jueves, 29 de febrero de 2024

TODOS LOS CUENTOS, UN MISMO FINAL


Oscar De los Ríos 




La luna, con su luz mortecina, alumbra el lugar preciso donde caerá muerto el hombre...

—¿Qué es ese ruido? —dijo Jorge interrumpiendo la lectura.

—No se escucha nada. Nuestro perro robot ni siquiera a movido la cola —bromeó Julián.

—Coloqué un detector sonoro en la entrada que me avisará directamente al móvil si ocurre algo  —aclaró Álvaro.

Todas las miradas se dirigieron a mi persona, sabían de la orden estricta de no usar elementos electrónicos en el Refugio de la Literatura, como nombramos a la biblioteca clandestina donde nos juntábamos a compartir nuestros escritos y lecturas.

—Ya hablaremos de esto más tarde. Ahora, todos deben retirarse usando la salida de emergencia.

—Pero, maestro, ¿usted que hará? —preguntaron a coro.

Antes de que pudiera responder, Jasón comenzó a ladrar.

—¡Rápido, salgan!

Una vez cerrada la puerta trampa, mientras escapaban, salí de la habitación secreta y me dirigí al living de mi casa. Había tomado todas las precauciones posibles, pero sabía que si llegaban hasta mi persona, pronto descubrirían la biblioteca y sería nuestro fin. Estaba aún sumido en estas reflexiones, cuando golpearon la puerta de entrada. Al principio pensé en no abrir, pero pronto deseché la idea y, tras santiguarme, más por cábala que por fe, pregunté quién era.

—Soy yo, Gastón, maestro. Ábrame por favor.

Me dirigí a la puerta y le franqueé el paso a un muchacho alto, desgarbado, vestido con un pantalón viejo y gastado y una campera de jean.

Luego de mirar en todas direcciones, cerré la puerta.

—¿Dónde estabas?

—Usted tenía razón —dijo Gastón, y se desplomó extenuado en una silla.

Salí de la habitación sin hacer más preguntas, me dirigí a la cocina y preparé algo de comer para el muchacho. Le tenía aprecio, era joven e imprudente; como lo fui yo alguna vez en mi juventud, cuando dejamos la Tierra, ya inhabitable después de la última gran guerra. Tras años de viaje por el espacio en las diez naves que sobrevivieron a la travesía, los últimos cien mil seres humanos llegamos a Galileo, un planeta muy similar a nuestro mundo, aunque un poco más grande, situado a una docena de años luz del sistema solar.

Luego de poner la mesa, desperté a Gastón. Pensaba dejarlo dormir hasta la mañana, pero intuía que habían ocurrido cosas importantes y peligrosas que, de no atenderlas, los pondrían en riesgo a él y a todos mis alumnos.

Durante la comida nos mantuvimos en silencio; al finalizar dejé los platos en la lavadora y preparé café. Las noches en Galileo son largas. Hecho esto, sin más vueltas, fui directamente al grano.

—¿Cómo sucedió?

—Estaba en mi casa escribiendo en una computadora sin conexión a la gran red…

Mil veces le había dicho que era peligroso usar una computadora. Y recordé nuestra última charla.

“Pero maestro (me contestó Gastón), crecimos escuchando como antes de abandonar la Tierra, ustedes escribían en sus computadoras. Nosotros también queríamos probar la vieja usanza”.

En ese momento, al escucharlo, me había largado a reír. Yo les había recalcado que escribieran sobre papel, con tinta; y ellos creyeron que era algo moderno. La voz de Gastón me sacó de mi ensimismamiento.

—Hace un mes conseguí una laptop antigua, deshabilité la conexión a la red, y comencé a escribir un cuento sobre un asesinato que ocurre en un cuarto cerrado con llave por dentro. Esa trama me fascinó desde la vez que usted la contó en una reunión de nuestro grupo; en esta misma casa. “El enigma del cuarto cerrado”. Un crimen imposible de resolver. Estaba a mitad del relato, cuando la computadora se conectó a internet y apareció un cartel que decía: “Está violando la ley, ha cometido un crimen al matar a un personaje. No se mueva de su casa, pronto un funcionario del gobierno lo visitará”. Mientras me decían esto hicieron una copia de lo que estaba escribiendo.

En este punto, Gastón volvió a callar.

Me serví otro café y medité un rato sobre el problema que teníamos entre manos.

—La computadora —dije rompiendo el silencio—, ¿dónde está?

—La apagué y la arrojé en un contenedor, a un par de cuadras de aquí.

—Vamos pronto. Tenemos que encontrarla.

—¿A quién? —preguntó Gastón, sin comprender.

—La computadora —repetí, como si fuera una tabla de salvación.

Media hora más tarde estábamos de regreso.

—Por suerte la encontramos, ahora lo que vas a hacer es terminar el cuento, pero además vas a agregar este párrafo al final del mismo.

Gastón tomó el papel que le entregué, y luego de leerlo, me miró sorprendido.

—No entiendo cómo, además de arruinar mí cuento, esto podría salvarme.

—Debes confiar en mí. Cuando hayas terminado te entregarás a los funcionarios del gobierno. Vamos a terminar de una vez por todas con esta ley absurda. “El escritor que mate un personaje en la ficción, tendrá la misma muerte que tuvo el personaje”. ¿Te parece sensata?

—Acaso esto, que aún no me explicó en qué consiste, ¿es el famoso plan que nos dijo que tiene para que se vuelva a escribir ficción?

—Así es.

—Si se trata de un plan infalible, ¿por qué no lo puso en práctica antes?

—Ningún plan es infalible. Hubiera sido temerario hacerlo antes; tengo sesenta y cinco años y nuestra expectativa de vida está en los ciento veinte. Aún me queda bastante por delante.

—Yo no me voy a entregar para que pruebe su teoría.

Ahora Gastón estaba molesto conmigo.

Hic sunt Dracones —dije, con acento solemne. —Gastón me miró confundido—. Es una locución latina que ponían los cartógrafos medievales en los extremos de los mapas, para indicar que allí comenzaba lo desconocido.

—Sigo sin comprender.

—En este mismo momento te están buscando los funcionarios del gobierno para llevarte a juicio. Como yo lo veo solo hay dos salidas: huir fuera de la ciudad o esconderte en el Refugio de la Literatura. En el caso de que alijas la fuga tendrás que tener en cuenta que este planeta está casi inexplorado. Si te refugias en la biblioteca, pasarás el resto de tu vida, si es que no te encuentran antes, encerrado en esa habitación; poniéndonos en peligro a todos. Lo más probable es que alguno de nosotros te delate.

Podía leer el pensamiento del muchacho como si se tratara de un libro abierto; iba a confiar en mí de manera incondicional.

—Serás salvado por la literatura —sentencié para levantarle el ánimo—. Recuerda a Dostoievski, parado frente al pelotón de fusilamiento, viendo a sus compañeros morir. Y de repente llega un mensajero con el indulto. El cuento que estás escribiendo será el mensajero, la trama el indulto.

—Luego de salvarse de la muerte —me interrumpió Gastón—. Dostoievski fue encerrado durante años en el Sepulcro de los vivos, como él mismo llamó a su estancia en Siberia, y cuando salió fue poco menos que un paria.

—Nada es perfecto. Esperemos que eso no te suceda —le dije divertido, buscando desdramatizar la situación .

Al llegar el alba el cuento estaba terminado. Y Gastón se entregó a los funcionarios del gobierno.

 

La mañana del día del juicio iba a ser larga; en Galileo los días y las noches son de cuarenta y ocho horas. Entramos a la sala donde sería juzgado Gastón… y yo también. A pesar de lo que pensaba Gastón, no lo iba a dejar solo; estaba resuelto a compartir su suerte. Empezó el juicio y el juez me cedió la palabra. Comencé mi arenga hablando de nuestro sistema judicial.

—Desde que abandonamos la Tierra, durante el tiempo que duró nuestro viaje, planificamos qué tipo de sociedad queríamos para esta nueva oportunidad que teníamos los seres humanos. El sistema judicial fue el tema más controversial, este debía ser simple, ágil, contar con apenas un centenar de leyes y había que erradicar la burocracia. La “Ley de Justicia para el personaje”, como la bautizó irónicamente el público, vino después; ya asentados en nuestro nuevo hogar. Paradójicamente fui el impulsor, accidental e involuntario, de la peor ley que jamás se creara. Una ley que niega el espíritu, la esencia creativa del género humano, y castiga al escritor de la manera más brutal; que no es la muerte, sino prohibirle escribir, contar libremente lo que su imaginación le dicta. Esto comenzó hace veinticinco años con la publicación del primer libro escrito en este planeta, del cual, soy autor. A pesar de que después del juicio se destruyó toda noticia sobre este acontecimiento, algunos que están en la sala lo recuerdan. En el libro en cuestión, un hombre comete un asesinato con características sorprendentes, que luego un habitante de esta ciudad imitó, paso a paso como estaba escrito en el cuento. Debido a esto se llevó a cabo un juicio, luego del cual el jurado sentenció al homicida a cadena perpetua. A continuación, en mi persona, se sentenció a todos los escritores de Galileo, con la promulgación de la “Ley de Justicia para el Personaje”, a no volver a incluir la muerte de un personaje en una obra; bajo pena de muerte. Nunca más se publicó una obra de ficción en la que muriera un personaje. No mataron al escritor sino a la literatura.

—Libro del que ya no quedan copias, gracias a la sensatez de quienes dictamos está ley —me interrumpió el fiscal—, como bien dijo el defensor del acusado, y noten que no dije abogado, ya que el señor José de Espronceda, no posee título, y defiende de oficio a Gastón Hernández. —Luego de una breve pausa, el fiscal continuó hablando—: Nuestro sistema jurídico es acotado y preciso en su concepción e instrumentación. Dejando esto en claro, y ya que el defensor sacó el tema, les voy a hablar de el motivo que nos llevó a abandonar nuestro querido planeta Tierra y exiliarnos en Galileo; reduciendo mi exposición a unas pocas palabras, aunque la lista es muy larga. ¡Violencia, ambición desmedida, guerra, estupidez humana! Todas esas manifestaciones de la estupidez humana nos condujeron al abismo. Y esto no podía volver a pasar en nuestro nuevo hogar. Por eso, cuando vimos un rebrote de todo aquello que queríamos dejar atrás para siempre, lo cortamos de raíz. El resultado está a la vista, tenemos una sociedad sana y ordenada. No existe en todo Galileo un crimen, así como tampoco un solo libro en el cual muera un personaje.

Debí morderme la lengua para no decirles a todos los que escuchaban el juicio, lo que pensaba de la “paz y el orden”, que ponderaba el señor fiscal. Paz y orden conseguidos a través de la represión y la censura, que sumían al pueblo en la apatía y el descontento. Haciendo un gran esfuerzo dejé estos pensamientos de lado, debía centrarme en el plan trazado. Era mi turno de tomar la palabra y dejar caer el as bajo mi manga.

—Eso no es del todo cierto; el libro de cuentos que escribió Gastón, con un prólogo dónde destaco la forma en que el personaje muere, está en su computadora, listo para ser subido a la Gran Red, junto con mí primera novela, de la cual conservo una copia.

Sabía que esto era un bluf, que nada podía ser subido sin pasar por los censores.

El fiscal me miró atónito, no podía entender porqué ponía ésta prueba en sus manos.

—Señor juez, emita ya mismo, por favor, una orden de allanamiento para ir en busca de esa prueba crucial.

Contaba con que los tiempos se acelerarían: la ley, en Galileo, no admite la burocracia.

—No hace falta llegar a eso. —Mi intención no era que tiraran abajo mi casa y además encontraran el Refugio de la literatura, dando con los cientos de manuscritos allí escondidos y poniendo en peligro mi vida y la de mis alumnos—. La tengo aquí conmigo.

Sin ostentación saqué la computadora del maletín. El fiscal había caído en mi trampa; ahora no tenía más remedio que presentarla como prueba. Si la hubiera querido presentar yo mismo seguramente habría sido objetado. Ya tenían la copia del inicio del cuento de Gastón, dónde el personaje era asesinado; para qué arriesgarse. Pero la tentación de tenerme a mí también fue más fuerte.

El fiscal, tomando la computadora que le ofrecí, luego de encenderla, mostró al jurado los dos libros que estaban en el escritorio.

—Para ahorrar tiempo, ya que contamos con la confesión de José de Espronceda, y tratándose del mismo delito, juzguemos a los dos escritores en esta sala.

Repasé mentalmente estás últimas palabras y me entró cierta nostalgia. En la Tierra hubiera dicho “y dinero”, al mismo tiempo; pero en nuestra sociedad el dinero no se utiliza. ¡Cuánto más aburrido es todo aquí! Por otro lado cuántas cosas que nos hacían felices, aunque sea solo por un instante, habían desaparecido. Tal vez aún podíamos recuperar algunas.

Mientras tanto, el fiscal creía tenerme en su poder.

—Por favor, señor juez proceda a hacerlo como pide el fiscal —respondí, sintiéndome un letrado.

 El hecho de que mi profesión y la que estaba ejerciendo en el tribunal, en cierta forma coincidieran a través de esta última palabra, me hizo sonreír, confundiendo aún más al tribunal.

—Si nadie más va a declarar, el jurado puede retirarse a deliberar —dijo el aguacil, añadiendo—. Para poder aplicar la ley se le permite, a los miembros del jurado, en esta ocasión excepcional, leer los libros que están en la computadora; ya que los acusados compartirán la misma suerte del personaje muerto en la ficción.

A la espera de la vuelta del jurado con un veredicto, pasamos a un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente. Cuando de retiraron los miembros del jurado, me llevaron a una celda. Y al pasar junto a Gastón este me hizo un gesto de agradecimiento por no soltarle la mano. En cambio, el fiscal me miró condescendiente; en Galileo la ley se aplica a rajatabla. El jurado es un grupo de profesionales elegido por el estado, así no se da lugar a falsas interpretaciones.

A la tarde del otro día, cuarenta y ocho horas después, nos llevaron a la sala del juicio. El jurado ya había entrado; estábamos expectantes. El juez debió imponer orden y silencio con el mazo.

—¿El jurado ha llegado a un veredicto?

El tono seguro y firme del aguacil al hacer la pregunta, contrastó con el titubeo y nerviosismo del presidente del jurado, provocando murmullos en una sala que estaba acostumbrada a las sentencias dadas con autoridad.

—Sí… su señoría.

—Adelante, lea la sentencia.

—Los miembros de este jurado no hemos podido aplicar la ley, castigando a los escritores para que corran con la misma suerte que los personajes que mueren en la ficción. Todos los personajes que mueren en el cuento y la novela que leímos, resucitan en el último capítulo.


Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). El cuento "El reloj", pertenece al libro de cuentos fantásticos de ajedrez Hic Sunt Dracones, aún inédito.

 

 

 

 

 

 

 

 

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (54)

 

TENDRÁS UNA VIDA MARAVILLOSA...

Krzysztof T. Dąbrowski

 

Tienes nueve años. Toda la vida por delante. Sales de la escuela. Comienzan las vacaciones. El día es hermoso. El sol brilla, las flores huelen con una promesa despreocupada. No lo sabes; pero, como de costumbre, el chico te mira. Te ama. Suspira. Algún día se encontrarán. Serás muy feliz. Cuando ocurra y lo mires a los ojos, el tiempo se detendrá y sucederá algo mágico; tendrás la impresión de conocerlo desde siempre. Las palabras serán innecesarias. Una mirada bastará. Tendrán dos hijos. La niña será una mujer feliz. Solo eso. Cuando crezca, el niño hará un bien inmenso a la humanidad. Pasará a la historia. Estarás orgullosa de ellos en tu vejez.

Subes al autobús. Está lleno. Algo cambió, aunque nadie lo nota. Se produjo un error en el plan maestro del destino. No lo ves, pero detrás de ti hay un hombre de mirada nerviosa. Te fijas en una anciana. Sonríes y le das paso. Ella acaricia tu cabeza.

El hombre lleva una mochila. La puerta se cierra. El autobús arranca.



—¡Allah Akbar! —grita el hombre y tira de un cordón que sale de la mochila.

Flash. Bum. Un destello. Un estruendo. Una fuerza ponderosa te lanza hacia delante. Caos. Humo. Pánico. Llevas tu mano a la cara, pero no tienes mano. Solo un muñón sangriento. No sientes dolor. Todavía no. No puedes creer lo que ves. ¡Es un error, no puede ser cierto! ¡No! ¡Esa no es mi mano!

Era tu mano...

La sangre brota. Quieres gritar, pero no puedes. Extrañas el aire. Un pedazo de metal sobresale de tu pecho. Perforó tus pulmones. Sientes el sabor metálico de la sangre. Te estás ahogando. Comienzas a sentir dolor. Atroz. Nunca has sentido un dolor así. Tu vista se oscurece. Todo se vuelve borroso y cada vez entiendes menos. Te apagas. En un momento, la oscuridad se apodera de ti. Estás muerta.

Deberías haber tenido una vida maravillosa…

 

Título original: Będziesz miała cudowne życie...

Traducción: Daniel Frini

 

Krzysztof T. Dąbrowski nació en Łódź y vive en Cracovia, Polonia. Es autor, entre otros, de los libros: Nasmierciny (2008), Anima vilis (2010), Grobbing (2012), Z życia Dr. Abble (2013), Anomalia (2016), Ucieczka (2017), Nie w inność (2019), Nieznośna niewyraźność bytu (2022) y Obyś żył w ciekawych czasach (2023).  Sus historias han sido traducidas y publicadas en revistas y antologías de Estados Unidos, Eslovaquia, República Checa, Hungría, Rusia, Alemania, Italia, Inglaterra, España, Israel, Brasil, México y Argentina.

 

 

lunes, 26 de febrero de 2024

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (53)

 

BUSCANDO A NADA

J. J. Haas

 

Mi búsqueda del legendario autor Alejandro Nada comenzó y terminó en el atemporal pueblito de Navarro, en las afueras de Buenos Aires, el 14 de junio de 1959. Mientras el tren se arrastraba hasta detenerse en la estación, tomé mi maletín de cuero, pesado por el peso del revólver, y bajé al endeble andén de madera. La estación no estaba marcada.

—¿Navarro? —le pregunté a un joven que me resultó vagamente familiar.

—Navarro —dijo él. Descendí los escalones de madera y encontré el solitario camino de tierra mencionado en uno de los cuentos de Nada. La mañana era fría y brillante. Seguí el camino durante varios kilómetros, girando a la izquierda en cada bifurcación, hasta llegar a un cenador en medio de un jardín. Pensé que olía algo quemándose en la distancia mientras subía los escalones hacia el cenador. Nada me estaba esperando allí.

—Te estaba esperando —dijo él.

Nos sentamos uno frente al otro en una pequeña mesa, como dos maestros de ajedrez que se encuentran por primera vez. Deposité el maletín de cuero en el suelo, apoyándolo suavemente contra el empeine de mi pie derecho. Froté mis manos varias veces para mantenerlas calientes. Llevaba una eternidad esperando este momento.

—Quiero hacerte una pregunta —dije.

—¿Una pregunta?

—Sí, una pregunta. Y quiero una respuesta directa.

—Haré lo posible.

—¿Existe Dios? —pregunté.

—¿Existe Dios? —repitió él.

—¿Existe Dios? —confirmé.

—¿Qué te hace pensar que puedo responder esa pregunta?

—Porque eres Nada.

—Me temo que estás equivocado. Yo soy yo mismo. Nada, el de mis historias, es solo un producto de tu imaginación. Tú eres tanto Nada como yo.

Saqué el revólver del maletín y lo coloqué sobre la mesa.

—Dije que quería una respuesta directa. ¿Existe o no existe Dios? Sí o no.

—Esa es una pregunta diferente —dijo él—. ¿Qué pregunta te gustaría que respondiera? —Tomé el revólver y liberé el seguro—. Permíteme explicar —continuó él—. No solo no soy Nada, sino que ni siquiera soy el yo que era un momento atrás, ni el yo que seré dentro de un momento. Hay un número infinito de yoes que soy, uno para cada momento. Por lo tanto, tu pregunta, si no es una pregunta sin respuesta, debe ser formulada y respondida por cada Nada en cada momento de su vida. Del mismo modo, debes formular y responder esa pregunta tú mismo en cada momento de tu vida. No puedo responder esa pregunta por ti.

Retiré el percutor hacia atrás y apunté el revólver a su corazón.

—Entonces, respóndeme esto —dije—. ¿Crees en Dios en este mismo momento?

—Esa es aún otra pregunta —dijo él.

Apreté el gatillo tres veces, una vez por cada pregunta sin respuesta. Se desplomó en su silla. Coloqué el revólver a la mesa, me levanté de mi silla con calma y me acerqué a Nada para comprobar su pulso. Mientras me inclinaba, el autor legendario susurró.


—Puedo ver el infinito. —Luego murió, con una leve sonrisa en su rostro. Arrastré el cuerpo de Nada al jardín detrás del cenador, luego encontré una vieja lata de gasolina escondida cerca de la casa principal. Llevé la lata de gasolina de vuelta al jardín, vertí la gasolina sobre el cuerpo y encendí un fósforo. Quizás sea una pregunta sin sentido preguntar si pude haber evitado esta tragedia. En el laberinto interminable del tiempo siempre he matado a Nada, siempre estoy matando a Nada, y siempre mataré a Nada. Sin embargo, mientras permanecía allí calentando mis manos heladas sobre el cadáver ardiente, encontré algo de consuelo en las últimas palabras de Nada. En el mismo momento en que acepté mi destino al jalar el gatillo, quizás Nada había encontrado su propia redención final. Esto me ofreció un ápice de esperanza para mi propio futuro. Aunque no pude haber evitado cometer este horrible crimen, tal vez con el tiempo yo también pueda encontrar mi paz con Dios. Regresé al cenador y limpié el desorden. Pronto todos los indicios del crimen habían sido borrados. Incluso el olor a carne quemada comenzaba a disminuir. Me senté en la silla de Nada y miré hacia el camino de tierra. En unos minutos vi una figura vagamente familiar caminando por el jardín para encontrarme en el cenador. Me levanté para recibirlo mientras ascendía los escalones.

—Te estaba esperando —dije.

 

Título original: Searching for Nada

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

J. J. Haas es un escritor de relatos cortos y poeta cuya obra de ficción está disponible en Amazon en una colección de libros electrónicos titulada Searching for Nada. Ha publicado ficción y poesía en una amplia variedad de revistas como Shenandoah, Rattle, The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Asimov's Science Fiction, Baen's Universe y Writer's Digest. Es Senior Content Developer en ADP, miembro de la Society for Technical Communication, y ha sido instructor en el Creative Writing Certificate Program de Emory Continuing Education. Haas se licenció en Lengua y Literatura Inglesas en el College de la Universidad de Chicago y fue Past President of the Alumni Club of Atlanta. Vive en un suburbio de Atlanta.

 

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (52)

 

LUBNA

Rhys Hughes

 

Conocí a Lubna al día siguiente de comprarme un par de zapatos robustos y resistentes. Estaba cansado de que mis zapatos se deshicieran después de unos meses, así que gasté dinero extra para comprar un par garantizado para que durara años. Entonces Lubna entró en mi vida. Los dos eventos no están relacionados temáticamente, pero sin esos zapatos especiales y sin esa mujer especial, ciertamente no estaría donde estoy hoy. 

Lubna es sufí y me habló sobre su fe, y yo escuché con interés, y durante nuestra amistad mi interés creció y siguió creciendo. Investigué por mi cuenta y eventualmente decidí que también quería ser sufí. Revelé esto una noche tranquila mientras paseábamos bajo un cielo rayado por estrellas fugaces. Mi verdadera educación había comenzado y ha perdurado hasta este instante. 

En Pakistán, la práctica del giro sufí se llama Dhamaal y es una de las formas de meditación físicamente activa que llena a un devoto de conciencia de lo inefable y ayuda a acercar un alma inquisitiva a la fuente de toda perfección. Lubna demostró la ceremonia en una habitación de su casa y mi corazón ardía de ganas de imitar sus movimientos. Cuando ella terminó, llegó mi turno. 

Sí, literalmente llegó mi turno. Mientras ella tocaba el naghara cada vez más rápido, me vi girando en trance, manteniendo el ritmo con el tambor, y un hermoso sentimiento de amor y desinterés me invadió. Pero también sucedió algo más. Lubna estaba creciendo más alta, ahora estaba muy por encima de mí, con los ojos cerrados y una expresión arrobada mientras sus manos revoloteaban sobre el tambor en un deslumbrante trance. 

Entonces entendí que era yo quien estaba hundiéndose. Estaba perforando el suelo. Pronto mi cabeza quedó a nivel del suelo y abrí la boca para hablar, pero no tenía nada que decir que pudiera ser más fuerte que el tambor. El naghara lo decía todo y yo era un oyente que descendía más y más profundamente en la tierra. Lubna se convirtió en una figura cada vez más distante, imposible de enfocar. 

Sabía que seguiría girando mientras ella tocara el tambor, pero cuando estuviera lo suficientemente profundo, tan profundo que el mundo superficial fuera solo un punto de luz al final de un túnel extremadamente largo, ¿cómo sabría si todavía estaba tocando o no? El sonido estaría mucho más allá del alcance de mi oído. Pero seguiría sonando en mi cabeza porque ella había plantado el ritmo allí. 



Vi muchas vistas curiosas en mi descenso. Al principio, la oscuridad aumentó hasta que la negrura fue casi total, luego las paredes del túnel comenzaron a enrojecerse y la visibilidad regresó, porque había penetrado bajo la corteza de nuestro planeta y ahora estaba ingresando a la zona donde fluye y brilla el magma. En lo profundo del centro de la Tierra me dirigía en un viaje espiritual al núcleo de mi alma. 

Atravesé cavernas que eran burbujas en este magma y había formas extrañas de vida allí, y especies que ya no existían arriba, pero todo era un borrón, un desenfoque, una cinta de impresiones porque el giro era demasiado rápido. Exploté esas burbujas y desaparecieron como mundos despedidos por una fuerza cósmica, pero no pude dejar de girar, porque la música seguía sonando en mi mente. 

Finalmente llegué al centro del mundo, pero el impulso me llevó más allá y terminé emergiendo a la luz del día del otro lado del globo. Ahí es donde finalmente encontré descanso, mis piernas en posición vertical en medio de un desierto en un país que nunca había visitado antes. Ya no había más roca para que las brocas de mis piernas mordieran. El motor se había detenido, la música había muerto. 

Lubna, ahora soy un árbol solitario en un territorio estéril, un árbol de piernas muy raro. Espero que algún día descanses en la sombra inadecuada de mis pies y reces. Si mis zapatos hubieran sido menos resistentes, se habrían desgastado mucho antes de que atravesara el planeta. Si nunca te hubiera conocido, nunca habría girado con tanta alegría. Me encontré a mí mismo en el proceso. Por favor, ven y encuéntrame también.


Título original: Lubna

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman


Rhys Henry Hughes es un escritor de fantasía y ensayista galés nacido en 1966 en Cardiff. Ha cultivado diversas formas de ficción, desde relatos cortos hasta novelas. Entre muchas otras obras, ha publicado las siguientes novelas y colecciones de cuentos: Worming the Harpy and Other Bitter Pills (1995), The Smell of Telescopes (2000), Stories from a Lost Anthology (2002), A New Universal History of Infamy (2004) –Parodia y homenaje a Jorge Luis Borges–, Engelbrecht Again (2008), Twisthorn Bellow (2010), The Brothel Creeper (2011), The Abnormalities of Stringent Strange (2013), The Pilgrim's Regress (2014), Flash in the Pantheon (2014), Brutal Pantomimes (2016), Cloud Farming in Wales (2017), The Honeymoon Gorillas (2018), Crepuscularks and Phantomimes (2020), Weirdly Out West (2021), Utopia in Trouble (2021), Comfy Rascals (2022), The Senile Pagodas (2022), Adventures With Immortality (2023), The Wistful Wanderings of Perceval Pitthelm (2023).

domingo, 25 de febrero de 2024

SIGUIENDO A LOVECRAFT: LA ECUACIÓN

 

Lídia Fedina

 

—Todos esos libros existen —declaró Thomas Longbottom, ante lo que su sobrino, el insolente adolescente con el rostro cubierto de acné, se rio burlonamente.

—¿El Necronomicón, los Manuscritos Pnakóticos, el Libro Negro...? ¡Vamos, tío Tom! ¿Los has visto alguna vez?

—¡No solo los he visto! —respondió el anciano desafiante.

—¿Acaso los guardas aquí? —bromeó Harry, señalando con la cabeza hacia el armario cerrado con llave, ante lo cual la mirada del hombre se oscureció—. No te creo —refunfuñó el muchacho.

Longbottom lo miró con severidad, y Harry se dio cuenta de que su necesidad de pruebas no tenía efecto en él. El anciano simplemente negó con la cabeza, y poco a poco la compasión se formó en su rostro al ver las limitadas capacidades mentales del joven. Harry, montado en su febril adolescencia, salió furioso de la biblioteca, pero por supuesto regresó al día siguiente, y el anciano erudito lo recibió, amable, y le entregó varios documentos de valor incalculable. Rollos egipcios que narraban maravillas.

Pasaron los años, durante los cuales los estudios universitarios de Harry en la Universidad de Miskatonic se mantuvo alejado de la mansión familiar. Después del primer año regresó durante las vacaciones de verano, pero entonces... hizo balance: a excepción de una visita navideña, no había vuelto a ver a su tío, que lo había criado tras la trágica y prematura muerte de sus padres. Lamentablemente, sólo la noticia de la muerte de Thomas Longbottom lo atrajo a la casa. El tío Tom había fallecido solo dos días antes en circunstancias misteriosas en su biblioteca.

—No había extraños en la casa —explicó el mayordomo—, y no encontramos rastros de que la entrada hubiera sido forzada. Fue una noche tranquila. Muy tranquila. Y luego, por la mañana... —se estremeció—, el señorito no debe haber visto nunca algo así. —La voz del anciano se desvaneció—. Era como si hubiera visto una versión deformada de sí mismo, hecha de cera. —Permaneció un momento inmóvil, parpadeando con fuerza, jadeando como si estuviera corriendo por su vida—. No suelo fantasear —se disculpó finalmente—, pero el rostro de mi amo estaba congelado en el terror... casi estaba grabado en la muerte, como si hubiera experimentado algo terrible en sus últimos instantes.

Un derrame cerebral, una muerte dolorosa... eso dijo el forense, lo cual no era sorprendente en una persona enferma como el tío de Harry, pero él sabía que no era verdad. Aunque la policía descartara la posibilidad de una intervención externa, la muerte aún parecía violenta.

Thomas Longbottom fue colocado en un ataúd cerrado para que nadie, incluido Harry, pudiera ver la expresión que ni siquiera el experimentado tanatólogo de la funeraria pudo borrar.

—Llévate lo que quieras de la biblioteca, joven señor —dijo finalmente el mayordomo con una expresión de pesar—. Los herederos, la hija del honorable señor y su yerno, no aprecian los libros.

Harry, tanto como podía en ese momento, se alegró por la oportunidad. Sabía exactamente lo que quería. Buscó los rollos y los viejos libros encuadernados en cuero con hebillas de metal que eran los tesoros más preciados del anciano erudito, y aunque tenía acceso libre a la biblioteca, solo habrían podían estudiarlos juntos; pero no encontró ninguno en su lugar.

Al principio pensó que tal vez los habían cambiado de sitio desde su ausencia, pero se equivocaba. Incluso las etiquetas del catálogo habían desaparecido. Lo que significaba que debían de estar en el armario cerrado, que supuso que era donde estaba la llave.

Si antes ardía en deseos de abrir aquel escondrijo y mirar dentro de los archivos cerrados, ahora su curiosidad y su deseo ardían como una hoguera. También había una rabia reprimida trabajando en su alma de que si el viejo hubiera permitido una búsqueda significativa de los papeles especiales, habría pasado todo su tiempo libre aquí, y tal vez le hubiera salvado la vida.

El escritorio de Thomas Longbottom tenía varios cajones ocultos, cuyo paradero Harry fue descubriendo a lo largo de los años. En el tercero encontró lo que buscaba: la llave.

El candado se abría con facilidad, era evidente que había sido engrasado recientemente, y cuando Harry desplegó las puertas del armario, en medio del crujido, oyó lo que parecía la voz del tío Tom diciéndole que no lo hiciera ¡por su propio bien!

Pero alguien tenía que hacerlo, y ese alguien iba a ser Harry Longbottom.

Sin embargo, cuando el armario mostró su contenido, la decepción que le causó fue enorme. No solo porque había nada más que cinco volúmenes esparcidos por los estantes, sino también porque ninguno de ellos parecía interesante. Los pergaminos egipcios, los folios secretos de antiguas civilizaciones muy avanzadas, los manuscritos medievales sobre seres extraterrestres y los pesados libros sobre el horror cósmico habían desaparecido. Puesto que el tío Tom no los había vendido –de esto estaba seguro–, debían haber sido robados, quizá la noche antes de morir, o entregados a alguna biblioteca bien custodiada, aunque evidentemente no la de Miskatonic; Harry lo habría sabido.

Se detuvo frente al armario, y con una amargura que espumaba en su corazón, pensó que esta última teoría podía ser cierta, ya que el viejo candado había sido engrasado...

Pero si el tío Tom, sintiendo acercarse su muerte, quería mantener a salvo sus libros más preciados, ¡por qué no confiaba en él, que, en su propia opinión, era un buen colaborador para descifrar el significado de los viejos textos!

Thomas Longbottom no parecía haber considerado a Harry digno de tal honor. El contenido del armario debía haber sido trasladado a algún destino desconocido...

Esos pocos libros aparentemente ordinarios eran todo lo que quedaba, y finalmente tomó el que estaba protegido por una cerradura cuya llave había sido pegada al fondo del armario, imperceptible a primera vista. Solo la precisión de su oficio de químico le había llevado a encontrar esta llave, lo que había despertado su interés: ¡podría encontrar algo aquí! Emocionado, la abrió y pasó las páginas, pero de nuevo, ¡decepción! Una sola frase en cientos de páginas en blanco:

Cada uno cumple con su deber en el mundo, y el que está destinado a ello, sirve para destruir.

¡Qué banal!

Le llevó unos momentos darse cuenta de que tal vez algún procedimiento, que para él no debería ser un problema, podría hacer legible el resto del texto, cuando inesperadamente comenzó a formarse una sombra en la primera página en blanco. ¡Era tan simple! ¡El oxígeno fresco del aire traía lo escrito a la luz!

Harry sonrió irónicamente, pero en lugar de texto, una figura comenzó a tomar forma frente a él. Un esbozo, una ilustración o un mapa.

¡No era un mapa, por mucho que hubiera sido emocionante! Una ecuación química, cuyo resultado era una fórmula. Harry la miró sorprendido, y como si una luz etérea se encendiera en su mente, comenzó a entender. ¡Esto... esta es la ecuación de la muerte! No era el veneno orgánico o inorgánico, o la radiación destructiva, ¡sino la muerte misma! Si la reacción que describía, que era válida para toda vida humana, también se podía hacer al revés, entonces tenías la fórmula de la vida eterna.

Harry pensó que enloquecería de emoción. Lo tenía todo. ¡Simplemente todo estaba aquí en esta ecuación! Tal vez...

Quizás ni siquiera necesitaba preocuparse por cómo revertir la reacción, también estaba en el libro... y no, no solo la vida eterna, ¡sino también la ecuación de la creación de todo el universo!

Pasó las páginas. ¡Sí! Otra figura comenzó a formarse frente a él.

Pero las formas que aparecían no eran letras y signos matemáticos. De las líneas y sombras comenzó a surgir un rostro, que rápidamente llenó el marco del libro como un espíritu que escapa de una botella, a una velocidad aterradora.

Después de todo, según el tío Tom, todos los libros mencionados en las historias de terror existen. Y los textos escritos tienen más poder que todas las armas del mundo, ¡porque todo se decide en la mente!

El rostro superó las páginas. Harry quería huir, pero sintió que la sangre se helaba en sus venas. No era una coincidencia que apareciera la ecuación de la muerte ante él, porque esta era la identidad misma de la muerte, la personificación del anhelo insaciable de destrucción.

Intentó cerrar el libro y girar la llave en la cerradura, pero ya era demasiado tarde, el horror se había liberado, lo había dejado escapar...

Un grito horrendo resonó por toda la casa.

Los rasgos del muerto se suavizaron en el ataúd cerrado, y el anciano mayordomo dejó la tetera con una sonrisa satisfecha… cuando una formidable explosión convirtió todo en polvo y humo, y aquellos restos se elevaron en una extraña y aterradora bruma que ascendió hacia el cielo gris surcado de nubes inmundas.

 

Título original: Lovecraft nyomában­: Az egyenlet

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

Lídia Fedina vive en Budapest, Hungría. Además de libros infantiles y de cuentos de hadas, ha publicado novelas para jóvenes, ensayos científicos, novelas policiales e históricas. Entre sus libros de ciencia ficción y fantasía se destacan A bűn kódjaVirokalipszisIdiótazásAz elfelejtett varázsigék. También participó en varias antologías y publica cuentos con regularidad en revistas como Galaktika y SF.Galaxis.

 

 

CUENTOS (BREVES) CONJETURALES (51)

ELEUSIS

Iván Bojtor

 

El tiempo a menudo se compara con una línea recta. Cada línea recta es infinita y cualquier segmento de longitud arbitraria, ya sea de un micrómetro o de diez mil millones de años luz de longitud, puede dividirse en un número infinito de puntos. El tiempo, según esta concepción, es una sucesión de momentos, y cada momento está compuesto por un número infinito de momentos. Si el tiempo es verdaderamente infinito, ¿es posible que se forme de nuevo un universo que sea idéntico en todo a uno que ya existía anteriormente? Es posible, pero la probabilidad es infinitesimal.

 

A principios de febrero de 1940, en una parada del autobús entre Atenas y Corinto, subió una anciana, "delgada y arrugada, pero con grandes ojos vivos". Cuando le pidieron el precio del billete, simplemente se quedó junto al conductor, con los ojos muy abiertos, sin entender. Como no tenía dinero, el revisor la echó en la siguiente parada. Resultó ser la parada de Eleusis. El conductor intentó arrancar el autobús, pero por más que lo intentó una y otra vez, el motor no arrancó. Al final, a uno de los impacientes pasajeros se le ocurrió la idea de salvar la situación: reunir el precio del billete de la anciana. Ella volvió a subir al autobús, recibió su billete y el motor del autobús arrancó. Entonces la anciana les dijo:

—Deberíais haberlo hecho antes, pero sois egoístas, y ya que estoy entre vosotros, os diré algo más: sufriréis por la forma en que vivís, ni siquiera tendréis hierba ni agua.

Antes de terminar su amenaza, la anciana se convirtió en niebla y desapareció del vehículo. Nadie la vio bajar. Los pasajeros se miraron unos a otros, examinaron el talonario de billetes para asegurarse de que realmente habían dado uno.

(La Hestia, 7 de febrero de 1940)

 

Los agricultores locales en Eleusis, hasta principios del siglo XIX, cubrían con flores la estatua de Santa Demetra una vez al año, porque creían que ella aseguraba la fertilidad de sus tierras. (Esta serie de rituales se interrumpió en 1820, cuando E. D. Clarke se llevó la estatua a Inglaterra.) ¿Quién era Santa Demetra? Nadie más en el mundo la conocía excepto en Eleusis; ni siquiera está canonizada. F. Lenormant, un arqueólogo, escuchó la historia de Santa Demetra de un sacerdote: era una anciana de Atenas a quien le sucedió una gran desgracia cuando un turco secuestró a su hija. La buscó durante años, recorrió el mundo hasta que descubrió dónde la llevaban. Un héroe pallikar[1] corrió en su ayuda y liberó a su hija de la prisión.

(Mircea Eliade: Historia de las creencias y las ideas religiosas)

 

Hades secuestró a la hija de Deméter, a espaldas de su madre, Zeus se la entregó. Perséfone gritó. Los picos de las montañas y las profundidades del mar resonaron con el sonido de su voz inmortal. Su madre, Deméter, escuchó. Un agudo dolor agarró su corazón, arrancó su cabeza, arrojó su manto y voló como un pájaro sobre las aguas y la tierra, buscando a su hija. Inútilmente la buscó. Cuando supo que Hades había secuestrado a su hija, y con el permiso de Zeus, abandonó el Olimpo y descendió a la tierra de los mortales. Desfiguró su forma; nadie la reconoció, ni hombre ni mujer. Se parecía a una anciana que nunca más podría dar a luz ni recibir los regalos de la diosa del amor. En Eleusis se convirtió en la nodriza del hijo más joven del rey. La reina le dio la bienvenida con estas palabras:

—En tus ojos se ve la nobleza y la dignidad.

Más tarde, se construyó un santuario para sí misma. Se retiró allí, y en ese mismo lugar lamentó a su hija. Amenazó a los hombres y a los dioses con una terrible hambruna para recuperar a su hija. Envió un año terrible a la tierra. Ninguna semilla germinó. Habría destruido a la humanidad, y los dioses ya no habrían sido venerados ni sacrificados más... (Károly Kerényi: Mitología griega)

 

Eudemos escribió sobre los seguidores de Pitágoras: afirmaban que todo lo que ha sucedido volverá a suceder exactamente de la misma manera; me estarán escuchando de nuevo, estaré diciendo estas mismas palabras de nuevo, y mi mano estará jugando con la misma vara, al igual que todo lo demás se repetirá. Esta enseñanza dice que no hay eventos únicos; nada sucede solo una vez (como ejemplo, algo citado con frecuencia: el juicio a Sócrates; tampoco eso ha sucedido solo una vez). El evento que está ocurriendo ahora ya ha ocurrido y volverá a ocurrir, una y otra vez. En el tiempo considerado infinito, estas historias casi idénticas parecen repetirse a intervalos tan cortos que desafían los límites del cálculo de probabilidad. No puedo afirmar que las tres historias de Eleusis se ajusten a lo descrito por Eudemos. Tampoco puedo afirmar con certeza que el culto a Santa Demetra no sea la continuación del culto de la antigua diosa, ni que Santa Demetra haya sido sacada del autobús en la parada de Eleusis. Sin embargo, me asalta una sensación extraña y aterradora que quizás no me atreva a describir.

Nuestra teoría del tiempo infinito está muriendo.

 

Título original: Eleusziszi kollázs

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

[1] Noble guerrero del Medioevo griego.