Diego Muñoz Valenzuela
El anciano comenzó a descender calmoso la escalera
que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie
lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con
la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía;
nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por
obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le
permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al
menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.
Estaba pasado el mediodía
y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano
inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su
edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su
indumentaria.
Terminó el descenso y se
dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de
expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el
boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió
el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su
espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.
Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente de él había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre –pensó– tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.
Las estaciones empezaron
a sucederse con vertiginosidad. Una de las muchachas se acercó al joven solo,
con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que
fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo
desistir. El muchacho tenía fósforos y
prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a
causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego
empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro. Las muchachas se erotizaban y miraban al
cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba
tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como
insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía
náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el
anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros
a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron
cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos.
Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se
abrían.
Cuando empezó a salir el
gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las
puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde
afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar
y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y
la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al
quinceañero. Sólo
el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que
le robaba la vida.
Diego
Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Ha publicado siete libros de
cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos, Ángeles y verdugos, De
monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri; cuatro
novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999,
2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003,
2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014);
las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros
ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008,
con Virginia Herrera) y Breviario Mínimo (2011, con Luisa
Rivera). La novela Flores para un cyborg fue publicada por EDA
Libros en España (2008), en Italia por la editorial Atmosphere Libri (2013), y
en Croacia por la editorial ALFA (2014); y los volúmenes de cuentos TAJNA
MJESTA (Lugares secretos) en Croacia por ZNANJE (2009) y MICROSAURI
(Microsaurios) en Italia por Robin Edizioni (2014).
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