Patricio G. Bazán
—¡Allá, una estrella fugaz! ¡Pidan un deseo, chicos!
Un ojo en el cielo que crecía a
cada segundo, deslumbrando a la menesterosa pandilla de niños congregada entre
las ruinas de la gran ciudad. Un perro, tan flaco y lleno de parásitos como
ellos, aulló un par de veces y luego se escondió detrás de unos montículos de
tierra.
El punto luminoso devino en
rugiente bola de fuego de diámetro cada vez mayor. Los pequeños se miraron
entre sí, demasiado orgullosos para demostrar miedo, pero la prudencia se
impuso con forma de estampida desordenada. El último en escapar fue el perro,
distraído por un hueso hallado entre las piedras. Un oportuno silbido quebró el
hechizo y, tras la huida del animal, las ruinas quedaron desiertas. Finalmente,
el objeto se estrelló contra el suelo con tal violencia que levantó en señal de
protesta una negra marea de tierra, piedras y arena sucia en todas las
direcciones.
Rojo amanecer, caluroso y
tranquilo. Por espacio de media hora, reinó la calma.
El polvo se asentó lentamente,
revelando de a poco la blanca superficie de una esfera metálica, tatuada de
golpes y arañazos como un pecio maltratado por un tifón. Un siseo apagado, un
golpe seco, y un tapón rectangular a modo de compuerta que salió despedido de
la cápsula. Una figura humanoide emergió de ella tambaleándose, luego otra más
pequeña. Se miraron entre sí un breve instante, y después contemplaron el
firmamento, maravillados. ¡De algún modo sobrenatural, habían tocado tierra en
una pieza!
—Camarada Rodchenko, creo que nos
hemos salvado por un pelo —exclamó la radio del hombre más alto.
El otro carraspeó antes de
contestar.
—¡Por la Madre Rus, qué viaje! Me
pregunto dónde estamos...
Contemplaron el desolado paisaje
circundante. Todo se veía roto y desmoronado, sin un atisbo del desierto
marciano que esperaban encontrar.
—Parafraseando a los cerdos
capitalistas, creo que ya no estamos en Kansas, Yuri...
Pese al desconcierto, se
permitieron una discreta carcajada de alivio. El imprevisto choque contra un presunto
satélite americano había averiado su nave, desviándola violentamente de su
destino prefijado con tanta precisión. Ni siquiera acertaron con el cálculo
apresurado que predecía dejar a los náufragos sobre un satélite marciano. Adiós
a la misión secreta a Marte, adiós a la carrera espacial de la URSS, y a la de
ambos: el mismísimo Secretario General Bréhznev los remitiría a Siberia de una
buena pateadura en sus rojos traseros.
—Cosmonauta Rodchenko a Oso Rojo...
¿me copian?
—Olvídalo —le graznó Godunov a su
compañero—; no funciona nada. Ya lo comprobé, Yuri.
Observó mejor el entorno. Ruinas
hasta donde llegaba la vista; todo sucio, roto y quemado.
—Te apuesto una caja de beluga a
que hemos vuelto a la vieja y querida Tierra. ¡Esto no es Phobos!
—Miserable rufián, ¿con qué lo
pagaríamos? Así que hemos regresado, ¿eh? Mira un poco, ¡qué desastre! Parece
que hubiera caído una bomba atómica, ¡por San Esteban!
Godunov no contestó. Eran restos de
edificaciones humanas, aunque de una variedad de estilos desconcertante para un
solo lugar. "Estilo francés, racionalismo alemán y colonial español",
enumeraría su hermano, el arquitecto. Paradójicamente, se había fugado a Kansas
hace tres años, con la excusa de la "Exposición Internacional Cuba 59".
—Bueno, ¿qué hacemos ahora, Boris?
No tengo ni una maldita idea de dónde estamos. No funciona ningún instrumento.
Godunov impuso silencio con un
gesto.
—Calla, Yuri. Me parece haber visto
algo en el horizonte...
—¿Chechenos? —susurró este. Si
estaban en casa, deseaba con toda el alma quitarse el casco. Hacía calor
adentro del traje, pero después pensó en la radioactividad. Si se había
desatado la tan temida III Guerra Mundial, mejor aguantarse un poco más.
—Mi casco aparentemente
invulnerable tiene un rayón —se quejó—. Pffff, tecnología georgiana...
El Comandante Boris Godunov aguzó
la vista. El viento que jugaba con las nubes de polvo no colaboraba con la
investigación ocular. No, no estaban en Chechenia, ni en ningún otro sitio
reconocido de la URSS.
—No estamos en casa, y dudo que
estemos en Europa o Asia. Esto tiene que ser América, camarada.
—América... ¿América? —inquirió
Yuri; —¿Dónde están los rascacielos, las estatuas y monumentos? Tal vez quieras
decir Canadá o México, quizás Sudamérica...
—Puede ser, hay mucha revolución y
golpe de estado ahí, Yuri; la Guerra Fría no ha tomado prisioneros... —dijo
mientras se agachaba a recoger un objeto del suelo, cubierto a medias por una
piedra aplanada. Era una falange, rota y cuarteada por los agentes climáticos.
Un hueso pequeño, como si hubiera pertenecido a...
—¡Boris, mira esto! —lo interrumpió
su compañero, acercándole un pequeño dosímetro de bolsillo—. No hay radiación
fuerte, por lo menos en esta zona. Quiero sacarme el casco, si no te molesta:
si notas que me pongo violeta, avísame, ¿quieres?
Sin esperar respuesta, Yuri se
quitó el averiado casco e inhaló con cautela. Dejando de lado el olor a
quemado, se podía respirar con cierta confianza. El otro hombre lo imitó unos
minutos más tarde.
—¿Hueles? Ha ocurrido algún incendio
hace poco. Todavía puede olerse el humo... —comentó.
—Es verdad. Y agregaría algo más:
olor a... ratas, diría yo...
—Los más fuertes sobreviven...
—musitó Boris, escudriñando el horizonte. Había creído ver algo moviéndose en
la lejanía—. Doble precaución entonces, camarada. No sabemos quiénes vendrán a
darnos a bienvenida...
Yuri asintió en silencio.
Lentamente, estudiando el paisaje desolado, comenzaron a ascender una loma en
dirección noreste, buscando alguna señal que les indicara en dónde estaban.
Llegaron a la parte más alta de la
ciudad fantasma, donde encontraron una glorieta o pabellón de música. Más allá
de ese punto, la barranca descendía suavemente hasta una avenida, y más allá el
brillo apagado de las vías férreas de una estación de tren arrasada.
Era una visión tan deprimente que
se dejaron invadir por un súbito cansancio y se tentaron sobre los escalones
del pabellón sin mucha ceremonia. El aire caliente y pesado los aplastó: estaba
nublado, posiblemente fuera verano en donde sea que estuvieran.
—¿Qué hace, camarada? ¿Busca
gusanos para comer? —comentó jocosamente Yuri, tratando de animar a su
compañero, más serio e introspectivo que nunca.
Boris hurgaba el piso
distraídamente con la punta de su bota, removiendo la tierra suelta.
—Creí ver algo que brillaba...
—dijo, poniendo más empeño en la tarea que antes. Aparentemente, había un
artefacto semienterrado.
—Si es algo comestible, por favor
compártelo: mi pobre estómago te lo habrá de agradecer.
Boris se inclinó hacia adelante,
casi frenético: aquella cosa brillaba con intermitencia. Un fragmento de
botella de vidrio cercano lo ayudó a extraer el misterioso objeto.
—¡Buena vista, comandante! —exclamó
Yuri, achinando los ojos para observar mejor al objeto: un pequeño cilindro
negro de plástico de cuya base surgía un racimo de afiladas púas metálicas. En
el extremo opuesto, el brillo pulsátil de una pequeña luz roja—. ¿Que puede
ser? Cuidado con esas puntas, Boris...
—No tengo idea... Si estas manchas
parduscas son sangre seca, podría aventurar que se trata de una especie de
localizador para ganado.
Al unísono, ambos otearon el
horizonte en busca de reses imaginarias. ¿Ganado en una ciudad?
Fue el turno de Yuri para efectuar
un hallazgo.
—Encontré un huesito, parece un
dedo...
—Yo también hallé otro hace un rato
—contestó Boris.
—Hay varios, mira... insistió Yuri,
señalando con el pie. —Se agachó y con el canto de su mano enguantada apartó la
tierra. Había varios, de mayor a menor, uno al lado del otro. Los examinó unos
segundos y luego se incorporó, limpiándose el polvo en el costado del pantalón—.
Debe tratarse de un ritual funerario; no existe criatura que posea tantos dedos
en una mano...
Se miraron con auténtico
desconcierto: ¿adónde habían ido a parar? Bajaron la amarillenta barranca en
silencio hacia la estación de tren en busca de certezas.
—Ese cartel quemado, ¿entiendes qué
dice, Boris? —señaló Yuri, apuntando lo que en una época fue un elegante
letrero indicador esmaltado en azul con letras blancas, y que ahora apenas si
se diferenciaba del tiznado paisaje.
—B-A-R-R-A-N-C... El resto resulta
ilegible...
—¿"Barranc"? Suena
francés. O húngaro.
—Faltan letras. Puede ser
"Barranco". —Boris miró hacia la loma que habían dejado atrás. Podía
ser "Barranca"—. La segunda línea está derretida. ¿Habrán arrojado
napalm?
—O un rayo desintegrador, ya que
estamos —bufó Yuri, cada vez más disgustado a causa del hambre y la fatiga—. Cuidado
donde pisas, Comandante Cegato: esta avenida está poceada.
En efecto, parecía como si hubiesen
puesto a marchar a un elefante gigantesco y malhumorado por la calzada. Podían
verse profundos baches dispuestos de modo más o menos regular, todos tan
circulares como una monstruosa moneda.
—Comienzo a creer que estamos en
Marte, Yuri... ¡Nada de esto tiene sentido!
En la estación, hallaron un cartel
intacto, "Belgrano R", que nada les significó. El andén estaba
desierto. Una hoja de periódico danzaba un silencioso minué con el tórrido
viento. El olor a descomposición aquí era un poco más notorio.
Quedaban los esqueletos de antiguos
negocios que anunciaban comida. Gracias a que su hermano había intentado
enseñarle castellano (ahora entendía que Iván ya planeaba huir a Cuba), Boris
pudo reconocer algunos términos pintados sobre los vidrios que habían quedado
enteros: "Café con Leche", "Pizza" y "Empanadas"
(un plato típico sudamericano). Se encontraban en una ciudad llamada Belgrano R
de un país de habla hispana. Algo habían avanzado.
—Entremos a ese bar: si la guerra
fue reciente, puede que no hayan saqueado todo. Me muero de hambre tanto como
tú.
Yuri no contestó: su sonrisa
agradecida lo decía todo. Encontraron un cajón de cerveza intacto escondido en
un cuartucho, y en la heladera quedaba un frasco de algo cuya etiqueta rezaba
"Zapallos en Almíbar La Cautiva".
—Juntemos la comida aquí, en los
cascos...
La aventura de la búsqueda de
provisiones les recordó otra época más despreocupada, cuando apenas eran dos
cadetes muertos de frío y de hambre. Hallaron unas latas de conservas que
abrieron con el auxilio de un cuchillo de cocina, y se sentaron a comer con
gusto en el piso, detrás del mostrador. Luego del sencillo almuerzo, se
relajaron y hasta pensaron en dormir por turnos pero, sin ser invitado, se hizo
presente el “sentido del deber”.
—Tenemos que contactarnos con las
autoridades, Yuri. Aunque este país esté en guerra, algún Consejo
Revolucionario debería tener, ¿no lo crees?
—O una Junta Militar, si son
pro-capitalistas... —se interrumpió el otro, arrugando el ceño. Contemplaron
sus rojos uniformes, y temieron lo que ocurriría si caían en manos de
anticomunistas.
Boris habló por ambos.
—Si estuviéramos en Cuba, otra
sería la historia, camarada... —Súbitamente, recordó la hoja de diario voladora
en el andén—. Aguarda aquí, Yuri; puedo averiguar dónde estamos.
Y sin dar tiempo a réplicas, salió
del bar con premura.
Yuri siguió revisando el cubículo
donde habían hallado la bebida. Detrás de unas escobas y un balde de zinc
abollado, descubrió un rifle calibre 22 y una especie de uniforme espacial
improvisado. Lo extendió para estudiarlo mejor a la luz del sol: era un traje
de buceo emparchado con una máscara antigás de la Primera Guerra adosada a la
capucha. Quien lo hubiera usado estaba convencido de que el tejido gomoso lo
aislaría de la radiación. El regreso del comandante interrumpió el examen.
—¡Yuri, observa esto! —gritó Boris,
extendiéndole un periódico incompleto de hace dos días—. Lo encontré debajo de
unas chapas: lo que el viento no se llevó.
Tradujo lo poco que recordaba de
castellano; el resto, lo dedujeron por las fotos que ilustraban las noticias.
—“Último… Momento". Mira esta
imagen: aunque borrosas, pueden apreciarse luces en el cielo, ¿ves?
—Veo —afirmó Yuri, acercándose
hasta casi pegar la hoja a su nariz—. ¿Naves?
—No de las nuestras, tampoco
americanas. Aquí, mira: I-N-V-A-S-I-O-N. Invasión alienígena, quizás. Esto de
aquí dice "testimonio exclusiva", o algo así. Debajo de la foto de
eso que asemeja un mastodonde sin trompa...
—Gu... Gur... Gurb... ¿Esto es
castellano?
Boris señaló el nombre del diario y
la fecha, sobre el titular.
—"Buenos Aires": estamos
en Argentina, Yuri. Gobierno militar, creo recordar. Anticomunista, me temo.
—Y entonces, vino una invasión del
espacio y los borró del mapa.
A Boris se le demudó el semblante.
—Entonces no chocamos contra un
aparato yankee, camarada... ¿qué tienes ahí? —dijo, señalando el curioso traje
de combate.
—Un uniforme de partisano... Boris,
no hemos visto ni ejércitos ni platillos voladores. ¿Habrán muerto todos?
—Parlamentaremos con los
milicianos, entonces. No creo que podamos volver a casa, amigo mío.
Lentamente, absorbieron las
implicaciones de los últimos hallazgos. Invasión extraterrestre. Ni yankees ni
marxistas: simplemente, marcianos.
Un persistente sonido bajo y
familiar los sacó de sus cavilaciones: sonaba a motor pesado, como de camión.
Ambos cosmonautas se acercaron a la puerta del bar con cautela, haciendo visera
con una mano.
Efectivamente, se aproximaba una
exigua y ruinosa columna de vehículos, ninguno de aspecto militar, salvo por
unas banderitas o escarapelas improvisadas con pintura, probablemente a último
momento, antes de salir a enfrentarse a una muerte segura que no sería anónima.
Encaramados al vehículo, una abigarrada masa de combatientes, tan disímiles
entre sí como un muestrario de soldaditos de plomo tomados al azar por un
aburrido dios de la guerra. Al llegar a la estación, bajaron de los camiones
con más nervio que disciplina. Uno de ellos vio a los rusos, y avisó al resto.
—Yuri, quédate quieto y en
silencio. Avanzaré con los brazos en alto —advirtió Boris, inseguro de estar
actuando correctamente.
—Cuidado, camarada... —susurró
Yuri, con voz quebrada. Para su sorpresa, un sentimiento de pena lo invadió sin
previo aviso. "Cuidate, hermano", pensó.
Boris se acercó a un individuo
alto, quizás el jefe. Este se quitó la capucha del traje y el ruso pudo notar
un semblante franco, rubicundo y muy tranquilo. Intercambiaron un par de
frases, y luego Boris llevó la conversación en su castellano de hojalata. El
hombre afirmaba con la cabeza.
Al rato volvió Boris, con el
entusiasmo pintado en su rostro.
—¡Yuri, nos vamos! —exclamó.
—¿Qué? ¡Te has vuelto loco!
¿Quiénes son estos tipos?
—¡Son el Ejército de Liberación, y
quieren que los ayudemos!
—¿Ayudarlos a qué? —Yuri no
entendía nada.
Boris lo tomó de los hombros y lo
miró fijo, con la misma expresión perversa de cuando eran dos salvajes reclutas
planeando una divertida salvajada.
—Los invasores han pactado con los
capitalistas para repartirse el mundo: ¡vamos a expulsarlos en nombre del
proletariado terrestre! Nos aceptan, a condición de que los ayudemos a
recuperar a su líder, un tal Juan...
Yuri se alzó de hombros.
—No perdemos nada, supongo...
—Nuestra tierra también ha sido
ocupada, camarada. Hagamos algo útil, para variar. Y con nuestra experiencia,
¿quién sabe? Puede que lleguemos a expulsarlos como hicimos con los nazis, y
nos lleven en andas como héroes. ¡Toma tu casco y sígueme, reclutón!
Ambos rieron, y marcharon a
reunirse con el voluntarioso ejército de la resistencia argentina.
El cielo comenzó a nublarse. Una
ráfaga de viento puso a todos nerviosos, hizo temblar los techos de chapa de la
estación y, por último, dispersó las pocas hojas del diario que quedaban, en
cuya portada se destacaba un titular en letras tamaño catástrofe:
"NEVADA MORTAL".
Patricio Guillermo Bazán es un escritor e ilustrador argentino nacido en 1965. Entre sus obras de ficción inéditas se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El tapado y el león, y varias obras de teatro. Ha publicado ficciones breves en todos los blogs del colectivo Heliconia y algunas de sus microficciones aparecieron en las antologías Grageas 3 y Cien páginas de amor, mientras que cuentos más extensos han sido seleccionados para Espacio austral (antología de cuentos de ficción especulativa chileno argentina) y Extremos, una compilación análoga, pero en este caso formada por ficciones de escritores de México y Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario