Cumpliendo con la promesa de no exceder la cantidad de cuentos de la entrega anterior de LOS CUENTOS DEL CANCERBERO, van otros cinco, pergeñados por quince autores diferentes y transitando los más diversos géneros y estilos.
PROBLEMAS DE SEGURIDAD
María Elena Rodríguez,
Luisa Madariaga Young & Rafael Martínez Liriano
Thomas
Carter echó un rápido vistazo a la pantalla del monitor mientras Ann preparaba
los tragos: sin novedad en el perímetro y todos los sensores en línea.
—¿En
qué dijiste que trabajas? —preguntó Ann mientras le ofrecía un vaso con whisky
en las rocas.
—Soy
consultor de una empresa minera con asiento en Polaris 314 —respondió Thomas
con el vaso en las manos, sin atreverse a beber el contenido.
—¿Qué
haces en una ciudad tan decadente como París?
—Hemos
abierto una oficina de enlace acá en la Tierra, aunque hace poco; la Tierra aún
conserva cierta importancia para los demás planetas de la Alianza.
Thomas
trataba de sonar lo más creíble posible, de su capacidad para mentir dependía
su fachada, esa que había costado tantos flots
de la alianza y lo mantenía a salvo de las mafias del cordón de Orión, Thomas o
mejor dicho, Merkel el rojo como era conocido en los bajos fondos, tras robar
más del cincuenta por ciento de los activos de la mafia, había limpiado sus
huellas al eliminar a todos sus compañeros; después había traspasado su
consciencia a un nuevo cuerpo, mitad máquina, mitad humano. Ahora solo debía
mantener un perfil bajo y disfrutar la tranquilidad de ser el anodino Thomas
Carter.
—No
has probado tu whisky —reprocho Ann que había acabado el suyo y lo miraba de
manera provocadora.
—No
suelo tomar alcohol —dijo Thomas fingiendo timidez.
—¿Quieres
emborracharme para aprovecharte de mí? Si es así déjame decirte que no hace
falta que lo hagas.
Ann se acercó insinuante a Thomas que
permaneció inmóvil mientras la chica se inclinaba sobre él dejando ver sus
atributos.
—No
tengas miedo, esta será una noche maravillosa.
Thomas
sintió el suave roce de unos labios mientras el monitor resplandecía con un
sinfín de luces rojas.
Ann
era una hermosa pelirroja que había llegado a la base el día anterior. Su
aspecto era como las chicas con las que él recordaba haber salido antes de dar
el golpe. Usaba falda corta, botas altas, chaqueta de cuero negro y lucía en su
cuello un discreto tatuaje de un mandala y una frase en un idioma desconocido.
Thomas
sabía que no podía confiar en ella, ni en ella ni en nadie… pero el roce de
esos labios… ¡cuánto tiempo sin sentir una piel tersa, cuánto tiempo sin gozar
de un encuentro! Mucho, sin duda. La seguridad está antes que nada, le
recordaba una voz impersonal en el teléfono cada mañana después del saludo de
buenos días. Él lo sabía. Sin embargo, ella había dicho: “esta será una noche
maravillosa” y se acercaba cada vez más mientras le quitaba la copa de la mano con
un voluptuoso movimiento.
La
parte humana Thomas tembló, se estremeció y movió un brazo alrededor de la
mujer. Pero las luces rojas resplandecían en la pantalla y la otra parte de su
cuerpo no podía ignorarlo.
Era
la primera vez desde que se había convertido en Thomas Carter que algo inusual
ocurría. Hasta entonces, los días habían transcurrido monótonos y en silencio,
tanto que nadie entendería que alguna vez aquella había sido la Ciudad Luz. Era
la primera vez que se disparaba la alarma y coincidía con la visita de Ann.
“Tiene
que ser una trampa”, razonó su cerebro de metal, “¡me han descubierto!”.
A
las luces rojas se agregó el sonido lacerante de las sirenas. Él quiso apretar el
botón para solicitar ayuda pero ella lo atrajo hacia sí con ímpetu.
Una
nave pequeña se adosó al muro, del otro lado de la ventana y fuertes golpes
retumbaron en el piso inferior. Thomas no se resistió más al encanto de la
muchacha.
Los
golpes se fueron transformando en fuertes pisadas que se acercaban inexorablemente,
las sirenas continuaron aullando y las luces ya estaban emitiendo señales
sonoras de extremo peligro pero Thomas no podía dominar la parálisis que lo mantenía
sujeto al diván, solo podía girar los ojos mientras su mitad robótica lo urgía a
actuar de inmediato. “Te lo advertí, estúpido, pero tenías que satisfacer tus
impulsos humanos ante una bella y total desconocida”.
Ann
se apartó de Thomas con una sonrisa de triunfo en los labios. Lo miró por unos
segundos para comprobar la inmovilidad provocada y se dirigió hacia la puerta,
dando paso a los dos gigantescos guardaespaldas del terrorífico Kripton, máximo
jefe de las mafias del cordón de Orión.
Con
un leve toque en la pantalla Ann desactivó todas las alarmas y fue a ocupar un
lugar en el otro extremo de la estancia.
—Buen
trabajo, Ann —dijo Kripton, apareciendo entre los dos mastodontes—; mereces todos
los flots que este creía habernos robado.
—Se volvió hacia Thomas accionando un pequeño dispositivo que eliminó
parcialmente su inmovilidad—. Debo reconocer que seguir tu rastro ha sido difícil
cuando la Alianza se interpone. Pero olvidaste algo, amiguito, no te favorece
tu debilidad humana por este decrépito planeta. Los terrícolas son ridículamente
predecibles.
Merkel
se supo sin salida, era el fin. Se irguió en su asiento mirando desafiante a
Kripton espetándole toda la rabia que sentía en esos instantes.
—Tu
ignorancia ofende: no soy terrícola. Si voy a morir será riéndome de todo Orión.
Dime cómo me descubrieron y quizá les devuelva una parte.
—¿Devolver?
No hace falta; nos subestimas. Una sola pista: en Polaris
314 no existen empresas mineras.
El
láser del mafioso emitió un relampagueante destello.
LAS COSAS DEL AMOR
Alejandro Bentivoglio, José Luis Velarde & Ada Inés Lerner
Mi mujer me dice que no tenemos una buena relación. Yo no sé. Es cierto que ya quiso apuñalarme un par de veces. Y que yo le corté los frenos de su automóvil. Pero en el fondo creo que esa es nuestra forma de querernos. La pasión funciona de maneras particulares, no sé si podemos encasillar lo que nos pasa de alguna manera que sea comprendida por todos. ¿Qué es el amor sin necesidad de atornillarle una bomba a la cama? Alguna vez me pregunté qué pasaría si mi mujer consigue matarme primero. No me atrevo a interrogarla. Temo reforzar sus empeños asesinos. Hasta hoy me basta sentirme inseguro, frágil. Me divierte entrar a la ducha sin saber si hay un cable conectado a la electricidad. Disfruto los platillos que prepara ignorando si mis antídotos anularán el veneno elegido. Me aterra descubrirla despierta en la madrugada negándose a tocarme. Dice que se sintió morir la última vez que compartimos orgasmos.
De vez en cuando la aplasto contra la pared.
—¿Terminaste? —suele preguntar indiferente.
Recibo apoyo psicológico.
—Es el espectáculo del duelo, en el sentido del existencialismo, no en el belicoso. Debido al carácter erótico y rudo del asunto es normal manifestar desesperación y melancolía.
—Pero yo le hago el amor —le contesto afligido a la doctora—. Deseo reconciliarnos. ¿Qué culpa tengo de no matarla como demanda su instinto sexual? La dejo viva y la muy maldita mata mi ego sin pensar en mí.
UN PUENTE EN LA NIEBLA
Claudia Isabel Lonfat Patricio G.
Bazán & Oscar De Los Ríos
Tal
vez todo estaba pautado desde antes y mi intervención nada tiene de casual,
como pensé en un principio; aún hoy trato de averiguarlo. ¿Quién puede dar fe
de conocer los vericuetos de la mente, como un mapa de acá o del más allá,
empíricamente hablando? Atravesamos la historia de las civilizaciones, pero ¿qué
sabemos realmente? ¿Qué podemos aportar además de teorías y especulaciones de
lo que creemos que es, o que fue, solo por vestigios, restos de nada?
Esa mañana me levanté temprano para ir a trabajar, desayuné
liviano: frutas y tostadas calientes con mermelada; lo mismo desde hacía veinte
años. En esa época vivía solo y mi vida era una eterna rutina. Hacía muchísimo
frío, y las calles estaban intransitables por la nevada caída la noche
anterior. Por este motivo, decidí dejar el auto en la cochera e ir caminando al
instituto en donde doy clases de historia argentina. A pesar de ser el camino
más largo, opté por atravesar el parque. Un predio de cien hectáreas, con un
pequeño arroyo que debía bordear. Al llegar a la orilla una densa neblina
ocultaba todo, todo menos un puente que no estaba allí.
Me quedé quieto, como si hubiera sido atravesado por una
visión o estuviera en un sueño. Me dije que mi vista me estaba jugando una mala
pasada, que solo era una ilusión óptica, como cuando vamos por la ruta y vemos
de lejos el asfalto mojado en un día soleado.
Hasta quise convencerme de que estaba viviendo un episodio de parálisis
del sueño. Cualquier cosa, antes de reconocer que algo que no me podía
explicar, acontecía ante mis ojos, sin que pudiera responder lógicamente a mis
sentidos.
Contra todo sentido común, decidí seguir adelante. El puente
de madera se sentía sólido bajo mis pies, bien construido para tratarse de una
alucinación. Cuando llegué más o menos a la mitad, una áspera voz de mando me
sobresaltó, y me arrancó de mis divagaciones. Nunca me gustó ese tipo de
aspereza, me generaba rechazo todo lo relacionado con el autoritarismo, en
cualquier ámbito. Incluso, en tiempos en que los militares solo se ocupan de desfilar
en fechas patrias, me sensibilizo pensando en nuestro pasado reciente, de
apenas unas décadas atrás.
—¡Coronel Arce, un hombre se acerca!
Estás palabras pronunciadas por un miliciano, carente de
uniforme y mal entrazado, nombrando al coronel Arce; hicieron eco en mi
memoria. El Arce, que conocía por los libros, era aquel que, ante el avance de
las tropas enemigas, gritó: “¡Yo mandé tocar retirada, no una fuga desordenada!
¡Qué dirán las mujeres de Buenos Aires!
Sonó otra voz, un
poco más alejada de la primera.
—¡Apresten el fuego: el puente de Gálvez arderá antes de que
esos piojosos ingleses puedan tomarlo!
Estaba paralizado por el pánico, porque ahora estaba seguro
de qué hablaba aquél hombre; ayer mismo había tomado examen sobre las
Invasiones Inglesas. Pese a lo extraño y hasta ridículo de la situación, me
vino a la mente una fecha exacta: sábado 26 de junio de 1806, a las cuatro y
media de la tarde. A menos que saliera de mi estupor, iba a terminar cayendo al
Riachuelo envuelto en llamas. Entonces, recordé que el único nexo entre mi
presente y este pasado, que era mi nueva realidad, era el puente. Si lo
destruían, ¿de qué medio me valdría para regresar? Por otro lado, ya había sido
quemado por Arce y sus milicianos, y, debido a esto, los ingleses demoraron un
día más en llegar a la ciudad. Si por algún medio llegaba a salvarlo, ¿no
cambiaría la historia? Quizás los ingleses nunca serían expulsados, y entonces
no habría un presente al cual volver. Ahora sabía lo que era una paradoja:
estaba inmerso en una.
Pero mi yo
consciente, también sabía que el pasado no se podía filtrar por una rendija de
tiempo y volver como en las ficciones fantásticas; en la cual, dentro de un
cuento, quizás ya me encontraba atrapado. Sea cual fuere mi realidad delirante,
o fantasía actual, me encontraba en una disyuntiva que no podía ignorar; según
la historia, en unos minutos, terminaría irremediablemente muerto.
Como decía un viejo profesor, cuando cualquier solución
lógica es imposible, hay que echar mano a lo impensable. “Aleas jactas est”,
dije para mis adentros, y me arrojé sin pensar hacia las fangosas aguas que ya
me reclamaban. Dolor y negrura total invadieron mi consciencia durante un par
de latidos de un aterrado corazón que quizás fuera el mío, hasta que algo me
sacó de allí.
Aún se oían gritos y disparos. Me dolía el cuerpo y no podía
mover las piernas, pero al menos estaba vivo. ¡Me había salvado! De algún modo,
había logrado escapar de aquella escena descabellada. Si no me sintiera tan
molido a palos, podría reír a carcajadas. ¿Un retrosalto a la época de las
invasiones inglesas? Absurdo e ilógico; en cualquier momento me despertaría de
mi sueño o borrachera, y hasta tendría una curiosa anécdota que contar entre
mis colegas…
—¡Aguante, mi general, que ya lo sacamos debajo del caballo!
—gritó alguien junto a mí.
Abrí los ojos y pude reconocer el uniforme de granadero de
aquél hombre. Pese a sospechar la respuesta, me atreví a preguntar:
—¿Es usted, Baigorria?
Tal vez, todo estaba pautado desde antes y mi intervención
nada tiene de casual, como pensé en un principio; aún hoy, mientras escribo en
este caserón de Boulogne-sur-Mer, trato de averiguarlo.
EL MUNDO DE LUISA
Víctor Lowenstein, Gabriela Vilardo
& Hernán Bortondello
Aún no clareaba cuando la alarma del
celular comenzó a sonar monótona e insidiosa. Luisa, que disfrutaba del sueño
de sus sueños, percibió con disgusto la intrusa insistencia. Sabía lo que
significaba pero trató de ignorarlo. Por un rato defendió con los dientes
apretados la realidad que no quería abandonar. Sin embargo, ese martilleo
sonoro cortaba sus amarres y se dio cuenta con que no podría aferrarse por más
tiempo al onírico edén. Con forzada resignación comenzó a soltar la mano amada,
lentamente, aprovechando hasta el final el contacto con su piel.
Ahora estaba despierta
pero no abría los ojos. Sabía que tras las delgadas cortinas de sus párpados se
desplegaba otro escenario: el de una vida no querida. ¡Vamos que llegás tarde!,
se dijo aferrándose a la tristeza para enfrentar un nuevo y solitario día.
Había terminado la jornada tras las
rutinarias tareas en la fábrica de calzado. Mientras marcaba en su tarjeta la
salida y pensaba, abstraída, que solo le restaba el viaje en subte, llegar al
departamento, ducharse y cenar. Después, con esperanzas renovadas, apagaría
temprano la luz de su dormitorio e intentaría volver a encontrarse con él.
Esta vez, al escuchar
el ringtone del despertador, se revolvió
rápido apartando la frazada y levantándose en un solo movimiento. Quería
olvidar pronto que había dormido inútilmente: toda la noche lo había buscado
sin éxito. Caminó descalza hasta el baño y el piso helado bajo sus pies no solo
la espabiló sino que le hizo saber contundentemente que ella pertenecía a ese
lado de la frontera. Así de simple, aunque quisiera abandonar para siempre la
vigilia para ser feliz.
Esa horrenda mañana
lloviznosa, mientras descendía las escaleras del subterráneo, resbaló en un
escalón mojado y habría tenido una mala caída si aquellos férreos dedos no la
hubiesen sostenido.
Miró para abajo en ese intento
de parar una contractura de cuello de esas que provocan los intentos de caídas
y supo que el mundo en la vigilia no era tan desagradable a pesar de las apariencias.
Ese segundo de ignorar cómo y dónde terminaría en el que se pasaron escenas funestas
como una película aburrida, fue interrumpido cuando vio un par de zapatos
pelados en las puntas. Los zapatos del dueño de su salvador, de no ser ella protagonista
de capítulos en ambulancia con ruido ensordecedor, hospital, tal vez una
probable operación, con recuperación lenta en soledad y con la ayuda de algún vecino
solidario de vez en cuando. Levantó la vista y un anciano le sonreía desde su
lugar, más allá del bien y del mal. No tuvo más que palabras de agradecimiento
para el señor que la invitaba a bajar. Los dos subieron al mismo subte. Luisa
todavía temblaba y comprendió que su día había empezado mal, sin embargo,
respiró hondo y dijo: “no tan mal, Luisa. Pensá. Se sentó. El hombre, a su
lado.
—Se salvó de un golpazo —dijo el hombre sonriendo.
Pasaron varias estaciones. Luisa no bajaba en ninguna. El señor, tampoco.
—¿Hasta dónde va? —preguntó
Luisa.
—Hasta donde vaya usted.
Sepa que el que camina y anda es el que corre estos riesgos. Si usted estuviera
arropada en una cama seguro que no hubiese resbalado de la manera en que lo
hizo.
Luisa pensó si había
maneras para resbalarse. Incisivo el comentario, reflexionó.
—¿Cree que en cinco segundos
pude haber planificado la posición en la que iba a caer?
El hombre rio.
Ella quiso reír a la
par del desconocido, pero su boca empezó a llenarse de agua. Despertó a tiempo,
antes de ahogarse en su propia bañera. Los ojos –bien abiertos ahora– pugnaban
por atrapar cierto instante… volvió a bajar los párpados, y en un último rebozo
de sueño en el que su mano creyó aferrar la calidez de la mano soñada, los dedos
solo encontraron el frío de la losa. Debía haberse duchado; el baño de
inmersión era peligroso por la noche. ¿Qué hora sería? Luisa se obligó a
despabilarse y emerger del agua. Experimentó el déjà vu de un
piso helado bajo sus pies; se envolvió en una toalla, y aferrada al marco de la
puerta atisbó el reloj de pared de su cuarto.
¡Medianoche ya!
¿Cuántas horas pudieron pasar desde lo sucedido en el subterráneo? El hombre
amable y misterioso que… ¿habría sido real?
Recordó un resbalón, no
mucho más... Su memoria hilaba escenas inconexas entre espacios vacíos…
Aún no clareaba cuando
la alarma del celular volvió a sonar, monótona, insidiosa. Luisa debió soltar
la mano que aferraba en sueños ante el insistente ringtone. Con resignación se dispuso a enfrentar otro día más.
El parpadeo llegó junto al manotazo de
su compañera de trabajo frente a la máquina troqueladora de suelas. ¡Luisa, no
te duermas! Ella apartó las manos de los peligrosos filos de acero y puso toda
su atención en su labor… en tanto su mente confundida se interrogaba acerca de
aquellos desajustes constantes en su percepción. Acabada la jornada laboral,
Luisa marcó tarjeta pensando en sus riesgosos descuidos. Afuera llovía. Aún
debía abordar el subte, caminar hasta su casa, ducharse, comer algo y dormir.
Mientras descendía, resbaló en un escalón mojado, luego hubo una mano sosteniéndola…
Luisa alzó la mirada, pero no vio nada. Un supuesto rostro se diluía en un mar de colores… el sueño la llamaba, la mano la soltaba y ella se perdía, se perdía en un vacío hecho de sensaciones extrañas.
EL CUSTODIO
Laura Irene Ludueña,
Chelo Torres & Sergio Gaut vel Hartman
Como sucedía con frecuencia, Leonid
Cantoris monologaba.
—¿Qué soy? El
guardián del templo, el escudo sin prejuicios que protege a la turba de la
falsedad, el error y la frivolidad. —Se limpió los restos de café con leche que
se le habían montado sobre el poblado bigote—. Preservamos la semilla de la
inteligencia y la defendemos de las agresiones de los mercenarios de la palabra
y la falsa sabiduría. Y para lograrlo prescindimos de la compasión, del
sufrimiento y la hipocresía; en el cumplimiento de nuestra misión no somos
humanos, somos más que humanos.
—¿No es una
postura un tanto arrogante? —lo interrumpió Pierre Monard, el incandescente
propietario del Rincón de los Artistas.
—La única unidad
de medida es la verdad —siguió Leonid, sin prestar atención a las palabras de
su interlocutor—. La verdad está más allá del bien y del mal, del hombre y de
las leyes.
—Hoy afirmas que
la verdad es lo más importante y ayer sostenías que hay muchas verdades —refutó
Pierre mientras evaluaba un retrato hecho en carboncillo.
—¡No es así!
Reconocemos que hay muchas verdades, pero también, que no todas son las
adecuadas para determinados momentos. Pretendemos ir más allá del bien o del
mal, de las leyes y de quienes las hacen, no valuar como tú sólo en blanco y
negro. ¡Hay matices! ¡Y muchos!, lo entenderías si te preocuparas por buscarlos
—reaccionó Leonid
—Si tú lo dices
—Desde luego, me
conoces; por siglos he defendido este templo. No puedes negar el valor de la
magnanimidad con que, como guardián justo y generoso, he tenido para entregarme
hasta las últimas consecuencias en pos de la justicia. ¿Acaso alguna vez has
intentado llevar tu arte más allá de las limitaciones humanas?
Leonid y Pierre
solían enredarse en largas polémicas sin sentido para el común de los seres
simples que, como tales, jamás podrían entenderlas.
Para Leonid,
guardián del templo donde se veneraba el arte como si fuera uno de los antiguos
dioses, su verdad era la única que podía salvar la esencia del ser humano.
Aquel templo guardaba los secretos más profundos de la humanidad, tanto los que
habían generado su origen, como los que podrían destruirla.
Pierre se tomaba
a la ligera las tribulaciones de su amigo frente a las revelaciones, que
consideraba transcendentales. Él tenía contacto físico, directo, con mucha más
gente, al contrario que Leonid, ya que este vivía escondido guardando el templo
y sus secretos. Para Pierre, el arte era un lenguaje más universal,
evolucionaba con el paso del tiempo y le daba color a la vida.
—Mira que
preciosa pintura te he traído hoy, Leonid. ¿Qué ves en ella? —preguntó Pierre, que
aquel día se había levantado temprano, inspirado por una nueva creación
artística que pensó en regalarle a su amigo.
—¿Que qué veo en
ese garabato? Pues nada. ¿Qué voy a ver? Colores y más colores, pero no se ve
ni un paisaje, ni un bodegón ni un retrato. En fin, que esto es una tomadura de
pelo. Si hoy te has levantado con ganas de burlarte de mí, ya te puedes ir con
viento fresco —le contestó Leonid muy enfadado.
—¿De verdad no
ves ahí el código de la vida? —susurró Pierre, irónico—. Mira los colores,
Leonid, deja la mirada perdida y siente el mensaje. ¿Acaso no es el mismo
mensaje que guardas tú?
—¡Ateo!
¿Pretendes decir que tu cuadro de colorines es igual de importante que los que
guardo en el templo? ¡No se puede llegar a mayor locura! ¡Ni quiero escuchar
más sandeces!
—Está bien,
Leonid —suspiró Pierre con paciencia—. No continúo. Ya veo que nunca lo
entenderás.
—¡Pues claro que
no lo entenderé! No eres más que un prepotente. ¡Venga, trae la botella de vino
que necesito tranquilizarme!
—Tienes razón
querido amigo, bebamos y brindemos por nuestra amistad. Mientras nuestros
secretos no estén en peligro ¿qué más dará cuál sea el código?
Cuando la
botella de Flor de Pingus estaba a punto de quedar vacía, apareció en escena
Simeón Bottega, el amigo desfachatado e inoportuno de Leonid y Pierre. El
sujeto, que se dedicaba básicamente a seducir viudas maduras en sus ratos
libres y en todos los otros ratos también, tomó la botella y la movió como si
fuese una campana.
—Imagino que no
será la última, ¿verdad?
—Es la última
—replicó Pierre.
—Pero tenemos
una de Teso La Monja
—¡Idiota! Tenías
que abrir la boca.
Leonid, que era
bueno custodiando templos pero un perfecto inútil a la hora de soltar una
mentira salvadora, se encogió de hombros.
—¿Cómo van los negocios?
—dijo Simeón conteniendo una carcajada—. ¿Has rechazado los embates de la
incultura y protegido las obras maestras del ingenio humano de las pérfidas
hordas depredadoras?
—Todo está bajo
control —dijo Leonid.
—Todo está bajo
control —se burló Simeón—. Y por tu parte, Pierre, ¿lograste descubrir al
artista que será considerado el genio del siglo XXI en el XXIII?
—Mejor dale la
botella de Teso La Monja —dijo Leonid—. Y que se agarre una merluza que lo deje
fuera de combate durante una semana.
—¿Con una
botella? ¡Ilusos! Se necesitan media docena de esas para emborracharme a mí.
—¡Vamos!
—exclamó Pierre—. ¿Dónde está el escudo sin prejuicios que protege a la turba
de la falsedad, el error y la frivolidad?
—Mejor trae el
vino —dijo Leonid con una sonrisa—. Y algo para picar.
Los autores: María Elena Rodríguez, Luisa Madariaga Young, Rafael Martínez Liriano, Alejandro Bentivoglio, José Luis Velarde, Ada Inés Lerner, Claudia Isabel Lonfat Patricio G. Bazán, Oscar De Los Ríos, Víctor Lowenstein, Gabriela Vilardo, Hernán Bortondello, Laura Irene Ludueña, Chelo Torres & Sergio Gaut vel Hartman
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