Claudia Isabel Lonfat
Arismendi empujó la vieja puerta y fue directo
a la mesa central, donde ya estaban instalados: Lorenzo, Igor y Reinaldo. El gallego
lo saludó levantando la mano izquierda, en la cual sostenía un trapo mugriento
que usaba tanto para repasar la vajilla como el mostrador; lugar donde
retozaban sus dos gatos, Malatesta y Durruti.
—Hola viejos, ¿cómo están? —preguntó
Arismendi sin esperar respuesta, mientras se sentaba en la silla de siempre, con
el esterillado roto, y lanzaba una puteada—. Gallego, ¿cuándo vas a reparar
estas sillas de mierda del siglo pasado? —agregó.
—Usted también es del siglo pasado,
está roto, y nadie lo llama viejo de mierda —contestó el gallego riendo entre
dientes, o entre los vestigios dentales que le quedaban.
—No vaya a creer —dijo Arismendi—,
así me llama mi nuera en voz baja porque cree que no escucho bien, pero tengo
el oído biónico —dijo, tocándose el audífono amplificador que le había regalado
su nieto.
Igor levantó la vista del diario
“El Violín” rojo de furia.
—¡Miren como titulan estos hijos de
puta! —exclamó indignado, mientras asestaba un puñetazo en la mesa y volcaba el
café recién servido—, no tiene derecho la basura de Imán.
—En la cocina hacen falta huevos,
diría Mateos —sentenció Lorenzo.
—No puedo imaginar que Mateo haya
expresado semejante cosa en la Biblia —dijo Reinaldo, indignado, y todos
rieron.
—Ese Mateo, no —dijo Igor—. Hasta
yo, que soy el más anciano, sé que hay un cantante que se llama Miguel Mateos.
—Será que no tengo descendencia, y
solo escucho tangos y milongas —contestó enojado Reinaldo.
—¡Zas! —Y todos lo miraron al
gallego sin entender—. Así se llama la banda, yo sí estoy en onda.
—Mejor volvamos al tema muchachos
—pidió Igor con una mirada suplicante—: Imán, y su pasquín de mierda, sigue
publicando sandeces que alejan a la gente de la verdad; fomentando la falta de interés
en el otro y dividiendo al pueblo.
—Eso ya lo sabemos, pero el más
joven de nosotros es el gallego, que tiene ochenta años, y además es anarquista
—contestó Lorenzo.
—¡Y a mucha honra! —exclamó
mientras le rascaba la cabeza a Durruti, el gato más viejo que alguien haya
podido conocer y que rondaba los veinte años—. Ustedes hablan, gritan, se
quejan, pero no van a quedar para semilla: hagan algo contundente contra Imán y
su pasquín.
—Hay que ser muy hijo de puta como
para ponerle “El Violín” a un diario, y encima tener esa runfla de periodistas
despojados de ética y moral, que mienten, encubren, y gestan el odio —dijo
Lorenzo.
Arismendi los interrumpió.
—Les cuento que desde hace un
tiempo busco cómo fabricar una bomba casera en la computadora de mi nieto. —Todos
lo miraron sorprendidos—. Sí, no se sorprendan tanto, hace años que hablamos de
ese deseo de terminar con ellos, y no es broma.
Hubo un largo silencio. Sentimientos
encontrados, y un recorrido mental sobre la historia, lo que era correcto y el
deber, antes de que hablara el gallego.
—Somos impunes ya, y estamos más
muertos que vivos, ¿Qué podemos perder?
—A mí me parece una locura—dijo
Reinaldo—, y aclaro que me encantaría que vuelen por el aire en mil pedazos,
pero hay que ser coherentes.
—Y valientes —agregó el gallego—.
¿Cómo es eso de la bomba casera?
—¿Pueden creer qué hay tutoriales…? Facundo, se dio cuenta de lo que buscaba
porque dice que no borré el historial, y ni siquiera sé lo que es el historial,
en fin… se ofreció a ayudarnos —dijo orgulloso.
—Estás loco, ¡si es un niño!
—exclamó Igor horrorizado.
—Qué va a ser un niño, tiene
treinta años y participa de todas las marchas contra Lorreta —dijo Arismendi—.
Mi nieto cree que podemos pasar a la historia, y la verdad yo ya estoy grande y
cansado. Me pasé la vida vendiendo boludeces, hice la guita en los ´70 y ´80 con
los Tiki Taka y los Sea Monkeys, yendo por todo el país en mi Estanciera. Siempre
me pregunté cómo un ex vendedor de baratijas puede contribuir a mejorar el
sistema…
—Pará, Arismendi, tampoco te tirés
tan abajo —dijo Lorenzo y el resto asintió—. Fuimos laburantes, nos jubilamos,
y nos quedamos acá en los peores momentos. Ahora queremos hacer algo amparados
en lo único que nos da la vejez: impunidad.
—El gallego nos hizo anarquistas
—dijo Igor. Malatesta y Durruti huyeron asustados después de escuchar la
carcajada del gallego, que luego se puso serio.
—Sacco era zapatero y Vanzetti
vendedor de pescado —dijo el gallego—, y fue un juez quien los persiguió y les
armó las causas, tal como le hicieron a Cristina, y entre gallos y madrugadas
terminaron acusados y condenados a la silla eléctrica. Hagamos algo.
—Facundo dice que hay manuales que
no solo te enseñan a hacer bombas, sino que también te explican cómo
comportarte y hasta vestirte para no llamar la atención —dijo Arismendi.
—Estoy azorado —contestó Reinaldo—.
Miremos el lado positivo: si nos agarran, no vamos a terminar electrocutados, a
lo sumo nos cagan a tiros o a cachetazos, porque no podríamos correr, casi ni
caminar.
—¡Vamos a por ello! —exclamó el
gallego entusiasmado y agregó—. Arismendi, dígale a su nieto que consiga todos
los materiales en el mercado negro, él debe saber bien. Su organización nos va
a agradecer que le pongamos el pecho a las balas… ¡Por Sacco y Vanzetti! ¡Por
Malatesta y Durruti! los verdaderos, y no estos gatos perezosos —agregó el
gallego.
Unos días después, Arismendi, fue al bar con su
nieto Facundo.
—Acá está todo gallego —dijo con
una sonrisa triunfal—. Facundito y yo terminamos la tarea, pero no podemos
tener esto en casa, quizás podamos guardarlo en la despensa o en el patio.
—Deme, deme que lo llevo…
—No toque nada —dijo Facundo—, es
muy sensible.
Por suerte, cuando la bomba estalló no había
forasteros en el bar, solo los tristes viejos de siempre. “El Violín” tituló:
“Una explosión destruyó un histórico bar del bajo de la ciudad, mítico y
legendario por sus historias de viejas cofradías anarquistas. Se cuenta que en
1885, Malatesta vivió en el mismo lugar durante su exilio, antes de que la
vivienda terminara siendo el bar más antiguo de Buenos Aires. Aparentemente, el
siniestro lo habría ocasionado un escape de gas. En el lugar se encontraban
algunos parroquianos y el dueño. No hubo sobrevivientes, solo dos gatos que la
vecina rescató mientras saltaban la medianera”.
Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta
argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside
en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Desde temprana edad
mostro una gran inclinación por la lectoescritura y el arte en general. Participó
en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e
internacionales, como Grageas 3, Cuentos de terror, Primera antología de
escritores de Malvinas Aregentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las
fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas)
que promovió la edición de una antología local. También colaboró como
columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México).
Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y en 2023
Ediciones Sinergia publicó su libro de cuentos Los nombre que me nombran.
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