Guillermo
Corte
—Ahora va a tomar la peor decisión,
como siempre... —Eso fue lo primero que escuché el día que se desgarró la
cuarta pared. El mío fue un caso extraño: se supone que es el personaje el que
la rompe para hablar con sus espectadores; es un acto de liberación y
empoderamiento. Pero, en mi caso, fue mucho más patético, porque no era capaz
de hablar ni percibir a mi público, solo podía escuchar sus comentarios.
Al principio,
obviamente, casi me muero del susto. Creí que estaba volviéndome loco, que escuchaba
voces en mi mente. Pero no tardé en darme cuenta de que no era el caso porque
los comentarios del público tenían un formidable poder de predicción. Era como
si supieran exactamente qué iba a sucederme. A veces, comentaban bastante antes
de que acontezcan los hechos.
—Esta es la
parte dónde el jefe lo va a regañar, y como siempre, en lugar de callarse le va
a contestar algo.
—¡Vaya! ¡Pero qué
orgulloso es! ¿Acaso no puede tener un criterio más pragmático?
—No, ya sabemos
que cree en la justicia.
—Por eso es tan
divertido... ¡Me muero de amor! Es tan inocente...
A veces,
incluso, funcionaban como alarma.
—¿Que está
haciendo? ¡Llegará tarde a la cita!
—No se ha dado
cuenta de esa mancha...
—Le ha quedado
un poco de menta en el diente.
Una vez, incluso,
salvaron mi vida. Creo que fue Pericles el que exclamó con preocupación:
—Ahora es cuando
el camión lo choca de costado.
—¡Mira! Creo que
te escuchó otra vez porque dio un volantazo
justo a tiempo.
—Deja de
ayudarlo.
Ah, sí,
perdonen, Pericles se llamaba uno de ellos. Si bien nunca se dirigían entre sí por
su nombre verdadero, yo supongo que tenían uno, pero como me era imposible
saberlo, los había bautizado yo mismo. Las cuatro voces eran diferentes y cada
una tenía sus particularidades. Pericles era bromista, le justaba jugar
conmigo. Habría pensado que yo era un juguete. ¡Y tal vez lo era! Él solo
quería escenas divertidas. Recuerdo que una vez rio a carcajadas cuando una
camioneta pasó sobre un enorme charco de agua sucia, salpicando mi traje nuevo;
o aquella vez que, al dar el discurso de fin de año les dije a todos “feliz
navidad”.
Después estaba
El Juez. Le había apodado así porque era muy crítico de mis acciones y
terriblemente moralista. Era como un detestable superyó explícito. El juez
quería que yo fuera una buena persona, pero a veces se pasaba de la raya. Para
él mi vida era el camino de un héroe. Siempre estaba ahí esperando que hiciera
lo mejor, que me superase. Y por supuesto, El Juez la pasaba mal, se
decepcionaba a menudo. Pero, por alguna razón (sospechaba yo que masoquismo)
siempre se había mantenido en el coro.
También formaba
parte de la audiencia una voz femenina a la que había nombrado Cariños. Para
ella mi vida era una telenovela. Quería que tuviera amores y desamores, abrazos
y peleas, amistades y enemigos. Todo lo que tenía que ver con las relaciones
humanas emocionaba mucho a Cariños, y le encantaba hacer largas disquisiciones
sobre lo que me había sucedido. Era muy amorosa, cuando quería; pero también
podía llegar a ser combativa.
—¡Hazlo, bésala!
¿Qué demonios está esperando? ¿Qué le
ha dicho el imberbe ese? ¡Propíciale una buena tunda! ¿Esa maldita cree que va
a perdonarla? Pues, no. ¡No debe ceder! —Cariños quería emociones y si no se
las daba se aburría terriblemente. A menudo citaba a Jack London—: —La función
del hombre es la de vivir, no existir. ¡Deja de vegetar!
Y, por último,
estaba Él. Solo le decía así. Él y yo estábamos peleados. No me había perdonado
nunca por cuatro o cinco malas decisiones. Yo sospecho que Él, inicialmente,
era un verdadero fan de mi personaje. Pero, al igual que El Juez, Él se había desencantado.
Lo que pasa es que no solo se había desencantado, sino que me detestaba, sentía
un auténtico rencor porque para Él yo tenía un propósito importante que cumplir.
A veces tenía la loca teoría de que Él era en verdad mi creador y que yo era
una obra de arte fallida que Él se negaba a destruir. Esta idea se apoyaba en
el hecho de que, a veces, se comunicaba en forma de breves frases poéticas. Por
ejemplo, cada comienzo de año me dedicaba algunas sentencias cifradas que
sentaban el tono del periodo que comenzaba.
—El ruiseñor
canta al anochecer, nuevos tiempos nuevas puertas, la luz llena el frasco
vacío.
Y así... a Él
había que interpretarlo, y no era fácil. Pero generalmente, después que los
hechos habían acontecido, era posible descubrir lo que había querido expresar
de forma retroactiva.
Si bien mi coro
podía predecir ciertos hechos, estos no constituían ninguna forma de destino:
tenía libre albedrío, y era muy común que decidiera alterar la historia de modo
tal que los comentarios quedaban obsoletos, incluso ridículos. Justo antes de
que golpeara a Germán Sietecase en la nariz, Pericles había dicho:
—No creo que se le
anime, le tiene miedo, es muy grandote.
A Cariños
también la dejé mal parada varias veces:
—Creo que esa
tía le intimida... es demasiado bonita para él —había afirmado el día que Ada
Bardot aceptó salir conmigo.
Con los años,
había aprendido a quererlos y me había acostumbrado a ellos. De hecho, gracias
a pequeños detalles que a veces se les escapaban, había podido hacer una pequeña
fortuna.
—Esta semana
perderá tanto dinero con sus inversiones... —había vaticinado Pericles una vez.
Recuerdo que solo tuve que llamar al agente de inversiones y pedirle que
apostara todo en contra de los activos que tenía en ese momento... y ¡Voilá! Cien mil dólares en una semana...
Tenía por
supuesto, otra gran ventaja sobre el resto de los mortales. Ellos pasaban por
sus vidas inmersos en el vacío existencial, no sabían si había o no algo más
grande que este mundo. Pero, para mí eso era simplemente evidente. Los cuatro
existían fuera del espacio y del tiempo, o sea, fuera de esta realidad. Había,
era evidente, algo más. Más aún, tenía la leve sospecha de que en algún momento
me dejarían salir e ir a su mundo, vivir con ellos. Ninguno me había confesado nada
acerca de mi verdadera esencia o la naturaleza de mi realidad. ¿Era un show? ¿Había una jerarquía de mundos?
Tal vez podía escucharlos porque era uno de ellos, condenado a existir como un
conejillo de indias. ¿Habría cometido algún crimen terrible en otra vida? ¿O
era acaso un voluntario para explorar nuevas formas de existencia? Tampoco
parecía que ellos pudieran percibir mis pensamientos. Jamás habían dado
respuestas concretas. ¿Qué querían? ¿Diversión? ¿Crear algo? ¿Que suceda cierto
evento? No lo sabía. No sabía nada. De lo único que estaba seguro era de que,
tarde o temprano, mi historia debía cambiar su rumbo, un giro que la defina
como algo; en otras palabras, tenía que
adquirir una identidad. Hacía falta, por lo tanto, un evento autoformante que, naturalmente,
conllevaría la discordia entre los cuatro, eliminando finalmente la ambigüedad
y la duda. ¿Se trataba de una comedia? ¿Una tragedia? ¿Una historia acerca del
destino? ¿La historia de origen de un héroe cotidiano? No se podía conformar a
todos.
Ese instante, finalmente,
ha llegado. Lo sé. Lo siento. Una parte de mí sabe perfectamente que este es el
clímax de la historia. ¿Qué mejor momento para definirla que este, con mi
enemigo aquí postrado, suplicando?
—Bien merecida
tiene su suerte —opina Cariños. ¿Tendrá razón? ¿Es esta una historia de
venganza? No le habrían faltado emociones, entonces.
—Aquí es cuando
nace el héroe. Aun pudiendo salirse con la suya, no lo hará. Creará el bien
dentro de sí —intenta convencerme El Juez.
Él no dice nada,
sólo contempla la pieza; la goza. Solo quiere que la obra de arte lo sorprenda.
Al fin y al cabo, no se puede escapar del destino.
Pericles, en
cambio, considera que la vida es un regalo.
—No debería
perder tiempo en peleas, la vida es demasiado corta para eso. Debería olvidarse
de todo y seguir adelante.
—Claro que no,
lo que le hicieron fue profundamente injusto, debe pagar. —Cariños me quiere,
está muy enojada por lo que ha sucedido y no piensa olvidarlo.
—Si Dios no
existe todo está permitido, cariño...
No sé si
complacerla... No sé qué debo hacer. Solo sé que estoy vivo y esto es la vida;
se trata de decisiones difíciles, de construirnos a nosotros mismos a través de
ellas, ¿cierto?
—¡Detengan la simulación! ¿Tiempo?
—Quince horas,
cuarenta y dos minutos, doctor.
—Asombroso…
—exclamó Urriaga boquiabierto—. ¿Cómo lo logró?
—Estímulos, general
—respondió Sorni, sin dejar de mirar el monitor. Una sonrisa de satisfacción se
había dibujado en su rostro. —Tuvimos que incentivar a Hipólito introduciendo
algunos “comentadores” de su vida. Al principio pensábamos que esto la tornaría
inverosímil, pero sucedió lo contrario. Parece que las inteligencias
artificiales son capaces de percibir su existencia si son debidamente
estimuladas.
—Increíble… ¿Qué
clases de estímulos?
—Lo conectamos
con cuatro subrutinas a las que llamamos “observadores”. A cada una le dimos
una perspectiva diferente: la vida como un melodrama, como un camino de
superación, como destino y como un regalo gratuito y absurdo.
—Interesante… ¿y
cuál de ellas asumió que era la verdadera?
—Ninguna.
—¿Cómo dice? —El
general parecía confundido.
—¿No lo ve? ¡Ese
es el punto! Ni siquiera nosotros sabemos el propósito de vivir, eso es
justamente lo que nos permite seguir vivos. Si supiéramos para qué vivimos,
esto no sería una vida, sería solo un proceso, una rutina, una… misión. —El
académico había terminado la frase con cierto tono de repulsión en su voz.
El ceño de
Urriaga se frunció perceptiblemente, pero preguntó:
—¿Cuál será el
siguiente paso?
—Borramos su
memoria y empezamos de nuevo, ahora reduciremos los observadores a tres.
Veremos hasta donde podemos llegar.
—¿Cree que
podría pasar el Test de Turing?
—¿Pasarlo? —El doctor
Sorni dejó escapar una carcajada—. General… Hipólito superó esa etapa hace ya
varios ciclos. Es más, si descargáramos su código a un androide estándar y
luego lo mezcláramos en la multitud, sería indistinguible de un ser humano
normal.
—Eso es todo lo
que necesitaba escuchar —dijo el militar incorporándose. Y haciendo un gesto a
los soldados que lo escoltaban añadió—: Señores, aseguren el proyecto. De
inmediato.
Las puertas del
laboratorio de investigación se abrieron súbitamente y un puñado de soldados
armados se dispersó en la sala.
—¡General! ¿Qué
está haciendo? —exclamó Sorni alarmado. Usted no puede… ¡Usted me lo prometió!
—Doctor, doctor…
¿cómo alguien con su nivel de inteligencia puede ser tan ingenuo? Le ofrecí
recursos casi ilimitados, pero le advertí que tarde o temprano el Departamento
tomaría las riendas del proyecto y ese momento ha llegado.
El científico
intentó zafarse, pero era tarde, dos soldados lo habían reducido y procedían a
esposarlo.
—Usted no
entiende, general. Esto va más allá de lo que imaginamos, esto abre un sinfín
de posibilidades y…
—El que no
entiende es usted. ¿Acaso no lo ve? Esta es la clase de arma que estamos
necesitando ahora mismo para dar vuelta la guerra.
El rostro de
Sorni estaba rojo de rabia. Entre dientes masculló:
—No creo que
Hipólito hubiera imaginado nunca esta posibilidad, señor. ¿La vida como un
arma? ¿Un instrumento?
—Lo real siempre
está un paso más allá de lo que pensamos, mi querido doctor, incluso para una
supercomputadora.
—¡Excelente!
Incluso terminó con una sutil moraleja...
—Creo que es un
buen final, Sorni, ¿no cree?
—Demasiado
abierto diría yo, y el giro “tipo matrix” es abrupto y desentona mucho con el
tono inicial del texto.
—¿Qué pretende
Sorni? El lector ha venido aquí en busca de un cuento... ¿Usted qué quiere?
¿Qué le demos reflexiones descafeinadas y patéticas? Pues fíjese que no. Ya
bastante pretenciosa resulta esta historia planteando el dilema de Hipólito
como para que nos pasemos de la raya ensayando una respuesta.
Guillermo Corte es contador y profesor universitario
en ciencias económicas y maestreando en dirección de empresas. Cuenta con
amplia experiencia en la gestión de empresas, habiendo sido gerente y director,
e impartido cursos de diversas materias financieras y administrativas. Además
de su enfoque analítico, Guillermo es un estudiante avanzado de filosofía,
explorando las ideas que van más allá de los números. Fuera del aula y las
oficinas, se sumerge en la escritura como una forma de expresión personal y
participa activamente en TALLER 9, compartiendo conocimientos y perspectivas
con otros entusiastas de la escritura.
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