Rafael Martínez Liriano
Cruxis escudriñó
a Bolton con su tercer ojo en busca de algún objeto extraño.
—¿Crees
que sería tan idiota como para intentar algo? —reclamó Bolton mientras giraba
para que el rayo lo cubriera por completo.
—Nunca
subestimes la estupidez de la gente y los actos que esta los lleva a cometer.
—Vamos
Cruxis, hablamos del gran Mandel, el ser más poderoso de todo este lado de la
galaxia; nadie se atrevería siquiera a tener un mal pensamiento relacionado con
él.
—El
simple hecho de ostentar el poder de la naturaleza que sea, te hace el blanco
de mucha gente. —Cruxis terminó la inspección cerrando el ojo de su frente—. Si
le sumas a eso que tu poder proviene de ser un jefe de la mafia…
—Acabemos
con esto, este lugar me pone nervioso.
—Esa
es la idea —dijo Cruxis. Bolton imagino una sonrisa mordaz bajo aquel rostro
sin facciones.
Bolton
tomó la maleta en la que llevaba el encargo de Mandel, siguió la escuálida
figura de Cruxis a través de una infinidad de pasillos y puertas hasta que se
detuvieron a los pies de una descomunal puerta de metal. Esta se abrió con un
ruido sobrecogedor, aunque solo lo suficiente para que los dos pudieran entrar.
La
puerta daba paso a un salón aún más impresionante, una habitación abovedada que
se extendía en todas las direcciones, llena de una gran variedad de objetos
raros. Desde cosas pequeñas como un aparador lleno con mariposas de todos los
colores hasta una vitrina con los esqueletos de una familia de rayas de
Polaris. Pero lo que daba mejor muestra del gusto desmedido de Mandel por
coleccionar objetos raros: era la cabeza gigante de un titán orliano colgando
al final de la sala. Aquel lugar no tenía nada que envidiar a los más
prestigiosos museos de la galaxia.
Este
tipo debe tener muchas carencias que compensar, pensó Bolton. Cruxis lo miró
como si hubiera escuchado sus pensamientos, y a continuación, por si acaso,
empezó a enumerar a cuántos rivales había despachado en el último año, tratando
de evitar cualquier pensamiento mordaz.
Cruxis señaló el trono en donde el gran Mandel
descansaba despreocupado. Bolton se sorprendió o más bien se decepcionó al ver quién
o qué era el gran Mandel: tenía frente a él la figura de un hombre de estatura
pequeña y complexión escuálida, vestido con una bata de color vino oscuro, que
dejaba al descubierto unos esqueléticos brazos y piernas. Por último, unas
escasas matas de pelo en la cabeza daban la impresión de que este señor sufría
algún tipo de enfermedad y que estaba en su fase terminal.
Un sentimiento de compasión se apoderó de
Bolton en presencia de aquel ser en ese estado tan lamentable.
—Él
es Bolton señor, el cazador que viene a cobrar la recompensa.
El
señor de la mafia miró indiferente a Bolton y a Cruxis como si recién en ese
momento se hubiera percatado de su presencia.
—Quiero
ver el encargo —dijo el gran Mandel sin abandonar su actitud indiferente.
Bolton
puso en el suelo la pesada maleta que había cargado desde hacía unos veinte
minutos, la abrió y mostró su contenido al gran señor mafioso. La maleta estaba
forrada por dentro por una especie de terciopelo en donde descansaba una cabeza
cuyas facciones eran demasiado parecidas a las de Mandel—. ¿Estás seguro de que
es la persona correcta? —preguntó el gran Mandel mientras oteaba con interés el
contenido de la maleta.
—Es
la persona que nos dijeron que debíamos buscar señor —reiteró Bolton
El
gran Mandel se levantó de su trono, caminó hasta la maleta y tomó en sus manos
la cabeza.
A
Bolton le puso nervioso la aparente desconfianza del jefe mafioso; él sabía
cómo resolvía esa gente cualquier tipo de engaño.
De
pronto la cabeza abrió los ojos como si aún estuviera viva, cosa que
contradecía la lógica de los seres vivos.
—Págale
al chico, Cruxis. —Mandel soltó una sonora carcajada de satisfacción—. Te tengo
maldito —agregó.
—Vamos
—dijo Cruxis haciendo señas a Bolton de abandonar el lugar.
Ya en otra
habitación y sintiéndose fuera del escrutinio del gran Mandel, Bolton soltó por
fin la pregunta que desde hacía unos minutos le rasgaba por dentro.
—¿Qué
sucedió allá dentro hace un rato?
—No
sé a qué te refieres —respondió Cruxis con frialdad.
—Sabes
a qué me refiero. ¿Qué diablos pasó con aquella cabeza, por que se parece tanto
a tu jefe y como es que se abrieron los ojos? Hasta donde yo sé las cabezas
necesitan un cuerpo para funcionar.
—Hay
muchas cosas que no sabe, señor Bolton —dijo Cruxis adoptando un tono
paternal—. Digamos que este es el último capítulo de una antigua rencilla, y confórmese
con lo que le he dicho.
—Creo
que el señor Bolton merece saber la razón por la que muchos de sus hombres
murieron solo por matar a un simple granjero. —Mandel estaba parado en la
puerta del salón, con una actitud alegre, llevaba la maleta con la cabeza—. Le
contaré una historia señor Bolton, síganme por favor.
Mandel
llevó Bolton a una sala que contrastaba con el salón del trono; está era
pequeña y en comparación poco decorada. En el centro había una mesa pequeña con
sillas alrededor. Mandel mandó que Cruxis y Bolton se sentaran mientras él
permaneció de pié.
—¿Qué
tal si le dijera señor Bolton que contrariamente a lo que todos piensan, lo que
antecede a este universo no es la nada ni mucho menos. Antes de este universo
hubo otro y otro y otro, millones, de hecho. Lógicamente, ahora usted preguntará
cómo tengo una información que miles de científicos han buscado durante miles
de años sin éxito. Y yo le responderé: porque he estado presente para
atestiguar la muerte y el nacimiento de cada universo.
—¿Usted
quiere decir que es una especie de Dios? —preguntó Bolton con desconfianza, no
creía nada de lo decía el gran Mandel pero sabía que no era buena idea
cuestionar al jefe mafioso.
—La
idea que ustedes tienen de Dios no es más que un intento desesperado por dar
sentido a un universo que no son capaces de entender. No me considero un Dios
pero algunas de las capacidades que poseo se podrían considerar divinas. Mi
cuerpo no envejece y puede reparar cualquier daño que sufra, no necesito comer
o respirar para vivir además de que puedo moverme a voluntad en el espacio,
obviando esas características que he mencionado; se podría decir que soy un ser
humano común y corriente.
—Un
ser humano muy común —pensó Bolton con sarcasmo.
—He
visto nacer y morir este universo tantas veces que ya no puedo recordar —continuó
Mandel—, y mi presencia ha sido lo único constante en medio de todo este caos.
Ahora te preguntarás, ¿qué soy si no soy un dios? Y yo te contestaré que no sé.
Existo desde el momento en que tomé consciencia de mí mismo, antes de ese
momento no tenía noción de quién o qué era yo o lo que me rodeaba. —Bolton
escuchaba en silencio con la mandíbula caída dentro del casco, no alcanzaba a
procesar toda la información que entraba a su cabeza, no tenía manera de saber
si el gran Mandel decía la verdad o si simplemente le estaba jugando una broma pesada
pero a la vez muy elaborada, lo mejor que podía hacer mientras tanto era seguir
callado—. Tu cabeza está a punto de estallar con toda la información que te
estoy dando —continuó el gran Mandel—, y no es para menos; te estoy hablando de
magnitudes que, aún con todo el conocimiento que ha alcanzado el ser humano
hasta hoy, son demasiado complejas para las limitadas capacidades de sus
cerebros. Debes estar haciéndote miles de preguntas al mismo tiempo.
—¿Ha
habido vida en los universos anteriores a este? —preguntó Bolton con la timidez
de un niño.
—Mis
capacidades no me permiten visitar cada planeta del universo en el que me
encuentro para constatar si hay vida o no en esos planetas; yo simplemente me
dedico a viajar por el espacio y el encuentro con otras formas de vida queda en
manos del azar. Aún así, he tenido la oportunidad de conocer incontables formas
de vida en los incalculables universos que han existido, desde simples animales
como los dinosaurios hasta formas de vida tan avanzadas que lograron trascender
a otros planos de la realidad, aunque no por eso pudieron evitar su
desaparición. No queda huella de su existencia, así que al final es como si
nunca hubieran existido. Pero basta ya de divagar con cosas que están más allá
de nuestro entendimiento, incluso del mío. Quieres saber por qué la cabeza que
me trajiste aún está viva. Supongo que ya sabes la respuesta o al menos tienes
tus sospechas, en todo caso te lo diré: esa cabeza pertenece a un ser con las
mismas características que yo… otro inmortal que existe desde quién sabe cuánto
tiempo. El hecho es que este ser tiene una deuda conmigo que pretendo cobrar
gracias a tus servicios. Ahora, Bolton, creo que ya he satisfecho tu curiosidad
más allá de lo saludable.
Bolton
tenía una última pregunta rozando sus labios pero decidió que, en efecto, era
más “saludable” terminar la reunión.
Estando ya solos
con Mandel, Cruxis se atrevió a hacer la pregunta:
—¿Puedo
saber la naturaleza de la deuda a la que hace usted referencia, señor? Sé que
el dueño de esa cabeza tiene cuentas pendientes con usted pero nunca ha
explicado en qué consiste la cuenta pendiente. —Se percibía una mezcla de
servilismo y nerviosidad en las palabras de Cruxis, hasta el punto de que se
arrepintió de haberlas dicho.
El
gran Mandel miró por un rato a su sirviente, después esbozó lo que parecía una sonrisa.
—Al
parecer —dijo—, has pasado demasiado tiempo en contacto con los humanos,
querido Cruxis, te han contagiado esa insaciable curiosidad. De ellos lo
entiendo dado que su vida es tan corta y sus capacidades de entendimiento tan
limitadas. Tú especie, en cambio es capaz de vivir miles de años terrestres. —Cruxis
bajó la mirada como un niño al que regaña su madre por hacer alguna travesura—.
Sin embargo —agregó el gran Mandel deteniendo a su sirviente que se alejaba con
el rabo entre las piernas—, creo que como mi más fiel servidor y quiero creer
que como amigo también, mereces que te cuente uno de los pasajes más oscuros,
literalmente hablando, de mi vida. El dueño de esta cabeza se llama Daba o al
menos así se dio a conocer ante mí hace eones en un planeta ya extinto del que
era gobernante gracias a su inmortalidad. Daba detentaba el poder de manera
cruel, y vio la llegada de un ser igual a él como una amenaza a su régimen de
terror. No le fue difícil atraparme, yo no conocía el concepto de la mentira,
además estaba feliz por haber hallado un ser igual a mí, un acompañante inmune
al paso del tiempo. Daba me torturó para saber si mi presencia en su planeta
significaba la llegada de más seres como nosotros. Por supuesto no pude dar una
respuesta que no tenía. Y cuando estuvo convencido de que no yo no poseía
ninguna información que le fuera útil, simplemente se deshizo de mí enterrándome
vivo bajo toneladas de roca. Imagina estar atrapado, sin poder moverte; rodeado
de oscuridad, solo con tus pensamientos por toda la eternidad. Pero la
eternidad no es tan eterna y el tiempo se encarga de poner fin a todo, incluso
al planeta que servía como mi prisión. Sucedió que mi prisión, como otros
tantos planetas del universo, terminó haciéndose polvo y dejándome libre para
seguir viajando por el universo. Mi meta, a partir de entonces, fue vengarme de
mi verdugo algún día. Y ese día ha llegado, los papeles se han invertido y es a
él a quien le toca sufrir una prisión de oscuridad y desesperación por el resto
de su eterna existencia. Ahora, si me disculpas, tengo mucho que pensar y
recordar.
Del otro lado de
la gigantesca puerta de metal, Bolton sonrió y a poco andar debió poner la mano
sobre la boca para que la carcajada no fuera escuchada por los otros dos. El “Gran
Mandel” no había sospechado de él, y la última parte del plan ya podía ponerse
en marcha.
Rafael Martínez Liriano tiene cuarenta y seis años. Vive en Villa la Mata, en la provincia Sánchez Ramírez, norte de su país, la República Dominicana. Escribe desde hace cinco
años y la mayor parte de su actividad, individual y colectiva, la realiza en el
ámbito del TALLER 9.
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