Esta nueva entrega de LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (ficciones a tres cabezas) contiene once cuentos escritos por veintitrés autores.
LA QUE ESPERA
Fernando Andrés Puga
Jorge Etcheverry Arcaya &
Javier López
Cada tarde, cuando empieza a anochecer, Penélope se levanta y desanda
las tres cuadras que la separan de la casa. Mañana volverá al mismo banco,
sobre el mismo andén, a la misma hora. Yo la conozco. La veo pasar cada día por
la puerta de la tintorería y la saludo con una sonrisa. Ella me la devuelve, indefectiblemente. Sospecho que hoy sucederá lo inesperado. Algo en el aire me
dice que hoy alguien bajará del tren y la sorprenderá.
Y
sucede. El corazón me salta en el pecho. Atado a este trabajo que me familiariza
con las prendas de niñas intocables que así me revelan sus intimidades, soy una
especie de voyerista. Esta vez ella entra, saca un vestido con encajes e
incrustaciones que deposita sobre el mostrador. Puedo ver la llegada del tren,
su breve parada aquí, donde no suben ni bajan pasajeros. Pero hoy, desciende un
hombre flaco e impreciso, con una guitarra. El tipo toca unos acordes mientras
canta “Penélope, con su bolso de piel marrón y sus zapatos de tacón y su
vestido de domingo”. Ella inmediatamente se vuelve y mira hacia atrás, lo
reconoce y corre hacia él. Se ha dejado el vestido que venía a arreglar. Lo
huelo. Su olor me embriaga y se apodera de mí como dueño impío.
Cada
tarde, cuando empieza a anochecer, busco con la mirada a Penélope sentada en el
andén. Dejó su aroma, pero he perdido su presencia.
LANGOSTINOS TURCOS
Claudia Lonfat
Daniel Alcoba & Sebastián Ariel Fontanarrosa
Santo Murad era muy exigente con sus comidas, solo aceptaba platos gourmet. A cada una de sus amantes, en lugar de joyas o perfumes, le obsequiaba un curso de cocina con algún chef de moda. Luana, que era una mujer práctica, le pidió a Santo un viaje a Turquía para hacer un curso de comida típica, sobre todo el uso de sus aromáticas especias. Santo no se pudo negar.
Un mes después Luana regresó de Estambul entusiasmada por todo lo aprendido; y segura de sí misma.
Santo, descendiente de un general otomano fusilado por Kemal Ataturk, fiel a su ascendencia turca añoraba el imperio perdido, de modo que cuando Luana, en la comida del reencuentro, le sirvió langostinos turcos, se emocionó hasta las lágrimas. Y quince minutos después de comérselos tuvo una erección urgente que puso fin a la cena. Para el café de la despedida Luana le sirvió pastellilos sirios y lukums preparados según auténticas recetas arcanas de brujas sopladoras.
Entre besos, bocados, escuchando Simply Red con su “Si no me conoces ahora”, Santo aceptó viajar con ella a Estambul.
Decidieron navegar sobre el Mármara. A cada noche los deseos menguaban. Él comenzó a engordar, ella a encerrarse padeciendo la insufrible metamorfosis de sus piernas.
Un tormentoso atardecer el tonelaje de Santo inclinó el yate produciendo el naufragio. En las profundidades Santo estalló en una galaxia de exquisitos crustáceos, sustento para Luana, ahora la única sirena de su harén.
LA MECEDORA
Rolando José Di Lorenzo
Lucila Adela Guzmán & Fernando Andrés Puga
En el huerto reseco y olvidado, las verduras dejaron de ser verdes, las zanahorias dejaron de crecer, igual que los tomates, que luego de ponerse amarillos, se amarronaron y cayeron inertes. Don Ramón veía todo eso, no lo ignoraba, pero algo lo ataba a su silla hamaca, compañera de toda la vida. Algo lo retenía y le impedía volver a ser el que había sido. El almanaque había dejado de marcar los momentos de la siembra y los cuidados que el hortelano solía brindar al huerto fueron cedidos a los caprichos de la intemperie. ¡Ay! Ramón y su enfermizo apego al vaivén de la mecedora. Fue tarde cuando intentó huir del sopor y la modorra. Tarde entendió que esa pelusa verde que asomaba desde los poros abiertos de su piel curtida eran microscópicos tallos.
La humedad del rocío había inundado las raíces encarnadas y el sol, desplegando sus virtudes, había entibiado los minúsculos brotes que, hinchados, tiernos y jugosos crecían a sus anchas.
Hoy Inesita vino a visitar a don Ramón. No pudo encontrarlo. Tampoco a la vieja mecedora. En su lugar, una planta desconocida alargaba sus ramas hacia ella.
—¡Pero estas hojas tienen forma de hamaca! — se sorprendió—. ¡Y parecen tener ojos en el envés! ¡Igualitos a los de Don Ramón!
Una honda somnolencia la envolvió de repente y cuando quiso acordarse las ramas del arbusto la abrazaban hasta hacerle perder la respiración.
Afortunadamente no alcanzó a gritar.
MEANDO FUERA DEL FRASCO
Daniel Alcoba
Claudia Isabel Lonfat & Juan Manuel Montes
Cuenta mi verdulero chino (de haberlo oído de su padre, capitán del Ejército Rojo) que el Compañero de Armas de Mao Zedong, Lim Piao, era tan devoto de la orinoterapia, es decir, de tratar las enfermedades y heridas bebiendo la orina propia en grandes dosis, que cuando las columnas del ejército rojo llevaron la ofensiva hasta Beijin (1949). Lim Piao envió una compañía a recuperar la orinoteca de su estado mayor que habían olvidado en un cuartel de la provincia de Ju Nam.
La orinoteca fue instalada en un subsuelo especialmente construido para mantener las condiciones de seguridad. Allí, cada frasco contenía la orina de sus mejores guerreros: el ADN de un ejército invencible y perfecto. Pero Lim Piao sabía muy bien que también podría ser otro el provecho que podían obtener de la orinoteca. Como llegar hasta el despacho del General, conocido como “El carnicero”, no resultaría nada fácil, le indicó a un grupo de agentes dobles que se infiltraran y sustituyeran con líquidos de sus propios soldados, los frascos de la orinoteca de los generales enemigos.
La mañana en que Lim Piao avanzó sobre Pekín, no encontró resistencia. Las tropas del ejército Nacional, apostadas para detener el avance de los Comunistas llamaron al despacho de los generales pero no recibieron orden alguna.
Las guerras civiles o también llamadas guerras intestinas, tienen muchas variables.
VEGA,
IDA Y VUELTA
Franco
Ricciardiello
João
Ventura & Sergio Gaut vel Hartman
Cuando la nave
aterrizó en un campo de las afueras de la capital, el lugar se llenó de gente
temerosa que percibía algo familiar en el aspecto del vehículo. El humo se disipó,
se abrió la puerta, apareció un ser que se quitó el casco y agitó una mano.
—¡Pueblo de Vega, traigo un mensaje de
paz de la Tierra!
Era mi hermano Roberto, que había
partido diez años atrás en una misión interestelar.
—¡Idiota! —gritó alguien a mis
espaldas—. ¡Equivocaste el rumbo y estás de regreso en la Tierra!
Enviar la astronave había costado una
fortuna, por lo que todo el mundo estaba muy enojado y las autoridades tuvieron
de intervenir para que Roberto no fuera linchado. El asunto fue remitido al
Supremo Tribunal, que después de discutir durante un año, decidió reenviar al
astronauta, pero ahora acompañado por un perro, en realidad un superperro
desarrollado por ingeniería genética, lo que impediría que se comportase como
un idiota y garantizaría que la misión de contacto con Vega fuera completada.
Diez años después fui testigo del
segundo arribo de mi hermano. El superperro nos garantizó que el mensaje de paz
había sido entregado, y que los habitantes de Vega lo habían comprendido a la
perfección. La mala noticia era que los veganos estaban muy disgustados con
nuestros hábitos alimentarios y que iban a desinfectar la Tierra, exterminando
a los diez mil millones de seres humanos porque no soportaban la idea de que
fuéramos unos asquerosos comedores de cadáveres.
HISTORIA DEL CAOS
Alejandro Bentivoglio
Marcela Iglesias & Lidia Nicolai
Hay ejércitos que construyen paredes a velocidades incalculables. La idea es rodear las casas para que nadie salga de allí. Aislar a cada hogar. No se sabe por qué el emperador no ha decidido directamente rodear el imperio de muros, pero sus designios son inescrutables, además de absurdos. Los soldados ponen piedra sobre piedra, pero encuentran la resistencia de los que viven en el interior de las casas que, al ver que están siendo rodeados, reaccionan de formas violentas que deben ser reprimidas lo cual produce masacres que hacen innecesarias las construcciones circulares de piedras ya que no hay quién quede vivo por emparedar. Esto hace que la perfección de los círculos que plantea el emperador quede reducido a una batalla campal en el que se ponen piedras, pero otras piedras son arrojadas desde el interior de las viviendas. Es decir, las piedras se intercambian de un lugar al otro y el imperio se va volviendo un caos de pedradas y entrechoques de espadas. El consejero del emperador le dice que debe ceder, que debe terminar con esto. Pero el emperador no quiere saber nada del asunto. No puede retroceder porque sus designios son incuestionables y un emperador no puede equivocarse. El consejero le dice que no esté tan seguro. Que si un emperador puede ejercer todos los aciertos, también debería ser capaz de todos los errores. El emperador dice que si un emperador fuese todo también sería nada y que eso generaría un caos. El consejero objeta que ya están en el caos.
—¡Lleven al consejero a observar la construcción de los muros! —grita airadamente el emperador, cansado de los argumentos de su consejero.
¿Conque estamos en el caos? Ya va a ver este consejero lo que le espera, piensa el emperador mientras hace un gesto a uno de los soldados para que se lo lleve…
El consejero, impasible, se deja arrastrar hasta las barracas de los soldados. No esperaba encontrar tanto orden y prolijidad. Las instrucciones del emperador se siguen al pie de la letra. Todo se realiza con orden y a tiempo, como si de un ballet se tratara. Es algo que sorprende al consejero. Siempre ha pensado que el emperador no es consciente de las órdenes que da.
Le llama la atención que los soldados apenas se miran a los ojos entre ellos. No se hablan. Nada más cumplen órdenes. Solo así se puede entender que puedan construir esos muros circulares sin importar la vida de los encerrados.
Nuevamente alistan una misión de levantamiento de muros. Todos están ocupados en sus respectivas tareas. El consejero pregunta, aconseja, estorba. Finalmente es dejado atrás. Nadie le habla, nadie lo mira. Todos cumplen con su trabajo y nadie debe oponerse.
Llegan a un nuevo poblado. Escogen la primera casa. Piedra sobre piedra, en forma circular. Los habitantes están dormidos, todavía no se dan cuenta. Un perro ladra, otro le sigue. La gente se levanta y se da cuenta de lo que sucede. El consejero mira aterrado la escena
EL FENÓMENO
Laura Irene Ludueña
Marcela Iglesias & Joyce Barker
Nada al verlo podría indicar que fuera diferente a los demás. Tenía estatura promedio, ni muy gordo ni muy flaco. Sus facciones eran comunes. Nada que pudiera indicar su diferencia. No se destacaba en nada. Su desempeño escolar le había permitido pasar desapercibido desde la infancia. No hablaba más de lo necesario y su tono de voz no era diferenciable. Sonaba como cualquier otro.
Su ropa no parecía vieja, pero tampoco era nueva. Su corte de cabello era el que llevaban todos los hombres en su entorno.
Ni siquiera tenía un nombre pegajoso o rimbombante: un simple Juan Pérez.
Era un hombre, a todas luces, común. Al menos, así lo creían todos.
Juan Pérez quería que se mantuviera de esa forma. Toda su vida se había esforzado para que nadie se diera cuenta de su diferencia. Aunque cada vez le estaba costando más mantener el secreto.
Los niños de su vecina ya comenzaban a hacerle preguntas. Tantas, que hasta estaba pensando seriamente en cambiar de barrio. Pero lo detenía el hecho de que ser el nuevo en cualquier lugar llamaría la atención. Para evitar los encuentros con estos niños impertinentes había empezado a salir más temprano y llegar más tarde.
Para Martín, el vecinillo más curioso y entrometido, esos cambios de rutina no pasaban desapercibidos. A pesar de su inocencia, lograba notar que este hombre escondía algo y se había prometido a sí mismo que lograría develar el misterio.
Sus diez años llenos de curiosidad no lo habían preparado para lo que estaba a punto de descubrir.
Una tarde, aprovechó para esconderse en uno de los recovecos de la terraza de manera de tener acceso al departamento de Pérez. No se veía todo por supuesto, pero sí buena parte del dormitorio y del living. Se hacía noche y tenía frío, pero Pérez, no aparecía. Le preocupaba que llegara su mamá y pregunte por él. Recién ahí su hermana se daría cuenta de que no estaba, la había dejado hacía una hora enfrascada en un chateo con su novio nuevo. De pronto, se encendió la luz del departamento. Lo vio en el living, sacándose el saco y apoyando el maletín en una mesa. De ahí desapareció por unos minutos hasta que apareció en el dormitorio. Se sacó la camisa, parecía estar todo vendado, como una momia. Cuando terminó de desenroscar las vendas de momia, se dio vuelta y saltaron dos tetas más grandes que las de su abuela. ¡No podía ser! Después se sacó el pantalón, ¡usaba bombacha! Tenía que irse, pero no podía dejar de mirar, ¿Pérez era una mujer o un hombre con cuerpo de mujer?
Mientras el vecinito se debatía en su análisis, Juan reflexionaba sobre lo que dirían en el barrio o, en la Compañía donde trabajaba, si supieran que se definía como “no binario”. La verdad, era que adhería a un espectro más amplio que lo puramente masculino o femenino. Creía en la fluidez del género y no, en compartimientos rígidos definidos por una sociedad hipócrita. No obstante, se sentía un desertor y, a los desertores, se los desprecia. Eso hacía su familia.
Martín escuchó que su hermana lo llamaba: había llegado su mamá. Rápidamente salió de ese rincón de la terraza, pero al hacerlo, tropezó con un enorme macetero, que se quebró al caer. Juan, al escuchar el ruido, se cubrió el cuerpo con una manta y se apresuró en cerrar las cortinas, pero al hacerlo vio a Martín, aunque no lo reconoció. El niño sonrió con malicia señalándose el pecho. Derrotado, Juan apagó las luces y se desplomó en el bergere. Ahora tendría que aguantar las mofas del barrio, quizás la violencia verbal de un fanático religioso o incluso, algún ataque homofóbico.
Martín corrió a su departamento. Se quitó rápidamente el vestido elasticado de su hermana mayor. Pero luego de un momento frente al espejo, se lo volvió a poner. No quiero esconderme como mi vecino, pensó. “Seré como un ángel, ellos son raros como yo”. Pero a los pocos días de haberse presentado como Martina ante su familia, falleció al beber cloro por accidente: estaba en una botella de jugo. Todo el vecindario lamentó la muerte de Martín y fueron a despedirse del niño a la iglesia y al cementerio, hasta Juan asistió unos minutos, pero no sabía que se trataba de la muerte del niño que lo espió. La madre de Martín prefirió no ir al funeral: debía borrar las últimas evidencias del “accidente doméstico” de Martina, el nombre que no quiso oír nuevamente.
BUSCADO
Ada Inés Lerner
Rolando José Di Lorenzo & Carlos Enrique Saldívar
El hombre amaneció tenso, sabiendo que el pasado lo esperaba detrás de la puerta, lo espiaba por las rendijas de la persiana. Ella era el pasado, ella y él, el traidor, su viejo amigo. Ya había actuado, ya se había vengado y ahora esperaba las consecuencias. Pero había decidido no hacerla fácil para ninguno, lucharía hasta el fin. Los monstruosos vigilantes y centinelas de la noche lo buscaban, olfateando el poco aire que quedaba y moviendo sus ojos de fuego. Seres malvados que hacían su aparición como los espíritus malignos paseaban libremente. Esta luz se veía en la pared más lejana, atormentándolo, él pensaba que eran las almas en pena de sus crímenes que no lograban llegar al cielo. Y se despertaba todo sudado y pálido. Una vez escuchó pasos en la habitación... no había un farol, era lo único que tenía para alumbrar, él estaba tapado con las sabanas, la casa quedaba oscura, alguien lo miraba muy de cerca... No pudo soportarlo, se levantó, buscó en su mesa de noche, sacó la pistola y colocó las balas. Estaban cerca, ¿habrían entrado, por el techo, por alguna ventana? ¿O aún no penetraban? No esperaría, ya los había matado una vez. Ahora abría la puerta, apuntaba con el revólver a la noche. Los seres reencarnados se abalanzaron contra él. Su ex amigo, un perro enorme, le mordió el cuello con fiereza. Ella, un cuervo, le hundió el pico en los ojos.
BLANCO, MUY BLANCO
María
Elena Rodríguez
Laura
Irene Ludueña & Hernán Bortondello
Vio entrar señora tan blanca, muy más que la nieve fría.
Romancero
A los cinco
años sentí por primera vez el miedo a la muerte y la sensación de soledad que
desgarra el vientre.
Ese día pasó un furgón blanco cubierto
de flores por la carretera frente a mi casa. Me impresionó el blanco nítido del
carruaje, los velos de tul que lo cubrían.
Con curiosidad y temor pregunté qué
era.
Mi madre contestó:
—Es un angelito que se fue al cielo, el
niño de Rosa, la vecina del campo lindero.
—Yo no quiero morirme —lloré aferrada a
sus piernas y supe que ella no tenía la respuesta.
A los veinte años otra vez aquel miedo vestido de blanco desgarró mis entrañas, el día que volé hacia un futuro incierto: exiliada en Suecia.
Si cierro los ojos puedo volver a vivir aquel primer viaje en tren, cuatro horas hasta mi nueva casa, con mis sentimientos congelados como los campos nórdicos cubiertos con la primera nevada de aquel año.
Era mi primer encuentro con la nieve y no había muñecos con bufandas de colores, gorros de fieltro y narices de teflón; tampoco niños corriendo, jugando y riendo. Sólo un manto blanco, frío y ajeno. A los lejos árboles también blancos. “Los bosques de coníferas”, la imagen olvidada del libro de geografía vino a mi mente.
Recordé a la profesora explicando el clima de la península escandinava, un verano como nuestro invierno, un invierno largo, muy largo para mis jóvenes veinte años bronceados en las arenas del Plata.
Aquellos datos guardados en mi memoria para responder las preguntas del examen y poder inscribirme en la universidad ahora estaban allí, tenían forma, eran paisaje real, me interpelaban al paso veloz del tren.
Reviví aquel miedo infantil ante el carruaje blanco del angelito y me abracé a mis rodillas, sabiendo que yo tampoco tenía una respuesta. Pero debía seguir adelante.
Para hacerlo y tapar el vacío que colmaba mi
alma, había construido una realidad
fantasmática atravesada sólo por recuerdos felices. Ese era mi alimento. Podía
obviar las Köttbullar, pero no ese registro imaginario que ayudaba a reducir
mi angustia, aunque las imágenes del furgón blanco con un angelito que viajaba
al cielo volvían a mi mente para recordarme que la muerte era una posibilidad
cierta en cualquier momento y lugar del mundo.
A veces me detenía para
admirar la belleza blanca del paisaje y las lágrimas cubrían mis ojos sin que
pudiera evitarlo. Cada vez extrañaba más mi patria como si la distancia hubiera
fortalecido ese sentimiento de pertenencia a mi país, que era tan diferente a
éste. Esquivando la muerte había llegado a Suecia. Por ello odiaba al corrupto
régimen que me expulsó, pero no a mi país que no era blanco sino verde y
colorido.
Llegué en noviembre y en diciembre pude irme a vivir sola. Comencé a estudiar sueco y después de un par de meses me inscribí en la universidad. De esa forma tenía la ayuda de bienestar social que era suficiente para mí; estaba sola, no tenía gastos y era bastante espartana comparada con lo que había sido en mi país.
El compromiso, el activismo y la militancia política en pos de la justicia social enmarcaron las razones por las que debí exiliarme. No era extraño que a mi llegada a Suecia quisiera continuar con actividades de características similares. Era una forma de solidarizarme con otros que estaban en la misma situación que yo y, también, una forma de luchar por el retorno.
No quería nada blanco, le daba al color un valor simbólico que atenuaba de alguna manera los miedos para los que aún no tenía respuestas.
ARQUEOLOGÍA FUTURA
Patricio G. Bazán
Sandro Centurión & Javier López
La excavadora sacó en aquella ocasión algo más que tierra. Los huesos, de un color azul violáceo y de un diámetro y longitud considerables, se abrían paso entre la arcilla pastosa.
—Doctor Kramer, ¿alguna idea? —preguntó extrañado Lipsman ante tan desconcertante descubrimiento.
—¿De qué se sorprende? —respondió Kramer con su habitual aplomo—. Es lo que esperaba encontrar, huesos de yamkys.
—¿Yankees? Creo que ahora entiendo menos.
—Esos que piensas no. Los yamkys son ratones gigantes de la tercera luna de Transcorp IV, razonablemente extintos. Lo que anhelaba hallar, mi atontado discípulo, es algún artefacto; algo que pudieran robar de una cocina y tragárselo a conciencia en la seguridad de su madriguera. Despierte, Lipsman, y alcánceme el holoproyector, ¿quiere? Hay un material antiquísimo que debería ver. Busque "Tom y Jerry": nuestros ancestros remotos conocían la existencia de estos animales, transmitiéndola en forma de leyenda folclórica. A través de sus animales domésticos, aprenderemos cómo eran los antiguos terrestres.
El doctor Kramer dejó a Lipsman, y se dedicó a ubicar los huesos sobre la arena. Acomodó las piezas y las armó como si se tratara de un rompecabezas. Algunos huesos no encajaban con el resto, sobraban.
Finalmente cuando hubo terminado, Kramer observó, sorprendido, la figura lograda. Un ejemplar completo de los extintos yamkys, con restos óseos de un humano en lo que habría sido el vientre de la criatura. Ahora sabía cómo eran, y posiblemente, como terminaron los días de los antiguos terrestres.
ADENTRO
Y AFUERA
Gabriela Vilardo
Hernán Bortondello & Sergio Gaut vel Hartman
Pero nada pudo impedir que el caos evolucionara hasta alcanzar el horror. Un tipo de caos que le hizo creer a Rodder que perdería la cordura. No podía definir lados o puntos de referencia pues no estaba en un verdadero lugar. Los inefables portentos que lo rodeaban comenzaron a acercársele desde direcciones que no lo eran realmente. Se quedó inmóvil, incapaz de detener esas cosas que lo estrechaban. Supo que no existía el concepto de otro espacio hacia el que huir. Finalmente sintió que lo tocaban, que de alguna manera contactaban su cuerpo. ¿Pero cuál? ¿El físico o el astral? No podía estar seguro de nada. Por algún motivo tensó cada fibra de lo que suponía era su ser. Algo le ocurría y no estaba para nada bien. Entonces se dio cuenta. Las formas y no formas no se habían detenido en su epidermis o en la membrana exterior del espíritu. Con un terror negro y helado comprendió que estaba siendo penetrado de una manera absoluta. No sólo las entidades pequeñas se adentraban en él. También lo invadían las gigantescas, contra toda explicación racional. Sentía como el plasma multiforme atravesaba fantasmalmente cada una de sus partes y extremidades. Era como una especie de lluvia, copiosa y constante. El proceso no cesaba y sintió que su yo interior era desplazado por los engendros, cediendo y retrocediendo. Hasta que acorralado, descubrió que ya no había espacio en los adentros. ¿Qué haría? Terminaba de plantearse el interrogante cuando llegó la rápida respuesta. Otra ola de lo que no tenía nombre, plena de colores impensados, fragancias avasallantes y blandas durezas, lo empujó, reclamando el último territorio de Rodder. Lo que siguió se asemejó a un parto, expulsado de sí mismo, eyectado. Dado vuelta como una media. Invertido.
Dahteste, corría llorando hacia él. Dahteste lo rodeó e intentó darle un recibimiento como Rodder merecía, pero Rodder ya no era el mismo. Se parió desde otro lugar. Se plantó. Levantó la cabeza y miró el horizonte, como si nada existiera. Sin embargo, allí donde el mundo había hospedado reservas, habitaban edificios. Allí, donde sus antepasados habían sufrido persecución, él veía venganza. Allí donde los muertos ya eran huesos molidos, él veía materia, casi acto. Dahteste quiso interrumpir ese ensimismamiento y esa lejanía particular pero no pudo más que seguirlo. Rodder seleccionó olores y sabores que lo habían abrumado y eligió los materiales más secos, toscos y ásperos. Se abrió paso entre superficies extrañas y lo pegajoso se volvió polvo suelto y movedizo. Rodder ya no estaba inmóvil. Su andar había expulsado los engendros que se habían apoderado de sus entrañas. El rostro anguloso seguía en posición hacia un horizonte alcanzable esta vez. Elevó los brazos a los dioses y la tierra sufrió movimientos para anotar nuevos límites en esta historia. Espíritus venían desde cuatro direcciones a danzar frente al fuego. El aire devino en viento huracanado. Las llamas salpicaron el territorio y abrieron la tierra. El polvo suelto zigzagueaba para elevarse en remolinos y convertir a los huesos molidos en nuevos cuerpos para luchar. Los cuerpos se vistieron de flecos y plumas y se posicionaron detrás de Rodder hacia aquella reserva de cemento. Dahteste dejó de llorar.
Los autores: Ada Inés Lerner, Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Claudia Isabel Lonfat, Daniel Alcoba, Fernando Andrés Puga, Franco Ricciardiello, Gabriela Vilardo, Gastón Caglia, Hernán Bortondello, Javier López, João Ventura, Jorge Etcheverry Arcaya, JOyce Barker, Juan Manuel Montes, Laura Irene Ludueña, Lidia Nicolai, Lucila Adela Guzmán, Marcela Iglesias, María Elena Rodríguez, Patricio G. Bazán, Rolando José Di Lorenzo, Sandro Centurión, Sebastián Ariel Fontanarrosa y Sergio Gaut vel Hartman.
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