Lidia Nicolai
Cuando desperté, Carmela estaba al costado de mi cama. Me acompañó durante la ducha y mientras yo preparaba el desayuno para Néstor y mis hijos. Después se paró a unos centímetros de mi silla y no se movió de allí hasta que terminé el café con leche. Esto sucedió hace un par de días y, desde entonces, ella me sigue por la casa como una sombra. Nada de lo que digo me es fácil de justificar: en verdad, yo a ella no la vi nunca. Sí percibí su presencia y por momentos temí que pudiera rozarme. De sólo pensarlo me da escalofríos.
Es
desesperante. ¿A quién podría contarle yo esto que me ocurre? No me animo a
mencionarlo; me creerían loca. Pero para todo hay un límite, incluso para lo
que puede soportarse en soledad. Así, he decidido hacer anotaciones diarias,
como una forma de explicar (o tal vez explicarme)
lo que está sucediendo. Mientras tanto, confío en poder ir juntando fuerzas
para contarle la situación a Néstor. Sé que él no dudará de mi salud mental,
aunque quizás estime que estoy bajo los efectos de un gran estrés.
Para ordenar mis pensamientos conviene que anote cómo conocí a
Carmela.
Un sueño recurrente me visita a diario:
Voy en ómnibus
de larga distancia y me apeo en una
oscura terminal. Una mujer baja conmigo. Tomamos las valijas y me dice:
—¿Adónde vas?
—¿Por qué me lo
pregunta?
—Porque vamos al
mismo sitio, pero la que sabe dónde
queda sos vos.
Resultado: ella
se viene conmigo y se afinca en mi casa como si le perteneciera. Me dice que se
llama Carmela (así pensaba bautizarme mamá, pero mi padre se lo prohibió
terminantemente. Siempre sospeché que él habría conocido a una Carmela de mala
reputación).
De repente me doy cuenta de que el físico de Carmela
es idéntico al mío, sólo que ella lleva el cabello hasta la cintura y se pinta
los labios y las uñas de un rojo fuego.
Salgo a comprar
cigarrillos para Carmela (¡qué horrible: soy el chico de los mandados y me parece
natural!); ella, en bata y sentada
con desparpajo sobre la alfombra del living, charla con mi familia.
Conduzco el auto
cuadras y cuadras hasta que encuentro
un quiosco abierto. La noche es neblinosa, las calles exudan humedad y
reflejan las luces de neón que resaltan la soledad de la ciudad nocturna. De
pronto siento desesperación por regresar. Pero no encuentro la casa; recorro la
cuadra varias veces: el edificio ha desaparecido. Entonces me digo, con pavor,
que Carmela se ha adueñado de todo: de mi hogar, de mi intimidad, de mi
familia.
Esta mañana, el aliento de Carmela rozó mi cuello. Es
así, aunque parezca mentira. Estoy segura. Yo terminaba de peinarme, ya casi lista para ir a la oficina,
cuando sentí un calor húmedo y
supe que era su respiración. Le supliqué que me dejara en paz (faltó poco para
que lo hiciera de rodillas) y callé sólo cuando por la ventana de la calle vi
pasar a doña Ester, que me miró con asombro: evidentemente me había oído gritar desaforada. La saludé forzando
una sonrisa.
Mi marido ha logrado preocuparme: según él, mi pelo ha
perdido brillo y estoy algo demacrada. “¿Y si te maquillaras un poco?”, me sugirió. ¡Como si no
supiera que, para mí, nada más ridículo que valerme de esos artilugios! Y esto no
es nada comparado con lo de anoche:
―¡Hola, querida, te traje un regalo! ―gritó no bien
entró en casa―. Espero que te guste…
Era un vestido de noche, negro azabache, entallado,
barroco. El escote, más que escote era una vidriera. Un modelo a la moda
repleto de lentejuelas y que yo jamás hubiera comprado.
Me forcé a pronunciar un cumplido. Espero que mi cara
no haya reflejado la turbación que sentía. Jamás me pondré eso, me dije.
¿En qué cabeza cabe que voy a ir mostrando el cuerpo de esa manera, llamando la
atención con tantos brillos?
—Qué suerte, amor. En la
próxima ocasión especial que tengamos lo estrenás —y se me abalanzó con los
brazos extendidos—. No podés negar que tenés un maridito… —me abrazó desde
atrás y me besó en el cuello —que quiere que su mujer luzca hermosa.
Esta actitud,
ajena al Néstor que yo conozco, me desconcertó. Había algo de ficticio en la escena;
bien podría haber pertenecido a una telenovela bobalicona de la tarde. Me
desprendí con suavidad del abrazo: la angustia había tomado la forma de un
ladrillo sobre mi pecho.
Ahora, mientras dejo asentados estos hechos, me doy cuenta de que el comportamiento de Néstor era casi… automático. ¿Una marioneta cuyos hilos manejaba Carmela? ¿Ella no sólo interviene en mi vida, sino también en la de Néstor?
Hoy tuve un día terrible. La idea de probarme el vestido me
atormentó desde la mañana. No pude
concentrarme en el trabajo: hice mal unos asientos, volqué el café y me enojé
sin motivos con la secretaria. Imaginé mil veces que me ponía el vestido. El
escote dejaba la mitad de mis pechos y casi
toda la espalda al aire. Sufrí horrores intentando destejer estas
labores de mi pensamiento.
Por fin se interpuso el rostro serio de mi padre.
Sentí mucha vergüenza, y a la vez alivio. De ninguna manera voy a ponerme ese
vestido, decidí. No quiero sufrir.
No bien llegué a casa corrí a colgarlo en el placard
donde guardo la ropa fuera de estación. ¿Para no verlo más? Ni yo misma sabría
contestarme. Pensé que al final el sinsentido se había apoderado de mí y
me preparé un té de tilo bien cargado.
No habría pasado media hora cuando llegó Néstor.
—Venía pensando en el
vestido. ¿Te lo probaste, amor? ¿Te lo probaste?
—Me calza bien —le dije—, no te preocupes.
Néstor está más cariñoso que de costumbre, me llama “amor” y ya no me besa en la mejilla sino en los labios. Aunque parezca estúpido, a veces me sonrojo como una colegiala. El agua fría alivia el rubor, pero ni un río completo aquietaría mi alma.
Anoche, en la cama, Néstor
estuvo… digamos lujurioso. No hubo una sola redondez o depresión de mi cuerpo que no indagasen su lengua y sus manos.
Después hicimos el amor… ¡y de qué manera! Ahora lo escribo y me ruborizo, pero entonces, lejos de avergonzarme, me
sentí atraída por él como nunca lo había hecho en tantos años. Me dejé llevar.
Fui dos personas en una: la que actuaba como una bestia en celo y la que
observaba sin poder creer. La voluptuosidad de Carmela me había pertenecido. O,
tal vez, aunque parezca irracional, yo le había pertenecido a la voluptuosidad
de Carmela.
Apagamos la luz del velador (¡no puedo creer que lo hiciéramos con la luz encendida!). Néstor, tan sorprendido como contento.
—Amor —me dijo—; me encantó cómo te soltaste. Pero más me gustó que estrenaras esa ropa íntima que te regalé hace mil años. —Encendí la luz, me acodé sobre la cama y vi con sorpresa que las prendas yacían sobre la cabecera. Y entonces recordé todo: primero, que me la había puesto, y segundo, cómo Néstor me la había arrancado en medio de la lucha amorosa. Me sentí horriblemente sucia.
¡Dios bendito, ya no puedo seguir fingiendo que no me
doy cuenta! ¿Acaso no está claro que he conocido a mi propio Mister Hyde?
Quisiera saltar y gritarlo hasta quedarme sin voz: por primera vez
desde que apareció en mis sueños, puedo advertir que Carmela se está esfumando.
Según pasan los días, su imagen se hace más tenue. Los colores de la ropa lucen
menos intensos y su rostro presenta rasgos desleídos. ¡Creo que pronto me
libraré de ella!
Hoy sucedieron cosas extraordinarias. Carmela no apareció en mis
sueños. ¡Por fin!, pensé al despertar.
Sabía que se iría en algún momento.
Minutos después, reunida la familia en la cocina, mi hijo menor
tiró su pelotita de goma hacia la silla vacía del extremo de la mesa y…
—¿Vieron eso? —preguntó
Néstor, azorado.
—¿Qué? —preguntaron a coro los chicos.
—Hijo, tirá la pelota como
recién.
La observamos volar y chocar en el aire contra algo invisible.
Sentí que me mareaba.
—¿No vas a decir nada?
—Es que me siento mal —dije, y me puse de pie—. Es algo increíble, sí.
Por último, él mismo arrojó la pelota, que esta vez fue a dar al piso.
Volví a sentarme y respiré pausadamente. Entonces me iluminé. Comprendí que Carmela había estado sentada en la silla “vacía”. Y al recordar mi regocijo de los últimos días me dije que había sido una ilusa, porque no era verdad que ella había empezado a esfumarse de mis sueños, en realidad estaba trasladándose del mundo onírico al de la vigilia. ¡Se estaba materializando!
Néstor me miró confundido.
—¿Qué habrá sido eso, Carmela? —preguntó.
Lo escuché patente, me llamó “Carmela”.
El silencio que siguió fue roto por mi hijo.
—Mami, hoy tuve un sueño.
—¿Sí?...
—Soñé que tenías
el pelo largo y los labios pintados de rojo. ¿Por qué no te pintás los labios
de rojo, mami? En mi sueño tenías ese mismo vestido, pero era más amarillo.
—¿Más amarillo? —y miré mi ropa.
El vestido estaba destiñéndose. ¡Como Carmela en el sueño! Me ganó una
sensación de extrañeza de mí misma. Después, un violento impulso interior hizo que me levantara de un
salto.
—¿Adónde vas, mamá?
—¿Adónde vas, amor?
—A ganarle de mano —dije.
En unos minutos estuve de regreso en la cocina.
Me recibieron tres “mamás” y un “amor” melodioso. Tras una breve vacilación, Néstor se puso a mi lado; acarició mi espalda enmarcada por el profundo escote y me tomó de la cintura.
Lo que siguió fue tan rápido como increíble. La ventana de la calle se abrió sola y el vidrio se hizo añicos. Por la abertura se fugó algo así como una sombra, quizás un velo flameante.
Parecerá extraño, pero a partir de ese momento empezó
a gustarme el vestido.
Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.
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