Por fortuna (para los ojos y la paciencia de los lectores) logré refrenar mis impulsos y repetí el número de textos que componen la nueva entrega del ESPECIAL MICROFICCIONES. Tal como ocurrió en las anteriores actualizaciones de esta sección del blog SINERGIA, hay textos de los más variados géneros y orígenes. Muchas de las ficciones pertenecen a miembros del TALLER 9, pero también encontrarán escritores de Hispanoamérica y el mundo...
Palincesto
Édgar Omar Avilés
Cuando a Andreiv le empezó a nacer barba, fue
descubriéndose muy parecido con las fotos de su padre. Conforme los años
transcurrían, fue notando a su vieja madre más hermosa. Para el día que decidió
besarla, una barba de candado engalanaba sus facciones y su madre tenía rostro
de primavera.
Cuando
conoció a su madre (casi una niña) afuera de la iglesia, le regaló un tulipán
violeta. Ella sonrió con timidez. Pero Andreiv descubrió que esa sonrisa
provenía de su propio rostro. Desde entonces, los domingos empezó a ser
frecuentado por el hombre de la barba de candado y sus olorosos tulipanes
violetas. Tímido, Andreiv respondía con el sonrojo de su cada vez más
floreciente escote y con cartitas de amor eterno.
Cucaracha
Armando Azeglio
Después del hongo radiactivo todo fue distinto. A los
ciclos de ansiedad y pánico, se les sumó una fobia a algo cuya procedencia me
resultaba imposible de identificar. Algo pretérito, capital, forzado a no
detenerse, a sufrir la condena del eterno retorno. Algo que… hacía que me
lavase mis eccemas con la propia orina. Era necesario esclarecer con pelos y
señales lo que sucedió para, a partir de ese hecho, constituir un futuro nuevo
y fresco; sin lamentos ni extinciones irreversibles. Esa era nuestra deuda para
con los que vendrían. Añadir unidad a la diversidad, estudio a la erudición.
Permiso a la simple imposición. Vi una cucaracha caminar. Pensé que era
Gregorio Samsa disfrazado de Kafka que caminaba por mi cuento. Luego me supe
ciudadano del mundo.
Medusa
sin serpientes
Joyce Barker
Seguimos subiendo por el camino de
tierra con el fin de llegar al pueblo; nos habíamos quedado sin cigarros. Desde
el camino se veía la playa y la aguda pendiente cubierta de vegetación
tropical. Estaba atardeciendo cuando, a lo lejos, apareció la silueta de una mujer
junto a varios animalitos volando, deslizándose o caminando con ella. No nos
interesó esto, hasta que vimos al grupo de cerca y nos dimos cuenta de que eran
serpientes, pájaros, pequeños cocodrilos y otros que no logré reconocer, pero
caminaban con cuatro patas, y eran del tamaño de un perro mediano. Era una masa
coordinada, los movimientos de los participantes eran respetuosos y jamás
chocaban entre sí.
Cuando
estuvimos a punto de cruzarnos en el camino, ella se detuvo, y los animales
siguieron moviéndose a su alrededor, pero sin avanzar. Nosotros nos detuvimos
también. Estábamos todos en silencio, hasta que caminé lentamente hacia la
mujer y los animales y vi su cara. Tenía el pelo castaño oscuro, pálida y ojos
claros, no pestañeaba, estaba inmóvil. Era como ver a Medusa sin serpientes en
su cabeza, pero con pájaros revoloteando alrededor, tan rápido, que parecían
ser parte de su pelo, sin cruzarse por delante de ella. Miré sus ojos, eran
azules y sus pupilas tenían la forma de una estrella de cinco puntas. Retrocedí
hasta donde estaba mi amigo esperando y le conté lo que había visto, se rio y
fue a mirar de cerca a la mujer. Al verla, gritó, gritó tanto que su voz
enmudeció y sus ojos dejaron de pestañear. Desperté con ganas de ir a la playa.
Error de cálculo
Patricio G.
Bazán
El coloso retenido a
—¡Miserable brujo, has relatado embustes que hasta un infame
pecador callaría por fantasiosos! Entérate: hemos capturado a tu cómplice
tratando de arrojar al río una bolsa con extrañas piedras verdosas.
El pánico se apoderó del acusado. ¡Luisa falló! Por eso habían
podido atraparlo y torturarlo salvajemente.
El inquisidor exhibió el saco que contenía aquel peligroso
mineral radioactivo, de cuya destrucción debía encargarse su amada. Todo estaba
perdido…
—¿Qué son estas piedras? ¿Una ofrenda infernal? ¡Contesta!
Pero el prisionero se había desmayado.
Un clérigo se acercó mansamente: Tomás de Torquemada estaba de
pésimo humor.
—¡Terminará por confesar! Muchos vieron al brujo realizar
proezas físicas, flotar por los aires, congelar las aguas del lago con su
hálito y despedir fuego por los ojos. ¡Lea el Acta de Confesión, fray
Gilbertus!
—Confiesa que vino de un planeta a punto de explotar, que sus
padres lo colocaron a bordo de una nave voladora que cayó en el campo, donde
fue criado por una pareja de labriegos. Insiste que un accidente cósmico, o un
error de cálculo, debió arrojarlo al siglo equivocado, y que sus poderes provienen
del sol...
—¡Provienen del Infierno! ¿Qué más pruebas necesitamos? Quémenlo
de inmediato, como advertencia: ¡
Fray Gilbertus bendijo al gigante caído. "Malos tiempos para los héroes", pensó.
La balada final del ratón que chillaba demasiado
Alejandro Bentivoglio
Mickey Mouse
se desangra en el asiento de atrás. Las balas de la policía le dieron en el
estómago. Su voz chillona es insoportable. No podemos hacer nada con él.
Además, en el banco todos le reconocieron las orejas.
Bill, el
niño, llora. Era su ídolo de su infancia. Pero igual acepta dispararle en la
cabeza para terminar con su sufrimiento. Nos quedamos en silencio luego del
disparo. Es un momento extraño, como fuera del tiempo.
Y entonces,
Charles Manson comienza a cantar una tonada de los Beach Boys y la playa y el
ruido de las olas se tragan las emociones, que es como tragarse un poco el
mundo.
Invitados a cenar
Ricardo Bernal
—Creo que los amigos terrícolas todavía no se acostumbran a nuestros hábitos alimenticios —dijo el ñumonita a su esposa.
—Ya se acostumbrarán —contestó ella, mientras abría sus enormes muslos verdes, y desovaba un viscoso coágulo en la boca de cada uno de los comensales atados que se retorcían alrededor de la mesa.
¡Hola...
Javier!
Elisa Biffi
Las prominentes
venas de sus manos ocultaban el ligero temblor que la había estado privando
durante algún tiempo del placer de palpar los objetos. Las yemas de sus nudosos
dedos enmarcaban una fotografía ahora amarilla y ajada. Una de esas fotografías
con las arrugas de una vida, que en ocasiones estuvo a punto de tirar y a
menudo revisitó con el temor de dejarla ir. Había ocurrido cuando encontró...
Olaya, que no hallaba sentido a estar
en el mundo, encerrada todo el día en un viejo bar de la estación, con sólo
veinte años se había convertido en la razón de ser de la vida de otra persona.
Había conocido a Javier, antes de que fuese Javier. Una noche lejana de verano bajó
la cortina y se dirigía a su casa cuando de repente vio una bolsa ruinosa justo
al lado de los rieles. Una manito violácea había salido como para animarla a
acercarse: un desnutrido niño de ojos verdes había asomado a su vida.
Cuarenta años más tarde aún recordaba el
perfume de la delicada piel del niño que había recogido inmediatamente en sus
brazos y llevado al hospital. Recordó el horror, invadiéndola, cuando los
médicos aseguraron que aquella cosita
había sufrido maltrato. Aún se sofocaba sólo de pensar en los momentos
anteriores a la acogida, cuando se estaba ya sintiendo madre sin serlo. Sin
embargo, tras esos primeros y difíciles momentos, Olaya había encontrado la serenidad,
un nuevo trabajo, un apartamento más grande, y ella y Javier se habían
convertido en uno.
Timbraron, así que guardó la foto desgastada.
La ocultó en un compartimiento secreto bajo el piso, y luego abrió. Era su
hijo, ese hijo que nunca había sabido nada...
Título
original: Ola… Javier!
Traducción del
italiano: Luz Darriba
Bajo los muros de Eryx
Iván Bojtor
Eso me dejaba sólo dos opciones. Una era unirme como mercenario al ejército del líder cartaginés Hamilcar, un parto baleárico, el que defendía la fortaleza de Eryx, y la otra era unirme a la flota romana, que estaba a punto de transportar al ejército hambriento de victorias de Cayo Lutacio Catulo a la isla de Sicilia para asaltar la fortaleza de Eryx.
Aplacé la decisión hasta que se me acabó el tiempo.
Así fue como me encontré en ambos ejércitos.
Cuando llegó a Eryx la noticia de que la flota se acercaba, marchamos desde la fortaleza hasta el mar y esperamos allí en formación de batalla. Algunos estábamos dispuestos a morir y otros, por supuesto, a desertar a los romanos.
Por fin la flota enemiga se acercó a la costa. Pero de nuevo hubo algún tipo de interferencia de tiempo. Y otros elementos –no sé de qué tipo– pusieron en marcha procesos atmosféricos que crearon una terrible tormenta.
Casi todos los barcos de la flota romana fueron hundidos. Además, mi otro yo se perdió en el mar. Es decir, me ahogué en el agua.
Pero eso no te lo puedo explicar.
Título original: Eryx
falai alatt
Traducción del húngaro:
Sergio Gaut vel Hartman
Bajo el nuevo sol
Gastón Caglia
Con el
lento despuntar del sol las gotas de rocío iluminan el césped que, crecido y
poblado ahora en forma natural, domina todos los lugares posibles. Las grietas
del asfalto también son carne de la naturaleza y esta hace su ejercicio de
dominar lo que en otros tiempos fue territorio humano.
No hay
nadie en la zona; sale a la ruta con resignada tranquilidad.
Revisa una
trampa y encuentra un conejo muerto. Será una regia comida para Beatriz, piensa
mientras camina y el sol abrasador lo acecha, pero lo hace sin cuidado; la capa
de ozono ya se ha reparado.
La primera vez
Doris Camarena
Para ella era la primera vez. Sus ojos cerrados, sus labios entreabiertos. También para el muchacho era la primera vez. Deseaba no cometer una torpeza. Luego, con ademán decidido, tomó el escalpelo y procedió a iniciar la autopsia.
La fea
Cristina Chiesa
Porque hay
caras que no se olvidan así nomás. Que quedan estampadas en el tiempo. Y yo que
creí que te habías muerto. Porque aquella vez, cuando tu mano tocó la botella,
y yo miré a Mario, pensé, esto no dura, no puede durar.
Y ahí estabas vos,
sentada en el piso, llorando; tu mano tocaba la
botella y tu cara era aún más fea, Graciela. Y todos nos servimos del licor, en
aquella pieza, apretados, los tres, mientras los demás se habían ido a vivir la
noche, y vos Graciela no, porque llorabas esa noche, porque tu fealdad, esa
fealdad mezquina que te acompañaba como una opresión, te hizo eso, que te
quedaras y nosotros dos, no pudimos, no pudimos más que sentarnos a tu lado.
Mario dijo cosas idiotas, y yo seguí
tomando, porque… ¿qué decir, qué
decirte que pudiera de algún modo extirpar ese verdugo silencioso, ese insecto
sucio que llevabas en los ojos?
Y después, cuando ya estábamos bastante
tomados y pudiste reírte, yo me dije, después
va a amanecer y todo será igual. Pero, qué remedio. Y entonces, qué remedio, si
yo pensé te moriste al final de tristeza y abandono. Y no, porque, ayer te vi,
después de cerrar el libro, una foto con los enormes brazos levantados y la
boca miserable, esa boca mezquina que yo amaba a pesar de todo, como se ama la
oscuridad, o la propia muerte.
Casi
Guillermo Corte
Ya sintiendo la muerte muy próxima, Kira repasó
mentalmente los acontecimientos más importantes de su existencia. Tomó lápiz y
papel, trazó tres columnas y listó parsimoniosamente sus logros, fracasos y
oportunidades perdidas. Sentía un profundo orgullo por los primeros. Sonrío al
releer los segundos. Sin embargo, la tercera columna le causaba una profunda
melancolía.
—No
se puede tener todo, mi querido Kira —se dijo a sí mismo cariñosamente,
mientras encendía un cigarro.
Ya
casi sin lucidez, le pareció ver a la vida consolándolo desde el borde de su
lecho. Quiso decirle algo trascendente, pero, su mente, cansada, carecía del
poder de la elocuencia. Solo pudo hilar sus sentimientos con algunas imágenes,
reproduciendo, curiosamente, el dialogo de una vieja película absurda:
—Casi
te gano —exclamó con tono burlón mientras miraba al cuaderno.
—Eso
no existe —habría respondido ella, tajante, recordándole el límite entre lo
divino y lo humano—; ganar es ganar.
El
testigo
Rosa Lía Cuello
Lo veo siempre
ahí, esperando que alguien le de vida. Blanco y pulcro como un trozo de algodón
recién cosechado. Solitario, duro, estático, con su destino de servir sólo para
lo que fue fabricado.
Según la luz del día, algunas sombras
se dibujan patéticas en su cuerpo, su blancura entonces se transforma y
adquiere cierto geometrismo desparejo, como si la clandestinidad de un fantasma
intentara atrapar uno de sus costados.
Albergue de aromas milenarios que
convierten en pétalos moribundos su lenta agonía. Centro que permanece sobre
unos hilos tejidos en forma de carpeta, recuerdo de alguna Penélope milenaria
que, cada tanto, regresa para ponerse de moda.
Este viejo y níveo florero, herencia de
alguna tía solterona que, pese al paso del tiempo, se mantiene enhiesto y
desafiante, hasta que su dueña decide que las flores se mueren de envidia y las
arroja a un cesto de basura, lo enjuaga y lo coloca boca abajo como el mundo,
con su irreprochable silencio de boca ancha, es un mudo testigo del deambular
cotidiano de los habitantes de esta casa.
Mensajes en una
botella
Oscar De Los Ríos
Todas las mañanas, desde que
naufragó en esa isla hacía veinte años, corría a la playa y arrojaba la botella
con un mensaje al mar, y las olas se encargaban de llevarse las palabras.
Por la tarde corría otra vez a la
playa a recoger la botella que, esta vez, junto con la respuesta, le traía la gloria. Se había coronado campeón
mundial de ajedrez por botella.
La noche y la furia
Rolando José Di
Lorenzo
Era noche cerrada y la calle estaba vacía, cuando
Elisa entraba a su casa, él salió de las sombras.
—Nadie
me hace esto y lo sabes bien, han pasado meses y no has vuelto, te pasaste de
viva y colmaste mi paciencia —Federico masticaba con rabia cada palabra,
tornándose agresivo. Elisa, lo miraba
cruzada de brazos, sin hablar, pero sus ojos demostraban el intenso odio que
sentía por ese energúmeno.
—Llegamos
al final, agotaste mi paciencia y tu suerte—mientras decía esto, comenzó a
levantar los brazos con intención de tomar los de ella. Elisa no se movió, lo seguía desafiando con
la mirada, mostrándole toda su furia. El hombre fuera de control, subió sus manos
la sujetó por los hombros y la empujó hacia la pared. Tenía la boca
entreabierta y mostraba los dientes como un perro rabioso. Elisa hizo un mínimo y rápido movimiento
sacando de la cartera un pequeño revolver:
—Supuse
esto, sos tan estúpido como predecible.
El
disparo apenas se escuchó, pero para Federico, sonó como el estallido de una
bomba que le destrozó el corazón. Impulsado hacia la pared, fue resbalando
hasta quedar sentado en el piso. Ella con tranquilidad, lo despojó de la
billetera, el reloj y el celular. Lo miró con desprecio por última vez y se
metió en su casa. Había tantos asaltos y muertes en esos días que uno más, no
llamaría la atención.
A medianoche
Lu Evans
Era casi medianoche y yo seguía en el sofá, trabajando en la computadora, cuando se abrió la puerta principal y entró mi marido. Detuve todo lo que hacía y sentí que mis manos se congelaban sobre el teclado.
Él cerró la puerta y me miró con expresión sombría, la palidez de su piel acentuada por la tenue luz de la lámpara. Puso las manos sobre la cintura, un gesto típico de cuando estaba enfadado. Siempre había sido agresivo.
—¿Por qué me miras así? Parece que hayas visto un fantasma. No me digas que te aburre el horario. He estado bebiendo con los amigos, eso es todo, y he preferido caminar a conducir. He intentado llamar a un taxi, pero no había ninguno disponible. Mañana puedes llevarme al pub, así recupero el coche.
Me quedé mirándolo. Quizá debería disimular mi miedo, pero siempre he sido una persona muy expresiva. Mi cara lo muestra todo lo que siento.
—En vez de quedarte ahí mirándome como un idiota, podrías hacerme un café. Tal vez incluso un sándwich. Tomé con el estómago vacío, ¿sabes?
Me limité a asentir, moviendo la cabeza arriba y abajo. No le gustaba que lo confrontaran o lo contradijeran.
No sonrió ni me dio las gracias. Se limitó a respirar hondo y luego resopló, como hacía siempre, porque siempre estaba de mal humor. Mirando hacia la escalera, subió sin mirarme siquiera.
—Voy a darme una ducha.
Yo me quedé donde estaba, paralizada de miedo. Mi marido había muerto hacía una semana.
Concepto equivocado
Ruth Ferriz
Para el niño que por primera vez
conocía la mitología fue toda una revelación. ¿Cómo era posible que no se
hubiera dado cuenta antes?
Todo ese tiempo pensando en su terrible desgracia,
cuando la realidad era muy distinta. Había nacido siendo una maravilla y debía
estar orgulloso de serlo.
Era un cíclope ¡Un cíclope! No un pobre tuerto como
todos pensaban.
Gestión
de la contingencia
Itzel Alejandra Flores García
―Ayer lo vi.
―¿Qué dijo?
―Nada.
―Entonces, le habrás dicho tú lo de la
catástrofe.
―No me dio oportunidad.
―Entonces, ¿cómo va a saber que no debe
volver a salir?
―Es demasiado tarde. Los ojos le
sangraban.
―Ya veo. Será nuestro deber avisarles a
los demás del peligro.
―No será necesario, todos estuvimos en
contacto. El aislamiento fue la perdición.
El
arrepentimiento final
Boris Glikman
...En ese mismo
instante, me doy cuenta de que luchar contra esta criatura es inútil, porque
cuando intento rechazar sus ataques, se revela como una masa de vermes
carnívoros, con cada fibra de su cuerpo adoptando la forma de un retorcido
gusano.
No, no se trata de una hidra de cinco o
seis cabezas, sino de una hidra de mil millones de cabezas, infinitamente más
poderosa que cualquier súper predador, como el tiburón, el cocodrilo o el oso
pardo.
Así que me tumbo, adoptando una postura tan cómoda como me permite la
situación, y dejo que me devore.
Mi último y único remordimiento es que
siempre había deseado en secreto que me comiera vivo un gran felino. Recuerdo
cómo, en mis ociosas horas de ensoñación, a menudo he deseado yacer desnudo,
expuesto a los elementos, sobre la suave hierba de la sabana africana y sentir
la húmeda lengua arenosa del león lamiendo lenta y metódicamente mi piel, antes
de desgarrarme con sus caninos, atiborrarse de mis entrañas y finalmente roer
mis huesos.
Y ahora, por desgracia, este anhelo mío
nunca se cumplirá... Suspiro... mientras se escapa mi último aliento...
Título
original: The final regret
Traducción del
inglés: Sergio Gaut vel Hartman
Amling
Juan
Pablo Goñi Capurro
Amling es divertido, simpático, hasta lo calificaría como
tierno. Me cuesta comunicarme, todavía, no comprendo su lenguaje gutural y él
no entiende mi castellano. Él sabe que soy un terráqueo, por obvias razones;
estoy en desventaja, ignoro de qué planeta proviene el hombrecito verde con el
que juego cada tarde. Sin embargo, esas diferencias no obstan a que cada
encuentro sea un motivo de regocijo para ambos. No hace falta conocer un idioma
para detectar la alegría, en algunos casos la euforia, con que da saltos y me
abraza. Le digo “Amling” y el me responde “Uang”, se ve que Juan es complicado
para su aparato foniátrico.
Lo
reconozco, aguardo la hora de la cita con ansiedad y me queda un hueco –que no
termino de situar en mi anatomía– cuando nos despedimos. Es que la vida es
distinta mientras estoy con él, por un
par de horas olvido que soy un prisionero, y que esta nave me traslada a un
mundo desconocido.
Revisionismo
Alejandro Marcelo Guarino
Veinte años después de la muerte del escritor Santiago Gutiérrez De La
Puerta, quien, en vida, publicara treinta y dos libros de relatos y, en el año
2025, fuera galardonado con el premio Nóbel de literatura, Rodrigo Vernazza, un
joven semiólogo de Tehuantepec, descubrió que el destacado literato había
redactado todas sus historias con idéntica cantidad de puntos y de comas.
Entusiasmados por el descubrimiento del universitario, académicos de todo el
mundo se avocaron al estudio de la obra del talentoso autor, pero fue el
filólogo irlandés Edmund O´Connor, quien se percató de que, también, cada
cuento contaba con igual cantidad de palabras. De lo que nadie se percató
jamás, fue que, De La Puerta, además, había utilizado, para cada una de sus
narraciones, los mismos, exactos vocablos, dispuestos en idéntico orden y que
lo único que había cambiado en ellas, había sido su título y el nombre del
personaje.
Y así se escribe la
historia
Lucila Adela Guzmán
Ellos han salido al recreo y en quince minutos, nosotros, sus esclavos, tendremos que limpiar la pegajosa mucosidad que no cesa de resbalar por sus cuerpos, las paredes y el piso de las aulas.
Sobre los pupitres han dejado abiertos sus libros de historia; una historia que, escrita por los vencedores, insiste en describirnos como seres infames y autodestructivos.
Al limpiar la baba extraterrestre que humedece la tapa de uno de los libros leo...
“A lo largo de su historia, los terrícolas, han perpetrado sangrientos genocidios, crueles acciones denominadas: crímenes de lesa humanidad.
»Esta especie bípeda jamás ha intentado asumir a la malignidad como parte de su idiosincrasia. Para lograr tal efecto de engaño han elegido a unos pocos mortales para cargar con el costado perverso de la humanidad, despojándose así de la culpa, logrando, como consecuencia, esa repulsiva sequedad en la piel que los caracteriza”...
¡Qué estupidez!, pensé al mismo tiempo que una sirena anunciaba el fin del recreo
Dejé el libro en su lugar por temor a ser descubierto husmeando. Si así fuera, ellos me juzgarían al momento lanzando una moneda al aire.
Cara, siempre es muerte.
Ceca... mejor no saberlo.
El tronco
Rhys Hughes
He estado teniendo dificultades para dormir, así que
fui a ver al médico y le dije: Quiero
dormir como un tronco.
Él enarcó las cejas y dijo:
—¿Está usted seguro?
—Lo estoy. Absolutamente.
Me prescribió una medicina que esa misma noche ingerí.
Sin embargo, mi sueño fue aún peor que antes.
Ten cuidado con lo que pides, suele decirse, y ahora lo
creo. No volveré a la consulta de este médico. Nunca.
Título original: The log
Traducción del inglés: Luz Darriba
Un momento
Mike Jansen
En un momento, los cielos parecieron fundirse con el mar y las nubes se arremolinaron hacia arriba y hacia abajo como si una invisible mano divina tocara el horizonte.
Hipnotizado, permaneció mirando al frente y disfrutó de la vista. Aunque lo había deseado e incluso esperado, la transición era rara y sólo posible en circunstancias muy concretas en las que el sol, la luna y las estrellas confabulaban con los dioses en un estado de ánimo benéfico, atribuido a la docena de becerros sacrificados en los altares sangrientos.
Y él lo había conseguido.
El último de los suyos debía ser testigo y observador. Él había sido el elegido, el que abría el camino. Este mundo estaba viejo y cansado, desgastado, y ya no era suficiente para las necesidades de su pueblo. Con la edad, el deterioro empezó discretamente, pero pronto se hizo irrefutable y doloroso, resonando en el interior de la gente, alimentando sus temores.
La decisión tenía muchos años, el momento exacto determinado y un voluntario, él, asignado. Toda su vida se había preparado leyendo los manuscritos antiguos y estudiando las interpretaciones de sus predecesores.
En este momento singular, en el que todo confluía a la perfección, se despidió de su pueblo, llorando su muerte, pero celebrando un nuevo comienzo en un mundo nuevo, joven y lleno de energía.
Había llegado el momento. Miró con asombro cómo las últimas naves pasaban el horizonte de aire y agua fundidos.
Sus hombros se hundieron y la soledad y la desesperación se apoderaron de él. Estaba solo, era el último de su especie. Sin embargo, en armonía, tenía esperanza, pues en lo alto del cielo reconoció el enjambre de naves que momentos antes había cruzado el horizonte.
Un momento: supo que todo estaba bien y se sintió en paz.
Título original: One moment
Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman
Gato asaltante
Gareth D Jones
Existente en un estado incierto, en algún lugar entre probabilidades, el ser cuántico revoloteaba por la superficie de la Tierra, observando, aprendiendo, absorbiendo energía. De vez en cuando intervenía en los asuntos del mundo probabilístico. Para sus sentidos, todo era borroso, cada ápice de tiempo producía varios estados cuánticos que se tambaleaban al borde de la existencia antes de que uno ganara y se convirtiera en verdadero.
Uno de esos estados indeterminados atrajo su atención por su longevidad. Una criatura corpórea oscilaba entre dos estados –el de la vida y el de la muerte– durante mucho más tiempo de lo probable. Justo cuando el borrón empezaba a resolverse, el ser intervino, sacando a la pequeña criatura del mundo corpóreo y llevándola a un estado permanente de flujo cuántico. La criatura, descubrió, no era muy inteligente, pero fue una agradable compañera de viaje mientras seguía su camino.
—Y así, el gato existe teóricamente en dos estados —decía el excéntrico científico alemán a su escéptica audiencia—. Observen cuando yo abra la caja y averiguarán si el gato está vivo o muerto. —Abrió el recipiente con una floritura y se quedó mirándolo con asombro—. O —agregó enmendando su hipótesis en el acto— si ha desaparecido por completo.
Título original: Cat burglar
Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman
Luna llena
Mirta Leis
Juan duerme de lado. Desde la ventana, apenas abierta, ella lo observa mientras un rayo de luna se refleja en la baranda del balcón.
Alta, muy blanca, con melena rojiza que acaricia su espalda desnuda. ¿Cuánto hace que está allí? ¿Dos o tres cigarrillos?
Sigilosa como un gato, atraviesa el espacio que la separa de la cama con paso decidido; le acaricia los pies. Las manos suben ansiosas deslizándose hasta los muslos.
Juan se despierta. La luna le muestra la imagen casi irreal de aquél cuerpo blanquísimo que lo abraza. La siente, la toca; la boca recorre su cuerpo; se estremece. Huele su perfume a pecado.
—¿Quién es? ¿Cómo entró?—Alcanza a preguntarse mientras se sumerge en la vorágine del deseo.
¡Qué importa! Sólo siente.
El tiempo se eterniza en la caricia y el placer desdibuja el espacio.
Ella sigue el contorno de su cara con los labios y desciende por el cuello que palpita. Clava sus colmillos y, con avidez, bebe la pasión hecha sangre, hasta la última gota.
Solo
Claudia Isabel Lonfat
Estaba
orgulloso de ser miembro del círculo militar. Fue un buen tirador. Con el arco
se defendía, así como de niño embocaba el aro en las botellas, por ser alto y
elástico; después cambiaba peluches por billetes. Desde su ingreso al ejército,
demostró ser esa especie de tipo sujeto a la familia; algo que cifra.
En los ´70 tenía mujer y dos hijos,
pero lo abandonaron. La situación se volvió tirante, al punto que las
discusiones, que nada tenían de natural, le provocaban ardor en las tripas, y
el hilo siempre se corta por lo más delgado. Sentía que se abría un surco en su
vida, que su casa era una suma de piezas que no encajaban, y no un hogar, desde
que ellos se fueron al alba, sin despedirse ni contactarlo jamás.
Alguna vez pensó en pedir la baja, para
que todo volviera a su sitio, pero la alarma interior sonó, y gracias a las marcas de su cuerpo, tras alcanzar sus
objetivos, comprobó que todo estaba entre pinzas; tenía media vida en marcha y
la meta de tiras alcanzadas. Así que alzó su brazo, como una firma de
honestidad, y siguió solo hasta su muerte, en una oscura celda.
El
sueño
María Elena Lorenzín
Una
vez más intenté recordarlo, pero no pude. Desanduve calles y recovecos por los que creía haber deambulado
durante la noche. Nada. Un agujero negro en la memoria. Cansada, regresé al
punto muerto, a la mera idea de la irremediable y etérea pérdida. Fue entonces
cuando lo avisté, acomodado todavía en mi almohada, medio encogido entre las
sábanas, disfrutando de la tibia molicie
que había dejado mi cuerpo al levantarme. Cuando me le acerqué, el muy pícaro
se esfumó sin dejar trazas.
Bajo credo paterno
Víctor
Lowenstein
Le apuntó directamente a los ojos con el pulso firme, tal como su padre
le había enseñado. Hay momentos en que un hombre no debe permitirse flaquear, y
ese era uno de esos momentos. No podía errar el tiro a esa distancia; de todas
formas no había en sus cálculos margen para el error. Ni para sentimentalismos.
Pulso
firme, respiración pausada, mirada fija. Reglas de las que no se debía desviar
el buen tirador para dar en el blanco en el instante justo. Papá lo supo
instruir muy bien en el polígono de tiro primero, y a campo abierto cuando
salían de excursión a cazar garzas. Que jornadas aquellas, cacería y fogatas
bajo las estrellas amigas…
Lejanos
tiempos idos. Ahora era un hombre mayor y cargaba entre manos una
semiautomática nueve milímetros. No era su preferida. Gustaba de las armas
cortas, pero si vas a matar a alguien tienes que demostrarle que eres un rufián
de categoría; debes de hacerte respetar. “Y saber sentir odio, sobre todo.
Sentirlo en la cabeza, y en el corazón”. Palabras de su padre que resonaban en
la memoria del hijo bien aprendido. “No demorar. Decir las palabras justas que
justifiquen tus actos” repitió, mentalmente, a su conciencia, por encima de la
sentencia memorizada. Sin embargo, era dolorosamente consciente de la
inutilidad de las palabras. No había casi nada que decir, a excepción de la
corta despedida a alguien a quien se está por matar.
—Adiós,
papá —dijo, y disparó.
Solux
Michael Marrak
El mundo de ustedes
ya había pedido mi ayuda mucho antes de que aprendiera que su agua amarga solo
se dejaba transformar en vino dulce con la sombra de sus almas. Acudí al
llamado, a pesar de mi temor a encontrarme parado en medio de la sangre y los
vómitos de ustedes, atado a su decadente realidad para despertar en medio de lo
descartado, remendado y remoto, casi ahogado en la masa de atrocidades que
producen. Entre las mortajas que antaño cubrían los cuerpos de sus iglesias,
oré ante ustedes, hijos sin país sagrado.
Muchos me han buscado errando por las
calles, esperándome en la oscuridad y desando escuchar mis susurros, aunque siempre
estoy a la distancia de una exhalación. Me hablan, día tras día, me piden un
cigarrillo por aquí y unas monedas por allá, y los que no encuentran el camino
me piden consejo. ¡Me piden consejo a mí,
sin saber con quién están hablando!
Entonces les enseño la dirección, y no
llegan a ninguna parte. Y allí otra vez se topan conmigo, con un nuevo pedido,
otra pregunta. Quizás me preguntan qué hora es. El tiempo para mí no existe y,
sin embargo, lo poseo hasta el infinito. Lo regalo; a aquellos que andan muy
apurados unos segundos menos, a otros algunos segundos más. A cambio ustedes me
obsequian algunas respiraciones de su vida. ¿No es justo? Mi tiempo nunca les
alcanzará. El humo no los va a satisfacer y las monedas no serán suficientes.
Recién cuando se dan vuelta, veo sus caras. No tiene importancia si me aman u
odian. Mezclen una cucharita de miel con sal y prueben eso, entonces van a
entender.
Soy la última estrella que verán.
Título
original: Solux
Traducción del
alemán: Nicola Schorm
Socialización
con las piedras
Rafael Martínez Liriano
Las piedras nunca se me han dado bien. Por razones diversas ven al ser humano, y demás especies de la creación, como inferiores a ellas en todo sentido, según dicen, y en esto no hacen el más mínimo esfuerzo por ocultarlo: el reino mineral está muy por encima de los demás, fueron el primero y serán el último sobre la tierra. Las piedras se ufanan de su longevidad y resistencia al paso del tiempo. Más de una vez tuve que escuchar adjetivos tales como blando, de piel muy suave, efímero, pasajero, abigarrado. Estos epítetos siempre acompañados de narices respingadas, miradas desdeñosas, y risas llenas de ironía. Este comportamiento altivo y lleno desprecio hace que la socialización con las piedras sea una tarea difícil por no decir imposible.
Arte de la fotografía
Cristian
Mitelman
Tuve un amigo fotógrafo cuyas obras mostraban un impensado efecto: al
lado de la persona retratada surgía el rostro real, el que muestra los deseos
auténticos, de modo que al lado del marido aparecía la imagen de quien desea
asesinar a la esposa, y al lado de la señora se veía el gesto de asco de la
mujer que obligada a pasar los días con un reptil sólo apto para comentar
incontables partidos de fútbol, y en los niños brillaban las miradas voraces
propias de la crueldad, y los ancianos translúcidos eran incordiados por las
nefandas acciones del pasado y aun en la querida tía Eduviges notábamos un
rostro lanzado a todas las formas de la depravación.
Esto
sucedía con todas las cámaras. El paso de las analógicas a las digitales no
varió la situación, los que nos motivó a pensar que el problema radicaba en el
fotógrafo.
El
retrato que me hizo un año atrás enseñaba la estampa de un asesino. Mi amigo
ahora descansa en paz. Sé que de algún modo le hice justicia.
Libros
José María Pallaoro
Ella está sentada. Él busca un libro en la biblioteca. Los
estantes son varios, largas las tablas. Una parte con un orden alfabético, por
autor, según la lengua. La tiene seca. Hace un buen rato que no toma nada, ni
agua, ni mate. Me lastimé la boca, con la bombilla caliente, dice ella. Él solo busca un libro, se distrae. ¿Qué
busco?, piensa. Se detiene en la letra C. Saca una antología de cuentos. Mira
el índice. No está. ¿De qué trata el cuento?, pregunta ella. Es un hombre que
busca un libro, un cuento, en la biblioteca, y no lo encuentra. Ahora por ese
comentario se olvida de lo que buscaba. ¿Es de alguien visitado por una
muerta?, dice ella. Él no lo sabe. Desea mirarla a los ojos. Los cierra. Al
darse vuelta, la silla está vacía. Desea encontrarla otra vez, no en un libro,
no en un cuento. No en esa habitación donde abundan los libros y las mujeres y
los hombres no existen.
Gol de último minuto
Luis Saavedra
Se golpeó una pierna con el puño y puteó en silencio. Colombia ganaba toda la cancha y Chile hacía agua en los pases.
—¡Ándate ahora, hueón! —le dijo el compañero, pero él siguió mirando el televisor. Alguien afuera gritó que estaban los “pacos” aforrando las puertas. Pero sabía que no eran ellos. Estaban revisando el portón de adelante, pero aún así no podía irse porque faltaba tan poco. Era el empate más insufrible de la historia y cada vez que el “Pibe” Valderrama tocaba la pelota, Esteban se ponía a temblar. En el minuto 105 del partido, escuchó la puerta de calle reventarse y se levantó con el corazón en la mano, abrió la ventana hacia el patio de atrás, salió y puso el pie en la pandereta. Desde allí miró la pantalla. El “Pillo” Vera había entrado a los 81' para reforzar la ofensiva y ahí iba corriendo en el ataque, dándole un pase a Salgado. Salgado se la devolvió e Higuita resbaló en el pasto húmedo de la noche cordobesa. La puerta de la habitación se abrió de una patada y Esteban encontró la mirada del agente de la CNI con una subametralladora en ristre. El “Pillo” Vera aprovechó el rebote en el defensa y la peloteó en el aire para dejarla en el fondo del arco.
—¡Gol, conchetumadre! —gritó Esteban y el agente miró la pantalla. Saltó por encima de la pandereta con la adrenalina de la muerte y el éxtasis.
Hacía frío ese 8 de junio y corría por el pasaje gritando el gol, y todo Chile lo acompañó. Se iban a la final de la Copa América de 1987 y detrás las balas rajaban el aire de la noche, de la historia, como heridas.
El día
que abandonaron la Tierra
Tanya Tynjälä
Llevábamos horas buscando al gato. Sabíamos que no nos
esperarían, que teníamos poco tiempo, pero lo habíamos encontrado en la basura
cuando sólo tenía una semana y lo alimentamos con un cuentagotas hasta que pudo
comer solo: Era casi como nuestro hijo.
Y nuestro pequeño buscaba también
frenético, entre lágrimas. No podía dejar a su querido compañero de travesuras.
“Es solo un animal” dirían algunos, pero…
Cuando lo encontramos, escondido dentro
de una caja de zapatos, nos dispusimos a salir. Mi hijo no quería dejar atrás
unas fotos de la familia y se detuvo para buscarlas. Es ahí cuando sonaron las
sirenas. No era la hora señalada, ¿qué habría pasado? Salimos corriendo del
apartamento. En el corredor cortaron la electricidad. No podíamos usar el
ascensor… y vivíamos en el piso 47.
Nos dirigimos presurosos a la escalera
de emergencia, tres pisos más abajo mi hijo trastabilló, sus piernecitas no
lograban ir tan rápido. Las fotos volaron, le sangraba la nariz…
No lo lograremos, está claro, no lo
lograremos. Mi esposo lo sabe, nos miramos en silencio y así, sin una
palabra, estamos de acuerdo. Limpio las
lágrimas del rostro de mi pequeño y le aseguro que todo estará bien. Subimos
lentamente las escaleras. Entramos a nuestra casa. Nos metemos todos en la
cama. No tenemos miedo, nada puede hacernos daño si estamos juntos, pues nada nos separará. El gato
ronronea feliz.
Escuchamos la cuenta regresiva en la
más completa paz:
Cinco, cuatro, tres, dos, un…
Ojo por ojo
José Luis Velarde
Despierto en un alarido. Tras unos segundos me
incorporo. En la pesadilla el vecino disparaba contra un gato feroz. Afuera,
aún se escucha ruido. Salgo sin pensarlo.
Veo al gato al fondo
del jardín. Es tan pequeño que no representa amenaza, pero desde siempre odio a
los felinos. Maúlla al verme aparecer. Lo imito para ganar su confianza.
Responde muy quedo. Me acerco hasta atraparlo por el pescuezo. Araña mi brazo
mientras lo estrangulo. Agito su cadáver una y otra vez en el ruidoso festejo
de mi triunfo. Es injustificable tanta alegría, pero aúllo como si fuera un
lobo.
Me interrumpe un
estruendo. Recuerdo al otro protagonista de mi sueño. Mi vecino maldice a los
fantasmas y licántropos que inquietan sus noches. Dispara su rifle cargado con
balas de plata desde la azotea de la casa contigua.
Me desplomo sobre los
adoquines rojizos del patio.
Despierto en un
maullido.
La
conciencia
João Ventura
Fue
durante el periodo previo al orden del día cuando el parlamentario descubrió
que le faltaba la conciencia. Buscó en sus bolsillos, en el maletín, pero no la
encontró. Se preocupó.
En
cuanto tuvo ocasión, abandonó el hemiciclo y se dirigió a la sección de objetos
perdidos. Le preguntó al empleado si alguien había encontrado su conciencia. Lo
dejaron entrar por la puerta contigua al mostrador y lo condujeron a un
compartimento donde había paraguas, teléfonos móviles, montones de carpetas,
muchos sobres A4 de papel marrón y, en un estante, al fondo, algunas
conciencias.
—Esas
están ahí porque los dueños nunca vinieron a buscarlas —aclaró el empleado.
El
diputado miró a su alrededor, pero ninguna era la suya. Se fijó en una caja
cerrada en el suelo. Ante su mirada interrogante, el funcionario dijo:
—Es
la caja de la vergüenza. Algunas personas pierden la vergüenza, y nunca vienen
aquí a buscarla. Las vergüenzas y las conciencias que no se reclaman se
incineran al cabo de un año.
El
diputado rebuscó en su bolsillo y suspiró aliviado. Todavía tenía su vergüenza.
El problema era su conciencia.
Dio
las gracias al funcionario y se fue a buscarla, preguntándose dónde demonios
había dejado la conciencia.
Título original: A
consciencia
Traducción del
portugués: Sergio Gaut vel Hartman
Conversación
María Angélica Vicat
—Abuelito, ¡qué mundo hermoso!
—¡Claro!
Nos quedamos aquí porque era el mejor para criarlos bien, alegres y sanos, pero
costó limpiarlo…
—¿Limpiarlo?
—¿No
estudiaste Historia en la escuela? Exterminamos a casi ocho mil millones de
depredadores que lo estaban destruyendo. Hubo que matarlos, deshidratarlos,
compactarlos, y arrojarlos a los volcanes.
—¿Trabajaste
mucho en eso?
—¡No!
Lo hicieron robots… ellos sí tuvieron bastante tarea… por fortuna pudimos aprovechar
algunos minerales.
—¡Quedó
fantástico! ¡Gracias! Este mundo es una maravilla, ¡mamá lo adora!
—Sí,
seguro que sí. Y debemos tratarlo con cariño, y disfrutarlo, porque no nos
iremos de inmediato… ahora que es nuestro tenemos que cuidarlo.
El
intruso
Gabriela Vilardo
Y
si usted supiera… justo ahí –donde ahora está el portón gris– vivía la “vieja
Pastu”, que escupía al hablar y nos regalaba una calabaza de su quinta todos
los viernes. La aceptábamos porque se podía lavar. En donde estoy parada,
Víctor sacaba su Fiat 1500 y a su madre a las nueve de la mañana y los entraba
a las tres de la tarde, a la vuelta del trabajo; y a doña Vicenta, los vecinos
le llevábamos comida y esperábamos que terminara su almuerzo para que el perro
no se lo arrebatara. Usted es incrédulo, pero a ellos los veo cada noche, y
desde que llegó el intruso la vida de este barrio ha cambiado. Sin embargo, el
rancho del tanguero de la esquina parece resurgir y el abogado que construyó
ahí dice que Manzi pasa de vez en cuando. ¡No me mire así! Y le agrego que
ya cayó, señor, en la lengua filosa de Adelaida, capaz de construir historias
siniestras tales como que usted es un sospechoso del asesinato del hombre del 4
C. ¿Dice que El 4 C está desocupado? Le pido que me entienda. ¿O usted cree que
Einstein y Freud sólo se carteaban para hablar de la guerra? Además, discutían
acerca de las energías de los muertos y de la sugestión de los vivos. Pemítame
esta preocupación… el intruso, soberbio y glamoroso, se ha instalado y
atropella con historias nuevas. Usted me tranquiliza ahora que va hospedar a
todos en el 4 C. ¿Me dice que a la “Pastu” también? ¿Aunque escupa?
Agradezco
que este edificio insolente tenga un portero que permita juntar las
historias.
Permanencia
de la canción
Yullia Watanabe
—Ana, ya es la
hora de partir. —El anciano se pone la sotana blanca. Su barba y el largo cabello
también son blancos.
—Sí, ya me voy, papá. Pero primero
déjame contemplar la cara del niño. —Ante Ana, en un cuarto pequeño en el que
solo hay una cama, duerme tranquilamente su hijo; acaba de cumplir cinco años.
—Es mejor que te vayas ya —la amonesta
tiernamente el anciano.
—Sí... —responde ella con el rostro
invadido por la pena. Se calza la armadura de metal y cuero, se sujeta el pelo
en cola de caballo, se arrodilla junto a su hijo y empieza a cantar con voz fue
alta y clara. Cuando termina de hacerlo se pone en pie y le entrega un collar
al anciano—. Dale este amuleto a Lelouch cuando salga de aquí. —Contempla el
cuarto, la habitación que abarca su vida entera... y, decidida, se marcha sin mirar
atrás. La guerrera ha recuperado la expresión severa.
Ana y sus seis guerreras parten de la
aldea montadas en sus caballos para defenderla de la invasión del enemigo por
primera vez en veinte años.
Al cabo de un rato, Lelouch se despierta
y se levanta.
—¿Quién cantaba hace un momento? ¿Fue en
mi sueño que cantaba mamá? —Brotan lágrimas de sus ojos violetas y la canción permanece
en su mente para siempre...
Título original:
Soshite uta ga nokotta
Traducción del
japonés: Yasutoshi Nakazima
Promesa invernal
Abrahan David
Zaracho
Néstor aplasta la brasa del cigarrillo con la punta
del borceguí. Suspira. Presiona su última bala dentro del cargador. Planea con
cautela su recorrido. No quiere cruzarse con ningún soldado. En parte lo logra.
Pasa por los escombros del cine Manantial y el antiguo desarmadero sin
contratiempos. Saca de su bolsillo el paquete con los cuatro cigarrillos
restantes y los arroja a un charco.
A
doce pasos de su refugio, ocho sombras emergen de las alcantarillas. Ellos no
pueden verlo. Él sí a ellos.
—Es
una lástima. Estaba decidido a dejar de fumar.
La vida pasa
José Luis Zárate
Nunca vi a los
desolados padres que construyeron en el Panteón Municipal un cuartito blanco
sobre la tumba de su hijo, cosa muy normal, y que adornaron con juguetes que
observaba siempre, cuando íbamos a visitar a nuestros muertos, y yo (niño aún)
me parecía lo mejor de la visita el disfrutar de los carritos y aviones de
lata, pero un día cambiaron esos juguetes por balones, y luego por libros
juveniles, y después por artículos de estudiantes, y más tarde por libros de
leyes y juegos de oficina y entonces comprendí que a esas personas el hijo
muerto les crecía más y más y estaba a punto de recibirse de abogado, y un día
—el último en que me atreví a asomarse por las ventanitas del cuarto blanco—
había un traje negro y un ramo blanco, de novia, y no quise imaginar que se
suponía que significaba eso, que compañera podía haber encontrado ese niño
muerto que era ya un hombre.
Un hombre de suerte
Sergio Gaut vel Hartman
Fortunato Szerencse siempre había sido un tipo de suerte. A pesar de los engaños, estafas, robos, infidelidades y trampas perpetrados a lo largo de toda su vida, siempre había zafado y jamás fue descubierto, encarcelado o siquiera señalado por las víctimas, ya fueran estas mujeres traicionadas, banqueros desfalcados o amigos defraudados. Pero toda trayectoria tiene su final, y Fortunato Szerencse un día… se murió. Se murió como cualquier sujeto decente, como un reloj: después del tic no hubo tac. No es que a Fortunato Szerencse se le hubiera terminado la suerte, le llegó la hora y se murió.
Pero es evidente que las cosas jamás podían ser para Fortunato Szerencse como lo eran para el resto de los seres humanos. Muerto, con el certificado de defunción debidamente firmado por el doctor Sund, sus restos fueron depositados en un coqueto ataúd de roble y depositados en la bóveda que el extinto había comprado para tal uso. Fin.
¿Fin?
Fortunato abrió los ojos y recordó perfectamente sus últimos segundos de vida. Había estado en la sala de terapia intensiva del sanatorio “Margaret Sanger” de Tucson, Arizona durante una semana, tras sufrir un infarto masivo durante una fuerte discusión con su amante, la bailarina javanesa Kinci Eksimatu. Pero ahora ya no estaba muerto sino vivo. Y como era consciente de su fortuna, se dijo: no desesperes, Fortunato, esto se arreglará de algún modo. ¿Qué solución existe para un evento irreversible como la muerte? ¡Simple! Esto es solo un sueño. Soñé que moría y ahora voy a despertar. Recordaré esto como una aciaga pesadilla.
¡Y despertó, en efecto! Todo había sido un mal sueño.
Pero las diecinueve puñaladas que le asestó Kinci no fueron un aspecto onírico del asunto. Fortunato murió desangrado. Esta vez definitivamente.
Los autores: Édgar Omar Avilés, Armando Azeglio, Joyce Barker, Patricio G. Bazán, Alejandro Bentivoglio, Ricardo Bernal, Elisa Biffi, Iván Bojtor, Gastón Caglia, Doris Camarena, Cristina Chiesa, Guillermo Corte, Rosa Lía Cuello, Oscar De Los Ríos, Rolando José Di Lorenzo, Lu Evans, Ruth Ferriz, Itzel Alejandra Flores García, Boris Glikman, Juan Pablo Goñi Capurro, Alejandro Marcelo Guarino, Lucila Adela Guzmán, Rhys Hughes, Mike Jansen, Gareth D Jones, Mirta Leis, Claudia Isabel Lonfat, María Elena Lorenzín, Víctor Lowenstein, Michael Marrak, Rafael Martínez Liriano, Cristian Mitelman, José María Pallaoro, Luis Saavedra, Tanya Tynjälä, José Luis Velarde, João Ventura, María Angélica Vicat, Gabriela Vilardo, Yullia Watanabe, Abrahan David Zaracho, José Luis Zárate, Sergio Gaut vel Hartman.
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