LA SEÑORA
Manuel Serrano
Quizá no fuera cierto. Quizá solo fuera el recuerdo olvidado de tiempos
pretéritos. O tal vez acontecimientos que nunca pasaron. No lo sabía. Ahora no.
Sentado en el viejo sillón de la sala de estar miró a su derecha y la encontró
donde siempre, a su lado. Se miraron sin hablarse y se sonrieron sin dientes.
Aquello sí que era amor. Amor verdadero. Amor de más de cinco décadas. Amor
macerado en el tiempo. En suma, amor.
Después de tantos
años habían conseguido comunicarse sin palabras. Él no sabía pronunciarlas y
ella no sabría interpretarlas. Sus mentes estaban sincronizadas.
Marcial se fue a
los años felices de sus mocedades. Aquellos años en los que los dos disfrutaban
de la vida. Aquellos años de lujuria y pasión desenfrenada. Los años anteriores
a que naciera su primer hijo.
También fueron
años de mucho trabajo. Incluso de propuestas descabelladas como la vez que le ofrecieron
una tarea sin remunerar, pero él no era como aquellos que estaban dispuestos a trabajar por nada. Cuando se lo contó a
Lucía respondió como esperaba: con su apoyo.
Ella era maestra
en una pequeña aldea próxima a su casa perdida entre las montañas. En medio de
prados verdes en verano y cubiertos de nieve en invierno. Un paisaje aislado e
ideal para vivir la tranquilidad convulsa de los primeros años.
Cuando nació
Martín pensaron que era hora de dejar la vida aislada y recalaron en la ciudad
costera en la que vivían ahora. Buscaron una casa de dos plantas frente al mar
y en ella empezaron a criar a su hijo. Tres años después nació el segundo,
Luis. Dos críos fuertes y sanos que fueron la alegría de los felices padres.
Pasaron años de
mocos, anginas, colegios, fiestas escolares, finales de curso, cumpleaños,
novias y novios incluso de matrimonios o "rejuntamientos". También
alguno de separación y vuelta a casa con perro o sin él. Incluso vieron a sus
nietos, escasos, porque los líos de las familias lo impedían.
Lucía rememoraba
los días de risas con sus hijos. Los días de amor con su marido. Y hasta los días
de penas y penalidades. Ahora, sentada en aquel sillón paseó una rápida mirada por toda la habitación sin conseguir
encontrar lo que buscaba, aunque lo tenía justo al lado. Sabía que estaba allí
pero no lo veía. Ni siquiera lo oía, solo sentía su perfume. Siempre había sido
así, desde cuándo ni se acordaba.
Por la ventana los rayos oblicuos del sol mostraban
toda su fuerza proyectados sobre la mesa que los devolvía marchitos. Una fina
película de polvo revoloteaba en los dos haces. Una película en la que danzaban
los recuerdos al unísono de la pareja de ancianos. Era, seguramente, el sol que
les había reconfortado las mañanas de amor, los días de playa, los paseos de
los niños, pero más flojo y que solo servía para calentarles los cansados
huesos, fatigados de tanto transitar por este mundo.
Sentados frente a ellos estaba la señora. Hasta ahora no habían reparado en ella. Llevaba un vestido blanco, inmaculado, de los de primeros de siglo. Le recordaba a las santeras cubanas. La pamela, amplia y exageradamente ancha le tapaba parte de cara. Mantenía las manos juntas sobre la empuñadura de una sombrilla de organza. A Marcial le pareció que era una persona muy vieja, demasiado vieja para ser de este mundo. Luisa también la observaba y creía conocerla. Quizá de otra vida. No lo sabía.
La señora esbozó
una mueca mínima, lanzó una mirada desde las cuencas de los ojos que se perdían
en un infinito abismo negro. No hablaba. No se movía. Solo
esperaba. Los eternos novios se miraron de nuevo. Sus miradas hablaron y
juntaron las manos, como tantas veces habían hecho. La señora asintió con un
gesto que les pareció de cierta compasión.
Súbitamente se
abrió la ventana dejando entrar al frío invierno. Ellos no lo notaron. Les
recordó el aroma traído por el viento
desde las regiones más secas cuando entre los prados verdes anunciaba la
llegada del tórrido verano.
La señora se
levantó, miró sin ojos a Lucía y después a Marcial. Sin soltarse de la mano, se
levantaron livianos, jovenzuelos y la acompañaron a través de la ventana abierta.
Manuel Serrano Funes nació en Mainar, Zaragoza, España,
el 12 de marzo de 1959. Actualmente reside en Valencia. Ha sido maestro desde
1979 y funcionario de Carrera del Cuerpo de Maestros desde 2001. En 2009 se retiró
de la actividad docente. Es colaborador con la revista Valencia Escribe. Ha participado en innumerables certámenes de
cuento y poesía, lo que le permitió obtener diversos galardones y ser publicado
en revistas y antologías.
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