martes, 12 de diciembre de 2023

ESPECIAL MICROFICCIONES (TRES)

Lamentablemente no pude ser fiel a la promesa de aumentar en diez el número de microficciones de esta entrega, la tercera, con respecto a la segunda. El aumento fue inflacionario... Cuarenta y tres microficciones, de los más diversos géneros y con representantes de varios países, inclusive de algunos que no apareen con frecuencia en las publicaciones de nuestro idioma.





Calvario

Iván Bojtor

 

Niños jugando al calvario. Ya lo han preparado todo: las dos vigas, el martillo; los clavos están tirados sobre la hierba. Se preguntan cuál de ellos será Jesús. Ninguno acepta. Unos cuantos se apiñan y corren hacia uno de los niños más pequeños. El niño elegido para ser Jesús salta, quiere correr, pero los otros lo agarran y lo arrojan al suelo; él se retuerce atemorizado, confuso, mientras es arrastrado hasta las vigas cruzadas. Discuten un rato sobre dónde clavarle los clavos: ¿en la palma o en la muñeca? Se deciden por la palma, y el martillo golpea. Jesús grita. Uno de los más grandes le da una patada.

—¡Deja de gritar! De todos modos, resucitarás dentro de tres días.

 

Título original: Kálváriásdi

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman


 El alma

Arlette Luévano

 

No recuerda el momento de la invasión, pero desde entonces el Alma ha habitado en distintas partes de su cuerpo.

Cuando habitó sus ojos, el mundo parecía muy grande y el resto del cuerpo le parecía distante y ajeno.

Luego, habitó sus manos. Todo parecía sencillo entonces, como aproximarse al calor y ser llama, pisar la tierra y echar raíces, tocar la piel y extenderse, expandirse, estallar.

Después fue hacia la cintura. Unas punzadas constantes le quitaron el sueño muchas noches.

Y llegó a las piernas. Entonces perdió la risa, la memoria, toda esperanza.

Yo  recorro ciudades y ciudades siguiendo el rastro luminoso que dejan ella y el Alma. Algún día las encontraré. Espero no demasiado tarde.

 

Duda

Suray Annys

 

No sabía lo que quería. Tres terapeutas, dos parejas y cinco amistades le venían exigiendo enfocarse en sí. Cumplía con sus labores internas y sus tareas laborales irreprochablemente. Pero no era feliz. Por mucho que pensara no encontraba los motivos de su persistente desdicha.

Una mañana le llegó un telegrama de despido. No alegaban más excusa que una indispensable reducción del personal. La compulsión le hizo buscar en los clasificados. No podía estar sin trabajar, esa misma tarde fue a entrevistarse en un pub. Pedían buena presencia, excelencia en atención al público y conducta desinhibida. Esto le intrigó.

Al anochecer llegó. Le llevaron a un despacho donde el jefe preguntó si tenía algún problema en servir mesas. Ante la negativa, la siguiente pregunta fue si podía realizar esa tarea sin ropas. En total desnudez.

Un escalofrío le alteró el pulso pero dijo que si sin dudar.

—Comenzás ahora mismo. Atrás están los vestidores aquí la llave para dejar tus cosas en tu casillero.

Al despojarse de sus atavíos sintió una extraña ligereza. Cuando llego al salón el jefe de personal le dio su bandeja, lapicera, anotador y una lista de recomendaciones e instrucciones.

Le avisó a su pareja que tenía un nuevo trabajo y regresaría tarde.

La noche transcurrió como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Volvió a su casa con una sonrisa de oreja a oreja… Nunca había estado tan alegre. Hizo el amor esa noche como ya casi no lo hacía… y también las demás noches.

—¿Qué fue lo que cambió? —le preguntaron, se te ve feliz.

—Sí —contestó—, soy feliz; ahora sé lo que quiero. Quiero vivir en desnudez el resto de mis días.


Argentina, 2025

Hernán Bortondello

 

Vallas tumbadas, latas aún humeantes, manchones de sangre sobre el pavimento. Los caídos, uniformados unos, de civil muchos más, jalonan el camino; algunos se quejan, otros ya no. Verjas forzadas, puertas rotas y abiertas de par en par; más muertos, más heridos. Los disparos cesaron y la marea sigue subiendo por las escaleras. Finalmente se rompe el último sello y la furia gana terrazas y techos. Esta vez la libélula de hierro no alcanza a levantar vuelo.

 

Alarmada

Lucila Adela Guzmán

 

El despertador sonó. “El espanta sueños” dio el acostumbrado timbrazo para despertar sólo algunas partes de mi cuerpo. Una voz parecida a la mía, dialogaba atascada en la protesta y me decía:

—Interrumpir en forma artificial el sueño debería ser considerado una violación a los derechos humanos… Tal vez todos los problemas de la humanidad se resolverían al abolir el desgarrador despertar que produce esta cosa. Pero es así, somos el único animal del planeta que tiene esta tortuosa manía”.

En el lapso transcurrido entre el abrupto chillido de la alarma y los destartalados movimientos que inventaba mi cuerpo para apagarla, perdía, siempre, los minutos necesarios para tomar tranquilamente el desayuno. Ese retraso en el que vivía se había incrustado en mí haciéndose costumbre, hasta que llegó aquél fatídico día… Las malas lenguas andan diciendo por ahí que yo he muerto.

Ahora espero en el limbo, libre de alarmas, pero visceralmente alarmada por la posible sentencia... Es que me han dicho que el infierno es la eterna repetición de lo mas odiado. Y sé, que él, sonará puntual... cada diez minutos exactos...

 

Congelado

Gareth D Jones


Durante unos segundos, el cuadro permanece ante mí. Cinco figuras inmóviles, congeladas en medio de su última acción. Bill, con las manos enguantadas sobre la manilla rota que no nos deja entrar en el búnker. Emily y Frank acurrucados en busca de calor detrás de él. Ivan, encorvado, con las manos metidas en los bolsillos de la parka y la cara invisible bajo la capucha. Pete, agachado para recoger una gran piedra; creo que su idea era romper la cerradura.

Accidentes y coincidencias nos han dejado fuera mientras se acerca la oscuridad, luchando por alcanzar un refugio. Es demasiado tarde. El mínimo calor que penetraba en el cielo cargado de polvo ha desaparecido. La luz se desvanece rápidamente, el aire se congela con rapidez. El cadáver de un poderoso roble me ha protegido en un microclima provocado por un remolino del viento. El calor se escapa, permitiéndome un breve tiempo de luto.

Se me nublan los ojos.

 

Título original: Frozen

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Ingredientes

Rogelio Ramos Signes

 

Hay trigo y cebada en La Biblia (Deuteronomio, capítulo 8, versículo7). Hay dátiles (Éxodo, capítulo 15, versículo 27). Hay cortezas de limón (Levítico, 23, 39). Hay pasas de uva y también de higos (Samuel, 30,11). Hay pistachos, como en cualquier desierto que se precie de tal (Génesis, 43,11). Hay moras (Amós, 7,14). Hay manzanas (Cantar de los cantares, 2,3). Hay almendras (Jeremías, 1,11). Hay comino para espolvorear (Isaías, 28,25). Hay miel (Proverbios, 27,7).

Si con todo esto no preparamos un exquisito budín, aunque sea metafórico, no habrá libro de cocina que nos ayude y, lo que es más triste, tendremos que cambiar de religión.

 

Extrañaré esto

Francisco Chiappini

 

Extrañaré este café de barrio en el que hoy escribo estas cosas, su gente, tan de Buenos Aires; no podría haber uno parecido en ningún lugar del mundo. No extrañaré a mis nietos, pues no voy a conocerlos.

Extrañaré viajar en subterráneo, apretado, a las nueve de la mañana. Esa insoportable rutina de todos los días, tantos años. ¿Tantos? No extrañaré tus caricias pues hace rato que me acostumbré a no tenerlas.

Extrañaré el diario de la mañana, tan cargado de malas noticias. La angustia de vivir es parte del vivir. No extrañaré a nuestros hijos de pequeños, pues ya son hombres y acepté que así fuera.

Extrañaré caminar por Palermo sin rumbo fijo. La deriva sin destino, sin brújula, da la posibilidad de descubrir cosas y gentes. No extrañaré ser joven, porque ya lo extraño.

Extrañaré que me discutas, que no nos pongamos de acuerdo, que el camino del amor esté lleno de desencuentros. No extrañaré lo que hice, sino lo que no hice.

Extrañaré estar sano. ¿Cómo te digo que tengo cáncer?

 

Círculo vicioso

João Ventura

 

Sentí un placer intenso cuando lo vi. Un cuerpo escultural, uñas de color rojo, un escote generoso, era la imagen perfecta de la seductora entrado al bar cuando terminaba la tarde.

Leo estas líneas escritas, y vuelvo a escribirlas, una y otra y otra y otra vez todavía. Una parte de la terapia a la que me condenó el tribunal, es recordar continuamente el comienzo de los acontecimientos que me llevaron a torturar y matar a esa mujer.

Mientras escribo, me imagino el festejo que haré el día que salga del hospital: volver a aquel bar, sentarme junto a la barra, pedir una cerveza y esperar... esperar a que aparezca una mujer que me lleve a empezar todo de nuevo...

 

Confesión

Armando Azeglio

 

“La verdad es un imposible necesario, hijo”, sentenció el cura tallando cada palabra en el aire. La escena me llamó la atención. Me pareció que aludía mucho más al mundo de las parcas griegas (las que hilan, devanan y cortan) que a una epifanía cristiana. No solo porque en sus manos revolvía una soga (como si fuera la serpiente de un hilandero) sino porque la frase sonaba más a Zenón de Elea que a Aristóteles. De pronto, el sacerdote saltó sobre un cubículo cuya superficie estaba pulida a espejo. “Cuidado con las partes cuando no se las pueda integrar en un todo; se puede caer en algo así como un bochorno cósmico”. Y dicho esto cruzó la cuerda en una viga que atravesaba la estancia a lo largo. Se hizo la noche. El cuerpo quedó suspendido por el cuello. No quise hurgar en su historia. Tampoco esperé la absolución.

 

Post apocalipsis

Alejandro Bentivoglio

 

Los hombres con alas llegaron desde lejos. Eso es lo que nos dijeron. Tienen ojos enormes que ven en la oscuridad y sus cuerpos son descomunales. Nosotros somos pequeños y no podemos volar. Seguir a los hombres con alas es imposible aunque algunos de nosotros se esfuerzan en dar pequeños saltos esperando quedar colgados del aire.

Los demás preferimos caminar, arrastrarnos por el piso incluso, mostrando un enorme orgullo que apenas se disimula cuando en el medio de la noche nos miramos la espalda, esperando que algo nos empiece a crecer.

 

Laura

Doris Camarena

 

Nadie puede resistirse a Laura. Desde pequeña fue así. Conquistaba a las niñeras y a los profesores. Luego, ya adolescente, los muchachos se enamoraban con que les dedicara una sonrisa. Aún ahora, siempre hay algún hombre tocando a la puerta con un ramo de flores u otro regalo. A todos les damos pretextos mi madre y yo, les inventamos un padre celoso o un hermano energúmeno. Algunos no saben qué hacer y dejan los regalos para mí, aunque es obvio que no les gusto como ella. Luego siguen rondando la casa varios días hasta que les decimos la verdad. Ninguno nos cree hasta que les mostramos las fotos de los periódicos que reseñaron hasta el cansancio la muerte de Laura

 

Derrumbes

Miguel Sardegna

 

El silbido marino del viento anunció en la tarde malos augurios.

Vi cómo la torre del este era la primera en desmoronarse. La siguieron las murallas del foso, de extremo a extremo, y las construcciones de cúpulas circulares, con sus ventanas y puentes.

Era el fin.

—¡Joaquín! —llamó mamá, por encima del grito de las gaviotas—. Joaquín, se hace tarde.

Guardé la palita y el balde y pateé por última vez la arena hasta el próximo verano. De nadie más sería mi castillo.

El regreso a casa fueron falsas promesas de Nesquik y dibujitos en la tele: cuando llegamos, los bomberos todavía intentaban apagar el incendio, todo se había venido abajo, no pude salvar ni un solo juguete de aquellas ruinas.

 

Trampa para tortugas

Ana Cristina Rodrigues

 

—Estimados amigos: con esa trampa iremos a capturar ejemplares de las raras tortugas de Altair VIII. Esos seres son quelonios inteligentes, adaptados a su territorio. Además de volar usando las corrientes de aire, poseen una rudimentaria forma de comunicación.

La estructura de madera que utilizarían sobre los animales adormecidos parecía frágil. Pero los cazadores se sentían confiados. En segundos oirían los graznidos típicos de sus presas.

—Es extraño, señor, el sonido parece venir de arriba.

Ellos observaron. Una bandada de tortugas planeaba, portando una trampa parecida a la de ellos. El líder ordenó que los demás la lanzaran sobre los cazadores. En su lengua, el jefe tortuga decía:

—Como les prometí, nuestro zoológico se enriquecerá con una especie de primates no muy inteligentes...

 

Título original: Armadilha para tartarugas

Traducción del portugués: Germán Teth

 

Invasores

Diego Muñoz Valenzuela

 

Ayer salí a caminar por el parque en una mañana luminosa. El perro estaba recostado en mi camino, muy cómodo sobre una mancha de sol, disfrutando del letargo. No cambié mi ritmo de marcha y, cuando estuve suficientemente cerca, se desperezó para levantarse. Se puso de medio lado para abrirme paso. Y entonces dijo GUAU. Dijo, tal cual; no ladró, dijo GUAU con una voz profunda, pronunciando las vocales un poco alargadas. Después de unos segundos repitió la consigna. GUAU. Sus ojos me contemplaban con fijeza, pero sin amenaza. Seguí de largo, como si nada especial aconteciera.

“Cabrones alienígenas”, pensé, “ni siquiera evitan emplear recursos burdos como este, como si fuéramos descerebrados”. Y quizás lo somos; eso pienso ahora.

 

La llave

Rafael Martínez Liriano

 

Roque buscó el orificio  de la puerta en la oscuridad, con cuidado introdujo la llave y se preparó a girarla. De pronto, se detuvo, su mano temblaba,  no respondía, temía lo que iba a hallar del otro lado de la puerta. Pero no estaba dispuesto a continuar cargando con el peso de aquella duda. Debía saber si la responsable de su desgracia era ella, y si así era, debía poner fin a aquella historia… con uno de los dos dejando de existir. A estas alturas el resultado le era indiferente. 

Aspiró profundamente y giró la llave. La puerta se abrió y Roque vio que su miedo profundo se hacía  realidad en un instante. Ante él yacía inerme su esposa,  en la cama y la hija pequeña de ambos limpiaba sus manos manchadas aún con la sangre de su madre, sonriendo maliciosamente y pidiendo un abrazo.

 

Al día siguiente

Alejandro Fabián Alberto Aguirre

 

Deseó con su alma que aquella tarde lloviera para sentirse acompañado. Caminó hasta el cementerio con toda la culpa y cuando llegó a la tumba le temblaron las carnes. La había matado por amor y eso sería su condena. Cuando no pudo contenerse escuchó su voz:

—¡Te perdono, amor!

Asombrado, salió corriendo pero los hermanos de ella lo esperaban a la salida.

 

Terremoto

Oscar De los Ríos

 

Lo vimos levantarse despacio. Caminó alterado alrededor de la mesa y soltó una reverenda puteada, mientras una sensación extraña flotaba en el aire haciendo presentir la tragedia. Todos los que nos hallábamos participando del juego pensamos dónde podíamos guarecernos: bajo las mesas, o el dintel de las puertas, decían siempre los que pretendían saber en estos casos. Claro está, eso no aplicaba para nosotros. De pronto el piso tembló y todo fue caos y confusión. Las primeras en caer fueron las torres; las damas y un obispo volaron por sobre los caballos, que rodaron aplastando a los peones. El rey negro y el rey blanco, abrazados y temblando de miedo, vieron rodar sus coronas.

Después de perder la quinta partida consecutiva, el maestro Soria pateó el tablero. 

 

Cuerpo inerte

Gastón Caglia

 

El cuerpo yace inerte hundido en el centro de la cama, las sábanas se apoderan y parece luchar desde su inmovilidad contra fuerzas que pretenden llevarlo hacia el fondo.

Puede ser el fondo de la cama o el fondo del universo, ese lugar donde van los que se están muriendo, los que envueltos en mantos de blanco hospital deambulan un universo de penumbras.

Qué más da la diferencia. El cuerpo está ahí, inmóvil, poco menos que una maraña de huesos, carne y líquidos. Alrededor, otros anhelan el fin y el cuerpo inerte no tiene cómo decir cuál es su deseo.


Pregunta

Rosa Lía Cuello

 

No es fácil quedarse quieta esperando. A una chica como yo, le gustaría salir a pasear, sentarse a tomar sol, correr por el campo. Justo a mí me tocó esta historia. Con el tiempo me acostumbré, me gusta sentir que él llega, se para un momento a mi lado, me acaricia los cabellos y después procede al ritual.

Cada vez que alguien lee sobre nosotros se produce el milagro. Él nunca pasa sin cumplir con lo que ya está escrito. Ahora yo me pregunto:

—¿No hay nadie que le diga, que no coma ajo antes de venir a besarme?

 

El primer hombre en Marte

Frank Roger

 

Lewis apenas podía creer lo que estaba viendo. Marte: la nueva frontera. Contempló sobrecogido el cielo rojo y el paisaje estéril que se desplegaba ante él.

Soy el primer hombre en Marte, pensó. Todo lo que estoy haciendo será un hito en la historia de la humanidad. El espacio nos llama a un glorioso futuro. Después de los primeros pasos en la luna de Amstrong, esto será un gran salto hacia adelante.

Avanzó un poco más, probando la leve gravedad del planeta rojo.

—Estoy escribiendo la historia —le dijo por el micrófono al centro de control—. Mis huellas sobre el polvo marciano guiarán al hombre a las estrellas.

Pero en lugar de la voz del comandante del centro de control, escuchó los estridentes tonos de su despertador. Se sentó en el catre y comprendió que el sueño había terminado.

Estaba de regreso en la fría y dura realidad. Se levantó y se vistió para otro aburrido día de trabajo en la base lunar Malzberg, un abandonado puesto de avanzada, el amargo recordatorio de que el sueño de la conquista del espacio había fracasado.

Miró por una claraboya y contempló la Tierra colgando en la negrura del cielo, ese horrible lugar con su deteriorado medio ambiente.

 La cuna del hombre, pensó, y probablemente también su tumba. Tal vez debería sentirse feliz de estar allí arriba, en esa destartalada estación lunar con su inestable gravedad artificial.

Marte ya había sido olvidado.

 

 

La cantidad de ojos y la superioridad en las hembras

Cristina Rolnik

 

La señorita Nicole Reuman vio una arañita en el rincón de la habitación y se paralizó de horror. La araña vio a ocho señoritas en una señorita y se paralizó de horror. La señorita pagaba sus cuotas a Greenpeace con religiosidad moderna, por lo que no mató a la arañita para conservar el equilibrio ecológico. Por la noche, la arañita Lactrodectus mactans mordió a la señorita y la mató, para conservar el equilibrio ecológico.

 

Sobre la inmaterialidad

Vladimir Koultyguine

 

El cielo, ¿existe o no existe?

La luna, ¿flota o no flota en el cielo?

Las nubes, ¿cubren o no cubren el rostro de la luna?

La lluvia, ¿cae o no cae de las nubes?

La hierba, ¿crece o no crece con la ayuda de las nubes?

El sol, ¿calienta o no calienta la hierba?

Muchas otras preguntas ocupaban el cerebro de Fernando mientras estaba de pie en el ascensor, con la comunicación ausente. Ya había contado el enésimo minuto cuando vio reaparecer la iluminación; debía alegrarse, mas ¿cómo hacerlo si comprendes que no existes? Es bastante fácil figurarse cosas cuando uno está parado en un ascensor sin señal alguna de lo que sucede a su alrededor. ¿Acaso existen el ascensor, la casa y todo este inmenso cigarro que es el mundo de las ciudades?

Aquí hay un problema más: si todo esto es así, ¿cómo puede pensarlo Fernando? ¿Cómo puede pensar o hacer alguna cosa?

Si hubiera dejado caer sus llaves al suelo del ascensor, no las habría podido tomar: habrían atravesado todo hasta los cimientos del edificio, pasando por todo lo colorido y descolorido en lo que pensamos como "Tierra", hasta llegar a un espacio-tiempo donde no hay ni lo uno ni lo otro, y por donde no se puede pasar si no se camina.

Pero también estaría privado de la posibilidad de tomar las llaves del suelo por la razón de estar él mismo compuesto por elementos parecidos a esas llaves, y por ello inmateriales. Logró hacerlo pero a costa de un movimiento exagerado, inseguro, temblando. Las puertas se abrieron, y pudo entrar (¿salir?) a la escalera encerrada entre paredes pintadas de azul.

 

Una inyección financiera

Jorge Candeias

 

En los últimos tiempos se andaba sintiendo pobre. Miraba hacia atrás y sólo veía cosas que no tenía, lugares que no había visitado, actividades que no había realizado. Decidió que necesitaba de una inyección financiera. Se dirigió, por lo tanto, a una farmacia, compró una jeringuilla descartable, de las más baratas, y volvió a su casa.

Preparó el caldito en la mesa de la cocina. Reunió el agua, el limón, la cuchara y la trincheta; verificó que tenía gas en el fogón, abrió la cartera y retiró el último billete de cinco euros. Lo deshizo con la trincheta en porciones casi microscópicas, las disolvió en el agua y el limón, vertió todo en la cuchara, cuidando no derramar nada; sacó la jeringuilla del envoltorio y la llenó por completo. Se detuvo un momento cuando advirtió que se había olvidado del torniquete; fue en busca de algo que sirviera, encontró un lienzo y lo enrolló en el brazo, apretando bien. La vena fue fácil de descubrir. Inyectó todo.

No se volvió rico. En vez de eso, se fue de viaje. Es que el billete, inmediatamente antes de ir a parar a sus manos, había sido usado por algún tipo cualquiera para snifar una abundante dosis de cocaína.

 

Título original: A injecção financeira

Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman

 

Un conocido

Joyce Barker

 

En la playa había una pequeña feria de artesanías, donde Ana pretendía comprar una chaqueta de lana. Recorrió algunos puestos hasta que encontró lo que buscaba, un chaleco abotonado de lana de oveja blanco natural y bolsillos, tejido a mano. Al preguntar el precio, una voz respondió:

—Déjame ver... quince mil pesos. Todo lo que está en este perchero vale lo mismo.

El resto de la ropa colgada en el perchero distaba mucho de la calidad del chaleco. El vendedor parece no saber lo que está vendiendo.

 Es muy alto, de unos cincuenta años, con barba y una cola de caballo canosa. Ana le advierte del posible error en el precio.

—No, Ana, ese es el precio.

—¿Por qué sabes mi nombre? —pregunta ella mientras intenta recordar su cara y disimular la sorpresa.

—Te conozco desde siempre; soy una serpiente —contesta él, mirándola fijamente.

Ana se acerca y le toca el brazo, luego se sientan de frente en el piso de la feria  y se abrazan, entrelazándose completamente, como si fueran de goma. Alrededor de ellos  todo es blanco y en el centro vibra una luz de color azul intenso.

 

Quién soy

Lidia Nicolai

 

Durante seis noches seguidas soñé que no sabía quién era. Hace un rato salí de la casa y me dirigí hacia el bosque que la rodea. Me pareció oscuro como nunca y de pronto, por un instante, creí ver una luz que salía de detrás de un árbol de tronco grueso. Dudé de mi visión, pero, cuando el fenómeno se repitió, me levanté y caminé hacia el árbol.

Detrás del tronco estaba yo, de niño, sentado en la tierra jugando con un dado. El niño, yo, me miró sonriente y me dijo: “Este sos vos. No lo olvides nunca.”

 

Coleccionista

Ricardo Bernal

 

La niña diminuta camina por el parque. Es una coleccionista profesional de sonrisas: sabe que con solo sonreír, obtiene a cambio otra sonrisa. Esa mañana le sonríen dos ancianos, tres señoras y un bebé: cuando llega a casa, guarda las sonrisas en un frasco. Por la tarde más sonrisas: la de un escritor meditabundo, dos de mujeres amargadas, cuatro del vecino, seis de sus tías, y el frasco se va llenando. Cae la noche, la niña duerme sonriente; desde el ropero, el frasco de sonrisas irradia una luz tenue. De pronto, un monstruo brota de otra dimensión y se traga a la niña de un solo bocado. Sonríe el monstruo: no lejos de su sonrisa, entre las rugosidades del estómago, hay una colección de niñas que lloran.

 

La sopa de piedra

Julio Ricardo Estefan

 

El explorador solitario Mathius Cross caminaba por una aldea africana con ojos ávidos de descubrimientos, cuando observó que los niños presentaban serios indicios de desnutrición. Observando a toda la comunidad verificó sus sospechas sobre la escasez de alimentos. Recordando aquella famosa fábula, del libro de Mary Brown, donde un hombre propone la cocción de una sopa de piedra, decidió hacer lo mismo. Puso a hervir un enorme caldero y añadió tres piedras de regular tamaño. Luego, con su mejor cara, la probó y anunció a todos los curiosos que el caldo estaba bueno, pero que convenía añadirle algo más, cualquier cosa que tuvieran a mano, para mejorar el sabor. Uno de los hombres se acercó y probó la sopa. Quitó una piedra y la estrelló en la cabeza de Mathius Cross, cayendo éste fulminado junto al caldero. Después lo cocinaron a fuego lento, y así fue como aquella tribu de caníbales se salvó de morir por inanición.

 

Morena

Mirta Leis

 

Hoy te sueño rendida entre mis brazos de amante. Intento decirte cómo y de qué manera llenas mi vida, traspasas mis sentidos, te transformas en una dulce quimera que acompaña mis horas vacías.

Puedo imaginarte entre mis manos y recorrer tus rincones con los labios doloridos de tanto desearte. De sólo pensar en ese simple gesto se eriza toda mi piel.

Tú, mi morena, hechizándome desde un rincón. Trato de no pensarte en otras manos, no puedo imaginarte en otras bocas.

Hoy correré a buscarte, cerraré los ojos y sin más te comeré ¡oh amada torta de chocolate!

 

Cuando cae la noche

Mike Jansen

 

De nuevo me siento en mi cama, rodeada de mis juguetes, con los ojos mirando al frente. Sin vida, por ahora... Pero cuando caiga la noche... "Y perdona nuestros pecados". Pero sé que no seré perdonada.

Mamá me empuja hacia atrás, suavemente, con cariño, pero como siempre antes de dormir, sus ojos son de frío granito.

—Duerme bien, cariño. —Su voz carece de emoción.

—Mamá, no me dejes sola, me hacen daño. De verdad...

¿Quién, cariño? —pregunta mamá. Percibo su desinterés y su irritación.

—Las muñecas. La Cosa que vive debajo de mi cama. La oscuridad del armario. La bruja que araña la ventana. Y el payaso.

Siempre el payaso...

—Son solo sueños, amor, no puede ser tan malo.

Me deja sola. En la oscuridad.

Pronto los sonidos se acercan, arrastrando los pies, gruñendo, siseando y con las uñas afiladas rechinando sobre el cristal. Siento los movimientos, los tirones en el edredón, las sacudidas en el colchón, las escamas frías deslizándose por mis piernas. Y luego… los dientes en mi carne, las garras alrededor de mi cuello y las púas atravesando mi espalda. El dolor es indescriptible..

Estoy pagando una deuda, con razón, lo sé, cada noche es espantosa. Pero he olvidado el porqué. Susurro, desesperada, a la oscuridad: "Perdóname... ¿por favor?".

 

Pedazo de cielo

Gerardo Horacio Porcayo

 

Sus pisadas. La calle vacía. La taquicardia. Las preces. El rayo de luz. El arrebato. La ingravidez. La ascensión. Las nubes. Los párpados abajo. El frío. ¿Una recámara? El clóset. La rubia desnuda. El colchón contra su espalda. Una mano en su pecho. Otra en su cara. En sus muñecas. Más y más rubias desde el clóset. Suma de carne. El gemir. Más que manos en todo su cuerpo. La risa insecta. El placer muta. Los ojos cerrados. Las súplicas. Más risas. La gravidez. En su vientre. La calle vacía. Los ojos abiertos. La sangre. Las horas. La gente a su alrededor. El hospital. Las enfermeras. Las agujas. Lo que crece en su cuerpo. No en su vientre. Los días. Las noches. Un cambio de turno. En el azogue una rubia. Su reflejo. La calle vacía. El rayo de luz. Su risa. Las risas...

 

Zeide

Pablo Dlugovitzky

 

Nuevamente esta mañana, sobre el escritorio lleno de libros apilados, papeles sueltos y migas, persiste un territorio liberado. Una zona con su propio caos independiente. Con el tiempo los recortes, la mayoría de los libros, los ejercicios impresos y las partidas comentadas perdieron espacio. Lo virtual se fue imponiendo pero no ha podido arrasar con el encanto de los recuerdos ni con las enseñanzas que proponen los objetos materiales. En un vértice, rotado, sobrando por los bordes, está el tablero vacío, grande y macizo. Más cerca está la caja de madera de pino de unos veinte por treinta, agujereada, manchada y separada de su entrañable tapa debido a la ausencia del gancho que por mucho tiempo las conectó. Adentro, las piezas se amontonan pero asoman lo suficiente como para mostrar que son antiguas y pesadas, de diseño clásico, hermosas. Son Staunton y necesitan restauración. La tapa está a un costado, dada vuelta y en las mismas condiciones de deterioro. La mirada se detiene en ella, como casi siempre. Si se presta atención, tiene un recuadro de papel pegado con cinta Scotch. Manuscrito, casi ilegible, manchado y amarillo, una declaración de amor muy paisana, un horizonte un poquito elevado. “Para que le ganes a Karpov, Zeide, 1/7/82”.

 

Algún uso debería tener

Federico Schaffler

 

La digna decisión estaba tomada.

La humanidad se extinguiría por su propia mano, antes que doblegarse ante el invasor que pretendía hacer de la Tierra su hogar.

Recibirían un planeta muerto, radioactivo, difícil de limpiar. La victoria final estaría así asegurada. De ninguna manera compartirían los humanos su planeta con nadie más.

Las explosiones fueron simultáneas con la orden que recibieron los seres marinos de Atosh de cancelar la invasión. Acababan de comprobar que las contaminadas aguas de los océanos terrestres les eran fatales.

Tendrían que buscar un nuevo hogar en algún otro sitio.

 

El theón de Diocle

Stefano Valente

 

Ya en el siglo V a.C. Diocles de Quíos postuló una partícula básica para cada átomo del universo. Quizá se deba al hecho de que Diocles fuera discípulo de Antístenes, es decir, un filósofo cínico, que la "descubriera" de una forma tan extraña.

Una mañana Diocles se agachó a hacer sus necesidades en la esquina de un callejón cercano al Cinosarge, el gimnasio de Atenas donde se reunían los seguidores de Antístenes. Pero aquel día estaba aquejado de un doloroso estreñimiento. "¿Dónde está Dios?, ¿dónde está?...", gimió esforzándose (curiosamente haciéndose eco del otro cínico, mucho más conocido, el Diógenes del barril y linterna). De pronto fue consciente de que en el polvo del rayo de sol que lo iluminaba, una chispa danzaba lentamente.

La chispa desapareció en el cuerpo de Diocles, que se sintió hecho de luz. Y se liberó milagrosamente de la fatiga de las entrañas.

El sabio miró hacia abajo: el corpúsculo luminoso brillaba ahora sobre el mismo fruto humeante de sus esfuerzos.

Diocles interpretó el fenómeno: así, el Creador no estaba en absoluto muerto, sino que estaba en todo, grande y bajo, principio y motor de todo proceso de existencia. Incluso de la insignificante defecación matutina.

A esa chispa Diocles no le dio, obviamente, el nombre de bosón. Lo llamó theón, de theós, 'dios'.

Pero pocos conocen la historia del oscuro filósofo de Cinosarge.

Y de su partícula luminosa.

 

Qué es peor

José Luis Zárate

 

A veces, a la salida del colegio, un saludo lleno de sonrisas de su papá, siempre momentáneo. En ocasiones llega a una fiesta escolar de improviso, le da abrazos, habla con él unos minutos. Algún fin de semana puede verlo quedarse atrás, en la calle, con cara de querer jugar con él y no poder. Eso es lo que le da más tristeza.

Cuando quiere hablar de ello con mamá es el llanto de ella, las miradas enojadas, el hecho de que es mejor el silencio.

Pero a los niños no pueden ocultárseles las cosas. Por eso mamá se acerca a su cama, mira nerviosa sus manos mientras busca las palabras, empieza a hablar.

El niño tiene miedo. No sabe que va a decir su mamá, se lo imagina, pero imaginar es diferente de saber. Saber es definitivo, no hay vuelta atrás, Escucha, temblando. Ignora qué será peor: que su mamá le hable de un divorcio, o de que su papá es un fantasma.

 

Sin escape

Ruth Ferriz

 

La tarde se escondía entre las montañas persiguiendo al sol y huyendo de la noche que se apoderaba rápidamente del valle. El aire era frío y vigorizante. Los árboles atesoraban algunas perlas de nieve entre sus ramas, guardando celosamente aquel tesoro cerca de sus troncos y raíces.

Llevaba ya un buen rato corriendo delante de la manada y sentía cada vez más cerca el respirar acezante de los lobos que se encontraban a la cabeza. No eran demasiados, pero suficientes para matar y devorar una presa en poco tiempo, y tiempo era lo que le hacía falta.

Un rato más y con la luz de la luna llena caería bajo la maldición ancestral, pasando de ser el jefe de la manada, a ser fácil presa de sus hermanos de sangre, que no reconocerían al espléndido y feroz lobo que los guiaba, en aquella criatura que trataría de escapar de ellos, pobre hombre débil y enclenque apenas digno de servir de alimento a la manada.

 

Colapso

Edgar Omar Avilés

 

El astrónomo, reposando en la banca de un parque, mira el torbellino anómalo, caleidoscópico, dislocado, que se larva a la mitad del horizonte:

“Ya empezó la primera etapa del colapso: se comprime el universo; los tiempos volverán a suceder pero ahora enfermos, como un disco rayado que cada vez que se repita será más breve... ¡Y nadie me creía!”, se dice para sus adentros mientras llora y se carcajea.

“Ya colapso: comprime universo; tiempos enfermos, disco más breve... ¡Nadie creía!”, se dice mientras lloriquea y ríe.

“Ya: universo, breve...”, solloza y sonríe,

 

Espejo

Nicola Schorm

 

Disculpame, Ana, por contar tu historia en vez de esperar que la plasmes vos en el papel. Escribo para vos y para todas las Anas. Escribo mientras me miro en el espejo en la peluquería, transformada en monstruo irreconocible, con una pasta abominable amarilloverdosa  sobre el pelo.

No estoy desnuda, aunque sí expuesta, ridícula.

No lloro, como vos lloraste, para finalmente, después de años de dolor contenido, liberar el llanto de la adolescente que fuiste, que tuvo que pasar por la misma experiencia que la Ana de las noticias en la televisión. Experiencia horrorosa, vestigio de la era de los Neanderthal, cuando los hombres brutos, animales sin consciencia del impacto que sus actos generaran en el alma de las mujeres, las arrastraban hasta la cueva más cercana para someterlas a su voluntad.

¿Cómo puede ser que hoy, igual que hace diez mil años tengamos que soportar el mismo martirio que nuestras antepasadas?

No hay prescripción de crimen ni tiempo que cure las heridas, te veo adelante del espejo, con tus 17 años, los brazos levantados, los pechos al aire, un grito a flor de piel, ¿por qué?

Tengo ganas de abrazarte, consolarte con palabras que no encuentro, sacar la toalla de la boca de la Ana joven que fuiste, dejarla que grite, que llore, que rompa el espejo en mil pedazos. 

Tu rostro se superpone con el mío mientras el peluquero me quema la oreja con el secador. Lágrimas silenciosas mojan mis mejillas. No son por lo que me hacen a mí. Son por lo que te hicieron a vos.

En casa voy a ir al baño, cerrar la puerta con llave, sacarme la remera, levantar los brazos de par en par y reconocer en la mujer extraña con el pelo perfecto, sin canas, a vos, hermana, querida, mujer.

 

En la foto

Alejandro Marcelo Guarino

 

Él arrojó la fotografía sobre la mesa.

—¿Me podés explicar quién es ese que está con vos en esta foto? —Ella se puso nerviosa—. Te estoy preguntando algo —agregó él elevando un poco más la voz.

—¿De dónde la sacaste? —inquirió ella.

—No te importa de dónde la saqué. Contestame. ¿Quién es el que está con vos? —Ella tomó la imagen, temblorosa. Luego comenzó a reír—. No le veo la gracia —dijo él.

—¿Cómo no me voy a reír —contestó ella—. ¿No te das cuenta de que sos vos?

Él tomó nuevamente el retrato y lo miró con atención.

—Tenés razón —le dijo—, soy un idiota, perdóname; desde el ángulo en que está sacada parezco otro.

La mujer lo besó largamente y, tomándolo de la mano, lo condujo a la habitación.

Cuando los hijos llegaron del colegio encontraron la fotografía sobre la mesa.

—Che —le preguntó Ariel a su hermana—. ¿Vos conocés a la que está con papi en esta foto?

 

Noche sin ronda

Víctor Lowenstein

 

La eternidad sabía –más por vieja que por eterna– que las ciudades donde los muertos entierran a sus muertos no suelen perpetuarse más que para el olvido, esa entidad omnipresente que camina con pasos desiguales con un pie en la memoria y otro sobre los adoquines de la razón, demasiado cuadrados para estabilizar un cuerpo que merece por lo menos un par de alas con que soportar la realidad, que no sabe sostener ciudades donde los muertos entierran de mala gana a sus muertos en la inconsciencia de una eternidad que no deja de mirarlos sin comprender del todo lo que hacen.

 

Salomón

Leonardo Killian

  

En aquel tiempo vinieron ante el rey dos mujeres disputándose un niño pequeño.

Ambas decían ser su legítima madre y, no existiendo forma de solucionar la disputa.

—Traed una espada —dijo el rey—, partid por medio al niño y dad la mitad a la una y la mitad a la otra.

—Partidlo —dijeron ellas.

Y así se hizo.

El diestro Etán cortó al niño a la altura de la cintura.

El sabio rey entregó las mitades pero esto enfureció aún más a las mujeres que ahora se disputaban la mitad superior de la criatura.

Viendo que la situación empeoraba y para evitar los murmullos de desaprobación (se comentaba que no era tan sabio) Salomón mandó  trozar al niño en cuartos.

El nuevo reparto originó una trifulca a la que se unieron los vecinos que, a viva voz, defendían a una y a otra.

Harto, el rey las hizo decapitar.

Hecho esto, intercambió los cuerpos, las cabezas y las partes del niño.

La discusión había acabado quedando intacta su autoridad y a salvo su proverbial sentido de la equidad.

 

Avenida de la Remembranza

Franco Ricciardiello

 

Hay días en los que un mensaje de insoportable soledad se transmite de la luz del sol a las sombras bajo Avenida de la Remembranza, cuando julio se despliega como un presagio de terror en las tardes inmóviles, cuando el alquitrán se recalienta y deforma cerca de las aceras, cuando el calor licúa el oxígeno. Los suburbios se asfixian con un sol hidrófobo que enmudece los sonidos, y para quienes buscan refrescarse en la oscuridad y la sombra, no parece haber en el mundo más seres vivos que las bandadas de pájaros en las ramas altas, los perros mendigos en las fuentes, las libélulas hipnotizadas.

Horror vacui de la vida en los suburbios. Las sombras de los árboles al anochecer escalan el yeso recalentado de los edificios a lo largo de Avenida de la Remembranza. El horror se filtra como vapor de metano en los patios de los bloques de apartamentos. Respiran con angustia siete plantas de ventanas en los edificios como bocas listas para gritar, los aparatos de aire acondicionado impotentes, los ventiladores apagados — un oscuro futuro se cierne sobre la existencia del barrio: el mundo se acabará a mediados de agosto.

Los domingos, a la salida de misa, los fieles parpadean en la ruina ardiente de su propia existencia, piensan en el metal caliente de los coches en los patios vacíos, en las cortinas verdes descoloridas de los balcones traseros, en la araña que teje en los rincones de los armarios hirvientes.

Los suburbios siempre tienen mala conciencia.

 

Título original: Viale della Rimembranza

Traducción del italiano: Franco Ricciardiello

 

Sincericidio

Sergio Gaut vel Hartman

 

—Hace tiempo que no conversamos —dijo Adelina moviendo el dedo en círculos sobre el apoyabrazos del sillón.

—¿Tenemos algo más que decirnos? —Braulio dejó el libro a un costado. Llevaban casados más de treinta años—. Creo que ya nos dijimos todo lo que había que decir.

—Estás equivocado. Nunca antes te dije que sos un idiota, por ejemplo.

—Es cierto —respondió Braulio soltando el aire—; nunca me lo dijiste. ¿Y eso? ¿Creíste que era sagaz e inteligente y se te acaba de ocurrir que no lo soy?

—Se me acaba de ocurrir. Pero tal vez lo supe siempre.

—A mí me pasa lo mismo. Creo que siempre supe que sos una histérica insoportable y manipuladora, aunque solo en este instante me permito expresarlo con todas las letras.

—¡Qué pomposo! Todas las letras él, que puede cometer cuatro errores ortográficos en una palabra de tres letras. —Adelina se levantó del sillón y cruzó la habitación en dos zancadas para alcanzar el bar y servirse un vaso de vodka que bebió de un trago.

—¿Desde cuándo bebés así?

—Desde ahora; siempre quise hacerlo y no me atrevía.

—Hay que atreverse —suspiró Braulio. Parecía que se iba a hundir en su asiento, pero en lugar de ello se levantó de un salto, se lanzó sobre Adelina y le descargó el puño en la mandíbula. La mujer cayó hacia atrás y su espalda golpeó sordamente contra el bargueño. No obstante, en lugar de mostrar dolor, en el rostro le brotó una franca sonrisa. Acto seguido, la mano abrió un cajón del mueble del que extrajo una Glock 19. Adelina disparó tres veces y Braulio, con el asombro pintado en la cara, cayó hacia atrás.

—Ciertamente, ahora sí tendremos algo de qué hablar: arreglaremos los detalles de tu funeral, aunque lamento que termine siendo un monólogo, como siempre.



Los autores de las microficciones: Iván Bojtor (Hungría), Arlette Luévano (México), Suray Annys (Argentina), Hernán Bortondello (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), Gareth D Jones (Inglaterra), Rogelio Ramos Signes (Argentina), Francisco Chiappini (Argentina), João Ventura (Portugal), Armando Azeglio (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Doris Camarena (México), Miguel Sardegna (Argentina), Ana Cristina Rodrigues (Brasil), Diego Muñoz Valenzuela (Chile), Rafael Martínez Liriano (República Dominicana), Alejandro Fabián Alberto Aguirre (Argentina), Oscar De los Ríos (Argentina), Gastón Caglia (Argentina), Rosa Lía Cuello (Argentina), Frank Roger (Bélgica), Cristina Rolnik (Argentina), Vladimir Koultyguine (Rusia), Jorge Candeias (Portugal), Joyce Barker (Chile), Lidia Nicolai (Argentina), Ricardo Bernal (México), Julio Ricardo Estefan (Argentina), Mirta Leis (Argentina), Mike Jansen (Países Bajos), Gerardo Horacio Porcayo (México), Pablo Dlugovitzky (Argentina), Federico Schaffler (México), Stefano Valente (Italia), José Luis Zárate (México), Ruth Ferriz (México), Edgar Omar Avilés (México), Nicola Schorm (Alemania/Argentina), Alejandro Marcelo Guarino (Argentina), Víctor Lowenstein (Argentina), Leonardo Killian (Argentina), Franco Ricciardiello (Italia), Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).


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