martes, 26 de diciembre de 2023

ESPECIAL MICROFICCIONES (CUATRO)

Por fortuna (para los ojos y la paciencia de los lectores) logré refrenar mis impulsos y repetí el número de textos que componen la nueva entrega del ESPECIAL MICROFICCIONES. Tal como ocurrió en las anteriores actualizaciones de esta sección del blog SINERGIA, hay textos de los más variados géneros y orígenes. Muchas de las ficciones pertenecen a miembros del TALLER 9, pero también encontrarán escritores de Hispanoamérica y el mundo...  






 

Palincesto

Édgar Omar Avilés

 

Cuando a Andreiv le empezó a nacer barba, fue descubriéndose muy parecido con las fotos de su padre. Conforme los años transcurrían, fue notando a su vieja madre más hermosa. Para el día que decidió besarla, una barba de candado engalanaba sus facciones y su madre tenía rostro de primavera.

Cuando conoció a su madre (casi una niña) afuera de la iglesia, le regaló un tulipán violeta. Ella sonrió con timidez. Pero Andreiv descubrió que esa sonrisa provenía de su propio rostro. Desde entonces, los domingos empezó a ser frecuentado por el hombre de la barba de candado y sus olorosos tulipanes violetas. Tímido, Andreiv respondía con el sonrojo de su cada vez más floreciente escote y con cartitas de amor eterno.

 

Cucaracha

Armando Azeglio

 

Después del hongo radiactivo todo fue distinto. A los ciclos de ansiedad y pánico, se les sumó una fobia a algo cuya procedencia me resultaba imposible de identificar. Algo pretérito, capital, forzado a no detenerse, a sufrir la condena del eterno retorno. Algo que… hacía que me lavase mis eccemas con la propia orina. Era necesario esclarecer con pelos y señales lo que sucedió para, a partir de ese hecho, constituir un futuro nuevo y fresco; sin lamentos ni extinciones irreversibles. Esa era nuestra deuda para con los que vendrían. Añadir unidad a la diversidad, estudio a la erudición. Permiso a la simple imposición. Vi una cucaracha caminar. Pensé que era Gregorio Samsa disfrazado de Kafka que caminaba por mi cuento. Luego me supe ciudadano del mundo.

 

Medusa sin serpientes

Joyce Barker

 

Seguimos subiendo por el camino de tierra con el fin de llegar al pueblo; nos habíamos quedado sin cigarros. Desde el camino se veía la playa y la aguda pendiente cubierta de vegetación tropical. Estaba atardeciendo cuando, a lo lejos, apareció la silueta de una mujer junto a varios animalitos volando, deslizándose o caminando con ella. No nos interesó esto, hasta que vimos al grupo de cerca y nos dimos cuenta de que eran serpientes, pájaros, pequeños cocodrilos y otros que no logré reconocer, pero caminaban con cuatro patas, y eran del tamaño de un perro mediano. Era una masa coordinada, los movimientos de los participantes eran respetuosos y jamás chocaban entre sí.

Cuando estuvimos a punto de cruzarnos en el camino, ella se detuvo, y los animales siguieron moviéndose a su alrededor, pero sin avanzar. Nosotros nos detuvimos también. Estábamos todos en silencio, hasta que caminé lentamente hacia la mujer y los animales y vi su cara. Tenía el pelo castaño oscuro, pálida y ojos claros, no pestañeaba, estaba inmóvil. Era como ver a Medusa sin serpientes en su cabeza, pero con pájaros revoloteando alrededor, tan rápido, que parecían ser parte de su pelo, sin cruzarse por delante de ella. Miré sus ojos, eran azules y sus pupilas tenían la forma de una estrella de cinco puntas. Retrocedí hasta donde estaba mi amigo esperando y le conté lo que había visto, se rio y fue a mirar de cerca a la mujer. Al verla, gritó, gritó tanto que su voz enmudeció y sus ojos dejaron de pestañear. Desperté con ganas de ir a la playa.

 

Error de cálculo

Patricio G. Bazán

 

El coloso retenido a la Silla del Interrogatorio apenas oía la voz del Gran Inquisidor que impiadosamente exigía su confesión.

—¡Miserable brujo, has relatado embustes que hasta un infame pecador callaría por fantasiosos! Entérate: hemos capturado a tu cómplice tratando de arrojar al río una bolsa con extrañas piedras verdosas.

El pánico se apoderó del acusado. ¡Luisa falló! Por eso habían podido atraparlo y torturarlo salvajemente.

El inquisidor exhibió el saco que contenía aquel peligroso mineral radioactivo, de cuya destrucción debía encargarse su amada. Todo estaba perdido…

—¿Qué son estas piedras? ¿Una ofrenda infernal? ¡Contesta!

Pero el prisionero se había desmayado.

Un clérigo se acercó mansamente: Tomás de Torquemada estaba de pésimo humor.

—¡Terminará por confesar! Muchos vieron al brujo realizar proezas físicas, flotar por los aires, congelar las aguas del lago con su hálito y despedir fuego por los ojos. ¡Lea el Acta de Confesión, fray Gilbertus!

—Confiesa que vino de un planeta a punto de explotar, que sus padres lo colocaron a bordo de una nave voladora que cayó en el campo, donde fue criado por una pareja de labriegos. Insiste que un accidente cósmico, o un error de cálculo, debió arrojarlo al siglo equivocado, y que sus poderes provienen del sol...

—¡Provienen del Infierno! ¿Qué más pruebas necesitamos? Quémenlo de inmediato, como advertencia: ¡la Iglesia no permitirá superhombres paganos!

Fray Gilbertus bendijo al gigante caído. "Malos tiempos para los héroes", pensó.

 

La balada final del ratón que chillaba demasiado

Alejandro Bentivoglio

 

Mickey Mouse se desangra en el asiento de atrás. Las balas de la policía le dieron en el estómago. Su voz chillona es insoportable. No podemos hacer nada con él. Además, en el banco todos le reconocieron las orejas.

Bill, el niño, llora. Era su ídolo de su infancia. Pero igual acepta dispararle en la cabeza para terminar con su sufrimiento. Nos quedamos en silencio luego del disparo. Es un momento extraño, como fuera del tiempo.

Y entonces, Charles Manson comienza a cantar una tonada de los Beach Boys y la playa y el ruido de las olas se tragan las emociones, que es como tragarse un poco el mundo.

 

Invitados a cenar

Ricardo Bernal

 

—Creo que los amigos terrícolas todavía no se acostumbran a nuestros hábitos alimenticios —dijo el ñumonita a su esposa.

—Ya se acostumbrarán —contestó ella, mientras abría sus enormes muslos verdes, y desovaba un viscoso coágulo en la boca de cada uno de los comensales atados que se retorcían alrededor de la mesa.

 

¡Hola... Javier!

Elisa Biffi

 

Las prominentes venas de sus manos ocultaban el ligero temblor que la había estado privando durante algún tiempo del placer de palpar los objetos. Las yemas de sus nudosos dedos enmarcaban una fotografía ahora amarilla y ajada. Una de esas fotografías con las arrugas de una vida, que en ocasiones estuvo a punto de tirar y a menudo revisitó con el temor de dejarla ir. Había ocurrido cuando encontró...

Olaya, que no hallaba sentido a estar en el mundo, encerrada todo el día en un viejo bar de la estación, con sólo veinte años se había convertido en la razón de ser de la vida de otra persona. Había conocido a Javier, antes de que fuese Javier. Una noche lejana de verano bajó la cortina y se dirigía a su casa cuando de repente vio una bolsa ruinosa justo al lado de los rieles. Una manito violácea había salido como para animarla a acercarse: un desnutrido niño de ojos verdes había asomado a su vida.

Cuarenta años más tarde aún recordaba el perfume de la delicada piel del niño que había recogido inmediatamente en sus brazos y llevado al hospital. Recordó el horror, invadiéndola, cuando los médicos aseguraron que aquella cosita había sufrido maltrato. Aún se sofocaba sólo de pensar en los momentos anteriores a la acogida, cuando se estaba ya sintiendo madre sin serlo. Sin embargo, tras esos primeros y difíciles momentos, Olaya había encontrado la serenidad, un nuevo trabajo, un apartamento más grande, y ella y Javier se habían convertido en uno.

Timbraron, así que guardó la foto desgastada. La ocultó en un compartimiento secreto bajo el piso, y luego abrió. Era su hijo, ese hijo que nunca había sabido nada...

 

Título original: Ola… Javier!

Traducción del italiano: Luz Darriba

 

 

Bajo los muros de Eryx

Iván Bojtor

 

Eso me dejaba sólo dos opciones. Una era unirme como mercenario al ejército del líder cartaginés Hamilcar, un parto baleárico, el que defendía la fortaleza de Eryx, y la otra era unirme a la flota romana, que estaba a punto de transportar al ejército hambriento de victorias de Cayo Lutacio Catulo a la isla de Sicilia para asaltar la fortaleza de Eryx.

Aplacé la decisión hasta que se me acabó el tiempo.

Así fue como me encontré en ambos ejércitos.

Cuando llegó a Eryx la noticia de que la flota se acercaba, marchamos desde la fortaleza hasta el mar y esperamos allí en formación de batalla. Algunos estábamos dispuestos a morir y otros, por supuesto, a desertar a los romanos.

Por fin la flota enemiga se acercó a la costa. Pero de nuevo hubo algún tipo de interferencia de tiempo. Y otros elementos –no sé de qué tipo– pusieron en marcha procesos atmosféricos que crearon una terrible tormenta.

Casi todos los barcos de la flota romana fueron hundidos. Además, mi otro yo se perdió en el mar. Es decir, me ahogué en el agua.

Pero eso no te lo puedo explicar.

 

Título original: Eryx falai alatt

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

Bajo el nuevo sol

Gastón Caglia

 

Con el lento despuntar del sol las gotas de rocío iluminan el césped que, crecido y poblado ahora en forma natural, domina todos los lugares posibles. Las grietas del asfalto también son carne de la naturaleza y esta hace su ejercicio de dominar lo que en otros tiempos fue territorio humano.

No hay nadie en la zona; sale a la ruta con resignada tranquilidad.

Revisa una trampa y encuentra un conejo muerto. Será una regia comida para Beatriz, piensa mientras camina y el sol abrasador lo acecha, pero lo hace sin cuidado; la capa de ozono ya se ha reparado. 

 

La primera vez

Doris Camarena

 

Para ella era la primera vez. Sus ojos cerrados, sus labios entreabiertos. También para el muchacho era la primera vez. Deseaba no cometer una torpeza. Luego, con ademán decidido, tomó el escalpelo y procedió a iniciar la autopsia.

 

La fea

Cristina Chiesa

 

Porque hay caras que no se olvidan así nomás. Que quedan estampadas en el tiempo. Y yo que creí que te habías muerto. Porque aquella vez, cuando tu mano tocó la botella, y yo miré a Mario, pensé, esto no dura, no puede durar.

Y ahí estabas vos, sentada en el piso, llorando; tu mano tocaba la botella y tu cara era aún más fea, Graciela. Y todos nos servimos del licor, en aquella pieza, apretados, los tres, mientras los demás se habían ido a vivir la noche, y vos Graciela no, porque llorabas esa noche, porque tu fealdad, esa fealdad mezquina que te acompañaba como una opresión, te hizo eso, que te quedaras y nosotros dos, no pudimos, no pudimos más que sentarnos a tu lado.

Mario dijo cosas idiotas, y yo seguí tomando, porque ¿qué decir, qué decirte que pudiera de algún modo extirpar ese verdugo silencioso, ese insecto sucio que llevabas en los ojos?

Y después, cuando ya estábamos bastante tomados y pudiste reírte, yo me dije, después va a amanecer y todo será igual. Pero, qué remedio. Y entonces, qué remedio, si yo pensé te moriste al final de tristeza y abandono. Y no, porque, ayer te vi, después de cerrar el libro, una foto con los enormes brazos levantados y la boca miserable, esa boca mezquina que yo amaba a pesar de todo, como se ama la oscuridad, o la propia muerte.

 

Casi

Guillermo Corte

 

Ya sintiendo la muerte muy próxima, Kira repasó mentalmente los acontecimientos más importantes de su existencia. Tomó lápiz y papel, trazó tres columnas y listó parsimoniosamente sus logros, fracasos y oportunidades perdidas. Sentía un profundo orgullo por los primeros. Sonrío al releer los segundos. Sin embargo, la tercera columna le causaba una profunda melancolía.

—No se puede tener todo, mi querido Kira —se dijo a sí mismo cariñosamente, mientras encendía un cigarro.

Ya casi sin lucidez, le pareció ver a la vida consolándolo desde el borde de su lecho. Quiso decirle algo trascendente, pero, su mente, cansada, carecía del poder de la elocuencia. Solo pudo hilar sus sentimientos con algunas imágenes, reproduciendo, curiosamente, el dialogo de una vieja película absurda:

—Casi te gano —exclamó con tono burlón mientras miraba al cuaderno.

—Eso no existe —habría respondido ella, tajante, recordándole el límite entre lo divino y lo humano—; ganar es ganar.

 

El testigo

Rosa Lía Cuello

 

Lo veo siempre ahí, esperando que alguien le de vida. Blanco y pulcro como un trozo de algodón recién cosechado. Solitario, duro, estático, con su destino de servir sólo para lo que  fue fabricado.

Según la luz del día, algunas sombras se dibujan patéticas en su cuerpo, su blancura entonces se transforma y adquiere cierto geometrismo desparejo, como si la clandestinidad de un fantasma intentara atrapar uno de sus costados.

Albergue de aromas milenarios que convierten en pétalos moribundos su lenta agonía. Centro que permanece sobre unos hilos tejidos en forma de carpeta, recuerdo de alguna Penélope milenaria que, cada tanto, regresa para ponerse de moda.

Este viejo y níveo florero, herencia de alguna tía solterona que, pese al paso del tiempo, se mantiene enhiesto y desafiante, hasta que su dueña decide que las flores se mueren de envidia y las arroja a un cesto de basura, lo enjuaga y lo coloca boca abajo como el mundo, con su irreprochable silencio de boca ancha, es un mudo testigo del deambular cotidiano de los habitantes de esta casa.

 

Mensajes en una botella

Oscar De Los Ríos

 

Todas las mañanas, desde que naufragó en esa isla hacía veinte años, corría a la playa y arrojaba la botella con un mensaje al mar, y las olas se encargaban de llevarse las palabras.

Por la tarde corría otra vez a la playa a recoger la botella que, esta vez, junto con la respuesta, le traía la gloria. Se había coronado campeón mundial de ajedrez por botella.


La noche y la furia

Rolando José Di Lorenzo

 

Era noche cerrada y la calle estaba vacía, cuando Elisa entraba a su casa, él salió de las sombras.

—Nadie me hace esto y lo sabes bien, han pasado meses y no has vuelto, te pasaste de viva y colmaste mi paciencia —Federico masticaba con rabia cada palabra, tornándose agresivo.  Elisa, lo miraba cruzada de brazos, sin hablar, pero sus ojos demostraban el intenso odio que sentía por ese energúmeno.

—Llegamos al final, agotaste mi paciencia y tu suerte—mientras decía esto, comenzó a levantar los brazos con intención de tomar los de ella.  Elisa no se movió, lo seguía desafiando con la mirada, mostrándole toda su furia. El hombre fuera de control, subió sus manos la sujetó por los hombros y la empujó hacia la pared. Tenía la boca entreabierta y mostraba los dientes como un perro rabioso.  Elisa hizo un mínimo y rápido movimiento sacando de la cartera un pequeño revolver:

—Supuse esto, sos tan estúpido como predecible. 

El disparo apenas se escuchó, pero para Federico, sonó como el estallido de una bomba que le destrozó el corazón. Impulsado hacia la pared, fue resbalando hasta quedar sentado en el piso. Ella con tranquilidad, lo despojó de la billetera, el reloj y el celular. Lo miró con desprecio por última vez y se metió en su casa. Había tantos asaltos y muertes en esos días que uno más, no llamaría la atención.

 

A medianoche

Lu Evans

 

Era casi medianoche y yo seguía en el sofá, trabajando en la computadora, cuando se abrió la puerta principal y entró mi marido. Detuve todo lo que hacía y sentí que mis manos se congelaban sobre el teclado.

Él cerró la puerta y me miró con expresión sombría, la palidez de su piel acentuada por la tenue luz de la lámpara. Puso las manos sobre la cintura, un gesto típico de cuando estaba enfadado. Siempre había sido agresivo.

—¿Por qué me miras así? Parece que hayas visto un fantasma. No me digas que te aburre el horario. He estado bebiendo con los amigos, eso es todo, y he preferido caminar a conducir. He intentado llamar a un taxi, pero no había ninguno disponible. Mañana puedes llevarme al pub, así recupero el coche.

Me quedé mirándolo. Quizá debería disimular mi miedo, pero siempre he sido una persona muy expresiva. Mi cara lo muestra todo lo que siento.

—En vez de quedarte ahí mirándome como un idiota, podrías hacerme un café. Tal vez incluso un sándwich. Tomé con el estómago vacío, ¿sabes?

Me limité a asentir, moviendo la cabeza arriba y abajo. No le gustaba que lo confrontaran o lo contradijeran.

No sonrió ni me dio las gracias. Se limitó a respirar hondo y luego resopló, como hacía siempre, porque siempre estaba de mal humor. Mirando hacia la escalera, subió sin mirarme siquiera.

—Voy a darme una ducha.

Yo me quedé donde estaba, paralizada de miedo. Mi marido había muerto hacía una semana.

 

Concepto equivocado

Ruth Ferriz

 

Para el niño que por primera vez conocía la mitología fue toda una revelación. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes?

Todo ese tiempo pensando en su terrible desgracia, cuando la realidad era muy distinta. Había nacido siendo una maravilla y debía estar orgulloso de serlo.

Era un cíclope ¡Un cíclope! No un pobre tuerto como todos pensaban.

 

Gestión de la contingencia

Itzel Alejandra Flores García

 

―Ayer lo vi.

―¿Qué dijo?

―Nada.

―Entonces, le habrás dicho tú lo de la catástrofe.

―No me dio oportunidad.

―Entonces, ¿cómo va a saber que no debe volver a salir?

―Es demasiado tarde. Los ojos le sangraban.

―Ya veo. Será nuestro deber avisarles a los demás del peligro.

―No será necesario, todos estuvimos en contacto. El aislamiento fue la perdición.

 

El arrepentimiento final

Boris Glikman

 

...En ese mismo instante, me doy cuenta de que luchar contra esta criatura es inútil, porque cuando intento rechazar sus ataques, se revela como una masa de vermes carnívoros, con cada fibra de su cuerpo adoptando la forma de un retorcido gusano.

No, no se trata de una hidra de cinco o seis cabezas, sino de una hidra de mil millones de cabezas, infinitamente más poderosa que cualquier súper predador, como el tiburón, el cocodrilo o el oso pardo. 

  Así que me tumbo, adoptando una postura tan cómoda como me permite la situación, y dejo que me devore.

Mi último y único remordimiento es que siempre había deseado en secreto que me comiera vivo un gran felino. Recuerdo cómo, en mis ociosas horas de ensoñación, a menudo he deseado yacer desnudo, expuesto a los elementos, sobre la suave hierba de la sabana africana y sentir la húmeda lengua arenosa del león lamiendo lenta y metódicamente mi piel, antes de desgarrarme con sus caninos, atiborrarse de mis entrañas y finalmente roer mis huesos.

Y ahora, por desgracia, este anhelo mío nunca se cumplirá... Suspiro... mientras se escapa mi último aliento...

 

Título original: The final regret

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Amling

Juan Pablo Goñi Capurro

 

Amling es divertido, simpático, hasta lo calificaría como tierno. Me cuesta comunicarme, todavía, no comprendo su lenguaje gutural y él no entiende mi castellano. Él sabe que soy un terráqueo, por obvias razones; estoy en desventaja, ignoro de qué planeta proviene el hombrecito verde con el que juego cada tarde. Sin embargo, esas diferencias no obstan a que cada encuentro sea un motivo de regocijo para ambos. No hace falta conocer un idioma para detectar la alegría, en algunos casos la euforia, con que da saltos y me abraza. Le digo “Amling” y el me responde “Uang”, se ve que Juan es complicado para su aparato foniátrico.

Lo reconozco, aguardo la hora de la cita con ansiedad y me queda un hueco –que no termino de situar en mi anatomía– cuando nos despedimos. Es que la vida es distinta mientras estoy con él,  por un par de horas olvido que soy un prisionero, y que esta nave me traslada a un mundo desconocido.

 

Revisionismo

Alejandro Marcelo Guarino

 

Veinte años después de la muerte del escritor Santiago Gutiérrez De La Puerta, quien, en vida, publicara treinta y dos libros de relatos y, en el año 2025, fuera galardonado con el premio Nóbel de literatura, Rodrigo Vernazza, un joven semiólogo de Tehuantepec, descubrió que el destacado literato había redactado todas sus historias con idéntica cantidad de puntos y de comas. Entusiasmados por el descubrimiento del universitario, académicos de todo el mundo se avocaron al estudio de la obra del talentoso autor, pero fue el filólogo irlandés Edmund O´Connor, quien se percató de que, también, cada cuento contaba con igual cantidad de palabras. De lo que nadie se percató jamás, fue que, De La Puerta, además, había utilizado, para cada una de sus narraciones, los mismos, exactos vocablos, dispuestos en idéntico orden y que lo único que había cambiado en ellas, había sido su título y el nombre del personaje.

 

Y así se escribe la historia

Lucila Adela Guzmán

 

Ellos han salido al recreo y en quince minutos, nosotros, sus esclavos, tendremos que limpiar la pegajosa mucosidad que no cesa de resbalar por sus cuerpos, las paredes y el piso de las aulas.

Sobre los pupitres han dejado abiertos sus libros de historia; una historia que, escrita por los vencedores, insiste en describirnos como seres infames y autodestructivos.

Al limpiar la baba extraterrestre que humedece la tapa de uno de los libros leo...

“A lo largo de su historia, los terrícolas, han perpetrado sangrientos genocidios, crueles acciones denominadas: crímenes de lesa humanidad.

»Esta especie bípeda jamás ha intentado asumir a la malignidad como parte de su idiosincrasia. Para lograr tal efecto de engaño han elegido a unos pocos mortales para cargar con el costado perverso de la humanidad, despojándose así de la culpa, logrando, como consecuencia, esa repulsiva sequedad en la piel que los caracteriza”...

¡Qué estupidez!, pensé al mismo tiempo que una sirena anunciaba el fin del recreo

Dejé el libro en su lugar por temor a ser descubierto husmeando. Si así fuera, ellos me juzgarían al momento lanzando una moneda al aire.

Cara, siempre es muerte.

Ceca... mejor no saberlo.

 

El tronco

Rhys Hughes

 

He estado teniendo dificultades para dormir, así que fui a ver al médico y le dije: Quiero dormir como un tronco.

Él enarcó las cejas y dijo:

—¿Está usted seguro?

—Lo estoy. Absolutamente.

Me prescribió una medicina que esa misma noche ingerí. Sin embargo, mi sueño fue aún peor que antes.

Ten cuidado con lo que pides, suele decirse, y ahora lo creo. No volveré a la consulta de este médico. Nunca.


La pasada noche he dormido como un tronco… lleno de amarga nostalgia por el árbol que una vez había sido, y aterrorizado de que alguien pudiera arrojarme al fuego.

 

Título original: The log

Traducción del inglés: Luz Darriba

 

Un momento

Mike Jansen

 

En un momento, los cielos parecieron fundirse con el mar y las nubes se arremolinaron hacia arriba y hacia abajo como si una invisible mano divina tocara el horizonte.

Hipnotizado, permaneció mirando al frente y disfrutó de la vista. Aunque lo había deseado e incluso esperado, la transición era rara y sólo posible en circunstancias muy concretas en las que el sol, la luna y las estrellas confabulaban con los dioses en un estado de ánimo benéfico, atribuido a la docena de becerros sacrificados en los altares sangrientos.

Y él lo había conseguido.

El último de los suyos debía ser testigo y observador. Él había sido el elegido, el que abría el camino. Este mundo estaba viejo y cansado, desgastado, y ya no era suficiente para las necesidades de su pueblo. Con la edad, el deterioro empezó discretamente, pero pronto se hizo irrefutable y doloroso, resonando en el interior de la gente, alimentando sus temores.

La decisión tenía muchos años, el momento exacto determinado y un voluntario, él, asignado. Toda su vida se había preparado leyendo los manuscritos antiguos y estudiando las interpretaciones de sus predecesores.

En este momento singular, en el que todo confluía a la perfección, se despidió de su pueblo, llorando su muerte, pero celebrando un nuevo comienzo en un mundo nuevo, joven y lleno de energía.

Había llegado el momento. Miró con asombro cómo las últimas naves pasaban el horizonte de aire y agua fundidos.

Sus hombros se hundieron y la soledad y la desesperación se apoderaron de él. Estaba solo, era el último de su especie. Sin embargo, en armonía, tenía esperanza, pues en lo alto del cielo reconoció el enjambre de naves que momentos antes había cruzado el horizonte.

Un momento: supo que todo estaba bien y se sintió en paz.

 

Título original: One moment

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Gato asaltante

Gareth D Jones

 

Existente en un estado incierto, en algún lugar entre probabilidades, el ser cuántico revoloteaba por la superficie de la Tierra, observando, aprendiendo, absorbiendo energía. De vez en cuando intervenía en los asuntos del mundo probabilístico. Para sus sentidos, todo era borroso, cada ápice de tiempo producía varios estados cuánticos que se tambaleaban al borde de la existencia antes de que uno ganara y se convirtiera en verdadero.

Uno de esos estados indeterminados atrajo su atención por su longevidad. Una criatura corpórea oscilaba entre dos estados –el de la vida y el de la muerte– durante mucho más tiempo de lo probable. Justo cuando el borrón empezaba a resolverse, el ser intervino, sacando a la pequeña criatura del mundo corpóreo y llevándola a un estado permanente de flujo cuántico. La criatura, descubrió, no era muy inteligente, pero fue una agradable compañera de viaje mientras seguía su camino.

—Y así, el gato existe teóricamente en dos estados —decía el excéntrico científico alemán a su escéptica audiencia—. Observen cuando yo abra la caja y averiguarán si el gato está vivo o muerto. —Abrió el recipiente con una floritura y se quedó mirándolo con asombro—. O —agregó enmendando su hipótesis en el acto— si ha desaparecido por completo.

 

Título original: Cat burglar

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Luna llena

Mirta Leis

 

Juan duerme de lado. Desde la ventana, apenas abierta, ella lo observa mientras un rayo de luna se refleja en la baranda del balcón.

Alta, muy blanca, con melena rojiza que acaricia su espalda desnuda. ¿Cuánto hace que está allí? ¿Dos o tres cigarrillos?

Sigilosa como un gato, atraviesa el espacio que la separa de la cama con paso decidido; le acaricia los pies. Las manos suben ansiosas deslizándose hasta los muslos.

Juan se despierta. La luna le muestra la imagen casi irreal de aquél cuerpo blanquísimo que lo abraza. La siente, la toca; la boca recorre su cuerpo; se estremece. Huele su perfume a pecado.

—¿Quién es? ¿Cómo entró?—Alcanza a preguntarse mientras se sumerge en la vorágine del deseo.

¡Qué importa! Sólo siente.

El tiempo se eterniza en la caricia y el placer desdibuja el espacio.

Ella sigue el contorno de su cara con los labios y desciende por el cuello que palpita. Clava sus colmillos y, con avidez, bebe la pasión hecha sangre, hasta la última gota.

 

Solo

Claudia Isabel Lonfat

 

Estaba orgulloso de ser miembro del círculo militar. Fue un buen tirador. Con el arco se defendía, así como de niño embocaba el aro en las botellas, por ser alto y elástico; después cambiaba peluches por billetes. Desde su ingreso al ejército, demostró ser esa especie de tipo sujeto a la familia; algo que cifra.

En los ´70 tenía mujer y dos hijos, pero lo abandonaron. La situación se volvió tirante, al punto que las discusiones, que nada tenían de natural, le provocaban ardor en las tripas, y el hilo siempre se corta por lo más delgado. Sentía que se abría un surco en su vida, que su casa era una suma de piezas que no encajaban, y no un hogar, desde que ellos se fueron al alba, sin despedirse ni contactarlo jamás.

Alguna vez pensó en pedir la baja, para que todo volviera a su sitio, pero la alarma interior sonó, y gracias  a las marcas de su cuerpo, tras alcanzar sus objetivos, comprobó que todo estaba entre pinzas; tenía media vida en marcha y la meta de tiras alcanzadas. Así que alzó su brazo, como una firma de honestidad, y siguió solo hasta su muerte, en una oscura celda.

 

El sueño

María Elena Lorenzín

 

Una vez más intenté recordarlo, pero no pude. Desanduve calles y  recovecos por los que creía haber deambulado durante la noche. Nada. Un agujero negro en la memoria. Cansada, regresé al punto muerto, a la mera idea de la irremediable y etérea pérdida. Fue entonces cuando lo avisté, acomodado todavía en mi almohada, medio encogido entre las sábanas,  disfrutando de la tibia molicie que había dejado mi cuerpo al levantarme. Cuando me le acerqué, el muy pícaro se esfumó sin dejar trazas.

 

Bajo credo paterno

Víctor Lowenstein

 

Le apuntó directamente a los ojos con el pulso firme, tal como su padre le había enseñado. Hay momentos en que un hombre no debe permitirse flaquear, y ese era uno de esos momentos. No podía errar el tiro a esa distancia; de todas formas no había en sus cálculos margen para el error. Ni para sentimentalismos.

Pulso firme, respiración pausada, mirada fija. Reglas de las que no se debía desviar el buen tirador para dar en el blanco en el instante justo. Papá lo supo instruir muy bien en el polígono de tiro primero, y a campo abierto cuando salían de excursión a cazar garzas. Que jornadas aquellas, cacería y fogatas bajo las estrellas amigas…

Lejanos tiempos idos. Ahora era un hombre mayor y cargaba entre manos una semiautomática nueve milímetros. No era su preferida. Gustaba de las armas cortas, pero si vas a matar a alguien tienes que demostrarle que eres un rufián de categoría; debes de hacerte respetar. “Y saber sentir odio, sobre todo. Sentirlo en la cabeza, y en el corazón”. Palabras de su padre que resonaban en la memoria del hijo bien aprendido. “No demorar. Decir las palabras justas que justifiquen tus actos” repitió, mentalmente, a su conciencia, por encima de la sentencia memorizada. Sin embargo, era dolorosamente consciente de la inutilidad de las palabras. No había casi nada que decir, a excepción de la corta despedida a alguien a quien se está por matar.

—Adiós, papá —dijo, y disparó.

 

Solux

Michael Marrak

 

El mundo de ustedes ya había pedido mi ayuda mucho antes de que aprendiera que su agua amarga solo se dejaba transformar en vino dulce con la sombra de sus almas. Acudí al llamado, a pesar de mi temor a encontrarme parado en medio de la sangre y los vómitos de ustedes, atado a su decadente realidad para despertar en medio de lo descartado, remendado y remoto, casi ahogado en la masa de atrocidades que producen. Entre las mortajas que antaño cubrían los cuerpos de sus iglesias, oré ante ustedes, hijos sin país sagrado.

Muchos me han buscado errando por las calles, esperándome en la oscuridad y desando escuchar mis susurros, aunque siempre estoy a la distancia de una exhalación. Me hablan, día tras día, me piden un cigarrillo por aquí y unas monedas por allá, y los que no encuentran el camino me piden consejo. ¡Me piden consejo a , sin saber con quién están hablando!

Entonces les enseño la dirección, y no llegan a ninguna parte. Y allí otra vez se topan conmigo, con un nuevo pedido, otra pregunta. Quizás me preguntan qué hora es. El tiempo para mí no existe y, sin embargo, lo poseo hasta el infinito. Lo regalo; a aquellos que andan muy apurados unos segundos menos, a otros algunos segundos más. A cambio ustedes me obsequian algunas respiraciones de su vida. ¿No es justo? Mi tiempo nunca les alcanzará. El humo no los va a satisfacer y las monedas no serán suficientes. Recién cuando se dan vuelta, veo sus caras. No tiene importancia si me aman u odian. Mezclen una cucharita de miel con sal y prueben eso, entonces van a entender.

Soy la última estrella que verán.

 

Título original: Solux

Traducción del alemán: Nicola Schorm

 

Socialización con las piedras


Rafael Martínez Liriano

 

Las piedras nunca se me han dado bien. Por razones diversas ven al ser humano, y demás especies  de la creación, como inferiores a ellas en todo sentido, según  dicen, y en esto no hacen el más mínimo esfuerzo por ocultarlo: el reino mineral está muy por encima de los demás, fueron el primero y serán el último sobre la tierra. Las piedras se ufanan de su longevidad y resistencia al paso del tiempo. Más de una vez tuve que escuchar adjetivos tales como blando, de piel muy suave, efímero, pasajero, abigarrado. Estos epítetos siempre acompañados de narices respingadas, miradas desdeñosas, y risas llenas de ironía. Este comportamiento altivo y lleno desprecio hace que la socialización con las piedras sea una tarea difícil por no decir imposible.

 

Arte de la fotografía

Cristian Mitelman

 

Tuve un amigo fotógrafo cuyas obras mostraban un impensado efecto: al lado de la persona retratada surgía el rostro real, el que muestra los deseos auténticos, de modo que al lado del marido aparecía la imagen de quien desea asesinar a la esposa, y al lado de la señora se veía el gesto de asco de la mujer que obligada a pasar los días con un reptil sólo apto para comentar incontables partidos de fútbol, y en los niños brillaban las miradas voraces propias de la crueldad, y los ancianos translúcidos eran incordiados por las nefandas acciones del pasado y aun en la querida tía Eduviges notábamos un rostro lanzado a todas las formas de la depravación.

Esto sucedía con todas las cámaras. El paso de las analógicas a las digitales no varió la situación, los que nos motivó a pensar que el problema radicaba en el fotógrafo.

El retrato que me hizo un año atrás enseñaba la estampa de un asesino. Mi amigo ahora descansa en paz. Sé que de algún modo le hice justicia.

 

Libros

José María Pallaoro

 

Ella está sentada. Él busca un libro en la biblioteca. Los estantes son varios, largas las tablas. Una parte con un orden alfabético, por autor, según la lengua. La tiene seca. Hace un buen rato que no toma nada, ni agua, ni mate. Me lastimé la boca, con la bombilla caliente, dice ella.  Él solo busca un libro, se distrae. ¿Qué busco?, piensa. Se detiene en la letra C. Saca una antología de cuentos. Mira el índice. No está. ¿De qué trata el cuento?, pregunta ella. Es un hombre que busca un libro, un cuento, en la biblioteca, y no lo encuentra. Ahora por ese comentario se olvida de lo que buscaba. ¿Es de alguien visitado por una muerta?, dice ella. Él no lo sabe. Desea mirarla a los ojos. Los cierra. Al darse vuelta, la silla está vacía. Desea encontrarla otra vez, no en un libro, no en un cuento. No en esa habitación donde abundan los libros y las mujeres y los hombres no existen.

 

Gol de último minuto

Luis Saavedra

 

Se golpeó una pierna con el puño y puteó en silencio. Colombia ganaba toda la cancha y Chile hacía agua en los pases.

—¡Ándate ahora, hueón! —le dijo el compañero, pero él siguió mirando el televisor. Alguien afuera gritó que estaban los “pacos” aforrando las puertas. Pero sabía que no eran ellos. Estaban revisando el portón de adelante, pero aún así no podía irse porque faltaba tan poco. Era el empate más insufrible de la historia y cada vez que el “Pibe” Valderrama tocaba la pelota, Esteban se ponía a temblar. En el minuto 105 del partido, escuchó la puerta de calle reventarse y se levantó con el corazón en la mano, abrió la ventana hacia el patio de atrás, salió y puso el pie en la pandereta. Desde allí miró la pantalla. El “Pillo” Vera había entrado a los 81' para reforzar la ofensiva y ahí iba corriendo en el ataque, dándole un pase a Salgado. Salgado se la devolvió e Higuita resbaló en el pasto húmedo de la noche cordobesa. La puerta de la habitación se abrió de una patada y Esteban encontró la mirada del agente de la CNI con una subametralladora en ristre. El “Pillo” Vera aprovechó el rebote en el defensa y la peloteó en el aire para dejarla en el fondo del arco.

—¡Gol, conchetumadre! —gritó Esteban y el agente miró la pantalla. Saltó por encima de la pandereta con la adrenalina de la muerte y el éxtasis.

Hacía frío ese 8 de junio y corría por el pasaje gritando el gol, y todo Chile lo acompañó. Se iban a la final de la Copa América de 1987 y detrás las balas rajaban el aire de la noche, de la historia, como heridas.

 

El día que abandonaron la Tierra

Tanya Tynjälä

 

Llevábamos  horas buscando al gato. Sabíamos que no nos esperarían, que teníamos poco tiempo, pero lo habíamos encontrado en la basura cuando sólo tenía una semana y lo alimentamos con un cuentagotas hasta que pudo comer solo: Era casi como nuestro hijo.

Y nuestro pequeño buscaba también frenético, entre lágrimas. No podía dejar a su querido compañero de travesuras. “Es solo un animal” dirían algunos, pero…

Cuando lo encontramos, escondido dentro de una caja de zapatos, nos dispusimos a salir. Mi hijo no quería dejar atrás unas fotos de la familia y se detuvo para buscarlas. Es ahí cuando sonaron las sirenas. No era la hora señalada, ¿qué habría pasado? Salimos corriendo del apartamento. En el corredor cortaron la electricidad. No podíamos usar el ascensor… y vivíamos en el piso 47.

Nos dirigimos presurosos a la escalera de emergencia, tres pisos más abajo mi hijo trastabilló, sus piernecitas no lograban ir tan rápido. Las fotos volaron, le sangraba la nariz…

No lo lograremos, está claro, no lo lograremos. Mi esposo lo sabe, nos miramos en silencio y así, sin una palabra,  estamos de acuerdo. Limpio las lágrimas del rostro de mi pequeño y le aseguro que todo estará bien. Subimos lentamente las escaleras. Entramos a nuestra casa. Nos metemos todos en la cama. No tenemos miedo, nada puede hacernos daño si estamos  juntos, pues nada nos separará. El gato ronronea feliz.

Escuchamos la cuenta regresiva en la más completa paz:

Cinco, cuatro, tres, dos, un…

 

Ojo por ojo

José Luis Velarde

 

Despierto en un alarido. Tras unos segundos me incorporo. En la pesadilla el vecino disparaba contra un gato feroz. Afuera, aún se escucha ruido. Salgo sin pensarlo.

Veo al gato al fondo del jardín. Es tan pequeño que no representa amenaza, pero desde siempre odio a los felinos. Maúlla al verme aparecer. Lo imito para ganar su confianza. Responde muy quedo. Me acerco hasta atraparlo por el pescuezo. Araña mi brazo mientras lo estrangulo. Agito su cadáver una y otra vez en el ruidoso festejo de mi triunfo. Es injustificable tanta alegría, pero aúllo como si fuera un lobo.

Me interrumpe un estruendo. Recuerdo al otro protagonista de mi sueño. Mi vecino maldice a los fantasmas y licántropos que inquietan sus noches. Dispara su rifle cargado con balas de plata desde la azotea de la casa contigua.

Me desplomo sobre los adoquines rojizos del patio.

Despierto en un maullido.

 

La conciencia

João Ventura

 

Fue durante el periodo previo al orden del día cuando el parlamentario descubrió que le faltaba la conciencia. Buscó en sus bolsillos, en el maletín, pero no la encontró. Se preocupó.

En cuanto tuvo ocasión, abandonó el hemiciclo y se dirigió a la sección de objetos perdidos. Le preguntó al empleado si alguien había encontrado su conciencia. Lo dejaron entrar por la puerta contigua al mostrador y lo condujeron a un compartimento donde había paraguas, teléfonos móviles, montones de carpetas, muchos sobres A4 de papel marrón y, en un estante, al fondo, algunas conciencias.

—Esas están ahí porque los dueños nunca vinieron a buscarlas —aclaró el empleado.

El diputado miró a su alrededor, pero ninguna era la suya. Se fijó en una caja cerrada en el suelo. Ante su mirada interrogante, el funcionario dijo:

—Es la caja de la vergüenza. Algunas personas pierden la vergüenza, y nunca vienen aquí a buscarla. Las vergüenzas y las conciencias que no se reclaman se incineran al cabo de un año.

El diputado rebuscó en su bolsillo y suspiró aliviado. Todavía tenía su vergüenza. El problema era su conciencia.

Dio las gracias al funcionario y se fue a buscarla, preguntándose dónde demonios había dejado la conciencia.

 

Título original: A consciencia

Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman

 

Conversación

María Angélica Vicat

 

—Abuelito, ¡qué mundo hermoso!

—¡Claro! Nos quedamos aquí porque era el mejor para criarlos bien, alegres y sanos, pero costó limpiarlo…

—¿Limpiarlo?

—¿No estudiaste Historia en la escuela? Exterminamos a casi ocho mil millones de depredadores que lo estaban destruyendo. Hubo que matarlos, deshidratarlos, compactarlos, y arrojarlos a los volcanes.

—¿Trabajaste mucho en eso?

—¡No! Lo hicieron robots… ellos sí tuvieron bastante tarea… por fortuna pudimos aprovechar algunos minerales.

—¡Quedó fantástico! ¡Gracias! Este mundo es una maravilla, ¡mamá lo adora!

—Sí, seguro que sí. Y debemos tratarlo con cariño, y disfrutarlo, porque no nos iremos de inmediato… ahora que es nuestro tenemos que cuidarlo.

 

El intruso

Gabriela Vilardo

 

Y si usted supiera… justo ahí –donde ahora está el portón gris– vivía la “vieja Pastu”, que escupía al hablar y nos regalaba una calabaza de su quinta todos los viernes. La aceptábamos porque se podía lavar.  En donde estoy parada, Víctor sacaba su Fiat 1500 y a su madre a las nueve de la mañana y los entraba a las tres de la tarde, a la vuelta del trabajo; y a doña Vicenta, los vecinos le llevábamos comida y esperábamos que terminara su almuerzo para que el perro no se lo arrebatara. Usted es incrédulo, pero a ellos los veo cada noche, y desde que llegó el intruso la vida de este barrio ha cambiado. Sin embargo, el rancho del tanguero de la esquina parece resurgir y el abogado que construyó ahí dice que Manzi pasa de vez en cuando. ¡No me mire así! Y le agrego que ya cayó, señor, en la lengua filosa de Adelaida, capaz de construir historias siniestras tales como que usted es un sospechoso del asesinato del hombre del 4 C. ¿Dice que El 4 C está desocupado? Le pido que me entienda. ¿O usted cree que Einstein y Freud sólo se carteaban para hablar de la guerra? Además, discutían acerca de las energías de los muertos y de la sugestión de los vivos. Pemítame esta preocupación… el intruso, soberbio y glamoroso, se ha instalado y atropella con historias nuevas. Usted me tranquiliza ahora que va hospedar a todos en el 4 C.  ¿Me dice que a la “Pastu” también? ¿Aunque escupa?

Agradezco que este edificio insolente tenga un portero que permita juntar las historias. 

 

Permanencia de la canción

Yullia Watanabe

 

—Ana, ya es la hora de partir. —El anciano se pone la sotana blanca. Su barba y el largo cabello también son blancos.

—Sí, ya me voy, papá. Pero primero déjame contemplar la cara del niño. —Ante Ana, en un cuarto pequeño en el que solo hay una cama, duerme tranquilamente su hijo; acaba de cumplir cinco años.

—Es mejor que te vayas ya —la amonesta tiernamente el anciano.

—Sí... —responde ella con el rostro invadido por la pena. Se calza la armadura de metal y cuero, se sujeta el pelo en cola de caballo, se arrodilla junto a su hijo y empieza a cantar con voz fue alta y clara. Cuando termina de hacerlo se pone en pie y le entrega un collar al anciano—. Dale este amuleto a Lelouch cuando salga de aquí. —Contempla el cuarto, la habitación que abarca su vida entera... y, decidida, se marcha sin mirar atrás. La guerrera ha recuperado la expresión severa.

Ana y sus seis guerreras parten de la aldea montadas en sus caballos para defenderla de la invasión del enemigo por primera vez en veinte años.

Al cabo de un rato, Lelouch se despierta y se levanta.

—¿Quién cantaba hace un momento? ¿Fue en mi sueño que cantaba mamá? —Brotan lágrimas de sus ojos violetas y la canción permanece en su mente para siempre...

 

Título original: Soshite uta ga nokotta

Traducción del japonés: Yasutoshi Nakazima

 

Promesa invernal

Abrahan David Zaracho

 

Néstor aplasta la brasa del cigarrillo con la punta del borceguí. Suspira. Presiona su última bala dentro del cargador. Planea con cautela su recorrido. No quiere cruzarse con ningún soldado. En parte lo logra. Pasa por los escombros del cine Manantial y el antiguo desarmadero sin contratiempos. Saca de su bolsillo el paquete con los cuatro cigarrillos restantes y los arroja a un charco.

A doce pasos de su refugio, ocho sombras emergen de las alcantarillas. Ellos no pueden verlo. Él sí a ellos.

El odio empuja a Néstor. Se arroja en contra de la comitiva. Salta entre los guardias y la lluvia de plomo. Estira el brazo. Gatilla. Sólo una bala, entre ceja y ceja.
El destino lo arroja contra el asfalto. El republicano se resigna a que le ha llegado su sino.

—Es una lástima. Estaba decidido a dejar de fumar.


La vida pasa

José Luis Zárate

 

Nunca vi a los desolados padres que construyeron en el Panteón Municipal un cuartito blanco sobre la tumba de su hijo, cosa muy normal, y que adornaron con juguetes que observaba siempre, cuando íbamos a visitar a nuestros muertos, y yo (niño aún) me parecía lo mejor de la visita el disfrutar de los carritos y aviones de lata, pero un día cambiaron esos juguetes por balones, y luego por libros juveniles, y después por artículos de estudiantes, y más tarde por libros de leyes y juegos de oficina y entonces comprendí que a esas personas el hijo muerto les crecía más y más y estaba a punto de recibirse de abogado, y un día —el último en que me atreví a asomarse por las ventanitas del cuarto blanco— había un traje negro y un ramo blanco, de novia, y no quise imaginar que se suponía que significaba eso, que compañera podía haber encontrado ese niño muerto que era ya un hombre.

 

Un hombre de suerte

Sergio Gaut vel Hartman

 

Fortunato Szerencse siempre había sido un tipo de suerte. A pesar de los engaños, estafas, robos, infidelidades y trampas perpetrados a lo largo de toda su vida, siempre había zafado y jamás fue descubierto, encarcelado o siquiera señalado por las víctimas, ya fueran estas mujeres traicionadas, banqueros desfalcados o amigos defraudados. Pero toda trayectoria tiene su final, y Fortunato Szerencse un día… se murió. Se murió como cualquier sujeto decente, como un reloj: después del tic no hubo tac. No es que a Fortunato Szerencse se le hubiera terminado la suerte, le llegó la hora y se murió.

Pero es evidente que las cosas jamás podían ser para Fortunato Szerencse como lo eran para el resto de los seres humanos. Muerto, con el certificado de defunción debidamente firmado por el doctor Sund, sus restos fueron depositados en un coqueto ataúd de roble y depositados en la bóveda que el extinto había comprado para tal uso. Fin.

¿Fin?

Fortunato abrió los ojos y recordó perfectamente sus últimos segundos de vida. Había estado en la sala de terapia intensiva del sanatorio “Margaret Sanger” de Tucson, Arizona durante una semana, tras sufrir un infarto masivo durante una fuerte discusión con su amante, la bailarina javanesa Kinci Eksimatu. Pero ahora ya no estaba muerto sino vivo. Y como era consciente de su fortuna, se dijo: no desesperes, Fortunato, esto se arreglará de algún modo. ¿Qué solución existe para un evento irreversible como la muerte? ¡Simple! Esto es solo un sueño. Soñé que moría y ahora voy a despertar. Recordaré esto como una aciaga pesadilla.

¡Y despertó, en efecto! Todo había sido un mal sueño.

Pero las diecinueve puñaladas que le asestó Kinci no fueron un aspecto onírico del asunto. Fortunato murió desangrado. Esta vez definitivamente. 


Los autores: Édgar Omar Avilés, Armando Azeglio, Joyce Barker, Patricio G. Bazán, Alejandro Bentivoglio, Ricardo Bernal, Elisa Biffi, Iván Bojtor, Gastón Caglia, Doris Camarena, Cristina Chiesa, Guillermo Corte, Rosa Lía Cuello, Oscar De Los Ríos, Rolando José Di Lorenzo, Lu Evans, Ruth Ferriz, Itzel Alejandra Flores García, Boris Glikman, Juan Pablo Goñi Capurro, Alejandro Marcelo Guarino, Lucila Adela Guzmán, Rhys Hughes, Mike Jansen, Gareth D Jones, Mirta Leis, Claudia Isabel Lonfat, María Elena Lorenzín, Víctor Lowenstein, Michael Marrak, Rafael Martínez Liriano, Cristian Mitelman, José María Pallaoro, Luis Saavedra, Tanya Tynjälä, José Luis Velarde, João Ventura, María Angélica Vicat, Gabriela Vilardo, Yullia Watanabe, Abrahan David Zaracho, José Luis Zárate, Sergio Gaut vel Hartman.

 


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