viernes, 30 de agosto de 2019

BIFICCIONES (UNO)

¿Qué son las BIFICCIONES? Respuesta: narraciones breves escritas a cuatro manos (o dos cabezas, elijan). Durante bastante tiempo, un grupo de creadores se han unido para experimentar jugando a escribir alternándose en el manejo de personajes, escenarios y tramas; produjeron un largo millar de textos. Hay ejemplos famosos en el campo de la ficción especulativa: Pohl y Kornbluth, Lewis Padgett (Moore y Kuttner), los hermanos Strugatski... Trataremos de estar a la altura. Pasen y lean, disfruten, si corresponde, y sepan que no será la última vez que publique esta clase de obras. Están advertidos.




CINCUENTA MINUTOS
Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio


Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire


La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto, repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro Apocalipsis.

Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?





SEA MONKEYS
Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara





Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.


Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…




LOGÍSTICA INCORRECTA
Patricia K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman





Cruzamos el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre. La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga, obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—. ¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia? —preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga, ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios psiquiátricos de la zona central.  Todos ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca —respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes, que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate, instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie, Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse. Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden. Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin, encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico: pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental, obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento para disimular las perturbaciones.

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

















jueves, 29 de agosto de 2019

NAZISMO Y CIENCIA FICCIÓN - Futuros y pasados posibles de Hitler


Patricio Pron

Sinergia se engalana con la presencia de Patricio Pron. ¿Por qué lo digo? Lean la sintética biografía que insertamos al final de su artículo y lo sabrán. Con respecto al trabajo en sí mismo no agrego nada: el título habla a las claras y obliga a leerlo.


NINGUNA HISTORIA reciente de la literatura menciona obras como “El crepúsculo de la tierra” o “La raza de los amos”; y sin embargo, fueron escritas algo antes de 1953. Merecedor de un premio Hugo póstumo, Adolf Hitler, su autor, disfrutó de una cierta popularidad en los Estados Unidos en la segunda mitad de los años treinta, como lo prueba el éxito obtenido por sus novelas “El emperador de los asteroides”, “Los constructores de Marte” y “El triunfo de la voluntad”. Nacido en Austria el veinte de abril de 1889, Hitler emigró en su juventud a Alemania, país en cuyo ejército sirvió durante la Gran Guerra; en Múnich intervino durante un breve período en actividades políticas extremistas antes de emigrar en 1919 a los Estados Unidos, donde se ganó la vida como ilustrador y traductor ocasional en el Greenwich Village para luego comenzar a escribir ciencia ficción. Murió en 1953, poco después de terminar “El señor de la esvástica”, obra en la que resumió sus principales preocupaciones.

Esta (por supuesto) sustancial alteración del pasado es propuesta por Norman Spinrad en El sueño de hierro (1972); pero la suya no es la única reescritura de los hechos de la que disponemos: autores como Kurt Vonnegut, Philip K. Dick y Brad Linaweaver, entre otros, urdieron relatos alrededor de la figura de Adolf Hitler y los trágicos hechos que este desencadenó. Las suyas y decenas de otras ficciones pretenden explicar un horror que aún perturba, suscitado por una concatenación de hechos tan implausible que solo parece poder ser narrada por un género que se rebela una y otra vez contra el concepto de verosímil.

UNA FICCION PATOLOGICA. En su “Comentario a la segunda edición”, Spinrad describe “El señor de la esvástica” como un libro “escrito en seis semanas por un escritor de obras populares que nunca demostró talento literario, y que bien pudo haber escrito el libro mientras sufría los primeros síntomas de una paresia” o parálisis leve inducida por la sífilis; sus complejas coreografías militares, el fálico saludo doctrinario y el uso de cuero negro en los uniformes de las SS serían el producto, asimismo, de un “fetichismo mórbido inconsciente, que solo puede atraer a una personalidad muy desequilibrada”.

El sueño de hierro es un complejo juego literario donde lo que ha sucedido no ha tenido lugar pero se impone sobre la realidad, las opiniones del narrador rebasan las de sus personajes y el nazismo resulta de la búsqueda de pureza racial en un mundo post-atómico: en él, un héroe racialmente puro conquista el poder en Heldon (de “Held”, héroe en alemán) e inicia una guerra contra la humanidad degenerada por la radiación. El libro no es una ucronía, es decir, una reconstrucción lógica de la historia a partir de acontecimientos que nunca sucedieron: lo que Spinrad narra ha tenido lugar, con ligeras variantes (no hubo conflagración nuclear, por ejemplo), en el mundo extratextual; en el del texto, sin embargo, la idea de que un megalómano embarque a todo un país en una guerra racial solo puede resultar verosímil en el marco de una ciencia ficción “patológica”. Sostener lo contrario significaría, según el narrador, “aceptar como verosímil la idea de que una nación se arrojará a los pies de un líder por obra de manifestaciones multitudinarias de fetichismo público, de orgías de estridente simbolismo fálico, y de asambleas de oratoria histérica adornadas con antorchas. Es evidente que una psicosis nacional de ese carácter no cabe en los límites del mundo real”.




UN LIBRO COMO CLAVE. Ubicar la pesadilla nazi dentro de esos “límites” ha sido tarea de docenas de autores, entre ellos Spinrad. En los manuales del género se utilizan las expresiones “historia alternativa”, “ucronía”, “alohistoria”, “contrafactual” y “What-if” para describir obras como la suya en las que, en un determinado momento del pasado, se produce un punto de divergencia (“POD” por sus siglas en inglés) a partir del cual el devenir histórico tal como lo conocemos se ve modificado. Sus antecedentes se remontan a la novela de Benjamin Disraeli El maravilloso cuento de Alroy (1833), acerca de un judío que funda un imperio global con capital en Bagdad durante el siglo XII, Todavía puede suceder de Edmund Lawrence (1899), donde Napoleón invade Gran Bretaña, y la obra de Castello Newton Holford Aristopia: una historia novelada del Nuevo Mundo (1895), en la que se fabulan unos Estados Unidos muy distintos de los que conocemos.

Una versión refinada de la ucronía en la que aparece el juego de espejos del libro dentro del libro puede encontrarse en el bestseller de Brad Linaweaver Luna de hielo (1988), donde los diarios de Joseph Goebbels y su hija permiten acceder a un relato de primera mano de la victoria nazi así como a un plan de las SS para eliminar a todos los no-arios mediante armas químicas. En Patria (1992), en cambio, la Alemania nazi ha tenido éxito al invadir Rusia en 1941 y, tras descubrir que Gran Bretaña ha descifrado el código Enigma, ha firmado un tratado de paz con sus enemigos; para 1964, el Reich se extiende por gran parte de Europa al tiempo que Francia y Gran Bretaña se encuentran bajo regímenes títeres, grupos de guerrilleros aún combaten en la antigua Unión Soviética, la Casa Blanca es ocupada por un Kennedy que realiza una tibia apertura a Berlín y Hitler se prepara para celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños. Unos días antes de la celebración, Xavier March, el detective de homicidios de la Kriminalpolizei (policía de investigaciones), es llamado a esclarecer el asesinato de un oficial nazi de alta graduación: su investigación revela lo sucedido con los judíos durante la guerra, en esta novela de Robert Harris y en el mundo extratextual.

Más importante (y considerablemente mejor escrita que las anteriores), Buena puntería (1982), la novela de Kurt Vonnegut, instala el nazismo en el Medio Oeste estadounidense a través de la figura de Rudy Waltz, el heredero singularmente perturbado de una familia acaudalada cuya vocación artística lo lleva a instalarse en Viena al final de la Primera Guerra Mundial con la idea de ingresar en su Escuela de Bellas Artes; no lo consigue, pero allí conoce a un sujeto llamado Adolf Hitler que también ha fracasado en su examen de ingreso a la institución, de cuyas ideas se empapa: Waltz le compra unas acuarelas por compasión y de esa manera, salvándolo de una muerte segura, pone en marcha la Historia tal como la conocemos.

Escrita por Philip K. Dick en su etapa más turbulenta, El hombre en el castillo (ganadora del Premio Hugo de 1963) describe un mundo ligeramente distinto al de Buena puntería: en él, japoneses y alemanes han ganado la Segunda Guerra Mundial y ocupan los Estados Unidos; mientras los primeros controlan Hawái y la Costa Este, el área de influencia de los segundos se extiende por el Oeste y el Sur, aunque disminuye en el área de las Montañas Rocallosas. Pesadillas similares serían inventadas luego por diferentes autores, con ligeras variantes, pero Dick fue el primero en abordar semejante coyuntura. En su libro, dos obras son de importancia capital: el I-Ching, consultado cotidianamente por los personajes (y que Dick utilizó para dar forma a su novela), y The Grasshopper Lies Heavy, un libro censurado por los nazis cuyo autor es Hawthorne Abendsen. Un puñado de personajes caminan sobre un hilo tensado entre esos dos volúmenes: Mr. Tagomi, preocupado por la definición de lo que es correcto en oposición a lo equivocado; Frank Frink, un artesano que falsifica artefactos de la cultura popular norteamericana de preguerra; y su ex esposa, quien se siente fascinada por el libro de Abendsen, que describe a Estados Unidos como triunfador de la Segunda Guerra Mundial, y se dirige a las Rocallosas para encontrar a su autor sin saber el peligro al que lo expone con ello.

En el mundo de El hombre en el castillo Japón y Alemania se encuentran al borde de una guerra nuclear, la esclavitud es tolerada y la raza negra ha sido eliminada por los nazis, que ultiman en su persecución a los pocos judíos sobrevivientes. El interés obsesivo de los ocupantes japoneses por los viejos artefactos de la cultura estadounidense resulta uno de los hallazgos de Dick: justifica la especulación sobre la historia como fuente de legitimación última de lo real al ser puesta tácitamente en entredicho por Frank Frink, que la falsifica. El libro de Hawthorne Abendsen es una ficción que, paradójicamente, solo puede ser leída como tal en el interior de la ficción de Dick; porque aunque distorsionada, es nuestra realidad histórica.




UN HOMBRE SIN ATRIBUTOS. Aunque difícil de ubicar en el marco de la ciencia ficción, El joven Adolfo de la escritora inglesa Beryl Bainbridge, por su parte, es una ucronía que narra otra versión posible de los hechos históricos. Hacia 1912 Hitler huye a Inglaterra para eludir el servicio militar y se refugia en la casa de su hermano, un vendedor de hojas de afeitar; aunque el viaje nunca tuvo lugar (según Ian Kershaw), Bainbridge se vale de los rumores en torno a él, de los que algunos biógrafos se hacen eco, para ofrecer un retrato impiadoso de los años de miseria y depresión de Hitler exponiendo así una fundamentación plausible de qué pudo haberlo llevado a desatar el mayor horror de los tiempos modernos.

El magnetismo de la figura del Führer y el enigma que esta representa han llevado en numerosas ocasiones a que las razones del ascenso del nacionalsocialismo se reduzcan a las supuestas características personales de su líder, lo que, a su vez, ha tentado a escritores como Bainbridge a escribirle una biografía alternativa a menudo más verosímil que la que se corresponde con los hechos históricos. Un ejemplo es la reciente Ha vuelto de Timur Vermes (2012), que, sin alterar sustancialmente su biografía hasta 1945, lo imagina “despertando” en Berlín en 2011, convirtiéndose en estrella de la comedia televisiva y empleando su popularidad para volver a hacerse con el poder. Un caso similar es el de la novela de Jean-Pierre Andrevon Le dernier dimanche de Monsieur le Chancelier Hitler [El último domingo del Señor Canciller Hitler] (1995): en ella, sin embargo, Estados Unidos y Japón no han intervenido en la Segunda Guerra Mundial y Alemania ha sido derrotada por la Unión Soviética; también la novela de Stephen Fry Haciendo historia (1996), en la que un estudiante graduado en esa disciplina en Cambridge tiene la posibilidad de establecer un punto de divergencia en 1889 dejando estéril a Alois Hitler, padre de Adolf; al regresar al presente se encuentra con un mundo donde un líder carismático (que no es Hitler y lo sobrepasa en capacidad militar) conduce a una Alemania nazi a la conquista de Europa, con una Solución Final ligeramente diferente a la que tuvo lugar en el mundo extratextual. Algo similar ocurre en Painted Bridges [Puentes pintados] (1994) de Barbara Delaplace, en la que Hitler es confinado en 1910 en un asilo donde un psiquiatra judío que experimenta con terapia artística consigue “curarlo”, con las consecuencias históricas por todos conocidas. En La part de l’autre [La parte del otro] (2001), por su parte, Eric-Emmanuel Schmitt presenta la vida de un Hitler al que sí aceptan en la Escuela de Bellas Artes de Viena y en Elleander Morning (1984) Jarry Yulsman lo “mata” en 1913 solo para que años después una mujer lea un extraño libro titulado Time-Life History of World War II y acceda a la historia alternativa, es decir, real. Curiosamente, la posibilidad de que Hitler hubiera sobrevivido a la guerra, que tanto eco ha encontrado entre los aficionados a las teorías conspirativas en el Río de la Plata, es apenas tenida en cuenta en el marco de la ciencia ficción.

Una excepción a esto es la nouvelle de George Steiner, El traslado de A. H. a San Cristóbal (1981), en la que un anciano y decadente Hitler logra sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y es hallado en la selva amazónica por un comando judío. Basado explícitamente en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, el controvertido texto de Steiner cumple uno de los sueños más caros a los judíos: encontrar a Hitler vivo para interrogarlo sobre el por qué del Holocausto.

EL FANTASMA DE LA LIBERTAD. Quizás el más obvio de los recursos a la hora de intentar una ucronía sea el del viaje en el tiempo, que Gregory Benford y Jack L. Chalker utilizan en Valhalla (1986) y The Shadow Dancers [Los bailarines de la sombra] (1997) respectivamente. Más aquí o más allá de lo predecible se encuentran obras como Memo to the Leader [Memorándum para el líder] de William Walling (1978), Reich de Alain Paris (1986) y “Le bourreau de Rostock” [El verdugo de Rostock] de Franck Morrisset (1999). El uso de este recurso argumental arrojó mejores resultados (inolvidables, de hecho) en otros dos libros, sin embargo: Matadero Cinco o La Cruzada de los Niños de Vonnegut (1969) y El cuerno de caza de Sarban (1952).

Billy Pilgrim, protagonista del primero de ellos, es un hombre alienado por la terrible tragedia de la que ha sido espectador, una víctima de los extraterrestres o una suma de ambos. Su peregrinaje comienza cuando es testigo del bombardeo aliado a la ciudad de Dresde, un hecho real ocurrido el 13 de febrero de 1945 que costó la vida a más de cien mil civiles, que murieron en cuestión de horas incinerados o asfixiados por bombas incendiarias; tras ser liberado por los rusos, Pilgrim vaga por una ciudad en ruinas hasta ser, aparentemente, secuestrado por unos extraterrestres, que lo exhiben en un zoológico con la expectativa de que se reproduzca con una actriz de cine: enfrentarse con la realidad de su animalidad refuerza en Pilgrim sus ideas acerca de la insignificancia de la vida humana y le sugiere ácidas reflexiones que los extraterrestres refutan, argumentando que solo se debe disfrutar de los momentos felices, olvidando los otros.

De este argumento, insatisfactorio para personaje y autor, resulta la ambigüedad del libro, puesto que Matadero 5 es tanto una novela de ciencia ficción como una reflexión moral. El libro parece mostrar que incluso una persona por completo integrada con su medio social puede albergar a alguien torturado por los recuerdos, incapaz de otra cosa que no sea peregrinar por las diferentes estaciones de su vida en busca de una explicación. En ese sentido, su relato sobre la cautividad entre los extraterrestres parece una fabulación inventada para llevar algo de cordura a un mundo enloquecido por la guerra.




EN POCOS GÉNEROS la distancia entre la idea genial y el exabrupto es tan corta como en la ciencia ficción. Así, numerosos autores han caído en el ridículo al intentar encontrar una variante al tema nazi, algunos al parecer sin hacer nada por evitarlo. En The Sacrifices of War [Los sacrificios de la guerra] (1998), por ejemplo, Robert E. Sojka describe una contienda naval hacia 1945 entre nazis y aztecas. David Brin narra el destino de un oficial norteamericano a punto de ser sacrificado por los nazis mediante un ritual que (ay) acaba despertando al panteón noruego en Thor meets Captain America (1986). Albert Einstein deviene músico profesional y posteriormente espía envuelto en líos de faldas por culpa de la tentadora Eva Braun en “Al Einstein-Nazi Smasher!” [Al Einstein, ¡el nazi está como un tren!] de Lea Hernández. El mismo Brad Linaweaver cae en el ridículo en “Under an Appalling Sky” [Bajo un cielo atroz] (1992), donde una expedición internacional dirigida por los nazis en 1941 con el propósito de desacreditar al judaísmo busca el Santo Grial pero encuentra… al Yeti.

UN MUNDO FUTURO. En 1943 Alan Querdillion pierde el sentido cuando recibe una descarga eléctrica al intentar escapar de un campo de concentración alemán; al despertar, advierte que está en un hospital cuyo personal viste uniformes de un material desconocido y se niega a decirle dónde y en qué año vive. Querdillion ha recobrado el conocimiento en un futuro en el que los nazis han triunfado en la Segunda Guerra Mundial, ahora llamada Guerra de los Derechos Germanos: descubrirá que se encuentra bajo la órbita del conde von Hackenberg, el guardabosque mayor del Reich, quien ha llevado la caza de humanos a un inaudito grado de perfección sádica.

El autor de esta inquietante pesadilla es John William Wall, del cual hasta fecha reciente solo se conocía su seudónimo: Sarban. Nacido el seis de noviembre de 1910 en el condado inglés de South Yorkshire, formó parte del servicio diplomático cumpliendo funciones en Medio Oriente y África del Norte desde 193; en 1952 publicó El cuerno de caza. La obra de Sarban incluye, entre otros, las colecciones de relatos Ringstones and Other Curious Tales [Piedras angulares y otros cuentos curiosos] (1951) y The Doll Maker and Other Tales of the Uncanny [El fabricante de muñecas y otros cuentos extraordinarios] (1953), además de varios libros inconclusos, uno de los cuales no ha acabado de ser traducido al inglés aún, por estar escrito parcialmente en un dialecto del árabe. Wall murió en Monmouthshire en 1989.

Un mérito de su libro es introducir gradualmente el futuro de horror en que su personaje se encuentra; otro es no limitarse a la tópica descripción de las hordas de humanos clonados. Sarban muestra la Alemania triunfante como una nueva sociedad feudal dominada por una especie de dios loco cuya perversión y absolutismo expresa la violencia en la que se basa la ideología nazi; para el autor, el fin lógico de la barbarie nazi no era la eliminación de los judíos o la obtención de “espacio vital” para el pueblo alemán, sino la total imposición de un régimen sádico basado en la violencia y la sumisión. Cuando Querdillion reflexiona sobre lo que ha visto, solo puede describirlo como “el terror de lo indescriptible”; su afirmación alcanza a todos los intentos ficcionales por intentar explicar lo que resulta inexplicable: la imposición de un régimen de terror con la anuencia y parcialmente el apoyo de millones de personas.

Patricio Pron nació en Rosario, Argentina, el 9 de diciembre de 1975. Es doctor en filología románica por la Universidad Georg-August de Göttingen, Alemania. Su trabajo ha sido premiado en numerosas ocasiones, entre otros con el Premio Juan Rulfo de Relato, y traducido a más de media docena de idiomas. Entre sus obras más recientes se encuentran los libros de relatos La vida interior de las plantas de interior (2013) y Lo que está y no se usa nos fulminará (2018), así como las novelas El comienzo de la primavera (2008), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), Nosotros caminamos en sueños (2014) y No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), el ensayo El libro tachado: Prácticas de la negación y el silencio en la crisis de la literatura (2014) y el libro para niños Caminando bajo el mar, colgando del amplio cielo (2017). En 2010 la revista inglesa Granta lo escogió como uno de los veintidós mejores escritores jóvenes en español. Recientemente fue galardonado con el Premio Alfaguara de Novela 2019. Pueden obtener más información sobre él en: https://patriciopron.com/

martes, 27 de agosto de 2019

SUJETO DE PRUEBA


Patricia K. Olivera





La alarma del reloj resonó en el diminuto apartamento. Como todos los días, C lanzó un resoplido y se colocó la almohada sobre la cara. Por las rendijas de la celosía cerrada se filtraba una luz pálida, casi anaranjada. Tiró la almohada al piso antes de levantarse. La pereza estaba ingobernable. Se restregó los ojos y miró en dirección a la ventana, le gustó el silencio que percibió. «¡Cuánta paz!», pensó. Respiró hondo y se arrebujó bajo las mantas, robándole al tiempo insensible un minuto más; al instante pegó un salto, casi se duerme, bien sabía que sus cabezaditas de «un poquito más» lo hicieron llegar tarde al trabajo más de una vez.
Se dio una ducha rápida y guardó unas carpetas en la mochila. No quería volver corriendo del trabajo por los informes que debía presentar esa tarde en uno de los cursos que tomaba. Se sirvió un café y se dispuso a revisar una vez más el contenido del informe, sin embargo, le preocupó tanto silencio. ¿Se habría equivocado y era fin de semana? Se rió para sus adentros, esa idea no lo disgustaba en absoluto, por el contrario, sería una linda sorpresa. Abrió la ventana y la celosía, un resplandor opaco le dio de lleno en los ojos. Era un día nublado, con sol, pero con una niebla espesa que solo permitía adivinar que el sol estaba en alguna parte, la sensación era de opresión; parecía tan densa que pensó que si alargaba la mano podría tomar un trozo y sentir la textura del algodón entre los dedos. Y el color, el color que adquiría la luz, frenada por esa pared de niebla, era realmente estremecedor; ese color naranja puro que teñía el entorno cortaba la respiración.
C vivía en un segundo piso, en un edificio del centro de Montevideo en el cual había dos apartamentos por planta, y no tenía portero. Estaba acostumbrado a levantarse muy temprano para iniciar la jornada de estudio y trabajo, y mirar por la ventana el tránsito que poco a poco comenzaba a inundar las calles de sonidos cotidianos. Pero esta vez no había autos ni gente, por lo cual tampoco los sonidos de siempre. Advirtió que ni siquiera había escuchado el canto del pajarito que todos los días cantaba en su ventana cuando amanecía. Se protegió los ojos del resplandor opaco y denso, y trató de ver si el supermercado de la esquina de enfrente estaba abierto. No logró distinguirlo, a pesar de que su apartamento estaba a mitad de cuadra. Aunque eso ya no importó, pues no vio a nadie, ni a una persona ni a un perro, ni oyó nada. Tomó el celular, al menos tenía señal, y llamó a un amigo, el tono de llamada sonó al otro lado seguido por la contestadora: «Ahora no puedo atenderte. Dejá tu mensaje y número y te llamo a la brevedad», dijo una voz juvenil. Prendió la televisión, en algunos canales aparecían las rayas multicolores de la señal de ajuste, en otros, la lluvia zumbona. Se puso un pantalón deportivo y bajó corriendo las escaleras.
Una vez en la calle notó que los semáforos parpadeaban intermitentemente; los comercios estaban cerrados; la estación de servicio de la esquina, que funcionaba las 24 horas, tenía la puerta abierta y la radio prendida, con la caja registradora entreabierta y el dinero dentro, pero el interior del local estaba desierto. Afuera, una camioneta todavía tenía la manguera expendedora puesta, como si el pistero hubiera ido a hacer algo y ya volviera. Dentro del vehículo, la radio encendida solo dejaba oír el molesto zumbido; en el asiento trasero, la silla de un bebé, varios juguetes desparramados, algunos paquetes de pañales y un par de bolsas de galletitas.
—¿A dónde se fueron todos? —murmuró, y esa frase le resultó trillada. Como la de las películas o libros de género que solía leer.
Cruzó la calle y continuó su recorrido, a tres cuadras estaba la avenida 18 de Julio; el centro de Montevideo lucía desierto de gente. Nada, los autos aparcados en hileras, los autobuses ocupando las calles. La marquesina gigante de la dependencia 19 de Julio del Banco República lucía apagada.
Comenzó a entrar en pánico, pensó en sus seres queridos. Su familia era oriunda de Salto, él residía en Montevideo desde hacía tres años porque estudiaba y trabajaba. Los llamó uno por uno a sus respectivos celulares, y la contestadora repitió con voz monótona un mensaje parecido al del amigo que había llamado antes.
Siguió caminando en dirección al Obelisco, el cual distinguió cuando ya estaba muy cerca, ya que la niebla seguía tan densa como al principio. En el cielo aún percibía el punto naranja, borroso, de lo que para él era el sol. Nada, solo vehículos vacíos que parecían haber quedado en el lugar en el cual se encontraban cuando ocurrió lo que fuera que ocurrió. Pasó por la puerta de una panadería y entró. En el interior solo se oía el tic tac monótono de un reloj de pared, el motor de un ventilador de techo y el zumbido que provenía de la radio prendida. Tenía hambre, así que tomó algunos biscochos y un refresco, hizo amague de pagarle a una cajera inexistente, como había sido la costumbre desde siempre; ya se marchaba cuando se le ocurrió, con mucha precaución, pasar al otro lado del mostrador. El horno a leña estaba prendido, dentro se veía una masa quemada. Sobre una mesa de acero inoxidable estaban las bandejas con las masas de roscas dulces fermentadas.
Estaba cada vez más nervioso: algo grave había sucedido durante la noche, mientras dormía. Se metió dentro de uno de los coches que tenía la llave de contacto puesta; esa sería la primera vez que manejaba libre de la supervisión del padre. Sacarse la libreta de conducir era una asignatura que tenía pendiente. Pensó que, al menos en esa situación, no existía el peligro de atropellar a alguien. Manejó despacio a causa de la niebla, en una ciudad que se había tornado gris y anaranjada por el reflejo de algo que todavía no podía identificar, desierta de seres vivos. Sin darse cuenta tomó por la ruta hacía el área rural de Montevideo. Pensó que debería volver a buscar los documentos por si le sucedía algo en la calle, fue un pensamiento cotidiano que le vino a la cabeza por la fuerza de la costumbre.
No se topó con indicios de vida de ningún tipo: ni seres humanos ni animales… nada, ni siquiera una simple mosca. Llegó al pueblito de Santiago Vásquez, junto al río Santa Lucia, centro urbano de considerable densidad poblacional, pero no había nadie. Igual que en el centro, y los lugares públicos que estaban abiertos se veían como si en cualquier momento la gente fuera a regresar. Intentó una vez más llamar a la familia, a los amigos, pero solo respondía la misma voz irreal de antes.
Descartó definitivamente el tema de los documentos que un rato antes le había preocupado —dada la situación no era necesario pensar en eso ni en ninguna otra cosa— y se propuso continuar la ruta al interior del país. Quería llegar a Salto, a la casa materna, aún mantenía la esperanza de encontrar a la familia. Recorrió a pie las pocas cuadras que conformaban el pueblo, se coló en varias casas, todavía con resquemor por violar la intimidad de esas personas; se sentía como un ladrón. Sin embargo, a pesar de que no tenía de qué preocuparse, hubiera preferido que alguien apareciera detrás de la niebla y lo sacara a patadas de ahí, o que un perro furioso lo persiguiera con la idea de arrancarle un pedazo. Así hubiera sido feliz.
La niebla seguía igual de densa, el punto naranja parecía descender en el firmamento y daba paso, de a poco, a una tarde oscura y triste. El tiempo pasó a una velocidad inusitada. Ya no era posible continuar viaje en esa situación, la visibilidad era ya casi nula. Se refugió en el club de remo para descansar y planificar el viaje del día siguiente. El restorán bien provisto del club le fue de mucha utilidad a la hora de aprovisionarse.
Al otro día, mientras cruzaba el puente sobre el río Santa Lucía, intentó oír el rumor del agua, pero hasta los sonidos parecían haberse congelado, a pesar de que el agua seguía allí, aterradoramente mansa, tranquila, gris. Ese día comenzó a ser distinto al anterior, pues no solo hizo frente a la pared de niebla, sino también a un viento frío y seco. Al principio bastó la calefacción del coche, pero cuando divisó una casa de campo perdida, cerca ya del mediodía, se detuvo para ver si podía conseguir alguna ropa de abrigo. Antes de ingresar tocó a la puerta por si acaso, pues aún conservaba la esperanza. Una vez dentro tomó algunas prendas de abrigo del dueño de casa. Luego de entrar en calor recorrió el lugar en busca de algún rastro de vida, sin ningún resultado positivo.
El viento soplaba más fuerte con el transcurrir de las horas. Le extrañó ver que aun así la niebla no se disipaba y el reflejo naranja continuaba fijo en lo alto, estático, testigo mudo de ese algo extraño que estaba ocurriendo. Preparó algo para comer. Pensó que otra cosa buena de la situación, además de conducir, era que podía hacerse su comida preferida sin que después lo obligaran a limpiar las manchas de aceite. Cuando terminó con el postre encendió la televisión, había olvidado que solo vería la señal de ajuste. Apagó el aparato y encendió la computadora portátil que algún miembro de esa familia había dejado sobre la mesada de la cocina. Si bien había señal, en las redes sociales las últimas actividades databan de dos días atrás; a partir de ahí, no había registro de actividad alguna.  Ingresó a la página de la municipalidad para ver, a través del sistema de cámaras instaladas en distintos puntos de Montevideo, lo que sucedía en tiempo real en la vía pública, pero las calles seguían desiertas. Angustiado salió a la parte trasera de la casa y vio la hierba verde de una parte de lo que seguramente era una gran extensión de tierra. Caminó unos pasos para intentar ver si había alguna otra construcción por allí cerca y pronto se topó con una caballeriza. Sus esperanzas se renovaron y una expresión de alegría se dibujó en su rostro, pero pronto volvió a la cruda realidad: no había nada allí, tampoco en el galpón de las gallinas que estaba a unos pasos, ni siquiera un mísero huevo abandonado. El viento movía frenético la copa de los árboles enanos que encontró en su recorrido por el predio. Las celosías de la casa comenzaron a golpearse con violencia. A duras penas, en contra del viento, logró ingresar y encerrarse a cal y canto.
El tiempo transcurrió con rapidez mientras él estuvo ocupado en esas cosas. La noche cayó y el tono anaranjado del cielo se fue diluyendo tras la niebla impenetrable; esta no desaparecía, por el contrario, no permitía ver el cielo estrellado que en un lugar libre de contaminación lumínica hubiera podido divisarse en toda su plenitud. La electricidad comenzó a fallar. Antes de que el lugar quedara sumido en la oscuridad, encontró algunos candelabros con velas nuevas. Afuera, el viento se había intensificado de tal manera que las celosías, que él mismo se encargó de trancar, se zafaron y fueron arrastradas por el viento. Buscó refugio en el sótano que, para su suerte, tenía una puerta altamente reforzada. Pasó el resto de la noche en ese refugio, oyendo el ruido atronador del exterior, el cual no disminuyó en ningún momento.
El cansancio lo venció y cuando despertó todo estaba en silencio. Salió con lentitud; lo único que se mantenía en pie era la puerta reforzada que acababa de abrir. Los pedazos de la casa, el establo y el galpón de las gallinas estaban esparcidos por el suelo, y seguramente más allá de lo que la niebla le permitía ver. Por lo que podía calcular, el efecto del huracán debió ser devastador para los lugares por los que pasó. Pensó en la familia, en los amigos y en su vida, esa vida de la que a veces se quejaba de lleno nomás, y las lágrimas le salieron primero como un estertor desde el pecho, y luego fueron como los gemidos lastimeros de un animal apaleado.
El punto naranja se iba encendiendo detrás de la pared de niebla.
Cuando estuvo más calmado decidió que seguiría alimentando la esperanza de no ser el único sobreviviente a lo que fuera que pasó. El coche en el que llegó también había desaparecido, continuó el viaje a pie, guiándose por las sendas de grava y por los caminos asfaltados, para evitar el peligro de caer a alguna zanja o curso de agua.
Hasta ese día, le había resultado fácil distinguir la silueta de alguna construcción en el camino cuando el punto naranja estaba en el cenit. Sin embargo, pasaron horas antes de que diera con una estación de servicio, cuya edificación resistió con más suerte que las construcciones de madera que habían volado hechas pedazos hasta el costado del camino. Estaba muy cansado cuando llegó, había caminado mucho para avanzar lo más rápido posible y tenía hambre, frío y sed. En la estación también había un minimercado, allí se alimentó y se abrigó con lo que encontró en las respectivas secciones. La idea era comer, descansar y encontrar otro vehículo que le permitiera no solo desplazarse, sino también cargar algo de alimento, pero luego de saciar sus necesidades se durmió sobre uno de los mostradores.
Despertó por el ruido del granizo que pegaba violentamente contra todo lo que se interponía en el camino. Se levantó sobresaltado; si ya la densidad de la niebla no le permitía ver, la lluvia de agua y granizo era literalmente una muralla sólida, impenetrable. Aun así, la luz naranja agonizaba en el fondo. Consultó el reloj de la pared y el celular, el cual ya estaba prácticamente sin batería, y ambos coincidían. Ya no podía irse, tendría que pasar la noche allí. Una alarma se encendió en su cabeza cuando vio que el agua comenzaba a acumularse a la entrada del local. Había descubierto que en el entrepiso estaba el depósito. Si bien era un sitio bastante pequeño era en el único lugar donde podría mantenerse a salvo. Juntó algunas bolsas de comestibles y botellas de agua y los apiló en un rincón del depósito. Luego se dirigió al taller y eligió una motoneta, comprobó que encendiera y que las llantas estuvieran infladas, y, por si acaso, le agregó más combustible.
Si bien actuó con rapidez, cuando terminó, el agua ya había entrado al local. Juntó el resto de fuerzas que le quedaban y cargó la motoneta hasta el entrepiso. Esperaba que el peso de esta y el suyo no lo hicieran ceder. Después de acomodarla con sumo cuidado se quitó las zapatillas mojadas, improvisó un lecho lo más cómodo posible y encendió el farol que trajo del taller. Quedó profundamente dormido. Para ese entonces, la oscuridad era completa, el granizo golpeaba con furia y el nivel del agua subía de nivel.
Todavía estaba oscuro cuando despertó, la luz del farol era tenue. Se aproximó a lo alto de la escalera para ver cuánto había subido el agua: cuatro escalones más y pronto anegaría el pequeño refugio. Se asustó aún más, se acurrucó en un rincón e intentó, una vez más, comunicarse con sus padres, pero la batería del celular estaba muerta. Hubiera preferido escuchar el mensaje estúpido de la contestadora. Se preguntaba con desconsuelo en dónde estaban todos, ¿qué había pasado?, ¿quién le estaba jugando una broma tan retorcida?
Las horas pasaban y el agua subía. Pese a los esfuerzos por permanecer alerta, cayó en un profundo sueño en el momento en el cual el agua estaba a punto de ganar el último escalón que lo mantenía a salvo. Despertó cuando la luz del farol se había extinguido y ya se notaba el débil resplandor naranja que se filtraba a través de la única ventana que había. Nuevamente reinaba el silencio. Palpó sus ropas y su cuerpo para corroborar que no estaba mojado. Se asomó a la escalera, no quedaban rastros de agua. Si bien en la parte de abajo todo estaba empapado, en el exterior solo había algunos charcos. A pesar de la niebla, notó el vapor que se desprendía del suelo a causa del punto naranja que todavía no había terminado de salir en toda su plenitud, pues era muy temprano. Imaginaba que sería un día pesado y caluroso.
Partió rápido de allí, aunque era una temeridad conducir a mucha velocidad cuando la ruta no era visible por completo. A esa altura de los hechos, pensaba que nada podía ser más temible. Si chocaba, lo peor sería morir en el acto, a lo que no tendría objeciones; el asunto era si chocaba y quedaba consciente. Recorrió varios kilómetros, pensó en la novia a la que llamaba todos los días varias veces, en los amigos de la universidad, con los cuales quedó la última vez en ir a jugar un partido de futbol. Recordó su vida anterior, el apartamento que alquilaba y del cual quería irse porque estaba cansado de los ruidos permanentes del vecino de abajo. Ahora daría cualquier cosa por volver a oír esos ruidos molestos. Mientras conducía, le parecía atravesar una pared de telaraña, tal era la impresión que sentía en la piel al rozar esa neblina. Rememoró los copos de azúcar de algodón rosado del parque de atracciones al cual lo llevaba la madre cuando era pequeño.
Se detuvo de improviso, vio un camino de tierra que salía a la carretera. Le dio curiosidad saber a dónde llegaba así que, considerando que ya no tenía nada para perder, si en verdad ese iba a ser el mundo de ahí en más, corrigió el rumbo y tomó esa senda. Al menos, además del motor de la motoneta, podía escuchar el sonido vivificante de las ruedas sobre el pedregullo del camino y eso le permitía imaginar que su vida seguía como antes de que el mundo acabara. Llegó a un establecimiento rural, abandonado como todo lo demás. Por costumbre golpeó a la puerta principal, luego entró. El interior era más bien rústico, estaba todo muy limpio, excepto la cocina. Era evidente que había gente a la mesa cuando algo sucedió. Los alimentos en los recipientes y sobre la mesada estaban en mal estado. No le dio importancia a eso; había cosas que ya no le importaban. Se limitó a prepararse algo para comer. Después, solo miró por la ventana, tampoco le interesaba recorrer el lugar, no era divertido, ya nada lo era.
El resplandor naranja seguía ahí, resguardándose detrás de la niebla, robando los colores naturales del entorno. El paisaje era fantasmal, pintado con un color irreal, como todo lo que estaba sucediendo.
Se recostó en la cama desordenada de uno de los cuartos y quedó profundamente dormido. Soñó con las personas y los lugares que habían sido habituales e importantes en su vida. Al despertar lloró profundamente, a los gritos, no podía albergar más esperanzas, ya no volvería nunca más a esos lugares. Si hubiera desaparecido con todos ellos, no tendría esa incertidumbre de qué sucedería con él ahora. ¿Moriría de soledad o de hambre cuando ya no hubiera dónde buscar ni a dónde llegar?, ¿quedaría ciego a causa de la niebla o se volvería albino por la ausencia de color? ¿Y ese resplandor, qué era ese resplandor naranja? ¿Y si estaba soñando?, ¿y si estaba en un sueño dentro de otro sueño? Se pellizcó y le dolió, pero eso no era suficiente.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Dónde están todos? —gritó. Salió al exterior e hizo lo mismo. Nada, ni siquiera el ruido de un grillo.
Ya era tarde para continuar el viaje, pronto anochecería. Las luces de la casa aún funcionaban, las prendió todas, incluso las del exterior. Seguramente esa era la única casa iluminada en kilómetros a la redonda, pero aun así, la pared de niebla se mantenía inalterable. Esa era la tercera noche que pernoctaría en un lugar desconocido, de un mundo desconocido, apartado de todo indicio de vida. Pero esa noche no durmió, simplemente se limitó a vagabundear por la casa, buscando recuerdos de la familia, elementos que le contaran quiénes habían sido. Pensaba que al hacer eso les agradecía un poco por permitirle quedarse. Encontró un video grabador de los de antes y varios casetes viejos en una bolsa negra de residuos; comenzó a mirarlos. Algunos contenían varios años de recuerdos de la familia, otros contenían películas viejas que, en muchos casos, era difíciles de ver con claridad. Esa situación lo entristeció aún más, quizás esa gente tuvo la posibilidad de desaparecer junta, en cambio él estaba lejos de su familia; si lo hubiera sabido, nunca hubiera tomado la decisión de irse a la capital. Decidió poner la música al máximo volumen y tomarse todas las cervezas y el vino que encontró en la bodega. Cuando estuvo completamente borracho se durmió, soñó que estaba en su apartamento, con los amigos, en una de esas reuniones que hacían de vez en cuando para pasar un buen rato, y todo seguía igual que antes.
Al otro día, lo único nuevo era que le dolía terriblemente la cabeza. Y nada había cambiado.
Continuó viaje en una bicicleta que halló en el establecimiento. Tuvo la posibilidad de elegir un trasporte mejor, pero no lo consideró necesario, al fin y al cabo no tenía apuro. Ese día no había viento, tampoco llovía ni hacía frío. La humedad del suelo continuaba evaporándose y el reflejo naranja era más intenso. Recorrió varios kilómetros a pesar del calor y del peso de la mochila. Se detuvo bajo un árbol a descansar, y recién ahí cayó en la cuenta de que estaba empapado en sudor. Se refresco con el agua que había llevado, desgarró el pantalón a la altura de las rodillas y se quitó las zapatillas para estar más cómodo durante el viaje. El calor se estaba haciendo insoportable y no lo había previsto. Esperaba encontrar por lo menos un curso de agua dulce para abastecerse.
La niebla seguía allí, tan densa como antes, pero el punto naranja parecía estar más cerca o al menos eso creyó percibir, pues el tono naranja sobre las pocas cosas que llegaba a ver era más intenso y eso resultaba aterrador.
Comenzó a pedalear más rápido, ya no importaba ser precavido en el camino. Si se caía volvería a levantarse, y si caía en algún arroyo mejor, así podría refrescarse. Sin embargo, no encontraba nada a su paso, ni refugio ni agua. Pasaron las horas, pero el punto naranja no descendía. El calor se volvió insoportable, sudaba a mares, le habían salido ampollas en las manos y en los pies. Sin celular ni reloj había perdido la noción del tiempo transcurrido, pero había andado tanto desde que salió del establecimiento que pensó que debería estar anocheciendo. La piel le empezó a arder, los ojos a llorar por el resplandor. Pensó en la familia una vez más, en su vida de antes, y un miedo feroz le atravesó las entrañas. Le pareció ver una luz a través de la niebla. Un resplandor que titilaba a medida que él comenzaba a pedalear más rápido.
«Una luz», pensó.
—¡Una luz! —gritó como si hablara con alguien.
Rio y gritó de júbilo, mientras intentaba a duras penas apurar el pedaleo.
El ardor en la piel ya era doloroso, apenas podía sostener la dirección de la bicicleta, o pedalear más rápido, a causa de las ampollas que reventaban y quedaban en carne viva. A él no le importaba. Cuando llegó al lugar, apenas podía mantenerse en pie. Si bien la niebla seguía impenetrable, el resplandor naranja lo guió al sitio de donde provenía la luz. Lloró de alegría y de dolor cuando se dio de bruces contra un ventanal de vidrios espejados. Su alegría se convirtió en terror cuando vio su aspecto en el reflejo del ventanal: estaba cubierto de llagas sanguinolentas de la cabeza a los pies. Lanzó un alarido aterrador, como si recién en ese momento, en el cual tomaba consciencia de su situación, todos los dolores del universo se alojaran de un tirón en su pobre cuerpo maltratado, y perdió el sentido. El color naranja del entorno se hizo más intenso, la niebla se convirtió en una pared de cemento naranja, y poco a poco todo empezó a arder, incluso el cuerpo inerte de C.

El fuego se apagó lentamente y la niebla se fue disipando, lo que permitió ver los distintos escenarios  montados tras los vidrios espejados del ventanal: las distintas locaciones de una ciudad y de un medio rural. El foco de luz naranja, encastrado en un riel semicircular que partía del borde inferior de una de las paredes, y llegaba al otro borde de la pared de enfrente, y simulaba ascenso y descenso, fue lo último que se apagó.
El cuerpo de C, un humanoide al que se le podía ver parte de los engranajes a causa de las profundas quemaduras, todavía humeaba cuando dos seres sin rostro, extremadamente delgados, lo retiraron del lugar y lo sumergieron dentro de una capsula llena de un líquido transparente. Detrás, una hilera de cápsulas iguales, ocupadas por humanoides de distinto sexo y edad que parecían dormir, se extendía y parecía no tener fin.
De inmediato se oyó un chasquido y un pitido de alerta; por un riel que apenas se distinguía del fondo oscuro del techo, un humanoide femenino, vestido con un camisón, se deslizaba con lentitud. Las luces volvieron a encenderse. En cuanto la muchacha fue depositada en el piso, abrió los ojos, verde agua y, sin decir palabra ni mostrar rastro de emoción, se metió en la cama y se durmió. Tras las celosías de la ventana del cuarto, el foco de luz comenzó a ascender sin prisa por el riel, y la neblina se fue haciendo más y más espesa.
Un nuevo escenario estaba listo para reiniciar el experimento…

Patricia K. Olivera nació en Montevideo, Uruguay, en 1970. Colabora con frecuencia en revistas literarias virtuales afines al género fantástico, como miNatura, NM (La nueva literatura fantástica hispanoamericana), Axxón, Círculo de Lovecraft, Historias Pulp y Cruz Diablo, entre otras. Participó en varias antologías extranjeras, con cuentos traducidos al francés, al portugués y al alemán. Es administrativa y técnica en Corrección de Estilo (lengua española). Actualmente estudia Lingüística y Letras en la Universidad de la República (Udelar).