martes, 16 de enero de 2024

UNA VIEJA DEUDA

 

Rafael Martínez Liriano



 

Cruxis escudriñó a Bolton con su tercer ojo en busca de algún objeto extraño.

—¿Crees que sería tan idiota como para intentar algo? —reclamó Bolton mientras giraba para que el rayo lo cubriera por completo.

—Nunca subestimes la estupidez de la gente y los actos que esta los lleva a cometer.

—Vamos Cruxis, hablamos del gran Mandel, el ser más poderoso de todo este lado de la galaxia; nadie se atrevería siquiera a tener un mal pensamiento relacionado con él.

—El simple hecho de ostentar el poder de la naturaleza que sea, te hace el blanco de mucha gente. —Cruxis terminó la inspección cerrando el ojo de su frente—. Si le sumas a eso que tu poder proviene de ser un jefe de la mafia…

—Acabemos con esto, este lugar me pone nervioso.

—Esa es la idea —dijo Cruxis. Bolton imagino una sonrisa mordaz bajo aquel rostro sin facciones.

Bolton tomó la maleta en la que llevaba el encargo de Mandel, siguió la escuálida figura de Cruxis a través de una infinidad de pasillos y puertas hasta que se detuvieron a los pies de una descomunal puerta de metal. Esta se abrió con un ruido sobrecogedor, aunque solo lo suficiente para que los dos pudieran entrar.

La puerta daba paso a un salón aún más impresionante, una habitación abovedada que se extendía en todas las direcciones, llena de una gran variedad de objetos raros. Desde cosas pequeñas como un aparador lleno con mariposas de todos los colores hasta una vitrina con los esqueletos de una familia de rayas de Polaris. Pero lo que daba mejor muestra del gusto desmedido de Mandel por coleccionar objetos raros: era la cabeza gigante de un titán orliano colgando al final de la sala. Aquel lugar no tenía nada que envidiar a los más prestigiosos museos de la galaxia.

Este tipo debe tener muchas carencias que compensar, pensó Bolton. Cruxis lo miró como si hubiera escuchado sus pensamientos, y a continuación, por si acaso, empezó a enumerar a cuántos rivales había despachado en el último año, tratando de evitar cualquier pensamiento mordaz.

 Cruxis señaló el trono en donde el gran Mandel descansaba despreocupado. Bolton se sorprendió o más bien se decepcionó al ver quién o qué era el gran Mandel: tenía frente a él la figura de un hombre de estatura pequeña y complexión escuálida, vestido con una bata de color vino oscuro, que dejaba al descubierto unos esqueléticos brazos y piernas. Por último, unas escasas matas de pelo en la cabeza daban la impresión de que este señor sufría algún tipo de enfermedad y que estaba en su fase terminal.

 Un sentimiento de compasión se apoderó de Bolton en presencia de aquel ser en ese estado tan lamentable.

—Él es Bolton señor, el cazador que viene a cobrar la recompensa.

El señor de la mafia miró indiferente a Bolton y a Cruxis como si recién en ese momento se hubiera percatado de su presencia.

—Quiero ver el encargo —dijo el gran Mandel sin abandonar su actitud indiferente.

Bolton puso en el suelo la pesada maleta que había cargado desde hacía unos veinte minutos, la abrió y mostró su contenido al gran señor mafioso. La maleta estaba forrada por dentro por una especie de terciopelo en donde descansaba una cabeza cuyas facciones eran demasiado parecidas a las de Mandel—. ¿Estás seguro de que es la persona correcta? —preguntó el gran Mandel mientras oteaba con interés el contenido de la maleta.

—Es la persona que nos dijeron que debíamos buscar señor —reiteró Bolton

El gran Mandel se levantó de su trono, caminó hasta la maleta y tomó en sus manos la cabeza.

A Bolton le puso nervioso la aparente desconfianza del jefe mafioso; él sabía cómo resolvía esa gente cualquier tipo de engaño.

De pronto la cabeza abrió los ojos como si aún estuviera viva, cosa que contradecía la lógica de los seres vivos.

—Págale al chico, Cruxis. —Mandel soltó una sonora carcajada de satisfacción—. Te tengo maldito —agregó.

—Vamos —dijo Cruxis haciendo señas a Bolton de abandonar el lugar.

 

Ya en otra habitación y sintiéndose fuera del escrutinio del gran Mandel, Bolton soltó por fin la pregunta que desde hacía unos minutos le rasgaba por dentro.

—¿Qué sucedió allá dentro hace un rato?

—No sé a qué te refieres —respondió Cruxis con frialdad.

—Sabes a qué me refiero. ¿Qué diablos pasó con aquella cabeza, por que se parece tanto a tu jefe y como es que se abrieron los ojos? Hasta donde yo sé las cabezas necesitan un cuerpo para funcionar.

—Hay muchas cosas que no sabe, señor Bolton —dijo Cruxis adoptando un tono paternal—. Digamos que este es el último capítulo de una antigua rencilla, y confórmese con lo que le he dicho.

—Creo que el señor Bolton merece saber la razón por la que muchos de sus hombres murieron solo por matar a un simple granjero. —Mandel estaba parado en la puerta del salón, con una actitud alegre, llevaba la maleta con la cabeza—. Le contaré una historia señor Bolton, síganme por favor.

Mandel llevó Bolton a una sala que contrastaba con el salón del trono; está era pequeña y en comparación poco decorada. En el centro había una mesa pequeña con sillas alrededor. Mandel mandó que Cruxis y Bolton se sentaran mientras él permaneció de pié.

—¿Qué tal si le dijera señor Bolton que contrariamente a lo que todos piensan, lo que antecede a este universo no es la nada ni mucho menos. Antes de este universo hubo otro y otro y otro, millones, de hecho. Lógicamente, ahora usted preguntará cómo tengo una información que miles de científicos han buscado durante miles de años sin éxito. Y yo le responderé: porque he estado presente para atestiguar la muerte y el nacimiento de cada universo.

—¿Usted quiere decir que es una especie de Dios? —preguntó Bolton con desconfianza, no creía nada de lo decía el gran Mandel pero sabía que no era buena idea cuestionar al jefe mafioso.

—La idea que ustedes tienen de Dios no es más que un intento desesperado por dar sentido a un universo que no son capaces de entender. No me considero un Dios pero algunas de las capacidades que poseo se podrían considerar divinas. Mi cuerpo no envejece y puede reparar cualquier daño que sufra, no necesito comer o respirar para vivir además de que puedo moverme a voluntad en el espacio, obviando esas características que he mencionado; se podría decir que soy un ser humano común y corriente.

—Un ser humano muy común —pensó Bolton con sarcasmo.

—He visto nacer y morir este universo tantas veces que ya no puedo recordar —continuó Mandel—, y mi presencia ha sido lo único constante en medio de todo este caos. Ahora te preguntarás, ¿qué soy si no soy un dios? Y yo te contestaré que no sé. Existo desde el momento en que tomé consciencia de mí mismo, antes de ese momento no tenía noción de quién o qué era yo o lo que me rodeaba. —Bolton escuchaba en silencio con la mandíbula caída dentro del casco, no alcanzaba a procesar toda la información que entraba a su cabeza, no tenía manera de saber si el gran Mandel decía la verdad o si simplemente le estaba jugando una broma pesada pero a la vez muy elaborada, lo mejor que podía hacer mientras tanto era seguir callado—. Tu cabeza está a punto de estallar con toda la información que te estoy dando —continuó el gran Mandel—, y no es para menos; te estoy hablando de magnitudes que, aún con todo el conocimiento que ha alcanzado el ser humano hasta hoy, son demasiado complejas para las limitadas capacidades de sus cerebros. Debes estar haciéndote miles de preguntas al mismo tiempo.

—¿Ha habido vida en los universos anteriores a este? —preguntó Bolton con la timidez de un niño.

—Mis capacidades no me permiten visitar cada planeta del universo en el que me encuentro para constatar si hay vida o no en esos planetas; yo simplemente me dedico a viajar por el espacio y el encuentro con otras formas de vida queda en manos del azar. Aún así, he tenido la oportunidad de conocer incontables formas de vida en los incalculables universos que han existido, desde simples animales como los dinosaurios hasta formas de vida tan avanzadas que lograron trascender a otros planos de la realidad, aunque no por eso pudieron evitar su desaparición. No queda huella de su existencia, así que al final es como si nunca hubieran existido. Pero basta ya de divagar con cosas que están más allá de nuestro entendimiento, incluso del mío. Quieres saber por qué la cabeza que me trajiste aún está viva. Supongo que ya sabes la respuesta o al menos tienes tus sospechas, en todo caso te lo diré: esa cabeza pertenece a un ser con las mismas características que yo… otro inmortal que existe desde quién sabe cuánto tiempo. El hecho es que este ser tiene una deuda conmigo que pretendo cobrar gracias a tus servicios. Ahora, Bolton, creo que ya he satisfecho tu curiosidad más allá de lo saludable.

Bolton tenía una última pregunta rozando sus labios pero decidió que, en efecto, era más “saludable” terminar la reunión.

 

Estando ya solos con Mandel, Cruxis se atrevió a hacer la pregunta:

—¿Puedo saber la naturaleza de la deuda a la que hace usted referencia, señor? Sé que el dueño de esa cabeza tiene cuentas pendientes con usted pero nunca ha explicado en qué consiste la cuenta pendiente. —Se percibía una mezcla de servilismo y nerviosidad en las palabras de Cruxis, hasta el punto de que se arrepintió de haberlas dicho.

El gran Mandel miró por un rato a su sirviente, después esbozó lo que parecía una sonrisa.

—Al parecer —dijo—, has pasado demasiado tiempo en contacto con los humanos, querido Cruxis, te han contagiado esa insaciable curiosidad. De ellos lo entiendo dado que su vida es tan corta y sus capacidades de entendimiento tan limitadas. Tú especie, en cambio es capaz de vivir miles de años terrestres. —Cruxis bajó la mirada como un niño al que regaña su madre por hacer alguna travesura—. Sin embargo —agregó el gran Mandel deteniendo a su sirviente que se alejaba con el rabo entre las piernas—, creo que como mi más fiel servidor y quiero creer que como amigo también, mereces que te cuente uno de los pasajes más oscuros, literalmente hablando, de mi vida. El dueño de esta cabeza se llama Daba o al menos así se dio a conocer ante mí hace eones en un planeta ya extinto del que era gobernante gracias a su inmortalidad. Daba detentaba el poder de manera cruel, y vio la llegada de un ser igual a él como una amenaza a su régimen de terror. No le fue difícil atraparme, yo no conocía el concepto de la mentira, además estaba feliz por haber hallado un ser igual a mí, un acompañante inmune al paso del tiempo. Daba me torturó para saber si mi presencia en su planeta significaba la llegada de más seres como nosotros. Por supuesto no pude dar una respuesta que no tenía. Y cuando estuvo convencido de que no yo no poseía ninguna información que le fuera útil, simplemente se deshizo de mí enterrándome vivo bajo toneladas de roca. Imagina estar atrapado, sin poder moverte; rodeado de oscuridad, solo con tus pensamientos por toda la eternidad. Pero la eternidad no es tan eterna y el tiempo se encarga de poner fin a todo, incluso al planeta que servía como mi prisión. Sucedió que mi prisión, como otros tantos planetas del universo, terminó haciéndose polvo y dejándome libre para seguir viajando por el universo. Mi meta, a partir de entonces, fue vengarme de mi verdugo algún día. Y ese día ha llegado, los papeles se han invertido y es a él a quien le toca sufrir una prisión de oscuridad y desesperación por el resto de su eterna existencia. Ahora, si me disculpas, tengo mucho que pensar y recordar.

 

Del otro lado de la gigantesca puerta de metal, Bolton sonrió y a poco andar debió poner la mano sobre la boca para que la carcajada no fuera escuchada por los otros dos. El “Gran Mandel” no había sospechado de él, y la última parte del plan ya podía ponerse en marcha.


Rafael Martínez Liriano tiene cuarenta y seis años. Vive en Villa la Mata, en la provincia Sánchez Ramírez, norte de su país, la República Dominicana. Escribe desde hace cinco años y la mayor parte de su actividad, individual y colectiva, la realiza en el ámbito del TALLER 9. 

 

 

 

 

 

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