miércoles, 13 de diciembre de 2023

CALIDEZ

 

Hernán Bortondello





 

Si bien tenía fija mi mirada en la pantalla de la computadora, no la estaba observando, abstraído totalmente en divagaciones que se hacían menos significativas a medida que crecía mi modorra. En ese entonces trabajaba horario corrido en la administración del Country Club “Los Palos”, un complejo que incluía un condominio de lujosas propiedades y una cancha de golf de cuatro estrellas. Eran ya las 14:10, habían transcurrido seis horas de mi jornada laboral y no había almorzado nada. Si no me tomaba un café urgente me adormecería y la gerente podría descubrirme con los ojos cerrados, razón suficiente para que me hiciera la vida insufrible una semana. Fue entonces cuando por el rabillo del ojo izquierdo capté un reflejo a través del ventanal que daba a la soleada playa de estacionamiento. Seguramente había llegado o partido algún automóvil… pero no, ningún nuevo coche había aparecido y ninguno se alejaba. Me quedé observando la explanada de tierra y ripio. Más allá de ella, hacia la izquierda y lindando con la cancha de golf, un ecléctico bosquecito de robles australianos, ibirás pitá y cipreses parecía cobijar y dar reparo a una solitaria cancha de paddle, semioculta a mi vista por el follaje bajo. Pese a ello, alcancé a divisar un objeto brillante sobre su piso de cemento, a mitad del área de juego y muy cerca de la red. Calculé que mediría no menos de cuarenta centímetros. Miré a mí alrededor y noté que milagrosamente estaba solo en la oficina, o casi, pues mis dos compañeros no contaban. Es que cuando hablamos de estar solos en el empleo, y lo sabrán quienes sean o hayan sido empleados, queremos referirnos más precisamente a la ausencia de personas con jerarquía superior. Es decir, sin rodeos, que podemos hacer lo que nos plazca sin que puedan importunarnos.  Y pese a que no tenía ganas de hacer nada, la curiosidad pudo más. Levanté mi trasero de donde se estacionaba más tiempo del que deseaba y abrí la puerta de la oficina, recorrí unos metros y deslizando una mampara vidriada abandoné el Club House. El exterior me sorprendió con una brisa ligeramente fresca, algo muy raro en nuestros diciembres de infierno. La resina de coníferas y grevilleas inundaba el aire con una fragancia que por algún motivo me hacía sentir pleno y algo eufórico. Quizás fue por eso que me invadieron unas ganas locas de evadirme de aquel predio. Si pudiera, pensé, volaría hacia mi hogar para compartir unos mates con mi hermosa esposa y, ¿porqué no?, convencerla de hacer el amor. ¡Qué hermosa idea! Amarnos entre semana y a la hora de la siesta… Suspiré profundamente porque no era capaz de seguir el llamado de la libertad. ¡Qué esclavo me sentía! Mientras tanto había empezado a atravesar el solar que me separaba de aquella cancha olvidada; su red floja y las paredes despintadas denunciaban un deporte que había pasado de moda. Dejé atrás la grava y ni bien mis pies pisaron la hierba de las estribaciones de un fairway me asaltó esa sensación. Es que cuando por cualquier motivo me desplazaba en solitario por el verdor de un campo arbolado –ni hablar si se tratara de un bosque– me sentía una especie de indio mohicano y me encantaba imaginarme así. Ya estaba a unos veinte metros de aquello que había llamado mi atención y era claro ahora que se trataba de una cosa alargada y probablemente metálica. De improviso, sobresaltándome,  se cruzó en mi camino un empleado de maestranza al que conocía bastante. Casualmente lo identificaba entre sus muchos compañeros por poseer tres dotes admirables: el de la inoportunidad extrema; la incomprensible habilidad de manifestarse de la nada, y, por último, su magnífica capacidad de lograr despertar, hasta en el más pacífico, al primitivo asesino que anida en lo profundo de todo varón que se precie.

—¡Hernán! ¿Cómo andamos? —interpeló con la voz fuerte y bien modulada que yo no quería oír ni en sueños.

—Bueno… hasta ahora me iba bastante bien. —Cada vez se me dificultaba más ocultar lo mucho que me fastidiaba su pegajosa compañía. No es que el tipo fuera malo, simplemente era la mar de pesado y parecía faltarle varios tornillos. Es más, creo que en el fondo todos le teníamos afecto por sus locuras aniñadas y falta absoluta de cabeza. Sin embargo, esto no lo hacía ni un segundo más soportable.

—Después voy a pasar por la administración para hacerte algunas consultas sobre mi sueldo. Es que hay algunas cosas que no entiendo en mi última liquidación… —Era capaz de preguntarme sobre asuntos que ya le había explicado mil veces, otras mil veces más.

—Sí, bueno… okey,  pero ni hoy ni mañana. —Siempre difería los encuentros con él hasta el límite—. Ahora estoy súper ocupado con los balances contables… ¡Nos vemos pronto!

—¡Sí, sí, sí! ¡No hay problema! Quedamos de acuerdo para pasado mañana… —Empecé a recriminarme por no haberle dicho de verlo en una semana.

—Bueno, bueno, te espero… ¡Chau!

—¿Sabías que me compré un teléfono celular que emite una haz laser que puede reflejar mi nombre en la pared y que puedo transformarlo en un autito a control remoto?

—Sí… Digo, no, no… ¡Qué bien! ¡Te felicito! ¡Nos vemos! —Me desesperaba la idea de que él también descubriera la llamativa cosa que me había traído hasta allí. ¡Precisamente él!

Esquivándolo, di algunos pasos más en la dirección que seguía, pero algo me decía que el asunto no había terminado. Conocía muy bien el modus operandi de aquel loco.

—¡Ah, olvidé contarte algo, Hernán! —escuché sin sorprenderme a mis espaldas.

—¡Después, después! ¡Estoy apurado ahora! —contesté fastidiado y sin darme vuelta siquiera.

—¡Okey, okey, okey! Pasado mañana te lo cuento, porque…

—¡Bárbaro, bárbaro, nos vemos! —y lo dejé groseramente con la palabra en la boca. No había otra manera con Sergio, me obligaba a despacharlo de manera muy hija de puta, y como siempre, yo me quedaba con un desagradable cargo de consciencia. De todas maneras la culpa no me impidió –otra vez, como siempre– cerciorarme de que se hubiese alejado lo suficiente y que no existía el mínimo riesgo de que volviera al ataque. No quería que nadie me molestara en aquel momento.

Me detuve a dos pasos de la puerta de alambre por la que se accedía a la cancha. Era inconfundible lo que se encontraba sobre su pavimento verde. Inconfundible y para nada posible.

No es fácil describir la sorpresa de entonces. Fue como si me dieran un inesperado baño de agua helada. Sí, como eso fue. Me recorrió un escalofrío de la cabeza a los pies, y en ese orden. Con mi corazón latiendo demasiado rápido y una ansiedad que crecía segundo a segundo, ingresé al pequeño court y me acuclillé a escaso medio metro de aquello. Aunque mis ojos y mi consciencia me dijeran que lo que estaba tendido allí era una mano con la palma hacia abajo, unida a un antebrazo que surgía del mismísimo suelo y que todo parecía de algún tipo de metal, eso no quería decir que mi mente lo estuviera aceptando. Máxime cuando sus dedos –que eran cinco– se extendían y contraían como si rascaran agónicamente el asfalto, produciendo una especie de susurro apagado que enfatizaba el tétrico espectáculo.

—¡Mierda! —dije, sin reparar que lo decía en voz alta, totalmente maravillado. ¿Y ahora?, pensé vertiginosamente. ¿Cómo me llevo esto? Había decidido sin dudar que fuera lo que fuese me lo quedaría, por el simple y dudoso derecho que suelen arrogarse los descubridores de cualquier cosa. He soñado con aventuras y hallazgos fantásticos casi desde que tengo uso de razón, me dije, justificándome nervioso, así que nadie puede decir que no merezco este misterioso premio.  Lamentablemente, una segunda voz interior sentenció con amargo desaliento: Ni lo pienses, es imposible. Con gran tristeza entendí que ciertamente lo era. ¿Extraería la misteriosa mano cavando un cráter alrededor? ¿A la vista de golfistas, residentes del condominio y empleados? Con espanto, imaginé a Sergio llamando a todos a los gritos para que vinieran a ver, y eso fue suficiente; debía resignarme y abandonar mi delirante idea. Pero, claro, yo no sabía que el Destino iba a decidir por mí y que las cosas se iban a poner más locas aún. Por empezar, los dedos de acero –o lo que fueran–lograron lo que al parecer estaban intentando: cerrarse en un puño apretado. Luego los movimientos se detuvieron. Inquieto, giré la cabeza sobre un hombro y luego sobre el otro. No había moros en la costa, pero no faltaría mucho para que comenzara un partido de golf y el lugar se pondría fatalmente concurrido. Preocupado, y cuando me volvía para observar ese miembro inverosímil, un gran fogonazo verde, como el de un relámpago, se produjo justo donde el antebrazo metálico se unía al piso. Fue tal mi sobresalto que me eché hacia atrás instintivamente, y como estaba en cuclillas, caí sobre mis nalgas con las piernas abiertas de par en par. La extremidad se había desprendido y rodado a un lado, quedando ahora la palma hacia arriba con los dedos abiertos, como si mendigara. Atontado, me dí cuenta que alguien me estaba llamando. Era mi gerente, Norma. Me ruboricé como un chiquilín, y aunque ella se encontraba tan lejos que no distinguía sus rasgos, la imaginé de mal talante. ¡Qué diablos estabas haciendo allá en la canchita de paddle!, la imaginé diciendo, como si la escuchara. Sin siquiera pensarlo tomé el objeto de un manotazo y lo coloqué a mis espaldas, entre el cinto del pantalón y mi camisa. Si alguien me hubiese visto desde atrás habría pensado, anonadado, que la mano de alguien saludaba desde mis fondillos. Tracé rápidamente un plan mientras me dirigía con paso apresurado hacia los umbrales del club house, donde con los brazos en jarra esperaba la malhumorada mujer.

—¡Qué diablos estabas haciendo allá en la canchita de paddle! —fue lo primero que dijo, con el ceño fruncido. Sonreí. Pero salvé la situación con fluidez. Argumenté que el presidente del club me había pedido que lo acompañara hasta allí. Le dije que él quería indicarme las fotografías que debía tomar del estado deplorable de las instalaciones para incluirlas en la revista mensual del country –yo era  responsable de su diseño y edición– ya que deseaba promocionar las prontas reparaciones y volver a impulsar el juego de la paleta. Luego de la explicación, caballerosa y convenientemente, cedí el paso a la dama y la seguí a la oficina. Disimuladamente no le dí la espalda y logré escurrirme en mi box de trabajo. Presuroso, introduje en mi mochila urbana el portento que cargaba en mi cintura. No lo podía creer, me había transformado en el personaje de uno de esos relatos de ciencia ficción que tanto me apasionaban en la adolescencia. Algo en mi pecho latía desbocadamente, como una batucada en el sambódromo de Río.

 

Al fin, el reloj indicaba que habían transcurrido las dos horas que me restaban trabajar después del hallazgo de aquel día inolvidable. Obviamente no pude concentrarme en ninguna de mis tareas pendientes y me limité a hacer ruido con el teclado de mi computadora para fingir actividad.  Perdí la cuenta de las tazas de café que tragué, más que bebí, tratando de apurar esos ciento veinte malditos minutos. Luego de despedirme de los compañeros, y antes de dirigirme a la salida del predio, hice una escala en la cancha de paddle. Para mi asombro, no existía ningún agujero en el piso de cemento, ningún rastro de que algo hubiese salido de allí. Mientras cavilaba en cómo podía ser posible aquello, me percaté que estaba ya casi llegando a la portería principal. No había tenido en cuenta que los guardias de seguridad que vigilaban las entradas y salidas solían revisar al azar los bolsos de los empleados. Ya no tenía tiempo de nada, solo recé para que no estuviera de turno el mal nacido de Gutiérrez, porque él disfrutaba importunando con las requisas.

—Buenas, Hanglin… Ábrame la mochila, por favor. —Y unos ojitos chiquitos, de cerdo taimado, se clavaron en mí brillando con necia satisfacción.

¡Perra suerte! Es Gutiérrez nomás, estoy frito, pensé. Tragando saliva abrí el cierre relámpago para mostrarle lo que llevaba dentro. Ya estaba por ensayar alguna peregrina explicación cuando milagrosamente sonó el teléfono dentro de la garita. El tipo no alcanzó a revisar, giró sobre los talones y fue a atender la llamada. Me quedé allí plantado y sudando frío. Pero tuve suerte, lo había llamado su novia. Durante un rato tuve que escucharlo rebuscando palabras melosas en su limitado vocabulario. Finalmente, cuando su mirada reparó en mí, hizo un gesto con la mano habilitándome a pasar. ¡Gracias a Dios!, me dije, mientras dejaba atrás al aristocrático “Los Palos”, repleto de ricachones y de miserias de pueblo chico.

 

Ha pasado el tiempo y aún sigo tratando de comunicarme con aquella cosa, celosamente oculta en un
rincón del humilde taller, atestado por mil trastos para proyectos que nunca se concretarán.

Sé que llegará el día en que esa mano me transmita algo más que la indescriptible calidez que me entrega cada noche, cuando la estrecho para que no se sienta tan sola.

 


Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus  relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.

 

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