El
hijo del “Galleguito”
Marcela
Iglesias, Laura Irene Ludueña & Oscar De Los Ríos
Corría el año de 1943. José se sentía
orgulloso de lo que había logrado. A sus veintisiete años era un reconocido
contador en ciudad capital. Estaba casado con Graciela, la codiciada hija del
presidente de la empresa para la cual trabajaba. Una muchacha hermosa y muy
valiente, que lo había escogido a él entre todos sus pretendientes. Ya le había
dado un hermoso varón de dos años y estaba embarazada de su segundo hijo. Había
comprado su primera casa y pagaba cumplidamente las cuotas de la hipoteca. El
sueño burgués se estaba haciendo realidad.
Atrás habían quedado
esos terribles años de pasar hambre y trabajar descalzo en la plaza arreglando
los zapatos de los transeúntes. Mucho esfuerzo le habían costado la escuela
nocturna para sacar el bachillerato primero y luego los estudios de contaduría
pública. Pero lo había logrado.
Si su papá, “el Galleguito”,
lo hubiera visto, estaría muy orgulloso. Era de Galicia, huyendo de las
penurias económicas, había llegado a Cuba primero, buscando la zafra. Pero por
allá le dijeron que cosechar banano en Centroamérica era mejor pagado. Así que
se asentó con otros españoles en un pequeño pueblo bananero en algún lugar
perdido de la selva centroamericana. Conoció a Anita y se casaron. Recogió algo
de plata y se fueron a la ciudad capital a buscar otros horizontes. El
“Galleguito” no sabía más que leer y escribir. Y hacer cuentas. Lo hacía muy
bien. Por eso consiguió puesto como encargado de una bodega. Nació José, luego
cinco hermanas y al último, Oscarín. A medida que crecía, José iba aprendiendo
de su padre el trabajo esforzado y honrado. Era respetado en su comunidad y el
acento y el apellido también ayudaban. Sin embargo, la desgracia se presentó y
el “Galleguito” murió de alguna fiebre tropical. José quedo a cargo de su
madre, sus cinco hermanas y de Oscarín.
Bien sabido es que, si
la muerte entra un hogar, rara vez se lleva a uno solo. Y así fue, luego del
padre, murieron dos de sus hermanas, María y Ana. El corazón de su madre no
soportó tanta desgracia, partió entre los brazos de José, en una fría mañana de
invierno.
—Cuida de tus hermanos,
José —le dijo antes de morir—, solo te tendrán a ti.
A pesar de las
desgracias, José no se dejó vencer, se levantaba temprano en la mañana y se
encaminaba rumbo a la plaza donde lustraba zapatos todo el día; por las noches
iba a la escuela nocturna. Los más chicos quedaban a cargo de la Ramona, apenas
un año menor que él. La tediosa rutina llenaba sus días, hasta que llegó un
grupo de gitanos y montaron una carpa en la misma plaza donde él lustraba
zapatos. Los números de acrobacia y magia pronto llamaron su atención y se enamoró
por primera vez. Micaela, la contorsionista, le dio esperanzas y fe en la vida.
José se dejó el pelo largo, comenzó a tocar la guitarra y a cantar con una
hermosa voz. Hacían una linda pareja y los gitanos lo habían aceptado como uno
más. Por eso, cuando levantaron la carpa y se disponían a marcharse a otro
lado, la vida libre y nómade los impulsaba a ello, Micaela le pidió que fuera
con ella. José no podía dejar a sus hermanos, dependían únicamente de él.
Micaela partió en un carromato una destemplada mañana de agosto, muy temprano.
Cuando José llegó a la plaza la carpa y los carromatos ya no estaban.
Desesperado corrió al árbol donde se dejaban notas, en un hueco encontró una
carta:
“Espérame, José, te amo
y voy a volver”. Micaela.
Pasados los años, José
podía decir satisfecho que había cumplido la promesa hecha a su madre. Sus
hermanos tenían buenas vidas. Ramona se había casado y ya era abuela. Las otras
dos, eran destacadas modistas y Oscarín, era abogado. Se había preocupado
porque, sus hermanos, no olvidaran su origen como él tampoco lo hacía, a pesar
del lugar que hoy ocupaba en la sociedad.
El amor que compartía
con Graciela, con quien había construido una familia hermosa, debería hacerlo
sentir pleno, sin embargo, tenía la sensación de que aún le faltaba algo. ¿Sería
la adrenalina que le generaba saber si podría cubrir las necesidades de su
familia? No olvidaba la época en que lustraba zapatos para asegurar la comida
de sus hermanos, ni las noches en que se dormía con un libro en la mano cansado
de tantas horas de trabajo y luego estudio.
En esas reflexiones
estaba cuando le avisaron que lo buscaban. Pasó un joven a su oficina y, sin
presentarse le entregó una pequeña herradura.
—Esto encontró mi madre
junto al árbol donde te dejó la última nota. Los gitanos, creen que encontrar
una herradura en el suelo es símbolo de buena suerte, de que cualquier cosa que
te propongas se va a realizar y ella, la relacionaba contigo. Me pidió que
cuando ya no esté en este mundo, te la alcance para que nunca pierdas la
felicidad.
Emocionado, José le
preguntó
—¿Qué le pasó?
¿Entonces tú eres…?
—Murió mientras dormía
hace cinco años. Tardé en encontrarte, pero no quería partir a la tierra de mi
abuelo, antes de entregarte la herradura como le había prometido.
—¿Eres…?
—Soy Joselito y me
dicen el nieto de “el Galleguito”.
ESTE NO
SOY YO
Víctor Lowenstein,
Dora Gómez Q & Jorge Zarco
Marcos,
profesor de idiomas, se despertó esa mañana en el dormitorio de su departamento
de soltero con una fea jaqueca. Fue hasta el baño y al mirarse en el espejo del
botiquín lanzó un grito de horror: “Este no soy yo” fueron sus palabras.
Se
acercó al azogue y examinó de cerca aquel rostro que no reconocía como suyo.
Palpó la piel tersa alrededor de los ojos azules, revolvió la renegrida
cabellera que tupía su cabeza.
Marcos
Guvritz tenía cuarenta y seis años. Era calvo, regordete, ojillos marrones; un
tipo sin encanto alguno. Algo raro estaba pasando. Algo verdaderamente raro…
Tomó
un café. Se lavó la cara y la miró en todos los espejos del departamento. Todos
le devolvían la imagen del Adonis que nunca había sido.
Telefoneó
a su madre, quien vivía en el mismo barrio.
—Vení
pronto —le suplicó. A los treinta minutos su madre lo esperaba en el vestíbulo
con un bol de sopa entre las manos. Al verlo quedó estupefacta.
—Qué
flacucho estás —dijo. Marcos le pidió que lo acompañara. Y subieron.
Cuando
su madre terminó de hablar de sus achaques, Marcos la tomó con suavidad de los
hombros.
—¿No
me ves raro, mami? —le preguntó.
—Te
ha crecido pelo —dijo ella ajustándose las gafas; la anciana le palpó el rostro
y el cabello—. Y cambió el color de tus ojitos.
Marcos
se resignó frente a esos lentes de aumento a través de los que la madre apenas
podía ver.
—Está
bien, mamá, olvidate.
Decidió
llamar a otra persona… Pensó en Andreas, un
colega con el que había tenido un romance; cuando se terminó quedó entre ellos
una amistad tan sólida como íntima.
—¡Hola Andreas! Qué bueno verte fuera
del ámbito de la academia. ¿Querés tomar un té? —preguntó tratando de controlar
su ansiedad. Se esforzaba para que su voz se oyera casual, y esperaba con
impaciencia el comentario de su querido amigo.
Pero este permaneció ajeno a la
expectativa de Marcos.
—Sí, gracias, un tecito me vendría
bien. Ah, extraño tanto el café, pero me quita el sueño, así que ya sabés como
toda decisión implica un renunciamiento. Ah… y no sabés lo que pasó con el
Director...
—Bueno, Andreas, dejá ese comentario
para otro momento. ¿No has notado nada extraño?
—Pues no. ¿Debería? ¿Te sentís bien?
—Sí, todo bien —mintió Marcos esperando
no haber tenido una alucinación. No quería quedar expuesto frente a su amigo,
al que aún le gustaba coquetear.
—Te noto algo incómodo; decime para qué
me has llamado.
—Todo bien, un poco preocupado por la
salud de mi madre que se acaba de ir.
—Pero ¿de qué estás hablando, amigo? Tu
madre ha muerto hace ya cinco años.
Totalmente confundido, Marcos dijo que
solo bromeaba y apuró la despedida, para correr a mirarse en todos los espejos
de la casa, que seguían devolviendo la imagen de un bello y seductor joven de
ojos azules.
¿Pero quién era realmente, con qué
versión quedarse en caso de existir una versión definitiva, si la había, claro?
Optó por lo que los psiquiatras llamaban una “cura de sueño” y se arrojó en el
nuevo edredón que había comprado unos días antes. Cerró los ojos, entró en fase
R.E.M. y un pensamiento cruzó su mente.
—¿Y si siguiese dormido… incluso antes
de haber sufrido el delirio de verme distinto en el espejo? —Tuvo miedo de
despertar, si es que había estado despierto en aquella ocasión. Se oyó un
camión de la basura pitar violentamente desde la calle y no tuvo más remedio
que abrir los ojos. Sintió mucha hambre y sabiendo la ubicación de los espejos
de su casa, pasó de largo ante ellos y cerró la puerta. A su vez, evitó mirar
al gran espejo del rellano de la entrada del bloque donde vivía y salió a la
calle. Evitó mirar superficies reflectantes y caminó hasta la hamburguesería de
la esquina. Pidió un menú y fue a sentarse. Aquel local no tenía en apariencia espejos,
ni superficies que amenazaran reflejar su rostro. Le sirvieron su ración; una
hamburguesa doble con queso más bebida. Bebió evitando verse reflejado en el líquido.
Comió sin prisas, más que nada por la angustia que lo atenazaba. Alguien entró
en el local y pidió algo de beber. Marcos evitó mirarle.
—¿Marcos?, soy yo, Sandra, su alumna
del curso de francés, hace quince años; me recibí. —La muchacha se aproximó y
Marcos no pudo evitar verse reflejado en las gafas de sol. Un anciano escuálido
y de ojos grises lo miraba lastimosamente desde las mismas.
AVISTAJE
Luciano Doti, Ada Inés Lerner & Rolando José Di Lorenzo
—Mirá allá, en el cielo. ¿Eso es un avión? —Él miró hacia donde el dedo de ella le indicaba, y dubitativo respondió:
—Debe ser… ¿Qué otra cosa si no?
—Y hay tanta gente que habla de que ve ovnis… Yo siempre miró al cielo para ver si anda alguno —dijo ella
Él siguió mirando ese objeto que titilaba en el firmamento, rodeado de estrellas; la verdad es que parecía suspendido en el aire, o volaba tan alto que su movimiento era imperceptible. No, no era un avión, sin alas, sin alerón.
—Entremos, refrescó —dijo él. Para no alarmarla, no mencionó que el objeto estaba bajando muy rápido y en línea recta.
Ella prendió el televisor y se fue a la cocina.
—Noticia Urgente: en el Observatorio han avistado un ovni que se dirige hacia…
Él cambió de canal y puso una película.
—¿Hoy no querés ver el noticiero? —se asombró ella
—No, están hablando de los partidos de ayer.
El objeto seguía bajando, pero lo hacía con dirección hacia el techo de la casa. Él, inquieto, se asomó desde el patio y lo vio más grande y luminoso, de varios colores. Volvió a entrar.
—Estás inquieto, molesto, ¿qué pasa? —aportó ella, preocupada.
—No, me gustaría salir, ya, me dio hambre, ¿no te gustaría ir a un buen restaurante?
—Pero me tendría que cambiar… además es temprano… —El estallido fue brutal—.
Y menos ahora, con toda esta tierra —agregó ella cuando todo se llenó de polvo—. Tengo que ponerme a limpiar.
EL CUASIECO DE LA
VENTANA DE ORIENTE
Daniel Alcoba, Sebastián Fontanarrosa & Claudia Isabel Lonfat
En diciembre de 2055 llegó al
aeropuerto de Barcelona un zepelín fotónico del ejército sirio del aire. Por la
puerta de honor descendieron el jeque Qobb al-Din y su cuasieco bioingenieril,
mezcla de dromedario, caballo y jirafa. El heredero del incalifato de
Tahuantinsuniyya lo llevaba de la rienda como fuese un caniche. En 2055 la
ciudad de Barcelona se había convertido en sociedad anónima comercial industrial
cuyo capital accionario estaba en manos de
Abriéndose paso entre la marabunta de sulkis y bicicletas del Passeig de Gracia, la extravagancia de ambos atraía las miradas. Inmerso en una atmósfera que olía a opio y sonaba a jerga crispante catalán-china de los mercaderes, jeque y cuasieco llegaron a la mezquita caminando. Le entregaron la fórmula secreta que iba a terminar con la hegemonía económica oriental: los codex genéticos de la semilla transgénica original de la amapola marciana.
Guardias civiles de Terracota lo cercaron. Al jeque le quedaban pocas opciones ante el riesgo de ser atrapado: debía destruir las pruebas. Él se tragó los codex, el cuasieco se comió con deleite la amapola marciana. Justo entonces los chupó el teletren del zepelin fotónico. Al comenzar la requisa de códex, y ante la sorpresa general, el cuasieco se conectó con la computadora central, y en segundos, todos los medios de transporte se convirtieron en cuasiecos virtuales, devoradores de chinos.
LA COSA QUE PERTURBA
Carlos Enrique Saldívar, Patricio G. Bazán & Fernando Andrés Puga
Existe una cosa que no me permite ser feliz, que me atormenta de manera constante. No sé qué es, surgió como una serpiente sobrenatural, de un momento a otro, envolviéndome y apretando hasta comprimir mis huesos. Aquello no me deja trabajar, darle amor a mi prometida, a mis familiares. Estoy convencido de que si viera a aquella entidad, si pudiera tocarla, sabría cómo detenerla. No sé cómo conseguirlo, pero en este preciso instante la cosa se materializa ante mis ojos, contemplándome burlona desde la luna del espejo del baño.
—¿Sorprendido? Es el único modo de poder vernos.
—¿Quién eres? —pregunto, sospechando la respuesta.
—Tu sombra, tu otro yo, aquello que censuras cuando actúas civilizadamente. La energía que malgastas en negar tu verdadera naturaleza me fortalece, y te va debilitando. Dime, santurrón, ¿cuándo nos liberarás? ¡No podemos combatirnos toda la vida!
Tiene razón, debo reconocerlo. Moralmente agotado, llego a un acuerdo con la cosa que perturba mi existencia.
Desde entonces todo ha cambiado. No más amenazas a través del espejo, no más esa sensación de ahogo entre las húmedas escamas de un infesto reptil, ni el desasosiego acechando a cada paso. Es cierto, entre estas cuatro paredes, a oscuras, sin más compañía que algún roedor despistado que no encuentra la salida, no hay mucho para festejar, pero ¿quién me quita el placer de haber sido el más desenfrenado criminal que caminó alguna vez por las calles?
TREN SIN RUMBO
María Elena
Rodríguez, Laura Irene Ludueña & Luisa Madariaga Young
Puede ser fascinante cuando un sueño es interrumpido por la implacable
alarma y saber que a la noche siguiente va a continuar en el mismo momento que
ha quedado.
Lo sé porque así ha transcurrido mi vida en el
último año: alternando obligadas y monótonas vigilias con el viaje de mis
sueños en la oscuridad nocturna, acompañada por Joaquín.
En el día nos separamos para actuar nuestros
respectivos personajes, seres inteligentes que trabajan, cuidan a su familia,
piensan, sienten; tienen una vida socialmente aceptable y encuentran un momento
para escribir a escondidas su sueño.
Pero en la noche
volvemos al tren donde nos conocimos un mediodía de febrero, antes de que yo
supiera que el mundo onírico era importante, antes de que él decidiera casarse
con una joven adinerada y yo me marchara a buscar consuelo en otras tierras.
A veces quiero
hablarle de aquel pasado y él se aleja de prisa; lo sigo en loca carrera a
través de los vagones vacíos, grito su nombre y me doy cuenta que no me oye; no
recuerdo cuando enmudecí.
Salto en la cama, estoy transpirando, bebo un
sorbo de agua. Tranquila, y me digo, solo ha sido un breve despertar.
Y vuelvo a la
máquina que está siempre en marcha, sin conductor, sin rumbo, sin sonidos, y
allí me espera él, nos abrazamos mientras vemos por la ventanilla los leones en
la estepa africana, los amistosos pandas, los apresurados habitantes de Nueva
York. El tren ya no es un tren ni tampoco una máquina, ahora es una cálida
habitación que recorre el mundo, es la casa donde estamos Joaquín y yo tomados
de la mano mirando los cafetales hasta que suenan las campanadas de la vieja
iglesia… ¡No! Es el reloj despertador que anuncia el amanecer de otro
día/pesadilla.
EL CARNICERO DEL CAMPO
María Cristina Rolnik, Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman
—¿Se propone matarme?
—Sí, te voy a matar —respondió el ucraniano—. Porque si no te mato me vas a entregar, me van a meter preso, y me van a juzgar por cosas… —De pronto Igor advirtió que se estaba yendo de la lengua y no solo se quedó callado sino que, además, apuntó con cuidado para gastar un solo disparo. Pero eso era todo lo que necesitaba Samuel.
—Hay una docena de cazadores de nazis en esas colinas. —Samuel señaló hacia el oeste, donde el sol aportaba un atardecer de ensueño, cayendo sobre las elevaciones. Colinas doradas, anaranjadas, finalmente violetas.
Los hombres enfrentados dejaron de mirarse, para mirar el ocaso, pero los cuerpos permanecían en guerra: uno apuntando nervioso y rígido, el otro sin intención de huir, esperando.
Para Samuel mirar el ocaso eran Raquel y Anita agarradas de la mano, la otra manita diciéndole adiós papá, adiós. En los campos de exterminio, al atardecer eran las filas para ducharse. Una fila para mujeres, otra para hombres. Ese día, la ducha de los hombres no funcionó. Por eso él estaba en los bosques de la Patagonia. Ellas no.
Mirar el atardecer para Igor era la nada, escalofríos y ganas de irse de ahí (donde fuere que estuviese). Las sombras, las sombras que lo buscaban, lo buscaban todo el tiempo.
Samuel vio la boca abierta, el sudor sin pausa del ex carnicero del campo, sus temblores. La carabina que descendía lenta, hasta caer al piso.
La oscuridad para ese entonces era total, los enemigos ya no se veían.
Pero Samuel sabía que Igor estaba ahí ovillado, en el suelo, lo escuchaba gemir: luz, dame luz. Por favor no me dejes así. Por favor.
Desde que espiaba a Igor, Samuel aprendió que él regresaba a su casa antes del atardecer, se encerraba en el hogar y dormía con todas las luces encendidas, incluso las del patio. Su casa incandescente se veía desde cualquier colina. Nunca salía de noche. La oscuridad. Era eso, entonces.
Samuel se alejó guiándose con la linterna de su celular y cuando se aclaró el bosque, las estrellas también ayudaron. Mientras caminaba escuchó el primer aullido, al que pronto se sumaron otros cantos. Cazadores, murmuró, el carnicero es vuestro.
¿Eso es todo? ¿La historia se cierra con los cazadores cercando al carnicero? ¿Y Samuel?
Samuel volvió sobre sus pasos, porque las historias concluyen cuando deben hacerlo y no cuando quieren. Y ante sí vio lo inexplicable, ¿lo imposible? No había cazadores, no había hombres, no había perros, solo estaba Igor apuntando con su arma sin saber hacia dónde hacerlo. Se sacudía y temblaba convulso. Tenía miedo, pero no era un miedo poético, un miedo surgido de la idea de que algo lo haría pagar por los crímenes que había cometido. No había llegado el tiempo de la reparación, el pasado estaba perdido, el pasado era una construcción que se disolvía a medida que transcurrían implacablemente los días. El miedo que sentía era algo del presente, algo que había descubierto en ese lugar, en ese momento. No había venganzas, ni simetrías. Los horrores son humanos, pero también son de otro orden. De uno secreto y misterioso. Que opera cuando quiere, no cuando debe. Samuel vio unas sombras que se asemejaban vagamente a hombres, que se movían mecánicamente y que aullaban como si no pudiesen tampoco escapar a su destino, a lo que debían hacer. Como si fueran lejanos parientes del Golem. Las figuras rodeaban a Igor y no era sencillo adivinar qué iban a hacer. ¿Matarlo? Samuel se dio cuenta de que las sombras bien podían hacer eso. Que quizás eran animales fantásticos, famélicos, arrojados a un destino prefijado de antemano por una entelequia. Los sucesos no se articulan como en una ficción, pensó. Las cosas solo pasan. Un campo de concentración, un evento fantástico. Un universo indiferente. La muerte. Todo condensado en un paisaje y entre dos hombres que se conocen y que ahora temen esa verdad devastadora. Que justamente no existe verdad, solo un terrible agujero de absoluta nada que finge encadenar los eventos para luego negar su continuidad.
Pero un mago milagroso puede pergeñar un mural análogo al Guernica, una sinfonía semejante a la Novena, una novela equivalente a Crimen y castigo, sacándolas de un lugar al que Igor jamás podría acceder. La obra maestra de Samuel nació resquebrajada por el dolor y tomó la forma de Raquel y Anita agarradas de la mano, caminando hacia la cámara de gas, una ruta que irreversible antes de que el deseo de Samuel, la avidez, el sueño de Samuel se materializaran a partir de una simple palabra. Todos sabemos que la verdad no existe, pero todos sabemos que nada es más poderoso que nuestra verdad secreta.
—¡Sí! —exclamó Samuel ante el perplejo Igor, y ochenta años se enrollaron sobre el eje de la memoria para compartir el destino de las mujeres amadas.
Ese día, la ducha de los hombres funcionó y tanto Samuel como Igor fueron un agujero de absoluta nada.
Los autores que escribieron los siete cuentos: Ada Inés Lerner, Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Claudia Isabel Lonfat, Daniel Alcoba, Dora Gómez Q, Fernando Andrés Puga, Javier López, Jorge Zarco, José Luis Velarde, Laura Irene Ludueña, Luciano Doti, Luciano Lara, Luisa Madariaga Young, María Cristina Rolnik, María Elena Rodríguez, Patricio G. Bazán, Rolando José Di Lorenzo, Sebastián Fontanarrosa, Víctor Lowenstein, Sergio Gaut vel Hartman.
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