Javier López
Mi madre murió al nacer yo. Creo que eso debió marcar mi vida para siempre: nací siendo culpable.
Desde muy pequeño siempre sentí que las acusaciones por todo aquello malo que ocurría a mi alrededor, recaían sobre mí: ha sido Juan, él lo rompió, él lo ha estropeado. Eso se convirtió en una constante durante mi infancia. Además, mi padre me odiaba. Nunca lo decía pero yo estaba seguro de ello. Él no se daba cuenta de que yo no había matado a mi madre. Fue un accidente, y seguro que ella para mí hubiera sido tan necesaria como para él. Todos perdimos con su muerte.
Cuando me hice adolescente las cosas no fueron mejor. En lo estudios nunca fui bueno, aunque me esforzaba. Pero el hecho de que todos en clase me echaran la culpa de cualquier incidente, ponía a los profesores en mi contra. No valoraban mi trabajo y me evaluaban en función de las acusaciones de los demás. Que alguien se reía en clase... "ha sido Juan", que alguien lanzaba una tiza a la profesora mientras estaba de vuelta en la pizarra... que alguien emitía un sonoro eructo... todos los dedos apuntaban hacia mi.
Terminé los estudios porque ya tenía edad para dejar el instituto. Pero en realidad no había acabado nada, no obtuve ninguna titulación o certificado. Parecía que todo se había conjurado para que fuera de esa manera; que todos, desde el director del colegio, los profesores, mis tutores, mis compañeros, se conjuraron para que nunca me graduara. Así que me tocaba buscar empleo en cualquiera de esos trabajos en los que apenas piden requisitos. En cualquier caso, pensar que podía ganar algo de dinero e independizarme parecía prometer un gran cambio en mi vida. Realmente no iba a ser así.
Mi primer empleo fue como aprendiz en una panadería. Me enseñaron a meter la masa en un horno eléctrico y programar el tiempo de cocción. Tenía que hacer eso y preparar las bandejas para sacar el pan de la trastienda, cosa que hacía hasta que escuchaba el timbre que avisaba de que el pan ya estaba horneado. Pero por alguna razón, un día el programador se averió y el horno siguió encendido. No me di cuenta, el pan se quemó y se produjo un pequeño incendio. Me despidieron sin escucharme siquiera o investigar cuál había sido la causa. El dueño solo decía que yo era culpable de aquello.
Tuve otros empleos que no tardaba mucho en encontrar. Pero todo iba saliendo igual. Fui mensajero por unos meses, haciendo entregas con un ciclomotor por toda la ciudad. Hasta que una mañana un tipo se cruzó en mi camino con su potente automóvil y provocó un accidente. Más tarde la policía llegó a hacer el informe de lo sucedido. Sin siquiera preocuparse de mis heridas y de las circunstancias del accidente, me señalaron como culpable y perdí mi licencia para manejar el ciclomotor, y en consecuencia mi trabajo.
Lo intenté como camarero y empezaba a sentir que sería bueno trabajando en eso. Llevaba bien la bandeja, era rápido y bastante eficaz atendiendo a los clientes. Cuando llevaba apenas dos meses en ese empleo, un cliente que se levantaba apresuradamente golpeó con su codo la bandeja que llevaba, derramándola sobre unas señoras muy elegantes y bien vestidas. Cuando vieron sus ropajes arruinados por el café y el vino que llevaba, dejaron de ser elegantes, y exigieron al jefe que echaran al camarero patoso si es que quería seguir viéndolas por allí.
Más tarde trabajé como mozo de almacén en una farmacia. Creo que el hijo de la dueña entraba por las noches y se llevaba algunos medicamentos. Ese chico llevaba una motocicleta de gran cilindrada, parecía vivir desahogadamente y también frecuentar malas compañías. No tenía empleo y vagaba a todas horas. Sin embargo su madre, mi jefa, pareció no tener dudas de que era yo quien cometía los robos. Me ofreció pedir la baja para no tener que despedirme y provocar un escándalo, pero a cambio yo nunca hablaría sobre lo que en realidad había ocurrido.
Tres años después de terminar el instituto, cuando ya nadie me contrataba y mi padre no me quería en su casa, mi mente pareció enfermar. Me sentía un buen chico, con ganas de trabajar no solo por ganar dinero, sino también por ser útil a los demás. Pero ese sentido de culpabilidad que me acompañaba desde que vi por primera vez la luz, definitivamente se estaba apoderando de mi yo, de mis pensamientos y de mis sentimientos.
Comencé a dormir en la calle. Tampoco tenía ya amigos o familiares que quisieran saber de mí. Y durante esas noches de frío a la intemperie, de soledad y de amargura, fui tramando algo que mentalmente me liberaba de toda aquella injusticia que recaía sobre mi persona.
Era algo que en principio solo imaginaba como una fantasía, aunque trataba de descartar rápidamente porque, como he dicho y creo que cualquiera que escuche mi historia comprenderá, no me siento una mala persona. Pero con el tiempo fue tomando forma, fue convirtiéndose en un proyecto, en una meta, quizá la única meta que mi vida podía tener ya: la venganza contra todos aquellos que se habían cebado en mí y me habían desterrado del mundo de las personas normales, para convertirme en un vagabundo que estaba perdiendo la razón y el alma.
Entonces empecé a cometer pequeños robos hasta que obtuve el dinero suficiente para comprar un arma. En el submundo al que había llegado no era difícil conseguirla teniendo un poco de dinero. El arma era una automática capaz de realizar quince disparos en poco menos de diez segundos.
Durante un tiempo estuve internándome en el bosque y ensayando punto por punto todo aquello que tenía planeado. Unas sandías que cogí de un huerto cercano me sirvieron para afinar la puntería. Al principio me resultó desagradable, pero pronto descubrí el placer que me daba ver esos guiñapos rojos que saltaban en chorros, sabiendo que eso ocurriría con las cabezas de todo aquel desdichado con el que me cruzara el día que ya tenía marcado en el calendario. Mi única duda por entonces era ya si volver al restaurante de las señoras bien vestidas, a la panadería incendiada o al instituto. Me decidí por lo último. Desde luego ya no estarían los alumnos que fueron mis compañeros, ni quizá algunos profesores que conocí ni posiblemente el director que decidió mi expulsión. Pero esa cuestión carecía de importancia.
El día de los hechos llegué al instituto temprano, antes de que el timbre anunciara la primera hora de clases. Era el momento en el que por los pasillos se formaba una marea de alumnos y profesores dirigiéndose a sus aulas o a sus despachos. No podía escuchar lo que decían, mis oídos sólo percibían un zumbido y mi vista estaba algo nublada, de manera que no podía distinguir bien los rostros. Todos parecían iguales, como si fuesen el rostro de un único enemigo. Yo llevaba un sobretodo quizá demasiado grueso para esa época del año, y creo que por eso muchos me miraban. No creo que llamara la atención por otra cosa, puesto que iba limpio y aseado, y mi edad era la de cualquier alumno de los últimos grados. Sin embargo esas miradas que parecían detenerse sobre mí me hacían sentir cada vez una mayor angustia. No podía demorarlo más. Llevé mi mano derecha al bolsillo interior de la chaqueta y extraje el arma. Comencé a disparar y entonces el estruendo de los disparos se mezcló con aquel zumbido de miles de abejas que era lo único que había ya en mis oídos y mi mente. La escena me resultaba familiar, parecida a la explosión de las sandías, solo que aquí se producía como si yo viera una película en la que se proyectaran los fotogramas a muy baja velocidad. Conforme avanzaba sentía que iba perdiendo el equilibrio, en parte debido a mi estado y en parte a la sangre que iba poniendo el suelo resbaladizo. Ahí todo pareció volverse negro y ya no podría contar qué ocurrió desde ese momento, porque no recuerdo más.
Esa tarde me enteré de que había matado a ocho personas y herido a otras diez. La policía me detuvo allí mismo. No fui capaz de huir, me quedé sin apenas esconderme, aterrorizado, en el salón de actos, donde habían caído mis últimas víctimas.
Ahora sé que no hice bien. Lo sabía incluso antes. Pero si siento que me liberé, que tomé justa venganza contra un mundo que me lo había negado todo desde que llegué a él. Y por fin, por una vez en mi vida, durante los cerca de once meses que duró mi proceso, desde que me detuvieron hasta que le tribunal me declaró culpable, mi abogado me dijo que la ley establecía que yo era, presuntamente, inocente.
Javier
López nació en 1964 en Ceuta, la ciudad autónoma española, situada en la
península Tingitana, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar.
Actualmente reside en Marbella, Málaga. Estudió Magisterio, rama de
Humanidades. Desde siempre ha sentido esa vocación humanística, que le ha
llevado a aprender de todo sin especializarse en nada. Apasionado del arte, la
historia, la música, la novela, el relato y, en pequeñas dosis, la poesía. Esa
misma inquietud interdisciplinar le llevó a estudiar Ciencias Matemáticas,
aunque nunca terminó la carrera. Pero al menos consiguió desvelar algunos
misterios de la matemática, la física y la química, que era en definitiva lo
que buscaba. Desde niño leyó, pero apenas había escrito antes de comenzar con
la microliteratura textos que podrían considerarse de forma genérica dentro del
ensayo. Crear el blog Cositas Buenas
supuso el inicio de su actividad literaria. Gracias a ello tomó contacto con
escritores de la talla de Olga Appiani de Linares y José Luis Zárate, que le
dieron a conocer el microrrelato. Pero fue sobre todo el apoyo de Sergio Gaut
vel Hartman y su ingreso en el grupo Heliconia
Literaria lo que le hizo afianzarse en la tarea de escribir, habiendo
publicado numerosos cuentos breves en los blogs Químicamente Impuro y Breves
no tan Breves y, sobre todo, innumerables hiperbreves en Twitter. Ha participado en las antologías
Grageas 2 (2010), Grageas 3 (2014), Minimalismos (2015) y Cien
páginas de amor (2015).
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