Oscar
De Los Ríos y Carmina Shapiro
La
primera carta, Los Enamorados, cae invertida sobre la mesa dando un golpe seco
que retumba en la habitación en silencio. Mientras, los ojos expectantes de Ana
semblantean a la persona que manipula el destino.
En
ese mismo instante dos rayos iluminan la sala eclipsando la luz del farol que
pende de una viga. El primero, producto de la tormenta que se cierne afuera; el
otro, de determinación, cruza los ojos de Ana, dispuesta a llegar hasta las
últimas consecuencias. Necesita saber a toda costa, si obtendrá lo que busca.
Su
prima Susana le había hablado de una tarotista que vivía en los suburbios. Ella
la había consultado por una cuestión nimia. Lo suyo, en cambio, era distinto: de vida o muerte. Por eso
se le hizo necesaria una segunda visita. Al pensar en esto se lleva la mano al ojo
hinchado, cubierto por una abundante capa de maquillaje, y hace un gesto de extrañeza,
comprendiendo que no se puede ocultar lo obvio. Este pensamiento le trae el
recuerdo de gritos, de puertas que golpean y cristales rotos. Con la mirada
vuelta hacia la memoria, Ana mira ausente moverse las manos de la tarotista.
La segunda carta.
El Diez de Espadas. Casandra revela la traición: el
puñal clavado en la espalda por una persona de extrema confianza. A pesar de la
furia contenida, Ana tiene la sangre fría.
El
golpe duro y sin matices de otra carta, le sacude las últimas nieblas mentales
y la devuelve a la habitación.
La
carta de La Muerte.
Al
verla caída sobre la mesa tallada, una sensación mezcla de tristeza y
liberación le hace correr un escalofrío por la espalda. En un movimiento
reflejo, se lleva la mano a la frente recordando a su abuela Lucrecia que le decía.
—¡Pasó el diablo m’hija!
—y la obligaba a santiguarse.
Por fin un camión se
acercaba desde el otro carril. Ya había caído la noche. Pasaría como un
accidente más, no sería la primera en dormirse al volante. Con semejante
acoplado, todo saldría bien y ninguno sobreviviría.
Casandra
repasa la información que se muestra sobre la mesa, escudriñando los secretos
impronunciables del universo, y ahoga una exclamación. Lentamente levanta los
ojos hasta encontrarse cara a cara con Ana.
—¿Entonces
vos...? —no
puede terminar la pregunta.
Ana
muy seria asiente con la cabeza. Casandra se levanta y, tomando una caja de
fósforos, enciende un sahumerio de eucalipto y tres velas moradas mientras
murmura algo en voz baja. Vuelve a tomar asiento, pálida como una hoja,
atravesada por un intenso pavor, y la mira. El vestido que le
habían puesto a Ana ahora le parece un camisón.
—¿Cómo es
posible…?— murmura
Casandra—.
Tal vez… Tal vez sea cierto lo que dicen de los asuntos pendientes.
Su
respiración se agita pero el aire está pesado por las velas. Estirando el brazo,
con la mano extendida, cae sobre la mesa desmayada, mientras las cartas del
tarot vuelan desordenadas.
Pequeñas
motas de cenizas del sahumerio decantan sobre los cuerpos inmóviles. La quietud
es extrema. Incluso sospechosa.
Lentamente
Casandra vuelve en sí y Ana la increpa, mostrando sus verdaderas intenciones.
—¿Ya terminaste el show barato? Ahora mirá la
única carta que quedó en la mesa y decime qué ves.
La
carta de El Juicio, invertida, había caído del lado del infierno, y Casandra comprende
que alguien pagaría sus culpas.
—¿Satisfecha con tus predicciones? —le
espeta Ana—. Ahora
la llamás y le decís
que tenés información importante sobre su futuro,
que venga urgente.
Casi
tan lívida como Ana, Casandra se levanta a buscar el teléfono. Afuera comienza
a llover y el golpeteo de las gotas en el techo de chapa se mezcla, en su
recuerdo, con el rumor de las últimas palabras de Jorge justo antes del impacto.
—No importa lo que pase conmigo. Ella está a salvo.
Los minutos pasan
tensando el espacio entre las dos mujeres. Llaman a la puerta.
—¡Ahí llegó Susana!
—exclama entrecortadamente Casandra, atacada por el llanto, y su voz retumba en
el silencio de la habitación en penumbras.
—¡Sos patética
Casandra! Abríle y andáte. ¡Andá a emborracharte como cobarde que sos! Esta vez
yo barajaré las cartas.
DICIEMBRE
Claudia Isabel Lonfat
& Luciano Lara
Diciembre es el gran mes; es un desafío difícil de sortear para cualquier ser
humano. Son muchas las cosas que pasan en diciembre. Llegan las fatídicas
fiestas; están aquellos a los que les encantan; los detractores y lo que más
abunda: los hipócritas. diciembre es balance y en este 2020 es balance de un
año lleno de dolor. Ni el Diego nos queda ya…
Pero diciembre es también el mes que me recuerda aquellos años gloriosos
de mi infancia y adolescencia; viene con el aroma del tilo y el jacarandá; trae
ese calorcito que nos avisa la llegada de las vacaciones y junto con ellas, la
libertad del barrio y los amigos.
Cuando tenía catorce años, allá por los finales de la
década del ochenta, apenas terminaban las clases, todos los pibes del barrio
nos juntábamos para organizar la colecta y diseñar el muñeco que el 31 de
diciembre quemaríamos justo en la esquina de mi casa.
Uno de los pibes, Felipe, vivía justo en esa esquina. Su dormitorio se
había convertido en la base de operaciones para el diseño y armado del muñeco. Felipe
sacaba los parlantes al jardín y empezaba a sonar “Conversación nocturna” de los Fabulosos Cadillacs, y le seguía “La
bengala perdida”, ya cuando llegábamos a “Guitarras blancas” de Los enanitos verdes, y con algunas
cervezas encima, terminábamos todos bailando en la calle. Casi siempre algún
vecino ortiba nos mandaba a la policía, pero después de convencerlos de que
estábamos armando el muñeco, se iban y no pasaba nada. Ese año estuvo lleno de
sorpresas. El muñeco no salía bien, y creo que, aunque parezca tonto, eso marcó
el principio del fin de nuestra adolescencia, porque cada uno andaba con un
rollo distinto, casi todas desilusiones, corazones rotos.
Sí, corazones rotos; parece mentira, pero pasan los años y sigo rodeado
de corazones rotos.
La verdad es que ya ni me acuerdo cómo se llamaba la chica de la que me
había enamorado, sin éxito, en la primavera del ochenta y nueve. Cierro los
ojos como buscando encontrarla, pero es imposible; el rostro de la que me
rompió el corazón esta vez se lleva todo el protagonismo.
Camino casi sin rumbo por las calles de mi barrio, son las seis de la
tarde, el sol, el calor y el aroma de los tilos y los jacarandás me hacen
sentir lo ineludible: estamos en diciembre. La libertad y las vacaciones son
apenas un recuerdo que se me escapa por los poros. Todos los esfuerzos que hago
por retenerlos son en vano, cuando arrasa la vida. Diciembre es el mes de las
fatídicas fiestas, el mes del balance, y en este 2020 un balance doloroso;
tan doloroso que ni el Diego nos queda ya.
EL CUADRO
Doris
Camarena & Ricardo Bernal
Pintábamos un cuadro con todos los colores del mundo: rosas y ocres para los
rostros de las doncellas dormidas en su lecho, verdes y dorados para el dragón
que asomaba su arsenal de colmillos por la ventana, turquesas y azules para las
aguas del foso que ceñían al castillo, rojo encendido para el crepúsculo que se
precipitaba en la parte superior del cuadro, amarilla la reina silenciosa y
oriental, carmesí el rey ceñudo y justo, violetas las barbas del mago que
aguardaba en el bosque frondoso… Después de las últimas pinceladas nos
estiramos, nos cambiamos de ropa y salimos a dar una vuelta. Afuera, la gente
transitaba de prisa sin percatarse de su nuevo mundo en blanco y negro.
LO MALO DE COMPARTIR UN SECRETO
Carlos Enrique Saldívar & Lucila Adela Guzmán
No soy persona que cuente sus intimidades, pero a las
muchachas de mi edad (que no llegamos a los veinte) se nos hace imposible
guardarnos para nosotras hechos prodigiosos como el que me sucedió hace unos
días. Por eso fui a la casa de Amalia, mi mejor amiga, para contarle lo
ocurrido. Por suerte su mamá no estaba y pudimos platicar a solas. Amalia se
sorprendió demasiado, y me juró guardar el secreto. El problema es que mi amiga
ha dejado de hablarme y cuando nos topamos me mira con miedo y se va corriendo,
como si quisiera escapar del mismísimo demonio.
Mi fiel Amalia... ella guardará por
siempre mi secreto, un secreto que ahora es nuestro. Por suerte, ella no solo
dejó de hablarme a mí, también dejó de hablarle al mundo. Mi secreto ha ocupado
todo su ser y ya no puede más que pensar en él.
UN CIELO SIN LUNA
Lidia Nicolai & Hernán
Bortondello
La Luna no estaba en el cielo y Casilda,
que esa noche sacaba la bolsa de la basura sin haber encendido la luz del
porche, se sintió desilusionada. Ella estaba al tanto de los derroteros de la
Luna, era su fan número uno, que si entraba en cuarto menguante, si era llena…
Y su fanatismo por el satélite había llegado al borde del paroxismo cuando se
supo, después de años de ocultamiento por las grandes potencias poseedoras del
conocimiento, que no sólo era una bola gigantesca girando alrededor de la
Tierra sino que nos podíamos comunicar con ella. Por medio de sistemas
informáticos comunes, la Luna nos contaba su historia con todos los detalles
que quisiéramos como si fuera un amigo más de la lista del Facebook. Lo más
raro de esa noche era que no había nubes, sólo un cielo negro con Júpiter
brillando alto en el cielo y las estrellas tan vivas que Casilda se podía
imaginar que estaba en medio de la montaña, en su Catamarca nativa.
El que conoce a Casilda sabe que ella, limpia tan bien la casa en donde trabaja como maneja una computadora con la destreza de un adolescente hacker. En ese momento, había puesto la bolsa de la basura dentro del recipiente metálico de la acera, no sin tropezarse y estar a punto de caer en la oscuridad. Volvió a tientas por el camino, que, conocido de memoria, conduce hasta la parte de atrás de la casa para entrar directamente al cuarto donde está la PC. Encendió el aparato y consultó el estado lunar. No aparecía ninguna noticia en referencia al extraño acontecimiento de la Luna desaparecida en una noche despejada y supo al instante que algo no andaba bien: un círculo blanco en el centro de la página web era un ícono que no dejaba lugar a dudas: sobre el azabache del firmamento debía estar resplandeciendo la Luna llena. Incrédula, insistió en buscar en la red algo que explicara la sin razón, pero sin ningún éxito.
—¡Mierda! —exclamó en
voz alta, mientras un ligero escalofrío le recorría el cuerpo.
La dueña de la casona en
la que vivía la joven, había bajado las escaleras para servirse un vaso de
leche del refrigerador; solía hacerlo cuando, como ahora, le costaba conciliar
el sueño. Mientras bebía, con una mano apoyada en la mesada de la gran cocina,
no pudo dejar de escuchar la interjección de Casilda rompiendo el silencio
reinante. Dándose cuenta de la procedencia de la voz, se dirigió hacia el
sector de servicio. Allí, en la pequeña oficina del mayordomo, descubrió a la
señorita Cartujano en pijamas y sentada en la penumbra frente a la computadora.
Tenía la vista clavada en el monitor, y este, iluminaba su rostro preocupado
con luz azulada.
—Buenas noches, Casilda
—dijo con voz atemperada Patricia Azcuénaga—. ¿Qué está haciendo aquí a estas
horas? —Como persona rica que era, la señorona poseía una paranoia bien desarrollada
y creía ver traiciones e intentos de robos donde no había.
La muchacha,
sobresaltada, se apresuró a encender una lámpara; tragando saliva, dijo con voz
trémula:
—Discúlpeme, señora
Patricia, es que..., no sé cómo explicarle esto…
—Supongo que no será
nada grave, ¿no? —dijo insidiosa y con expresión dura la soberbia mujer.
—Deberá verlo por usted
misma, señora —contestó la interpelada, y poniéndose de pie le hizo un gesto a
su jefa para que la acompañara.
Luego de recorrer un
pasillo a obscuras, Casilda, que iba adelante, abrió una de las puertas que
daban al gran patio parquizado. Tras cruzar el umbral, ambas se detuvieron bajo
el alero colonial, al borde del la galería abierta que rodeaba los fondos de la
mansión. Patricia, notó que su empleada dirigía su mirada al cielo.
—¿Qué estás viendo, jovencita?,
no tengo tu vista y he dejado mis lentes en el dormitorio —inquirió ansiosa
Azcuénaga.
—No es lo que estoy
viendo, señora, sino lo que no estoy viendo…
Patricia, de pronto
entendió lo que pasaba.
—¡La Luna no está!, ¡debería
estar en mitad del cielo! —y acentuó sensiblemente el debería.
—¿Qué hacemos ahora,
señora Patricia? ¿Usted llamará a alguien? —preguntó Casilda con un mucho de
desesperación.
—No llamaré a nadie,
señorita. Sinceramente no desearía que esto pasara a mayores —contestó despacio
y algo enigmáticamente la cincuentona.
—¿Cómo a mayores,
señora? ¿Qué puede ser mayor que esto? No la entiendo… —La descubridora del
satélite desaparecido no captaba qué le había querido decir la Azcuénaga.
—Mirá, Casilda, somos
pocos y nos conocemos mucho. —El tono de la voz de la jefa se había elevado un
poco y sonaba bastante sobrador—. Yo no quiero saber nada de nada; pero nada,
¿eh? No me interesa. Te imaginarás que ni mi marido, ni yo, vamos a dudar del
mayordomo, ni del ama de llaves, ni de Tamara y Yanina; ya hace muchos años que
nos dan pruebas de honestidad. Pero vos..., vos no hace un año que estás acá, y
sabés que me caíste simpática, lo sabés, y no te pedí antecedentes; ¿habré
cometido un error entonces? Bueno…, sea como sea, y para dejártelo claro, si
mañana a la noche esa Luna no vuelve a estar donde debe estar, vamos a hablar
de otra manera, Casilda.
Más tarde en su cuarto,
Cartujano, estaba armando sus dos valijitas. Se marcharía antes que nadie
despierte y tomaría un bus a su querida y pobre Catamarca. Allí al menos no la
meterían presa. Porqué... ¿quién carajos puede saber adónde se fue esa maldita Luna?
VERDE
Alejandro Bentivoglio & Fernando Andrés Puga
El bosque ha ido creciendo, ganando las calles en lo que parece ser un plan organizado. Los árboles destrozan las casas y algunos animales salvajes ya devoran a los más renombrados ciudadanos. Pronto las montañas comienzan a tomar los flancos, derribando edificios, haciendo imposible llegar al centro en automóvil. Intentar dialogar con el ejército natural es imposible; ninguna planta o bicharraco escucha algo y sólo aplasta lo que se le pone enfrente.
—Papá ¿por qué tenemos que irnos?— pregunta el niño buscando consuelo.
¿Cómo explicarle? ¿Cómo hacerle entender que ellos han vencido y que a pesar de tanto esfuerzo este hábitat gris, pletórico de humo y cemento terminará por desaparecer ante el irracional crecimiento del verde?
—No temas, hijo mío. Encontraremos otro mundo más seco, más oscuro. Allí floreceremos otra vez.
Después cierra la escotilla. Todo bajo control, salvo la diminuta cucaracha que logra escabullirse entre los goznes.
LA MADEJA
Judith Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman
—En cuanto el incidente se haga público —dijo Félix—, empezarán a ladrar que este es un país salvaje, que acá no se puede vivir, que la policía no actúa con suficiente diligencia y firmeza…
—Pero… pero no fue un asesinato como cualquier otro. —Remigio se refugió en la copa y bebió un largo trago de cerveza antes de seguir—. La víctima es el rabino Rebman; un crimen en el que están mezclados el antisemitismo, la precariedad de las condiciones de vida de los adolescentes, las drogas, la homosexualidad…
—Lo dicho. Es un cóctel explosivo —replicó Félix—. ¿Estás en condiciones de desenredar la madeja? El chico entró a la casa cuando estaban haciendo una orgía gay con la intención de robar a los presentes, fue seducido, se puso pesado gracias a que tenía demasiado alcohol encima y mató al rabino. Había tres curas, un imán y un pastor en la escena. ¿Qué hicieron para impedir que los hechos se precipitaran?
—No hicieron nada, de acuerdo. Pero coincidirás conmigo en que la configuración era bastante anómala, para nada típica.
Remigio estaba contrariado. El caso era único en sus características y debería tenerlo al borde de la silla intentando resolverlo, pero para él demostraba tal nivel de brutalidad por parte del adolescente que no podía entender que ambos pertenecieran a la misma sociedad. Le hacía dudar de toda su interpretación del mundo actual.
—Bueno, entonces, ¿cuál fue el motivo de la ejecución? Convengamos que parece un acto típico de las gentes del siglo XX, ¿estamos retrocediendo en nuestras costumbres? —preguntó.
Félix, por su parte, se sentía fascinado por el caso. La locación, los personajes, los elementos, la violencia implícita en cada acto.
—Si me preguntás a mí, la trama es compleja —contestó—. Los adolescentes están en una deriva permanente cuando no permanecen conectados, lo sabés muy bien. Cualquier cosa los saca de sus estructuras, que son bastante precarias para tratar con la realidad. Imaginate, acostumbrado al sexo virtual, encontrarse con una orgía gay. Lo debe haber impresionado mucho… —Félix sonrió ante la imagen de un muchacho de diecisiete años en medio de los cuerpos sudorosos y calientes de los religiosos, entre cruces, estrellas y báculos, y él con el arma colgando en la mano. Ja, menudo juego de palabras.
Remigio le hizo un gesto al cantinero y en la mesa apareció un plato cubierto de fiambres, quesos y aceitunas para acompañar la bebida.
—Bien, eso nos da el encuadre, pero sigue faltando el motivo.
—Yo supongo que debe haber aceptado alguna práctica con el rabino —teorizó Félix—, porque fue él quien le abrió la puerta y le hizo bajar la guardia. Según el testimonio de los curas, uno de ellos se había acercado también al pibe y cuando este lo rechazó le hizo un comentario burlón.
—Cierto. "Andá, vos, quedate con el del prepucio cortado". Cuánto mal gusto… —se lamentó Remigio meneando la cabeza y tomando otro trago.
—El rechazo lo debe haber devuelto a la escena, habrá visto lo que estaba haciendo y reaccionó —completó Félix.
Remigio se mantuvo en silencio durante unos minutos.
—¿Mató al rabino adrede o habrá querido disparar a uno de los curas y erró? Y además, ¿qué me decís del imán y el pastor? ¿Cómo encajan?
—¿Ecumenismo? —Félix adelantó la mano para parar la protesta de Remigio—. Le pongo un poco de humor porque la aproximación directa no me dice nada.
—Pero no los mató. O sea que de ecumenismo, nada. Mató al rabino. ¿Y si la condición de border del muchacho fuera solo una máscara para encubrir el accionar de un grupo neonazi? ¿No te parece coherente?
—Sí, me parece coherente —dijo Félix al cabo de un momento—, pero no explica casi nada. Todos estaban desnudos y da la casualidad que el musulmán y el pastor también estaban circuncidados, aunque por diferentes razones.
—Estamos omitiendo algo importante —dijo de pronto Remigio— pero no sé qué es.
—¡Eso no importa! —exclamó Félix moviendo la mano izquierda con tal ampulosidad que volcó ambas copas—. ¡Yo sí sé que tenemos que hacer, hay que reparar el daño!
—¿Repararlo? ¿Cómo?
—Castigar al asesino no soluciona el problema, por lo menos no le devuelve la vida al rabino Rebman, ¿verdad? ¿Estás de acuerdo con eso?
—Y… sí —respondió Remigio, perplejo.
—Entonces lo primero es lo primero —dijo Félix sacando una pinza Gomco de una caja—. Para llegar a rabino primero tiene que convertirse. El castigo del chico será transformarse en el tipo que asesinó.
—¿Y lo segundo? —preguntó Remigio, turbado por la idea de su amigo.
Félix se rascó la cabeza.
—No sé cómo se induce a alguien a hacerse gay, pero lo puedo intentar.
Los catorce autores: Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, Carmina Shapiro, Claudia Isabel Lonfat, Doris Camarena, Fernando Andrés Puga, Hernán Bortondello, Judith Shapiro, Lidia Nicolai, Luciano Lara, Lucila Adela Guzmán, Oscar De Los Ríos, Ricardo Bernal, Sergio Gaut vel Hartman.
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