Mi departamento tiene muchas ventanas. Cada una tiene un paisaje. Dependiendo de la luz y del horario, el observador ve diferentes cosas. Tuvieron su bautismo cuando miré por primera vez y puse nombre a esas sensaciones.
La primera ventana
es la esperanza. La ventana de mi habitación da a un patio trasero. Tiene
varios planos y uno puede descubrir detalles que no siempre están a la vista.
El viento se acaracola en el pelo verde de los árboles y destellan nidos
durante un microsegundo. En primavera hay pedazos de un azul intenso salpicado
de crema de nube y en invierno el agua del cielo toca las hojas y las
transforma en diapasones. En los árboles viven las tórtolas que veo en el
amanecer y antes de que la luz se fugue; me imagino que siempre andan juntas en
esa monogamia intuitiva brutal de ciertas especies.
Al otro lado del
océano del patio se ve otra ventana, en un edificio de un amarillo desvaído. Es
una habitación con el techo blanco y alto que alguna noche se tiñe del ámbar de
una lámpara. Costas lejanas y apenas discernibles, vistas fractales y oblicuas,
retazos de tela en una bolsa de costurera. Las dos ventanas se ciernen sobre
espaciotiempos autistas, pero no excluyentes.
Fue Ricardo el que
vio a
A las ocho de la
tarde, el frote de viento y hoja es un murmullo líquido que rebota en las
paredes del dormitorio. Las dos tórtolas se mecen en una rama como en la mar
brava. Tomo la cámara y disparo. Tengo sus almas. Se quedan conmigo. No he
visto efectos cuánticos últimamente.
La segunda ventana es la
intimidad. Es la ventana de la cocina. Si uno mira hacia el patio, abajo, ve
jugar a un niño con su perrito. Se persiguen y arman barullo a las ocho de la
mañana de un día sábado. Adormilado asomo la cabeza y los observo hipnótico.
Ambos son buenos amigos y se extrañan cuando no están juntos. El patio tiene un
austero suelo de cemento que usa un salvapantallas de hojas marrones. Hay
varios maceteros con inscripciones que no alcanzo a leer, con plantas que dan
flores tardíamente en el verano. En una esquina, un árbol que creo frutal,
pequeño y sobrio, ajaponesado, cuida una bicicleta enana de metálico color
rojo. También hay una caseta de herramientas con el techo lleno de humus
futuro; allí la “Mona” y el “Guatón” se echaban en el día para reposar de su
pasión hecha de arañazos. Una vez me llamó la atención ver una carcasa de
computador que contenía tres maceteros, su blanco percudido le daba el aspecto
de un animal acorazado muerto. Todo está inundado de una luz desvaída y
metamorfa como un caleidoscopio. A veces ni siquiera es necesario mirar.
Mientras hierve la olla o se calienta la sartén se puede escuchar la voz
fantasma de los habitantes del primer piso. Es una sensación de escuchar una
grabación de Marte: retazos de conversaciones, casi inteligibles. A la noche el
murmullo puede ser más pausado, de mujeres que salen a fumar y escapan del
calor.
El perro blanco y su
niño conversan el lenguaje que no tiene palabras. Ladran, saltan, muerden,
corren, gritan, caen. Usan múltiples gestos porque son artistas imaginarios del
escenario del patio trasero, ocultos por hojarasca. Compro una entrada de vez
en cuando y nunca me canso del
espectáculo.
La tercera ventana es la mirada.
Intensa mirada animal. Queda en el descanso entre el segundo y tercer piso.
Casi siempre está cerrada y porfío en abrirla. Desde ella se puede ver el
primer departamento del edificio de enfrente. En ese patio había un perro de
ojos expresivos que se ponía en el ventanal del dormitorio principal a mirar
para adentro. Jugaba con una pelota de tela y recorría mil veces el patio
desolado. Cuando llovía se metía en su casa, que estaba debajo de un parasol
gigantesco y blanco. En los días de frío le lanzaba pedazos de carne envueltos
en una servilleta, pero solo se quedaba mirándome. Me acostumbré a mirarlo. Nos
acostumbramos. A quedarnos fijos y observarnos cautelosamente, intensamente.
Sus ojos estaban ribeteados de un azabache en una cara de pelo claro y corto, y
hocico negro. Me veía aparecer como un ánima enmarcado en un cuadro, devuelto
por la oscuridad. Se concentraba en mí, tratando de desvirgar la tela de mi
mente. Mentalista de radio atraía las ondas psi y no conseguía descrifrarlas.
Yo ni siquiera lo intentaba y solo me hacía preguntas. Lo veía viajando a
El ajedrez de
curiosidad continuó varias mañanas y muchas tardes hasta que ya no lo encontré
más. Ni su casa ni su parasol. El piso de baldosas estaba limpio. Me late que
volvió a Shamballa a encontrar otros maestros y más saber. Yo lo espero
ansioso.
La última ventana es el futuro.
Es una visión definitiva, tan absoluta. Está en el comedor, abriendo su inmensa
boca devoradora de atmósfera hacia el edificio de la otra vereda por Obispo
Donoso. La ventana del segundo piso pasa con las persianas semientornadas. Es
la única ventana a la que le temo. Como en cámara rápida, la gente que la
habita desayuna y cena, pero hay un viejo que siempre es visible. Siempre
sentado frente a algún aparato. Un televisor o un computador. Las primeras
veces lo encontraba en la mañana, antes de irme a trabajar. Se paseaba en
calzoncillos sin importarle que lo vieran desde Venus. Con ese caminar
vacilante de viejo con demasiado años, como continuamente buscando algo perdido
encima de la mesa o el velador, la cabeza bamboleando. Y luego se instalaba en
la silla frente al aparato con la luz iluminando su cara. Creo que es un espía
del futuro, de las navidades futuras, como el impostor Dickens. Se comunica con
su líder por su espantógrafo ovoide e interpreta las líneas sinusoidales que
bailan. El viejo desintegra su conciencia y la envía entre líneas. Roba sombras
y las transforma en energía. La ventana es un reflejo distante.
Justamente la miraba
cuando pasó el ángel. No lo presentí con todo el ruido de la señora Margarita
haciendo el aseo. ¿Se acuerdan de ella? Fue como una explosión silenciosa que
aturdía los sentidos y quedé en un estado semicatatónico. Claro que el ángel no
era un ángel. Pienso que cada cual interpreta las cosas según los bichos que
lleve en la cabeza. El ángel era una deformación sutil del espaciotiempo, como
un efecto óptico con retención de luz. Apenas una intuición. Pasó entre el
viejo y yo, y nos miramos a través del ángel durante un nanosegundo. Mundos
paralelos, reflejos desajustados. Tal vez yo soy el espía en este mundo.
Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta.
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