros planos existenciales, pero ¿cómo podía negarse?
Inclinó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, simplemente sintiendo el éxtasis y la agonía que acompañaban cada toque del amante sombrío que había elegido para sí. Seguía el rastro de calor del camino que la materia oscura recorría en la piel clara, erizada de placer. Gimió con mayor intensidad cuando Sombra tocó una parte aún más sensible de su cuerpo.
Estaba inmersa en las sensaciones.
Sombra sabía, por el contacto con la conciencia, lo que le daría placer a la criatura alba que estaba allí, en sus brazos. Pero no podía esperar por su propio éxtasis, por las extrañas ondas que temblaban en su materia al rozar la piel. La tensión crecía. Algo debía suceder; Sombra renunció a su forma humanoide, y su fluida consistencia cubrió a la semielfa por completo, tocándole todo el cuerpo. Ahogó sus gemidos, penetró en su interior, se convirtieron en uno solo.
Se despertó sola, desnuda, en medio del claro. No había señales de nada de lo que había sucedido. Se preguntó si solo habría sido un sueño. Solo el recuerdo de un nuevo hechizo indicaba que no.
Se sintió triste, como si hubiera perdido algo irreparable. Abrazó sus propios hombros y se permitió un momento de nostalgia, recordando el cálido y ligero toque del ser que había invocado. Pero el momento pasó, y siguió su camino.
Oscuridad, caos. Rigidez, deformación. Se rompieron reglas.
Toque en criaturas de piel. ¡Profanación! La siempre tranquila masa oscura del Plano Sombrío se agitaba, convulsiva, al sentir en su conciencia lo que Sombra había hecho.
No fue castigado porque no existían castigos allí. Y aunque lo hubiera sido, para él valdría la pena. Se convirtió en la excepción, Sombra que sentía. Tiniebla que, algún día, podría seguir a aquella a quien había tocado.
Título original: Chiaroscuro
Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman
Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio
de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para
pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos
artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de
Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte
borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci
Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de
ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de
sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.
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