Nikola Stjelja
La tierra estaba roja, siempre roja. Los viejos hablaban del tiempo cuando el sol piadosamente paraba su fulgor y cuando Santo Dios daba la sombra a sus hijos en la tierra y cuando los monstruos de la niebla no asolaban en enjambres el mundo humano. Esos pensamientos me parecían como un sueño. Mi ropa estaba empapada en sudor. Un collar con el Cristo crucificado me colgaba del cuello, saltando con cada paso y golpeándome en el pecho. Pero no se me ocurría deshacerme de él, por mucho que me hubiera hecho sentir mejor. Este collar era el signo de mi posición y la fuente de mi magia. Sin él no podía proteger a la congregación de la fiera y tampoco podía caminar sin límites por las regiones de Istria.
Tenía que darme prisa. Las fieras eran peligrosas por la noche. Si no llegaba a Muzinic antes del anochecer, mi cuerpo probablemente sería desgarrado por ellas, si tenía suerte, y los niños de la aldea, que me necesitaban para que los hechizara con el encantamiento del bautismo, estarían condenados a pisar la tierra sin la protección de Nuestro Señor.
La aldea no podía estar lejos. Un poco más, detrás de esta colina. Pasé por este camino varias veces durante los últimos cinco años de mi misión como servidor de Dios, y lo conocí bien. El calor era insoportable, el sudor se derramaba por mi frente y empapaba mi camisa. Los vaqueros, que eran la única ropa lo bastante resistente como para soportar mis viajes, me sofocaban con su peso.
Oí un zumbido detrás de la colina. De inmediato olvidé el calor. Me corrió un sudor frío. Agucé el oído y dejé que mis sentidos rondaran libremente.
Tomé el fusil de mi hombro y lo aferré con fuerza entre las manos. Con su ayuda y la ayuda del crucifijo, podría aguantar todo.
El zumbido empezó a amplificarse. Me espanté cuando las primeras moscas salieron de atrás de la colina. Sus cuerpos estaban hinchados, con los pelos negros flotando en el aire mientras volaban distancias irregulares agitando sus alas repugnantes. Tenían el tamaño de la cabeza de un niño y eran casi completamente ciegas durante el día. Me agaché y empecé a mirarlas con atención. Si permanecía tranquilo no me harían daño. Pero si me veían, sus larvas crecerían pronto en mi cuerpo.
No tardó en llegar todo el enjambre. Su vuelo era confuso y caótico. Los cuerpos hinchados y gordos chocaban y se rompían en el aire. Las moscas caían sobre la tierra y algunas veces parecían saltar, remontando vuelo con dificultad. El enjambre permaneció encima de la colina durante unos minutos que fueron muy difíciles para mí. El aire estaba lleno de polvo rojo que las moscas agitaban con sus alas. Me estaba ahogando, pero no me atrevía a toser. Una mosca saltó fuera del enjambre y cayó directamente delante de mí. Me morí de miedo al ver ese cuerpo repulsivo. Pensé que todo el enjambre iba a perseguirme. Pero tuve suerte. La mosca escaló el aire y voló hacia las demás. El enjambre no tardó en partir en otra dirección.
Esperé un momento más, escuchando cómo se alejaban, y cuando no oí más aquel ominoso zumbido di gracias a Dios que está en el Cielo y partí hacia Muzinic.
La aldea era de piedra y muy vieja. Sus habitantes caminaban con la mirada perdida, adustos y pasmados. Mi llegada fue recibida con moderada alegría. El caudillo de la aldea, un hombrón llamado Iván, me ofreció agua y comida. Acepté lo poco que tenían. Me alojé en su casa. Cuando hube comido, le dije a Iván que llevara a todos los niños a la vieja iglesia de piedra para el bautismo. Iván vaciló y por primera vez perdí esa confianza en mí mismo que hasta entonces había llevado como un manto.
Miré sus ojos estupefactos y esperé apenado lo que tenía que decirme.
—Padre, aquí hay una muchacha. Es que... desde hace unos días ella porta la semilla del demonio. La cosa es que las moscas la picaron y pronto va a... ya sabe...
Ya sabía. Incliné la cabeza indicándole que le entendía. Iván pareció aliviado. Continuó en un tono más tranquilo.
—Es que, sabiendo que estaba por llegar a nuestro pueblo... —Dio vuelta y me señaló el antiguo receptor de radio con el que la aldea se comunicaba con el resto del mundo, luego continuó: —Pensamos que un hombre sagrado como usted, protegido por la magia y la fe, podría destruir al demonio que habita entre nosotros.
De vez en cuando odiaba mi trabajo. Tendría que matar a esta muchacha inocente. Pero eso es parte del oficio de un sacerdote. No iba a ser la primera vez. Si no lo hacía, su espíritu vagaría por el mundo, inhabilitado para entrar en el Reino de los Cielos.
—No te preocupes. Lo haré —le dije a Iván. Vi que el hombre se sentía aliviado.
Me levanté de la mesa y empecé a preparar la misa. Iván se quedó afuera, como correspondía a un hombre simple como él. Le oí llamar a las madres para que trajeran a sus hijos.
Pronto la iglesia estuvo llena de aldeanos. Algunos se quedaron afuera para vigilar, pero la mayoría ingresó. Las madres formaron una fila con sus hijos. Yo pronunciaba las palabras de la misa y los aldeanos las repetían. Todas esas palabras empezaron a tejer la magia del bautismo en el aire. La temperatura disminuyó, pero yo no sentía temor. Llamé a las madres una por una para que trajeran a sus hijos. Pude ver como temblaban y como sus ojos vacíos me miraban con sumo respeto.
Bauticé a todos los niños. Algunos tenían sólo unas semanas de edad y otros tenían casi un año.
Cuando terminé, bajé del altar. Tomé mi fusil y dije las primeras palabras mágicas de absolución sobre él. Iván se fue de la iglesia.
Balbuceaba las palabras mágicas como lo había hecho ya tantas veces. Pero no me sentía aliviado.
Iván regresó con dos campesinos que traían a la muchacha a la rastra. Ella gemía y suplicaba que la dejaran. En su cara se podían ver la desesperanza y el temor.
Y yo supe por qué.
De su espalda, visible a través del vestido rasgado, colgaba un enorme quiste palpitante. Las venas hinchadas bombeaban sangre al interior de esa masa blanca. Era evidente que las moscas habían dejado su huella en la aldea.
—Déjenla delante de mí y muévanse —les dije a los aldeanos.
Me obedecieron.
La soltaron sin ceremonia alguna a mis pies y se alejaron rápidamente. La muchacha lloraba y ya no hablaba. Sabía muy bien qué destino le aguardaba. No podía imaginar el terror que había sufrido durante las últimas semanas.
Puse mi mano sobre su frente y la tranquilicé diciendo: —Todo estará bien, hija mía.
Por supuesto, no se aplacó sino que, por el contrario, empezó a llorar más fuerte. Me sentí mal. Miré a los aldeanos. Seguramente la muchacha era pariente de algunos de ellos. Nadie se sentía bien.
Apunté el fusil a su cabeza. Se produjo eso tan especial en mí, que me permite no sentir nada, y apreté el gatillo.
Su cabeza reventó y salpicó a todos con la sangre. Quedé cubierto de líquido rojo que se mezcló con el polvo en mi ropa.
El suelo de la iglesia también estaba cubierto de sangre. El quiste en su espalda empezó a temblar con fuerza. Parecía como si fuera a estallar de un momento a otro. Amartillé mi fusil y le disparé al quiste. Sólo quedó un gran orificio en la espalda de la muchacha.
Los niños empezaron a llorar, pero los demás estaban quietos. Nadie sollozaba porque sabían que el espíritu de la muchacha ahora estaba con San Pedro ante la puerta del Cielo y nosotros debíamos quedarnos aquí, en la tierra roja, entre los enjambres de fieras.
Nadie lamentó mi partida. Me dieron un poco de agua y comida y se despidieron de mí. Cuando termino mi faena a nadie le gusta tenerme cerca.
Las absoluciones siempre me molestaron. Los viejos contaban historias de otros tiempos, cuando los sacerdotes eran conocidos como portadores de paz y seguridad. Del tiempo cuando no teníamos que matar a los miembros de nuestra congregación. Los sueños, solo los sueños de hechos vacíos. Vivimos en tiempos polvorientos, debajo del sol feroz, día tras día escondiéndonos de los monstruos que nos acosan.
No oí el zumbido hasta que fue demasiado tarde. Me atacaron como una jauría de perros rabiosos. Chocaban contra mí mientras volaban ferozmente, picándome donde fuera. Les disparaba, pero solo logré matar a unos pocos.
Me dejaron en tierra, herido y sangrante. Casi enseguida me empezó a escocer donde me picaron las moscas y supe que ya estaban empezando a formarse los pequeños quistes. En la primera etapa las larvas crecen muy rápidamente.
Empecé a llorar. El polvo me raspaba los ojos y se pegaba a mis heridas. No me preocupaba la infección porque ya sabía cual era mi destino. La muerte estaba garantizada. La pregunta era cómo moriría.
Estaba rodeado de tierra roja; de repente empecé a desear su abrazo. Tomé el fusil en mis manos y agradecí exaltado que me quedara una bala. Pronuncié las primeras palabras mágicas de absolución sobre él, como lo había hecho ya tantas veces.
Título original: "Crvenilo"
Traducción del croata: Irena Raseta.
Nikola Stjelja
nació el 12 de enero de 1981 en Koper,
Istria, una ciudad de la ex república yugoslava de Eslovenia. Finalizó sus
estudios en 1999 y desde entonces vive en Umag, Croacia, donde trabaja en una
empresa de seguros mientras asiste a sus clases en
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