miércoles, 17 de enero de 2024

LA CUARTA PARED

 

Guillermo Corte

 



—Ahora va a tomar la peor decisión, como siempre... —Eso fue lo primero que escuché el día que se desgarró la cuarta pared. El mío fue un caso extraño: se supone que es el personaje el que la rompe para hablar con sus espectadores; es un acto de liberación y empoderamiento. Pero, en mi caso, fue mucho más patético, porque no era capaz de hablar ni percibir a mi público, solo podía escuchar sus comentarios.

Al principio, obviamente, casi me muero del susto. Creí que estaba volviéndome loco, que escuchaba voces en mi mente. Pero no tardé en darme cuenta de que no era el caso porque los comentarios del público tenían un formidable poder de predicción. Era como si supieran exactamente qué iba a sucederme. A veces, comentaban bastante antes de que acontezcan los hechos.

—Esta es la parte dónde el jefe lo va a regañar, y como siempre, en lugar de callarse le va a contestar algo.

—¡Vaya! ¡Pero qué orgulloso es! ¿Acaso no puede tener un criterio más pragmático?

—No, ya sabemos que cree en la justicia.

—Por eso es tan divertido... ¡Me muero de amor! Es tan inocente...

A veces, incluso, funcionaban como alarma.

—¿Que está haciendo? ¡Llegará tarde a la cita!

—No se ha dado cuenta de esa mancha...

—Le ha quedado un poco de menta en el diente.

Una vez, incluso, salvaron mi vida. Creo que fue Pericles el que exclamó con preocupación:

—Ahora es cuando el camión lo choca de costado.

—¡Mira! Creo que te escuchó otra vez porque dio un volantazo justo a tiempo.

—Deja de ayudarlo.

Ah, sí, perdonen, Pericles se llamaba uno de ellos. Si bien nunca se dirigían entre sí por su nombre verdadero, yo supongo que tenían uno, pero como me era imposible saberlo, los había bautizado yo mismo. Las cuatro voces eran diferentes y cada una tenía sus particularidades. Pericles era bromista, le justaba jugar conmigo. Habría pensado que yo era un juguete. ¡Y tal vez lo era! Él solo quería escenas divertidas. Recuerdo que una vez rio a carcajadas cuando una camioneta pasó sobre un enorme charco de agua sucia, salpicando mi traje nuevo; o aquella vez que, al dar el discurso de fin de año les dije a todos “feliz navidad”.

Después estaba El Juez. Le había apodado así porque era muy crítico de mis acciones y terriblemente moralista. Era como un detestable superyó explícito. El juez quería que yo fuera una buena persona, pero a veces se pasaba de la raya. Para él mi vida era el camino de un héroe. Siempre estaba ahí esperando que hiciera lo mejor, que me superase. Y por supuesto, El Juez la pasaba mal, se decepcionaba a menudo. Pero, por alguna razón (sospechaba yo que masoquismo) siempre se había mantenido en el coro.

También formaba parte de la audiencia una voz femenina a la que había nombrado Cariños. Para ella mi vida era una telenovela. Quería que tuviera amores y desamores, abrazos y peleas, amistades y enemigos. Todo lo que tenía que ver con las relaciones humanas emocionaba mucho a Cariños, y le encantaba hacer largas disquisiciones sobre lo que me había sucedido. Era muy amorosa, cuando quería; pero también podía llegar a ser combativa.

—¡Hazlo, bésala! ¿Qué demonios está esperando? ¿Qué le ha dicho el imberbe ese? ¡Propíciale una buena tunda! ¿Esa maldita cree que va a perdonarla? Pues, no. ¡No debe ceder! —Cariños quería emociones y si no se las daba se aburría terriblemente. A menudo citaba a Jack London—: —La función del hombre es la de vivir, no existir. ¡Deja de vegetar!

Y, por último, estaba Él. Solo le decía así. Él y yo estábamos peleados. No me había perdonado nunca por cuatro o cinco malas decisiones. Yo sospecho que Él, inicialmente, era un verdadero fan de mi personaje. Pero, al igual que El Juez, Él se había desencantado. Lo que pasa es que no solo se había desencantado, sino que me detestaba, sentía un auténtico rencor porque para Él yo tenía un propósito importante que cumplir. A veces tenía la loca teoría de que Él era en verdad mi creador y que yo era una obra de arte fallida que Él se negaba a destruir. Esta idea se apoyaba en el hecho de que, a veces, se comunicaba en forma de breves frases poéticas. Por ejemplo, cada comienzo de año me dedicaba algunas sentencias cifradas que sentaban el tono del periodo que comenzaba.

—El ruiseñor canta al anochecer, nuevos tiempos nuevas puertas, la luz llena el frasco vacío.

Y así... a Él había que interpretarlo, y no era fácil. Pero generalmente, después que los hechos habían acontecido, era posible descubrir lo que había querido expresar de forma retroactiva.

Si bien mi coro podía predecir ciertos hechos, estos no constituían ninguna forma de destino: tenía libre albedrío, y era muy común que decidiera alterar la historia de modo tal que los comentarios quedaban obsoletos, incluso ridículos. Justo antes de que golpeara a Germán Sietecase en la nariz, Pericles había dicho:

—No creo que se le anime, le tiene miedo, es muy grandote.

A Cariños también la dejé mal parada varias veces:

—Creo que esa tía le intimida... es demasiado bonita para él —había afirmado el día que Ada Bardot aceptó salir conmigo.

Con los años, había aprendido a quererlos y me había acostumbrado a ellos. De hecho, gracias a pequeños detalles que a veces se les escapaban, había podido hacer una pequeña fortuna.

—Esta semana perderá tanto dinero con sus inversiones... —había vaticinado Pericles una vez. Recuerdo que solo tuve que llamar al agente de inversiones y pedirle que apostara todo en contra de los activos que tenía en ese momento... y ¡Voilá! Cien mil dólares en una semana...

Tenía por supuesto, otra gran ventaja sobre el resto de los mortales. Ellos pasaban por sus vidas inmersos en el vacío existencial, no sabían si había o no algo más grande que este mundo. Pero, para mí eso era simplemente evidente. Los cuatro existían fuera del espacio y del tiempo, o sea, fuera de esta realidad. Había, era evidente, algo más. Más aún, tenía la leve sospecha de que en algún momento me dejarían salir e ir a su mundo, vivir con ellos. Ninguno me había confesado nada acerca de mi verdadera esencia o la naturaleza de mi realidad. ¿Era un show? ¿Había una jerarquía de mundos? Tal vez podía escucharlos porque era uno de ellos, condenado a existir como un conejillo de indias. ¿Habría cometido algún crimen terrible en otra vida? ¿O era acaso un voluntario para explorar nuevas formas de existencia? Tampoco parecía que ellos pudieran percibir mis pensamientos. Jamás habían dado respuestas concretas. ¿Qué querían? ¿Diversión? ¿Crear algo? ¿Que suceda cierto evento? No lo sabía. No sabía nada. De lo único que estaba seguro era de que, tarde o temprano, mi historia debía cambiar su rumbo, un giro que la defina como algo; en otras palabras, tenía que adquirir una identidad. Hacía falta, por lo tanto, un evento autoformante que, naturalmente, conllevaría la discordia entre los cuatro, eliminando finalmente la ambigüedad y la duda. ¿Se trataba de una comedia? ¿Una tragedia? ¿Una historia acerca del destino? ¿La historia de origen de un héroe cotidiano? No se podía conformar a todos.

Ese instante, finalmente, ha llegado. Lo sé. Lo siento. Una parte de mí sabe perfectamente que este es el clímax de la historia. ¿Qué mejor momento para definirla que este, con mi enemigo aquí postrado, suplicando?

—Bien merecida tiene su suerte —opina Cariños. ¿Tendrá razón? ¿Es esta una historia de venganza? No le habrían faltado emociones, entonces.

—Aquí es cuando nace el héroe. Aun pudiendo salirse con la suya, no lo hará. Creará el bien dentro de sí —intenta convencerme El Juez.

Él no dice nada, sólo contempla la pieza; la goza. Solo quiere que la obra de arte lo sorprenda. Al fin y al cabo, no se puede escapar del destino.

Pericles, en cambio, considera que la vida es un regalo.

—No debería perder tiempo en peleas, la vida es demasiado corta para eso. Debería olvidarse de todo y seguir adelante.

—Claro que no, lo que le hicieron fue profundamente injusto, debe pagar. —Cariños me quiere, está muy enojada por lo que ha sucedido y no piensa olvidarlo.

—Si Dios no existe todo está permitido, cariño...

No sé si complacerla... No sé qué debo hacer. Solo sé que estoy vivo y esto es la vida; se trata de decisiones difíciles, de construirnos a nosotros mismos a través de ellas, ¿cierto?

 

—¡Detengan la simulación! ¿Tiempo?

—Quince horas, cuarenta y dos minutos, doctor.

—Asombroso… —exclamó Urriaga boquiabierto—. ¿Cómo lo logró?

—Estímulos, general —respondió Sorni, sin dejar de mirar el monitor. Una sonrisa de satisfacción se había dibujado en su rostro. —Tuvimos que incentivar a Hipólito introduciendo algunos “comentadores” de su vida. Al principio pensábamos que esto la tornaría inverosímil, pero sucedió lo contrario. Parece que las inteligencias artificiales son capaces de percibir su existencia si son debidamente estimuladas.

—Increíble… ¿Qué clases de estímulos?

—Lo conectamos con cuatro subrutinas a las que llamamos “observadores”. A cada una le dimos una perspectiva diferente: la vida como un melodrama, como un camino de superación, como destino y como un regalo gratuito y absurdo.

—Interesante… ¿y cuál de ellas asumió que era la verdadera?

—Ninguna.

—¿Cómo dice? —El general parecía confundido.

—¿No lo ve? ¡Ese es el punto! Ni siquiera nosotros sabemos el propósito de vivir, eso es justamente lo que nos permite seguir vivos. Si supiéramos para qué vivimos, esto no sería una vida, sería solo un proceso, una rutina, una… misión. —El académico había terminado la frase con cierto tono de repulsión en su voz.

El ceño de Urriaga se frunció perceptiblemente, pero preguntó:

—¿Cuál será el siguiente paso?

—Borramos su memoria y empezamos de nuevo, ahora reduciremos los observadores a tres. Veremos hasta donde podemos llegar.

—¿Cree que podría pasar el Test de Turing?

—¿Pasarlo? —El doctor Sorni dejó escapar una carcajada—. General… Hipólito superó esa etapa hace ya varios ciclos. Es más, si descargáramos su código a un androide estándar y luego lo mezcláramos en la multitud, sería indistinguible de un ser humano normal.

—Eso es todo lo que necesitaba escuchar —dijo el militar incorporándose. Y haciendo un gesto a los soldados que lo escoltaban añadió—: Señores, aseguren el proyecto. De inmediato.

Las puertas del laboratorio de investigación se abrieron súbitamente y un puñado de soldados armados se dispersó en la sala.

—¡General! ¿Qué está haciendo? —exclamó Sorni alarmado. Usted no puede… ¡Usted me lo prometió!

—Doctor, doctor… ¿cómo alguien con su nivel de inteligencia puede ser tan ingenuo? Le ofrecí recursos casi ilimitados, pero le advertí que tarde o temprano el Departamento tomaría las riendas del proyecto y ese momento ha llegado.

El científico intentó zafarse, pero era tarde, dos soldados lo habían reducido y procedían a esposarlo.

—Usted no entiende, general. Esto va más allá de lo que imaginamos, esto abre un sinfín de posibilidades y…

—El que no entiende es usted. ¿Acaso no lo ve? Esta es la clase de arma que estamos necesitando ahora mismo para dar vuelta la guerra.

El rostro de Sorni estaba rojo de rabia. Entre dientes masculló:

—No creo que Hipólito hubiera imaginado nunca esta posibilidad, señor. ¿La vida como un arma? ¿Un instrumento?

—Lo real siempre está un paso más allá de lo que pensamos, mi querido doctor, incluso para una supercomputadora.

—¡Excelente! Incluso terminó con una sutil moraleja...

—Creo que es un buen final, Sorni, ¿no cree?

—Demasiado abierto diría yo, y el giro “tipo matrix” es abrupto y desentona mucho con el tono inicial del texto.

—¿Qué pretende Sorni? El lector ha venido aquí en busca de un cuento... ¿Usted qué quiere? ¿Qué le demos reflexiones descafeinadas y patéticas? Pues fíjese que no. Ya bastante pretenciosa resulta esta historia planteando el dilema de Hipólito como para que nos pasemos de la raya ensayando una respuesta.


Guillermo Corte es contador y profesor universitario en ciencias económicas y maestreando en dirección de empresas. Cuenta con amplia experiencia en la gestión de empresas, habiendo sido gerente y director, e impartido cursos de diversas materias financieras y administrativas. Además de su enfoque analítico, Guillermo es un estudiante avanzado de filosofía, explorando las ideas que van más allá de los números. Fuera del aula y las oficinas, se sumerge en la escritura como una forma de expresión personal y participa activamente en TALLER 9, compartiendo conocimientos y perspectivas con otros entusiastas de la escritura.


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