LA FORMA
Víctor Lowenstein & Hernán
Bortondello
Aquella “forma” se desprendió del piso elásticamente. En movimientos
ascendentes, caprichosos, unas veces columnas y otras volutas de contornos
irregulares, por momentos similar a la humareda que brota de una fogata. Sin
fuego. Sin crepitar ni sonido alguno. Sin causa. Los mosaicos del piso del
laboratorio eran de fría losa industrial. Los ojos de Ralph, azorados
observaban detenidamente el fenómeno sin que su mente confundida atinara a una
explicación. Esa cosa gaseosa seguía elevándose del piso, indiferente a toda
ley física conocida.
Sonó el Handy. La mano derecha de Ralph tomó
instintivamente el aparato que llevaba colgado en su cinturón, y presionó el
auricular.
—Aquí Ralph
Coleman —dijo.
La voz del
otro lado sonó tan relajada como siempre.
—Hola, Ralphie.
¿Qué tal la guardia esta noche?
—Bien.
—Se te oye
algo raro… ¿seguro que todo está en orden; no ha pasado nada?
—No ha
pasado nada —respondió Ralph cortando la comunicación.
Ralph Coleman, guardia de seguridad de
Genetic Inc. se tomó unos segundos para procesar los hechos. La forma seguía
ascendiendo, danzando en el aire, describiendo arabescos frente a su mirada
impávida. En veinticinco años de guardias nocturnas jamás le había ocurrido
cosa similar. No eran sus ojos. Aquello era tan real como las paredes del
pasillo en el que estaba parado. En veinticinco años, tampoco había mentido así
a su jefe y amigo, Richard. Es que jamás se había visto en tal situación.
Decidido,
volvió a tomar el Handy, pero, al intentar accionarlo, algo...
SACRIFICIO DE DAMA
Juan
Pablo Goñi Capurro & Oscar Luis De Los Ríos
Se asomó por encima de la tapia, apenas
lo suficiente como para ver que los viejos ya estaban en su lugar, frente a
frente, separados tan solo por una mesa. Se veía por la posición que recién
empezaban. Uno de ellos dirigió la vista hacia el muro y tuvo que arrojarse
desde los cajones que le servían de atalaya. Si llegaban a descubrirlo la
pasaría muy mal; para ellos constituía una cuestión de honor y él buscaba, a su
manera, desquitarse por los desaires que le habían hecho al intentar integrarse
a la ronda, en el club.
Parado junto a la mesa esperaba
paciente a que todos hubieran jugado y entonces, tomando coraje se animó a
decir.
—¿Puedo?
Con una sonrisa socarrona, el viejo, se
sentó y le dijo.
—Los cebollitas allá —señalando una mesa cercana.
La segunda vez que intentó integrar la ronda,
ni siquiera le dirigieron la palabra.
Y él que los admiraba.
Ahora debía esperar unos veinte o
treinta minutos y observar otra vez la posición de las piezas. Repasó las
novedades en el teléfono, ninguna de sus amistades estaba haciendo algo
interesante. Se disponía a publicar alguna pavada, cuando escuchó una discusión
del otro lado del muro. Era extraño, los viejos pasaban horas sin hablar cuando
jugaban. Habían transcurrido menos de cinco minutos pero la incidencia cambiaba
las cosas. Subió al muro.
—¡Te digo que hay que usar la defensa
que planteó Olgundonov en 1941! El
ingeniero conoce la siciliana, la variante de Olgundonov lo va a tomar de
sorpresa cuando ya no pueda cambiar el ataque.
El joven observó que los viejos tenían,
sobre la mesa, dos netbooks. Enfocó
el celular, lo dejó filmando y agachó la cabeza; podía escucharlos sin
arriesgarse.
—Eres un mentecato, Aureliano. El
ingeniero cambia de estrategia ante una variante desconocida. Estoy seguro que
no superará la siciliana, aquí está, en «Torres y alfiles punto com», no puede
con su salida vencer a la siciliana.
—Pero qué tozudo eres, Aparicio, juega
la siciliana y ya no nos veremos en la final.
El joven comprendió; ese era el famoso
método por el cual, los dos viejos, cada año, llegaban a disputar la final de
los tres torneos que se realizaban en el club.
Ahora solo debía esperar otros veinte o
treinta minutos y recuperar el celular con la filmación de la defensa que iba a
utilizar Aparicio, en su partida con el ingeniero Raulosvki, el jugador más
fuerte del club. Le hubiera gustado ser él quién venciera a Aparicio, pero era
un jugador de cuarta categoría y, los viejos, de primera. Tampoco podía esperar
a llegar a primera, para ello debía jugar un torneo de ascenso por año y,
suponiendo que clasificara en todos, le tomaría al menos cuatro años tenerlos frente
a frente. Para ese entonces, los viejos, capaz que ya no jugaban más. ¡No! Su
venganza debía ser ejecutada ahora, les pegaría adonde más les duele. Para ello
debía llegar a un acuerdo con Raulosvki, a cambio de desvelarle la forma de
ganarle a Aparicio, le pediría que lo integre a la mesa donde juegan los viejos.
“¡Juas! Se van a morir de la bronca, no solo perderán el torneo, sino, que
además deberán jugar con un cebollita”.
Pensó en voz alta. Del otro lado del muro ladraron los perros. Cuando
consideró que había pasado un tiempo prudencial, tanteando sobre el tapial sin
atreverse a asomarse, recuperó el celular y se fue en busca de Raulosvki.
El ingeniero vivía en las afueras. La
casa de dos plantas no se veía de la calle, estaba rodeada de araucarias. El
visitante debía introducirse y avanzar hasta la puerta para enterarse si había
alguien en casa. El joven ya había estado allí con los libros que Raulovski
encargaba al extranjero; atravesó el monte sin preocuparse y, distraído por sus
eufóricas ensoñaciones, dio la vuelta para golpear la puerta trasera.
El ingeniero no estaba, quien se
bronceaba desnuda al borde del natatorio era su esposa. La mujer se irguió, un
torrente de lujuria desbordó los setos de ligustros y los canteros de
crisantemos. Estupefacto, el joven alzó el celular. La mujer lo abofeteó. El joven
no pensó en el ardor que le carcomía el pómulo; su mente no tenía espacio,
ocupada por los pechos que se bamboleaban por inercia. Cuando la mano volvió a
alzarse, el intruso recuperó la voz.
—Aquí tengo la jugada que usará
Aparicio contra su esposo.
—Dame eso, te lo envío cuando haya
descargado el video.
El joven no protestó, se volvió y
corrió con su vela alzada. Excitado, olvidó que no había cerrado acuerdo alguno.
Al llegar a la parada del colectivo comprendió que no se podía ir sin obtener
un trato y regresó a la casa de Raulosvki.
La sala de torneos del club estaba
colmada, había quedado como finalista el último campeón, su contrincante
saldría de la partida disputada entre Aparicio y el ingeniero Raulosvki.
Como
esperaba Aparicio, Raulosvki abrió con peón de rey y entonces, respondió con
peón alfil dama. Una sonrisa ganadora se mostró en el rostro de Raulosvki al
plantearse la defensa siciliana; sonrisa que fue desapareciendo a medida que se
desarrollaba la partida y que desapareció completamente cuando, haciendo una
jugada magistral, que no pudo ser apreciada en toda su magnitud por los
espectadores, sacrificó la dama, para ganar la partida. Solo Aparicio
comprendió su verdadera proporción, al retirar la dama del tablero tuvo una
fugaz visión de la mujer de Raulosvki, retozando desnuda y lujuriosa, sobre un
campo de escaques negros y blancos, con el novato de cuarta.
MEJORAS
Carmina Shapiro & Guillermo
Corte
—Elsa, ya te dije que no, por favor no insistas más —dijo Arturo mientras se servía otro vaso de whisky.
—Arti,
por favor, tenés que reconsiderar esto. Nuestros hijos tendrán un futuro mucho
más difícil que nosotros.
—Así
es, dijiste bien, nuestros; con “s”. Son
tres. O hay mejoras para los tres o no hay para ninguno.
Elsa
Zuzunaga era doctora en neurobiología y terapista genética. Hacía siete años
que trabajaba para GEN-TX, pero no había logrado ascender como había
imaginado cuando se postuló para el puesto. No obstante, con el tiempo, había
pasado de Operaria Técnica a Supervisora de Procesos en las líneas de montaje cromosómico,
aunque no participaba de las decisiones genopolíticas, que se tomaban en el Directorio.
Diariamente, observaba como cientos de niños, para ella privilegiados, desfilaban
por los pasillos de GEN-TX recibiendo los famosos kits de perfeccionamiento
genómico. Elsa soñaba con ganar lo suficiente para que sus hijos pudieran ser
tratados con el Kit 100-α. Pero esas mejoras eran solo para millonarios y
celebridades. Además, la doctora tenía un problema en casa: su marido era un
conservador, y no tenía intenciones de hacer diferencias entre sus hijos.
—Maximiliano
es el más inteligente —dijo ella.
—Por
dios, Elsa, ¿otra vez?
—Sí,
otra vez, porque no puedo entender que el tema te sea tan indiferente. Yo los
amo a los tres por igual, lo sabés muy bien. Pero tenemos que pensar en sus posibilidades
reales de sobrevivir en el mundo que viene. Hoy en día todos están dando
mejoras a sus hijos, Arti. ¿Sabías que a Jonás le dieron hoy el Kit25?
—Sí, ya
lo sé, me contó Claudio en la puerta. Estaba ansioso por refregármelo en la
cara.
—Y
bueno, amor... ¿qué van a hacer cuando sus compañeritos les ganen en todo? ¿O
cuando quieran buscar un trabajo y filtren por genoma? ¿Y qué vamos a hacer nosotros? Decime.
—Ya
veremos. Pero no podemos pagar tres Kit25. Ni siquiera podemos pagar tres
Kit12.
—Maximiliano
tiene más chances de hibridar bien. Si compramos un Kit25 para él va a tener un
futuro próspero y luego podrá ayudar a sus hermanos.
—¡No
podemos hacer esa diferencia! ¿Qué son los otros dos, sus sirvientes? Prefiero
mil veces comprar tres Kits8, que es lo que podemos pagar sin endeudarnos de
por vida. En el trabajo casi todos compraron el 8 para sus hijos. Aumenta la
memoria ciento ochenta por ciento, y el rendimiento intelectual sube entre
veinte y treinta por ciento.
—¡Bah! Son
una porquería, Arturo. Yo sé cómo se fabrican, la mitad de lo que se publicita
es mentira. Desde el Kit14 empezamos a hablar de algo en serio, pero en
relación precio-calidad el 25 es el mejor y el que más conviene; garantiza un
coeficiente intelectual de ciento noventa, te hace inmune al Alzheimer, permite
regenerar cartílagos en...
—Me
encantaría Elsa —la cortó él en seco, mientras apoyaba el vaso vacío sobre la
mesa—, de verdad, pero no podemos pagar eso. Es una fortuna.
—Sí
podemos. Si hipotecamos la casa, podemos darle el 25 a Maximiliano. Después él
nos va a mantener. Tenemos que arriesgar un poco si queremos que tengan un
futuro de verdad bueno. En cinco años ya todos andarán por ahí hibridados con
el 8; no van a sobresalir si les damos algo común.
—Nos
puede pasar como los Arriaga.
Elsa
suspiró. Otra vez la bendita historia de los Arriaga salía a la luz.
—Ay,
Arturo, cómo te gusta jugar al ingenuo, ya te expliqué que a nosotros no nos pasaría
eso. Vos entendés muy bien lo que te digo, sos un sociólogo brillante.
—¡Brillante!
¡Claro! ¡Como si eso fuera suficiente! Elsa, hablamos de coeficientes de genio.
¿Pensás que vamos a poder controlar a nuestros hijos? Si les damos un 25 ni
siquiera los vamos a poder entender.
—Primero,
los Arriaga compraron Kit50 en fase βeτα, incluso sabiendo de los posibles
peligros, porque eran más baratos… Quisieron volar al sol con alas de cera y les
salió mal. Además, Ernesto es nivel 2 y Camila, 3. Nosotros somos nivel 5, es
otra cosa...
—¡Elsa,
los pibes inventaron una nueva lengua para no hablarles! ¡Y los trataban como
mascotas!
—Tal
vez se lo merecían. La tacañería en estas cosas se pagan caro.
Arturo
captó la indirecta, pero no podía aguantar la cizaña contra sus vecinos y los
aires de superioridad que Elsa se daba.
—¿Camila
y Ernesto se lo merecían? ¿Lo decís en serio? —dijo mirándola con gesto de
fastidio porque ambos sabían que eso no era cierto. Elsa se encogió de hombros
y miró para otro lado, dándole la espalda.
—Nunca
se sabe, querido. De cualquier manera, las hibridaciones afectivas de la fase
beta hace mucho que fueron modificadas y corregidas. Eso ya no es un peligro.
Elsa y
Arturo suspiraron un momento en silencio.
—Además…—
empezó a decir Elsa dubitativa.
—Además
¿qué? —la espetó Arturo, cansado.
—No
debería decirte, podrían echarme.
—Dale,
¿qué?
—Hace
una semana el último grupo de testeo, en Polonia, confirmó la efectividad de
una hibridación que se va a agregar al Kit25. La llaman Alteración Cribb, no la
van a publicitar, solo la darán a quienes la pidan. Modifica la respuesta de
las neuronas espejo y tiene mayormente efectos sobre el aspecto social. Brinda
condiciones de liderazgo. Garantizadas.
—¿Condiciones
de liderazgo garantizadas? —Arturo estaba atónito.
—Ahá…
En distintas áreas y con distinta intensidad, pero yo pensé… Escuchá y decime
si no vale la pena el gasto. Pensé que, con mis conocimientos de los vericuetos
del sistema y tus conocimientos de la vida social, podríamos… —La intensa
emoción que le producía la idea le hizo temer que no se cumpliera al decirla en
voz alta.
—Podríamos
formar a los gestores de la transformación más grande que jamás haya vivido la
humanidad —completó Arturo. Elsa asintió con lentitud—. Y podríamos formar a
los embaucadores más brillantes que jamás haya visto la humanidad.
Se miraron un buen rato.
Sonrieron.
—Está
bien. Hagámoslo.
AÑO NUEVO, VIDA NUEVA
Lucila Adela Guzmán & Carlos Enrique Saldívar
Dicen que es más fácil que nuestro comportamiento modifique al pensamiento o sentimiento a que suceda lo contrario; por lo tanto, he decidido que a partir de este enero me compenetraré en parecerme a algún ser superior. Aún no he decidido cuál. Veamos: comportarme como una santa me sería imposible con este carácter de mierda que tengo y he descartado tomar los gestos de un ángel por el simple hecho de que ignoro su comportamiento. ¿Y si actuara simplemente como algún ser divino aún no clasificado? En definitiva, habré de ser una deidad, y de paso, hermosa, pero no logro decidirme.
Llega el Fin de Año y amanezco convertida en una delicada mariposa que vuela entre las flores; esto me hace feliz, aunque soy consciente de que es algo pasajero pues estoy soñando y pronto despertaré, y me veré tal como soy: un prodigio, aunque tenebroso como el Hades.
ILUSIONES
Javier López & Judith Shapiro
Don Jaime caminaba por la calle con la panza como un globo. En uno de sus últimos actos de heroísmo había tragado una bomba, y la explosión dentro del estómago lo había dejado en esas condiciones. Caminaba lento, por la hinchazón, y miraba alrededor, pensando que había algo sospechoso: las líneas blancas en el pavimento, los carteles de los negocios colgando, la gente que abandonaba la calle. La escena completa le sonaba familiar.
Y es que, desde que murió hecho pedazos, había contemplado mil veces la misma escena. Quiso evitar una tragedia, pero sus vísceras y fragmentos óseos, golpeando y clavándose sobre la multitud, habían matado a más personas de lo que hubiera hecho la propia bomba. Por eso huían a su paso, y él lo revivía en sus pesadillas desde el más allá.
Lo peor, pensó, es que nadie lo iba a recordar como a un héroe.
FÁBULA DE LA TURRITOP Y EL GENUFIANO PEGOTE
Daniel Alcoba & Luciano Doti
La turritopsis nutricola de los mares subglaciares de la Europa jupiteriana es una medusa omnívora y hambrienta, de forma ovoidal y unos mil quinientos metros de eje mayor, con una bio masa corporal gelatinosa de ochenta y ocho millones de TM. Es la reina de los mares, pero no habla, se comunica con sus congéneres mediante vibraciones de diversas longitudes de onda que aún no hemos aprendido a traducir al genufiano.
Yo, Puaj, el explorador genufiano del Codo de Orión, de apenas doce quilogramos de biomasa pegajosa, no hago más que hablar y pegarme a los cuerpos o seres interlocutores. Si las voraces turritopsis se lo comen todo, los genufianos lo conversamos todo de las maneras más amables. Por eso nos llaman pegotes, pero son ellos que sucumben a nuestro encanto y nos aman. Tal vez, eso ocurra con la turritop que viene nadando hacia mí a velocidad de crucero.
Desde lejos alcanzo a ver esa enorme cosa viviente que se dirige contra mi cuerpo. Sin embargo, el choque no resulta fatal; es como sumergirme en una gran bola cremosa y de temperatura agradable; su olor que creía fétido, y quizás lo sea, en esta ocasión torna a un aroma perfumado; acaso sea un cambio que se produce para... ¿el amor?
Sí, ella está buscando aparearse. Se ha vuelto más atractiva que lo que acostumbra su especie. No va a matarme y comerme.
Cuando todo acabe, voy a necesitar una ducha.
DESEO NAVIDEÑO
Doris Camarena & Ricardo Bernal
Esa navidad, nueve de cada diez niños pidieron su Payasito Parlante Primor, una maravilla de juguete. Cuando era sacudido, el Payasito Parlante Primor decía una palabra nueva en cualquier idioma; según las campañas comerciales, los niños aprenderían otros idiomas, la humanidad entera se hermanaría ya sin barreras de lenguaje. Pero cada vez que el Payasito Parlante Primor decía una palabra, el mundo entero la olvidaba para siempre. Cuando llegó el año nuevo los idiomas habían desaparecido. Fue así como el Payaso Parlante Pavor pudo fundar su reino en un planeta mudo que no profería una sola queja.
Luciano Lara & Patricio G. Bazán
La
primera imagen que conservo de Diana se me ha grabado en el alma para siempre:
regiamente instalada en una de las mesas en la terraza del Café París, bebiendo
un té helado o quizás un aperitivo ligero. El ardiente sol del mediodía me
alfileteaba el cráneo e invitaba a arrojarme de cabeza a la fuente de la plaza
en busca de alivio; pero ella parecía inmune a los sufrimientos de este mundo.
Recuerdo el
elegantísimo conjunto de lino blanco de dos piezas que resaltaba su figura y
que, de algún modo, capturaba los rayos solares y envolvía a aquella muchacha
en un nimbo de luz celestial. No sé de dónde saqué el coraje para abordarla,
pero sí que nuestros caminos habrían de cruzarse en más de una ocasión.
Llevo
la imagen de Alfredo clavada en mi corazón desde aquella primera vez que lo vi:
esbelto, apoyado fumando en una de las barandas de la terraza del Café París.
El sol del mediodía me estaba matando; si hasta tuve la ridícula idea de darme
un baño en la fuente de la plaza, pero él, sin derramar una sola gota de sudor,
parecía inmune a los sufrimientos de este mundo.
Recuerdo el elegante
traje gris cubriendo su físico que imaginé bien marcado y trabajado. Confieso que me hubiese gustado que
se aflojara la corbata y destrabara el primer botón de la camisa. Cuando lo vi
caminar hacia mí, entré en pánico y se me secó la garganta. Bebí un sorbo de mi
trago tomando el vaso con movimientos sutiles para disimular mi estado.
Enseguida supe que esa no sería la última vez…
—Disculpe, señorita; pero este lugar está atestado y no quedan mesas libres. ¿Le importaría que me siente junto a usted?
—Siéntese tranquilo,
caballero; yo ya me estaba retirando…
¿ES BUENO ESTAR SOLA?
Rosa Lía
Cuello & Daniel Frini
Cada noche, desde hace tanto tiempo, se produce el mismo
ritual: mientras las sombras se asoman, ocultando contornos, el entusiasmo se
transforma en tedio. Los ruidos cobran vida, el sueño se resiste a llegar, todo
es monotonía.
Ser la única sobre la faz de la
tierra la hace más heroína de su propia soledad. Pensar que siempre repetía que
su mayor anhelo era vivir sola.
¿Y ahora, qué? Los días se suceden
con una rutina que ya no se cuestiona. Sin celular, sin TV. Solo ella y sus
pensamientos. Solo ella y el temor a la soledad haciendo estragos en su mente.
No hay nadie. Solo ruinas de una ciudad, de un mundo. ¿Para qué recordarlo?
Está a la vista. Por suerte, todavía le quedan algunas latas de comida. Todos
se reían cuando contaba que compraba por las dudas que alguna vez pasara algo.
Y pasó.
La gente fue cayendo por las
calles, sin saber la razón. ¿Antenas radioactivas? ¿Virus? ¿Algo rociado en el
aire?
No quiere pensar más. Ahora, desea
alguien con quien hablar, música, gente. Algo que le recuerde que está viva.
Un ruido en la puerta la estremece.
Se levanta de un salto y, a tientas, se dirige a la entrada. Su mano tiembla
cuando agarra el picaporte.
Un gruñido detiene su mano en el aire. Nota, con terror, que
el picaporte se mueve. Mil veces pensó qué hacer si una situación así se
presentaba. Asegurar la puerta, asegurar la reja, sellar todo, tomar el arma,
hacer sonar los parlantes de afuera para ahuyentar al intruso. Sin embargo, el
miedo la paraliza. El gruñido se repite. Y otro. Y otro. Hay más de uno. No
atina, siquiera, a acercarse a la consola y ver qué muestran las cámaras del
exterior.
Un golpe en la puerta. Fuerte.
Intentan derribarla. El miedo es, ahora, pánico.
¿Qué le harán? ¿Qué serán? Si todos
en el mundo están muertos, ¿qué hacen allí afuera?
Nota, con algo de desesperación,
que su cabeza divaga en pensamientos que no la ayudan. Recuerda a Vincent Price en The
last man on earth. O al Knock, de
Fredric Brown: «El último hombre sobre la tierra está sentado en una
habitación. Tocan a la puerta». Siempre le habían parecido tan, ¿cómo decirlo?,
¿infantiles?, ¿cuentos para miedosos?
Otro golpe, más potente, la trae de
nuevo al momento. Comprueba, con espanto, que en esos golpes a su puerta se
acaba su mundo; y ella está –definitiva e irremediablemente– encerrada entre
esas cuatro paredes. Para siempre.
Intenta respirar con pausa, pero no
puede. Le sudan las manos. Le falta de aliento y nota un nudo en la garganta.
Se siente mareada y a punto de desmayarse. Un escalofrío le recorre su espalda.
El corazón está a punto de salirse del pecho.
La mano continúa en el aire, a diez
centímetros del picaporte. Pasan cinco minutos. Intenta escuchar: ahora no hay
ruidos ni gruñidos, además del viejo y conocido silbido del eterno viento. Nada
parece moverse, ni la manija de la puerta. Pasan otros quince minutos. Nada.
«¿Lo habré soñado?», se dice.
De a poco, el pulso se calma y la
respiración se normaliza. Sin embargo, no se mueve. Diez minutos más. Aguza sus
sentidos. Nada. A lo lejos, el golpeteo de las chapas del techo de la estación
de servicio, hace tanto tiempo desclavadas.
Eso le recuerda algo. «No», se
dice, «si hubiese algo afuera, hubiesen sonado las trampas que puse de alarma.
Y no sonaron. Este encierro me hace imaginar cosas. Debo ver qué hacer para no
volverme loca». Le viene a la memoria la historia de aquel explorador de la
Antártida que pasó un invierno allá, y se intoxicó con los gases del querosén
que usaba para calefaccionarse.
«Es eso», se dice. Estira la mano
para tomar el picaporte y comprobar que la puerta esté cerrada.
El golpe la hace trastabillar y
caer
Ante la desesperación, intenta aferrarse a algo, pero no lo
consigue. Golpea su cabeza contra el viejo tocadiscos, que era de su madre y
ella guardaba por ese afán tonto de tener un recuerdo valioso. No sabe cómo
todavía no se desarmó.
Al mismo tiempo, y como una
premonición tardía comienza a sonar «Extraños en la noche», el tema que tanto
le gustaba a ella. Tendida en el piso y con los ojos cerrados vuelve a sentir
los gruñidos y pesados pasos que se acercan. Un olor penetrante lo inunda todo.
Abrieron la puerta.
Una mano, que parece de acero, la
levanta con brusquedad. Quiere abrir los ojos, pero el miedo no la deja. Algo
extraño sucede: más pasos y sonidos, mezclados con la música que ahora empieza
a repetirse y la envuelve. Su cuerpo se transforma en una masa de dolor, no
sabe dónde comienza la piel, dónde los huesos. Ni, siquiera, si está viva. El
pánico persiste, pero se obliga a mover los párpados y ver. Es como en la
parálisis del sueño, en que se está absolutamente consciente y, sin embargo,
nada en el cuerpo responde. Cree tener los ojos abiertos, pero no hay otra cosa
que oscuridad. El mundo, su casa, el tocadiscos, la puerta, el picaporte, los
monstruos no están. Los sonidos también cesaron. No siente nada más que dolor.
Y miedo. Pareciera como si todos los sensores del cuerpo estuviesen dañados.
Dolor. Miedo. Espanto. Horror. ¿Qué está pasando? Suplicio. Angustia. Tortura.
Aflicción. Tormento. ¿Por qué el tiempo se detuvo?
Pasarán muchos años. Los
estudiantes de una raza nueva y dueña, al fin, de la vieja Tierra, verán su
cerebro en un recipiente especial, con nutrientes y conservadores que lo
mantienen vivo y activo, en las estanterías de un laboratorio de estudios
biológicos de especies extintas, en una universidad de renombre, de una ciudad
muy importante. Todos saben que el cerebro aún siente y se cree conectado a su
viejo cuerpo.
LA MALDICIÓN PERFECTA
Iván Bojtor & Lídia Fedina
La cúpula de Chardien se derrumbó tres veces en un siglo.
Ni los sacerdotes ni los eruditos encontraron una explicación. Supuestamente,
una bruja, mientras la llevaban a la hoguera, murmuró que una maldición oscura pendía
sobre la iglesia porque la construyeron en el antiguo sagrado bosque de roble
de Odin. Pero, ¿quién creería en semejante absurda superstición?
Antes de que Valter von
Drachonstein regresara de Tierra Santa, ya se habían difundido las noticias de
sus hazañas y riquezas. Al dirigirse a su castillo, pasó junto a Chardien con
su séquito y la gente de la ciudad se reunió frente a los muros. Incluso los
constructores de la cúpula fueron liberados por un tiempo para admirar la
extraña procesión. Al frente, dos sirvientes llevaban un escudo de altura humana
con la cabeza de un dragón pintada, el antiguo emblema del caballero. Detrás de
ellos, en una larga fila, conducían a criaturas grotescas con jorobas a las que
ataban grandes sacos. Luego venían carros de mano cargados con cajas. Y al
final, una litera cubierta tirada por doce hombres negros con cara de demonio.
La procesión pasó, los espectadores volvieron a sus asuntos, pero durante días
se preguntaron qué podrían esconder los sacos y las cajas, y por qué el
glorioso caballero no se dejó ver.
Los tesoros de Valter von
Drachonstein fueron inventariados el día antes de su entierro. Junto con platos
de oro, anillos engastados con zafiros, copas decoradas con rubíes, encontraron
tesoros aún más grandes que los mencionados en la escritura: el diente de una
muela de Santa Tecla y el hueso de un dedo meñique de San Cristóbal. El
caballero donó las reliquias a la catedral de la ciudad en su testamento, a
cambio de que su última morada fuera la cripta de la iglesia. Valter von
Drachonstein murió tres semanas después de su regreso triunfal, ya que no solo
trajo consigo tesoros y reliquias de Tierra Santa, sino también una enfermedad
desconocida y mortal que lo mantuvo inconsciente durante días.
Valter von Drachonstein abrió los
ojos. No veía nada. Palpó a su alrededor en busca de su espada. La encontró,
yacía a su lado. Se preguntaba dónde podía estar. ¿En Tierra Santa? ¿En la isla
de Chipre o en alguna ciudad dálmata? No lo recordaba. Algo apretaba su
barbilla. Al alzar la mano, notó una tira de lienzo que estaba atada en la
parte superior de su cabeza. La arrancó. Respiró profundamente. Intentó
incorporarse, pero golpeó su cabeza contra algo y retrocedió. Levantó la mano.
La palma se encontró con una losa de piedra fría. ¿Me han encerrado? No lo creo,
mi espada está aquí. ¡Ah, claro! ¡La maldición! ¡Me han enterrado!
Muchos años atrás se había perdido
en la niebla cuando cabalgaba. Su caballo se detuvo frente a un arroyo, pero no
importó cuánto lo azotara, el animal solo bailó en círculos y luego se adentró
en el bosque. Al llegar a un claro, el caballo se alzó sobre sus patas traseras
y relinchó. Otro relincho le respondió desde cerca. Se dirigió hacia el sonido.
Vio un caballo parado, danzando en el lugar, y a su lado un caballero en
armadura frente a un anciano que estaba arrodillado con las manos atadas. Ellos
también notaron su presencia.
—¡Sálvame, hijo! ¡Sálvame! —gimió
el anciano.
—¡Aléjate, muchacho! —exclamó el
caballero levantando la espada.
—Soy Valter von Drachenstein. Estas
tierras son de mi padre. Solo él tiene el derecho a decidir sobre la vida y la
muerte en este lugar.
El caballero bajó la espada, sorprendido.
—Soy Wolfram von Eisenberg. Viejo
amigo de tu padre.
—¡No le creas! —gritó el anciano, y
el caballero lo golpeó con el puño, dejándolo caer en el césped.
—Este es un hechicero pagano y
blasfemo. Se ganó mi confianza y luego intentó envenenarme. Pero ahora lo
atrapé. Decide tú sobre su destino.
—Estará bien —asintió el chico y
luego apartó la mirada. El anciano, que entre tanto había recuperado el sentido,
se retorció desesperado, pero el caballero esperó el momento adecuado y con un
solo golpe le cortó la cabeza. Luego se volvió hacia el chico.
—Por tu ayuda, te recompensaré. Te
haré famoso y rico. Porque no soy Wolfram von Eisenberg, sino Odin.
—¡Me engañaste! —exclamó el joven,
furioso, agarrando su espada—. ¿Odin? Nunca he oído ese nombre.
—¿Nunca has oído hablar de mí? Soy
el poderoso Odin, el más grande entre los dioses.
Solo hay un Dios, nuestro Señor
Jesucristo. —El muchacho se abalanzó hacia el caballero, pero este desapareció
ante sus ojos, se difuminó en la niebla y ya solo se escuchó su voz.
—Lo que prometí, lo cumpliré. Pero
como me atacaste, experimentarás tu muerte tres veces.
Oh, cierto, como que Dios está en
el cielo. ¡La maldición se ha cumplido! Recordaba cada momento de su horrible
muerte, sin poder separarse de ella, sufriendo. Se acarició la cara: las
úlceras habían desaparecido. En cierto modo, si lo pensamos, se había curado.
La risa brotó de él. ¡La maldición de Odin se convirtió en una bendición!
Resucitó curado... solo queda este cripta, el ataúd de piedra... No importaba,
porque era un hombre fuerte y musculoso. Presionó sus dos manos en la tapa del ataúd,
empujando hacia la derecha, su brazo izquierdo siempre fue más fuerte... Se
esforzó. Siguió con ímpetu... ¡un poco más! ¡Aún más! Pero no, la losa de
piedra no se movía. ¿Por qué no? Después de todo, cuando era niño, los ancianos
solían apartar las tapas de los ataúdes en la cripta para asustarse mutuamente
con sus amigos. ¡Niñez tonta...! Jadeó en busca de aire. Frente a sus ojos,
bailaban círculos negros. Se quedó sin aliento. El ataúd se selló
herméticamente. ¡Me ahogaré!
Su respiración resonó fuertemente
en el estrecho espacio. Se llevó la mano a la garganta, y sintió que algo
húmedo le chorreaba por la nariz y los oídos... ¡Sangre! La tos agitó sus
pulmones agonizantes, su corazón golpeaba furiosamente, la opresión en su pecho
creció. Esos eran los dedos de la muerte... ¡apretando! El ataúd... Con el
último destello de su inteligencia, se dio cuenta de que lo habían sellado con
plomo, cerrando así al mundo la horrible enfermedad que había destruido su
cuerpo. Todo se oscureció.
La segunda muerte.
La aguja de la catedral, como
pateada por un gigante invisible, se desmoronó y cayó. Los testigos habrían
jurado que sucedió despacio, muy despacio, al son de jadeos sibilantes y
amargos. Los sirvientes de Valter von Drachonstein vomitaron horrorizados, como
si revivieran los últimos momentos de su señor. La torre en ruinas rompió la
bóveda de la nave principal de la catedral y arrastró consigo las dos torres
menores, que derribaron el alto frontón triangular de la puerta, y luego
destrozaron la puerta reforzada hasta convertirse en un montón de piedra y
madera, todo lo que habían construido durante veinte años de arduo trabajo. Un
montón de piedras que aplastó con su peso la cripta de la iglesia inferior, creando
una tumba definitiva para Valter von Drachonstein.
Albrecht, el maestro constructor, levantó
la cruz y decidió pedir a la ciudad otro emplazamiento para la nueva catedral, para
que las ruinas quedaran como recordatorio eterno de que no era bueno subestimar
ninguna superstición. Como si respondiera a los pensamientos del buen maestro
constructor, una estrecha columna de humo verde se abrió camino entre los
escombros y la espesa nube de polvo que lo cubría. Al principio, ni siquiera se
notó, pero se fue ensanchando, y arriba, en el aire limpio, bajo las nubes de
lana del cielo, comenzó a condensarse. Al principio, era una mancha
indistinguible en verde sucio, pero luego los dos extremos se alargaron como si
soltara tentáculos. Se alimentaba constantemente del humo que se elevaba de los
escombros, y gradualmente adquirió forma.
Valter von Drachonstein contempló asombrado
la destrucción, y la sensación de triunfo que surgió de laposibilidad de respirar
de nuevo fue reemplazada gradualmente por el horror. Cuando la última bocanada
de humo se incorporó a su cuerpo, se dio cuenta de que había renacido como un
dragón, una bestia repugnante y sedienta de sangre. El conocimiento de que su
yo animal iba a ser el destructor de todo lo. El conocimiento de que su yo
animal iba a ser el destructor de todo lo que había jurado proteger como
caballero se clavó en su alma humana produciéndole una terrible agonía.
—¡Odin, maldito estafador! —gritó,
pero sus labios no formaron palabras y, en su lugar, lanzó una lluvias de fuego,
quemando todo y a todos los que fueron testigos del derrumbe de la catedral.
Luego agitó sus enormes alas y se lanzó hacia los establos, para obtener alivio
para el hambre que lo torturaba devorando sus propios caballos; luego vendrían
los humanos... ya que no sería fácil matarlo. En sus músculos se tensaba la
fuerza de cien elefantes, y su piel lo protegía mejor que las armaduras. Le
esperaban muchos cientos de años de sufrimiento hasta la muerte final y
definitiva que, y no podía hacer nada al respecto, desembocaría en la condenación.
Odin, maestro de la perversidad,
había construido la maldición perfecta.
Título original: Tökéletes átok
Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel
Hartman
ESTRATOS
Manuel Serrano &
Nemo paseó la mirada del rostro de Kirk al gráfico y del gráfico al
rostro de Kirk. No tenía el menor sentido. Todo era tan ridículo que no tenía
objeto decir nada, gritar, tratar de explicar lo inexplicable. En rigor a la
verdad, lo único que podía hacer para remediar la situación era despertar,
abandonar de una buena vez aquella absurda pesadilla. Pero no lo logró.
—Seguirás
dormido hasta que yo lo decida —dijo Loren. Hablaba del otro lado de un espeso
muro de lana.
Nemo
trató de cambiar de sueño. Cerró los ojos con fuerza. Exprimió los puños
cerrados hasta clavarse las uñas. Sacudió la cabeza de forma desesperada.
—Lucha
si quieres, pero no lo lograrás —insistió Loren.
Nemo
se centró en la imagen Kirk, la escudriñó intentando encontrar la respuesta. El
gráfico seguía en el mismo sitio. Ni siquiera parecía modificarlo los cambios
que realizaba Kirk. Sin embargo, algo había cambiado, un detalle nimio, apenas
una pequeña cresta en medio de un mar de valles y montañas. Y eso estaba
directamente vinculado a la existencia de Kirk.
¿Existía
Kirk fuera del sueño? ¿Era una persona real o solo se trataba de una inducción promovida
por Loren para satisfacer las pautas de su aborrecible experimento?
—Si
existo en el sueño, existo —dijo Kirk sorpresivamente—. Toda la materia de los sueños
es tan consistente como un árbol, un gato, una piedra. Deja de serlo solo cuando
nos dejamos engañar por sujetos como Loren.
—El
gráfico indica otra cosa —dijo Nemo.
—El
gráfico es una representación —dijo Kirk—, no la cosa en sí, ¿o acaso crees que
soy el único en este lugar?
—En
este momento sí. Eres fruto de mi imaginación, de mis vivencias y de los
recuerdos. Solo eso.
—Entonces,
¿por qué estás tan preocupado?
—Lo
sabes de sobra. Estás dentro de una de mis fases de sueño y de esa sustancia
estás hecho.
—Ya,
¿y Loren? ¿Acaso existe Loren?
—Loren
no es la cuestión. El problema es que no tienes corporalidad, solo eres una
vocecilla que me roe el cerebro.
La
risa de Kirk retumbó de un modo teatral, afectado.
—Y
si no existo, ¿cómo es posible que sea lo suficientemente poderoso, tan
avasallador que logro impedir que despiertes?
—El
que inhibe mi despertar es Loren —argumentó Nemo, perdido por perdido. Ahora el
gráfico mostraba irregularidades ostensibles y el trazo representaba los
impulsos de un cerebro demente.
¿Podría
manifestar una vida propia dentro del sueño? Nemo no lo creía, sin embargo,
allí estaba esa lectura que le inquietaba. Si conseguía entretener a Loren
quizá pudiera sacarse de encima a Kirk. No le gustaba el cariz que estaba
tomando la cosa; cada vez se manifestaba de manera más locuaz y violenta.
—No
apeles a Loren —señaló Kirk sabiendo lo que pensaba—. Él no está disponible en
este momento. Ahora mismo somos tú y yo. Un ente de tu imaginación y tu
imaginación en el sueño.
—Estás
equivocado. En tanto y cuanto puedo evocar a Loren, Loren no se ha retirado. Es
más: empiezo a pensar que tu existencia, aún la ficticia, es ficticia. Tu
existencia está hasta tal punto ligada a Loren que estoy casi seguro de que
eres un alter ego de ese científico loco.
—¿Científico
loco? Parece que leíste demasiados tebeos…
—¿Tebeos?
—Nemo sintió unos incontenibles deseos de reír, pero pudo contenerse y completó
el pensamiento—. Solo los españoles les dicen “tebeos” a las historietas, a los
comics, lo que demuestra que eres una marioneta de Loren. Si miraras tu
documento de identidad vería que dice “José Luis Loren García, nacido en
Zaragoza el 11 de abril de 1959”. Kirk no existe y no existirá jamás.
Fastidiado,
el ciberneurólogo José Luis Loren García, presionó el interruptor que ponía fin
al experimento. Nemo era un sujeto insufrible y esa era la novena vez que
frustraba la secuencia. Tendría que ser más cuidadoso.
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