martes, 23 de enero de 2024

CUENTOS AL CUADRADO - PRIMERA ENTREGA

Se abre una nueva sección en el blog: cuentos escritos "a cuatro cabezas". Si alguna vez los sorprendió el hecho de que dos o tres personas puedan ponerse de acuerdo para escribir una ficción, aquí tienen tres ejemplos de que esa marca puede superarse.






LAS CARTAS DE LA SEÑORA SORROW

Itzel Alejandra Flores García, Laura Irene Ludueña,

Luisa Madariaga Young & María Elena Rodríguez

 

Alabama, 5 de septiembre de 1943.

Mr. Edward Beaton

California

Estimado Sr. Beaton;

Se extrañará de recibir esta carta después de tantos años. Sé que usted me ha buscado todo este tiempo que tuve que vivir huyendo y que no entiende por qué no hice la denuncia aquel día.

Tuve miedo cuando entraron armados a la tienda, les di todo el dinero.

¿Sabe por qué no llamé a la policía?

Porque usted es el hijo del único hombre que amé. Sí, Edward, en ese tiempo su padre y yo vivíamos un gran amor a escondidas. Y no quise darle ese disgusto; usted era muy joven.

“Ya cambiará”, pensé.

Cambió… para mal; mandó a perseguirme, así que me mudé lejos.

Acá me casé y tuve una hija: Linda, esa mujer con la que usted quiere casarse.

Sí, ya sé que ella le ha dicho que no estoy bien, que paso el día ebria, que colecciono esqueletos de ratones y solo muestro amor por los gatos y que prefiere no verme.

Pero yo la amo, Edward, aunque me vean así, bebiendo y sola. Con usted no va a ser feliz; sé cómo consiguió su fortuna. Linda nunca lo aprobaría y si se casan, créame que se va a enterar. ¡Sí! ¡Es una amenaza!

Por eso le ruego, por el amor que su padre me tuvo, por el amor que le dio a usted, piénselo, suspenda ese casamiento, mi hija merece un futuro mejor.

Por último, no le hable nunca de esta carta.

Perla Sorrow

 

Mississipi, 7 de octubre de 1943.

Mr. Edward Beaton

California

De mi consideración;

Veo que no se ha dignado a responder mi carta. Me da la impresión de que no dio crédito a la amenaza que le hice, así que le aclaro que tengo en mi poder una serie de reportes que conseguí y seguramente le serán de gran ayuda a la justicia si se los entrego. Todos los “negocios” que usted tiene están aquí, con datos duros. Un archivo de varios años.

Le advierto, Edward, soy paciente; usted lo sabe. Estuve con su padre en los tiempos difíciles en los que la madre de usted fue declarada maniaco-depresiva y la ingresaban al hospital psiquiátrico una vez por semana para practicarle electro shocks. Sé que usted sabía que era conmigo con quien él lograba tener el remanso de tranquilidad que necesitaba para no volverse loco también. Quizás eso fue lo que detonó su resentimiento hacia mí. En fin, eso ya no importa.

Le escribo nuevamente después de un mes porque quiero reiterarle la urgencia de que deje en paz a mi Linda.

Mi paciencia tiene un límite y mucho más si se trata de luchar por la felicidad de ella.

Le doy cinco días para responder, de lo contrario llevaré los documentos a la comisaría para presentar una denuncia formal en su contra; los medios de comunicación se encargarán del resto.

 

Perla Sorrow

 

PD

Recuerde no mencionarle nada a Linda de estas cartas. Ella jamás debe enterarse; su vida correría peligro.

 

 

 Jackson, 30 de octubre de 1943

 

Mr. Edward Beaton

Cárcel de Alcatraz

Edward;

Fiel a mi palabra, aún tengo en mi poder la documentación que lo condena. Llegaba a Jackson para entregarla, cuando me enteré lo que le había pasado. Mencioné su nombre, y una pregunta por aquí y otra por allá me anoticiaron de los hechos. Me consta que cortó su relación con Linda. Hoy llora convencida de su regreso, pero lo superará.

Ha tomado la decisión correcta, mi hija merece un hombre que la ame y no digo que usted no lo haga, pero no es necesario aclarar que le ha mentido siempre. Y mi Linda no tolera la mentira, necesita un amor limpio, transparente, que no oculte una vida oscura signada por la violencia, la ilegalidad y las persecuciones. Sé que lo han herido mientras atracaba un banco con su banda, y es por eso que no volvió a verla. Puede ser que esté muy enamorado de ella; quienes viven en la oscuridad se deslumbran con la inocencia de un alma pura.

Celebro que mi hija desconozca lo que ocurrió; es muy triste saber que amamos a la persona equivocada. No seré yo quien le relate la verdad de los hechos. Hace tiempo que no respeta mis opiniones. A usted le deseo que se recupere, pero que cumpla su condena como su padre hubiera querido.

Sepa que no le guardo rencor, quizás le escriba alguna vez como lo hubiera hecho su padre si viviera.

 

 Perla Sorrow

 

 

Washington DC, 26 de diciembre de 1943

Mr. Edward Beaton

Cementerio Arlington.

 

Finalmente logré obtener de usted la confianza que necesitaba para materializar mi plan B si mis amenazas no surtían efecto. Poseía demasiado dinero, poder e influencias como para permanecer tanto tiempo encarcelado.

Salir de la cárcel e ir en búsqueda de mi hija no le tomó excesivo tiempo y yo ya le había advertido que no lo hiciera. No importa que en sus últimos momentos me jurara por todo lo que existe en este mundo que su amor por ella era verdadero; Linda se decepcionaría mucho cuando supiera la verdad oculta tras su máscara de hombre respetable.

Pero vayamos al grano, pude engañarlo cuando le ofrecí una tregua por Navidad y que por amor a Linda le entregaría toda la información que mantengo en mi poder. Esta vieja alcohólica lo tenía todo planeado. Es una lástima que el primer golpe en la cabeza solo lo dejó atontado, pero mirándolo del lado positivo, eso nos dio la oportunidad de mantener una larga conversación, que no nos llevó a ninguna parte ni tampoco cambió para nada mi decisión: una muerte por asalto que quedará impune como todos sus delitos.

Quiero que sepa que luego del funeral, Linda recibió la documentación; a estas horas ya lloró lo suficiente por el desengaño, la recompensa es que me pidió olvidar su rechazo hacia mí y volver a vivir juntas.

Descanse en paz. Nos volveremos a ver en el infierno.

 

Perla Sorrow

  





ZONA DE CONFORT

Lidia Inés Nicolai, Guillermo Corte,

María Elena Rodríguez & Sergio Gaut vel Hartman

 

Leticia Funes Arregui es, por naturaleza, la clase de mujer que cree conocer la vida, la mecánica de la sociedad humana y los efectos que las conductas producen en las personas; pero está al tanto de todo eso en su versión frecuente, delimitada por las razones más trilladas y banales. La visión de esta noble dama está definida por la clase social a la que siempre perteneció, al colegio privado –muy caro– al que concurrió y en el que se graduó, y a las amistades que supo cultivar a lo largo de su existencia. Ahora, a punto de cumplir sus primeros setenta en un tiempo en el que es posible cumplir unos segundos setenta, empieza a sentir que la soledad puede ser una carga, que la superioridad sobre los seres comunes contiene algo malsano en su esencia y que se ha privado de varias cosas que la máquina humana suele reclamar como necesarias.

Es en este preciso instante de la vida de Leticia Funes Arregui que, inesperadamente, irrumpe una mujer explosiva, inquieta, desconcertante y en cierto modo perturbadora. Violeta Mieses se presenta como una decoradora recomendada por el agente inmobiliario que se dispone a poner en venta la casona en la que vive Leticia. Pero Leticia argumenta que jamás pensó en mudarse de su casa, que no conoce a ningún agente inmobiliario y que, es obvio, Violeta está equivocada.

—No estoy equivocada —dice Violeta con súbita vehemencia, poniendo su cuerpo de tal modo que impide que Leticia cierre la puerta.

—Oiga, si quisiera enajenar esta casa, tenga por seguro que sería plenamente consciente de ello —argumenta la propietaria, usando una jerga compleja, especialmente seleccionada para demostrar a su interlocutora la distancia cultural que, presupone, existe entre ambas. Exhibir superioridad sobre aquellos seres que consideraba vulgares siempre la había producido un extraño deleite.

Pero a Violeta los dardos intelectuales no podrían importarle menos; su modus operandi siempre se ha caracterizado por el avasallamiento y la indiferencia. Ante la duda, siempre escoge el camino más conflictivo; prefiere revolver las aguas todo lo que sea posible, para luego, en el caos, ganar terreno sobre los otros. Violeta ve la vida como una lucha constante y eterna, donde las demás personas son su alimento; esa siempre ha sido su zona de confort.

—Señora, puede ser que usted no lo recuerde, es muy común en personas mayores —se mofa, adrede, mientras empuja aún más la puerta.

La señora Funes Arregui, por supuesto, no está acostumbrada a ese tipo de destrato. Este extraño personaje ha irrumpido en su vida abruptamente, arrastrándola fuera de su espacio de seguridad. Su mente se rehúsa a sentir miedo, porque sería un miedo impuesto por alguien a quien juzga claramente inferior y esto representaría una contravención a las leyes universales en las que Leticia cree firmemente. Tampoco piensa pedir amablemente que le permita cerrar la puerta a alguien que no lo merece, pero no tiene la fuerza física suficiente para empujarla fuera de la entrada. La situación realmente la supera; por un momento siente que va a gritar, lo que sería impropio de ella o a desmayarse, cosa que tampoco le pasa por no saber resolver una situación.

―Acompáñeme, charlemos en el jardín ―se escucha diciendo de pronto, al tiempo que  señala la salida hacia el patio. Se sientan bajo la sombra de un gacebo, junto a la piscina.

―No puedo demorarme mucho ―dice Violeta―, tengo otras casas que visitar.

―De acuerdo ―asiente Leticia, pensando que es mejor no contrariarla―; ahora permítame explicarle que está usted confundida, yo no he solicitado una decoradora ni tampoco vendo esta casa. Veamos la dirección que le han dado.

La otra mujer saca su teléfono móvil y le muestra a Leticia un chat de WhatsApp intercambiado con Inmobiliaria del Plata. Allí se lee claramente su nombre y dirección junto a la recomendación de visita para evaluar remodelación.

Leticia piensa que es una broma o peor aún, un intento de estafa. Sin embargo, no lo manifiesta: una voz interior le recuerda que no se siente muy feliz últimamente y quizá está ante la oportunidad de conocer mejor a una mujer que, intuye, disfruta de la vida más que ella.

―¿Quieres un refresco? ―ofrece.

Violeta acepta, se reclina en la hamaca; es agradable estar en ese jardín, el aroma de los jazmines le da una paz que no recuerda sentir desde hace tiempo y la dueña de casa no parece ser el tipo de persona que le habían dicho.

De manera que decide olvidar a qué había ido.

—Una casa hermosa.

—Gracias, hermosa, pero demasiado grande para mí sola —Leticia se sorprende hablando de más. Pero ya lo ha dicho, volverse atrás sería ridículo.

Violeta nota la incomodidad de Leticia. Ve a una mujer muy atractiva apresada por las convenciones sociales. Y, lejos de su habitual proceder no va a atacar por el lado flaco de Leticia.  Es una mujer interesante, como hace mucho no conoce.

      La dueña de casa observa a Victoria, que pasea sus ojos por la piscina. Piensa que seguro pasó penurias económicas y esa casa constituye un verdadero palacio. Logra dominarse, no dice que para ella es una cárcel de cristal. Se descubre enternecida y sus pensamientos… ¿es que le gustaría ser esa mujer? Creo que estoy volviéndome loca, piensa, pero dice otra cosa.  

—Seguramente le gustaría vivir acá. —¡Otra vez la lengua se le aflojó, como si fuera una chiquilla! Entonces se lleva la mano a la frente, acaba de darse cuenta de a quién le recuerda Victoria. Es la viva imagen de María, la hija de la cocinera que tanto amó, solo que con cuerpo de adulta.  El rincón de la cocina de sus encuentros furtivos se le presenta vívido.  

Se le cae la copa. Victoria sale de su éxtasis visual con un sobresalto, y se pone de pie al instante.

—No se preocupe —dice Leticia girando la cabeza—. ¡Marta!

Unos segundos después una Marta de cofia y delantal barre los cristales rotos.

—Dígame a qué ha venido.

—Sí. Vine a… Ya no tiene importancia. Vine para que nos conociéramos.






EL EXTRAÑO MUERTO

Laura Irene Ludueña, Gastón Cuaglia

Rafael Martínez Liriano & Sergio Gaut vel Hartman

 

Al llegar al pie de la colina, y mientras reunía fuerzas y aliento para emprender la siguiente trepada, vio algo que le congeló la sangre. Detuvo la marcha y se acercó. Junto al sendero había un cadáver. Se acercó más y notó que se trataba de un hombre vestido de esmoquin. Era incongruente, absurdo. Innumerables insectos le cubrían el rostro y las manos, aunque si hubiera podido ver el resto del cuerpo estaba seguro de que cientos de especies se habían hecho el agosto depredando los tejidos del infeliz. Conjeturó que el cadáver llevaba allí dos días, tal vez tres. ¿Cómo no lo había visto nadie? Si bien el sendero no era de los más concurridos de la región no era lógico que ningún senderista hubiera pasado por allí. De pronto lo asaltó una idea que podría haber explicado la situación: el sujeto había muerto en otro lado y alguien lo había arrastrado hasta ese lugar. Se acercó un poco más. Imaginó que era un médico forense tratando de determinar la causa de la muerte del pobre hombre. ¿Lo habrían asesinado o murió por un ataque cardíaco? ¿Qué sentido tenía ir a caminar por el monte vestido de esmoquin? Como los muertos no le producían aprensión ni asco, se animó a mover el cadáver. Apenas lo hizo, se produjo una gran desbandada de alimañas. Mejor no lo toco, se dijo. Si el sujeto había sido asesinado sus huellas estarían marcadas en algún sitio y eso podría incriminarlo. ¡Había visto demasiadas películas y series! Lo movió con el pie mientras lo examinaba visualmente.

El cadáver parecía haber desarrollado un ecosistema propio. Moscas, mosquitos, escarabajos, hormigas, arañas y ácaros se estaban haciendo un verdadero banquete cadavérico. Qué contradicción pensó. Después de la muerte lo que más había era vida, si se tenía en cuenta la cantidad de bichos que se estaban alimentando del pobre muerto. Lo debían haber traído de alguna manera hasta ese lugar, porque un smoking no es la prenda apropiada para hacer senderismo, se recordó a sí mismo mientras decidía qué hacer. Tenía bien en cuenta las indicaciones que daban para los que hacían caminatas por la zona, en caso de un accidente. Primero mantener la calma y auxiliar a la persona herida. Estaba sereno y el sujeto no estaba herido sino bien muerto. Después habría que avisarle a la autoridad policial más cercana. Era lo que estaba haciendo y, como nadie contestaba, dejo un mensaje señalando el lugar para que los rescatistas lo localizaran fácilmente. Los esperaría, no podía seguir y dejar al pobre tipo solo. Aunque así lo encontró. ¿Cómo habría llegado hasta ahí? Del cielo no cayó porque vería un pozo en la tierra y no lo había. ¿Lo habrían llevado en un todo terreno de esos que usan los que hacen turismo de aventura? 

Dos horas después de que hubo dejado el mensaje, la policía no había aparecido. Empezó a preocuparse, pronto se haría de noche y no tenía la menor intención de pasarla allí, velando el maltrecho cuerpo de un muerto desconocido.

Pasó otra hora y ni señal de las autoridades; estaba cansado de estar en medio de la nada con un cadáver y un montón de alimañas por única compañía. Le habría sido más fácil irse y dejar aquel muerto atrás, pero algo se lo impedía, una especie de lealtad si se quiere; a nadie le gustaría saber que su cuerpo yace olvidado a un costado de un camino. De pronto, la melodía de un teléfono rompió el silencio de la escena, el sonido provenía del cadáver, de uno de los bolsillos del pantalón para ser exactos. Como pudo, con mano temblorosa, se ingenió para sacar el aparato, que había dejado de sonar. Por fortuna aún conservaba carga, luego de varios días. Lo limpió, ansioso por explorar el texto del mensaje y pensando que en circunstancias normales no examinaría el teléfono de otra persona, pero estas no eran circunstancias normales; tal vez allí encontrara las claves sobre la identidad del cadáver. Obviamente, el aparato estaba bloqueado, pero por suerte lo pudo desbloquear usando la huella digital del muerto. Unos segundos después apareció la imagen de un hombre relativamente joven y una niña, abrazados y sonriendo como si estuvieran viviendo toda la felicidad del mundo. En las redes pudo averiguar que el muerto se llamaba “Lázaro” y en la casilla de mensajes encontró una posible razón de su muerte. El primer mensaje, con fecha de dos días atrás, decía:

Lázaro: Todo listo para esta noche.

El siguiente mensaje decía:

Pam: Mi marido lo sabe todo, huye con Natalia.

Maldición, a este lo asesinaron, pensó. ¿Quién será Pam? Debe ser alguien llamado Pamela, y Natalia quizá sea su hija. El marido, sin nombre aún, sería el primer sospechoso en una serie televisiva de crímenes.

Sin saber cómo actuar, y mientras el sol comenzaba a apagarse, no aguantó la tentación e hizo una recorrida por las otras aplicaciones del celular y la galería de fotos.

La rápida visita por las imágenes le estrujó el corazón. Las fotos, vistas cronológicamente, mostraban al sujeto de esmoquin en una fiesta, dos días atrás, junto a dos mujeres, ¿Pam y Natalia? Además, había unas imágenes del sendero montañoso, borrosas y fuera de foco, como tomadas a la carrera, sin querer. Pero más hacia atrás había cerca de tres mil fotos, con el mismo hombre en casi todas. Lo extraño, ¿un truco fotográfico?, era que evidenciaban ser muy antiguas, anteriores al año 2000, probablemente. Había fotos del Mundial de Fútbol de 1978, y más atrás, entre muchas otras, vestido con el mismo esmoquin, el individuo ese en el Zeppelin Hindenburg. La foto había sido tomada el 6 de mayo de 1937 y era la primera imagen de la galería.

Al llegar a este punto, el aparato comenzó a brillar y vibrar, una luz verde que brotaba de la pantalla tiñó el lugar. Fue el momento elegido por el hombre del esmoquin para comenzar a convulsionar y retorcerse; se incorporó y sin mediar palabra tomó bruscamente el celular y huyó a la carrera. A lo lejos se divisan las linternas de dos policías que se acercaban. El senderista corrió detrás de Lázaro, aunque supo de inmediato que no lo iba a alcanzar. Nadie lo había alcanzado en dos mil años.


Los autores: Itzel Alejandra Flores García, Laura Irene Ludueña, Luisa Madariaga Young, María Elena Rodríguez, Lidia Inés Nicolai, Guillermo Corte, Gastón Cuaglia, Rafael Martínez Liriano & Sergio Gaut vel Hartman. 

 


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