miércoles, 24 de enero de 2024

CARMELA

 

Lidia Nicolai




Cuando desperté, Carmela estaba al costado de mi cama. Me acompañó durante la ducha y mientras yo preparaba el desayuno para Néstor y mis hijos. Después se paró a unos centímetros de mi silla y no se movió de allí hasta que terminé el café con leche. Esto sucedió hace un par de días y, desde entonces, ella me sigue por la casa como una sombra. Nada de lo que digo me es fácil de justificar: en verdad, yo a ella no la vi nunca. Sí percibí su presencia y por momentos temí que pudiera rozarme. De sólo pensarlo me da escalofríos.

Es desesperante. ¿A quién podría contarle yo esto que me ocurre? No me animo a mencionarlo; me creerían loca. Pero para todo hay un límite, incluso para lo que puede soportarse en soledad. Así, he decidido hacer anotaciones diarias, como una forma de explicar (o tal vez explicarme) lo que está sucediendo. Mientras tanto, confío en poder ir juntando fuerzas para contarle la situación a Néstor. Sé que él no dudará de mi salud mental, aunque quizás estime que estoy bajo los efectos de un gran estrés.

 

Para ordenar mis pensamientos conviene que anote cómo conocí a Carmela.

Un sueño recurrente me visita a diario:

Voy en ómnibus de larga distancia y me apeo en una oscura terminal. Una mujer baja conmigo. Tomamos las valijas y me dice:

—¿Adónde vas?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque vamos al mismo sitio, pero la que sabe dónde queda sos vos.

Resultado: ella se viene conmigo y se afinca en mi casa como si le perteneciera. Me dice que se llama Carmela (así pensaba bautizarme mamá, pero mi padre se lo prohibió terminantemente. Siempre sospeché que él habría conocido a una Carmela de mala reputación).

De repente me doy cuenta de que el físico de Carmela es idéntico al mío, sólo que ella lleva el cabello hasta la cintura y se pinta los labios y las uñas de un rojo fuego.

Salgo a comprar cigarrillos para Carmela (¡qué horrible: soy el chico de los mandados y me parece natural!); ella, en bata y sentada con desparpajo sobre la alfombra del living, charla con mi familia.

Conduzco el auto cuadras y cuadras hasta que encuentro un quiosco abierto. La noche es neblinosa, las calles exudan humedad y reflejan las luces de neón que resaltan la soledad de la ciudad nocturna. De pronto siento desesperación por regresar. Pero no encuentro la casa; recorro la cuadra varias veces: el edificio ha desaparecido. Entonces me digo, con pavor, que Carmela se ha adueñado de todo: de mi hogar, de mi intimidad, de mi familia.

 

Esta mañana, el aliento de Carmela rozó mi cuello. Es así, aunque parezca mentira. Estoy segura. Yo terminaba de peinarme, ya casi lista para ir a la oficina, cuando sentí un calor húmedo y supe que era su respiración. Le supliqué que me dejara en paz (faltó poco para que lo hiciera de rodillas) y callé sólo cuando por la ventana de la calle vi pasar a doña Ester, que me miró con asombro: evidentemente me había oído gritar desaforada. La saludé forzando una sonrisa.

 

Mi marido ha logrado preocuparme: según él, mi pelo ha perdido brillo y estoy algo demacrada. “¿Y si te maquillaras un poco?”, me sugirió. ¡Como si no supiera que, para mí, nada más ridículo que valerme de esos artilugios! Y esto no es nada comparado con lo de anoche:

―¡Hola, querida, te traje un regalo! ―gritó no bien entró en casa―. Espero que te guste…

Era un vestido de noche, negro azabache, entallado, barroco. El escote, más que escote era una vidriera. Un modelo a la moda repleto de lentejuelas y que yo jamás hubiera comprado.

Me forcé a pronunciar un cumplido. Espero que mi cara no haya reflejado la turbación que sentía. Jamás me pondré eso, me dije. ¿En qué cabeza cabe que voy a ir mostrando el cuerpo de esa manera, llamando la atención con tantos brillos?

—Qué suerte, amor. En la próxima ocasión especial que tengamos lo estrenás —y se me abalanzó con los brazos extendidos—. No podés negar que tenés un maridito… —me abrazó desde atrás y me besó en el cuello —que quiere que su mujer luzca hermosa.

Esta actitud, ajena al Néstor que yo conozco, me desconcertó. Había algo de ficticio en la escena; bien podría haber pertenecido a una telenovela bobalicona de la tarde. Me desprendí con suavidad del abrazo: la angustia había tomado la forma de un ladrillo sobre mi pecho.

Ahora, mientras dejo asentados estos hechos, me doy cuenta de que el comportamiento de Néstor era casi… automático. ¿Una marioneta cuyos hilos manejaba Carmela? ¿Ella no sólo interviene en mi vida, sino también en la de Néstor?

 

Hoy tuve un día terrible. La idea de probarme el vestido me atormentó desde la mañana. No pude concentrarme en el trabajo: hice mal unos asientos, volqué el café y me enojé sin motivos con la secretaria. Imaginé mil veces que me ponía el vestido. El escote dejaba la mitad de mis pechos y casi toda la espalda al aire. Sufrí horrores intentando destejer estas labores de mi pensamiento.

Por fin se interpuso el rostro serio de mi padre. Sentí mucha vergüenza, y a la vez alivio. De ninguna manera voy a ponerme ese vestido, decidí. No quiero sufrir.

No bien llegué a casa corrí a colgarlo en el placard donde guardo la ropa fuera de estación. ¿Para no verlo más? Ni yo misma sabría contestarme. Pensé que al final el sinsentido se había apoderado de mí y me preparé un té de tilo bien cargado.

No habría pasado media hora cuando llegó Néstor.

—Venía pensando en el vestido. ¿Te lo probaste, amor? ¿Te lo probaste?

—Me calza bien —le dije—, no te preocupes.

Néstor está más cariñoso que de costumbre, me llama “amor” y ya no me besa en la mejilla sino en los labios. Aunque parezca estúpido, a veces me sonrojo como una colegiala. El agua fría alivia el rubor, pero ni un río completo aquietaría mi alma.

 

Anoche, en la cama, Néstor estuvo… digamos lujurioso. No hubo una sola redondez o depresión de mi cuerpo que no indagasen su lengua y sus manos. Después hicimos el amor… ¡y de qué manera! Ahora lo escribo y me ruborizo, pero entonces, lejos de avergonzarme, me sentí atraída por él como nunca lo había hecho en tantos años. Me dejé llevar. Fui dos personas en una: la que actuaba como una bestia en celo y la que observaba sin poder creer. La voluptuosidad de Carmela me había pertenecido. O, tal vez, aunque parezca irracional, yo le había pertenecido a la voluptuosidad de Carmela.

Apagamos la luz del velador (¡no puedo creer que lo hiciéramos con la luz encendida!). Néstor, tan sorprendido como contento.

—Amor —me dijo—; me encantó cómo te soltaste. Pero más me gustó que estrenaras esa ropa íntima que te regalé hace mil años. —Encendí la luz, me acodé sobre la cama y vi con sorpresa que las prendas yacían sobre la cabecera. Y entonces recordé todo: primero, que me la había puesto, y segundo, cómo Néstor me la había arrancado en medio de la lucha amorosa. Me sentí horriblemente sucia.

¡Dios bendito, ya no puedo seguir fingiendo que no me doy cuenta! ¿Acaso no está claro que he conocido a mi propio Mister Hyde?

 

Quisiera saltar y gritarlo hasta quedarme sin voz: por primera vez desde que apareció en mis sueños, puedo advertir que Carmela se está esfumando. Según pasan los días, su imagen se hace más tenue. Los colores de la ropa lucen menos intensos y su rostro presenta rasgos desleídos. ¡Creo que pronto me libraré de ella!

 

Hoy sucedieron cosas extraordinarias. Carmela no apareció en mis sueños. ¡Por fin!, pensé al despertar. Sabía que se iría en algún momento.

Minutos después, reunida la familia en la cocina, mi hijo menor tiró su pelotita de goma hacia la silla vacía del extremo de la mesa y…

—¿Vieron eso? —preguntó Néstor, azorado.

—¿Qué? —preguntaron a coro los chicos.

—Hijo, tirá la pelota como recién.

La observamos volar y chocar en el aire contra algo invisible.

Sentí que me mareaba.

—¿No vas a decir nada?

—Es que me siento mal —dije, y me puse de pie—. Es algo increíble, sí.

Por último, él mismo arrojó la pelota, que esta vez fue a dar al piso.

Volví a sentarme y respiré pausadamente. Entonces me iluminé. Comprendí que Carmela había estado sentada en la silla “vacía”. Y al recordar mi regocijo de los últimos días me dije que había sido una ilusa, porque no era verdad que ella había empezado a esfumarse de mis sueños, en realidad estaba trasladándose del mundo onírico al de la vigilia. ¡Se estaba materializando!

Néstor me miró confundido.

—¿Qué habrá sido eso, Carmela? —preguntó.

Lo escuché patente, me llamó “Carmela”.

El silencio que siguió fue roto por mi hijo.

—Mami, hoy tuve un sueño.

—¿Sí?...

—Soñé que tenías el pelo largo y los labios pintados de rojo. ¿Por qué no te pintás los labios de rojo, mami? En mi sueño tenías ese mismo vestido, pero era más amarillo.

—¿Más amarillo? —y miré mi ropa.

El vestido estaba destiñéndose. ¡Como Carmela en el sueño! Me ganó una sensación de extrañeza de mí misma. Después, un violento impulso interior hizo que me levantara de un salto.

—¿Adónde vas, mamá?                                                                            

—¿Adónde vas, amor?

—A ganarle de mano —dije.

En unos minutos estuve de regreso en la cocina.

Me recibieron tres “mamás” y un “amor” melodioso. Tras una breve vacilación, Néstor se puso a mi lado; acarició mi espalda enmarcada por el profundo escote y me tomó de la cintura.

Lo que siguió fue tan rápido como increíble. La ventana de la calle se abrió sola y el vidrio se hizo añicos. Por la abertura se fugó algo así como una sombra, quizás un velo flameante.

Parecerá extraño, pero a partir de ese momento empezó a gustarme el vestido.


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

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