viernes, 15 de diciembre de 2023

POE EN LA BIBLIOTECA

 

Gustavo Nielsen


 

1

Vivo y trabajo en este lugar. Armé la maqueta con libros, principalmente porque acá hay libros. Montañas. Pero también porque llegó un paquete de Irán con instrucciones para hacer una casa armada con libros. Lo tomé como una orden literal. El árabe que sale en las fotos es el instructor. Cada paso está ilustrado. Nunca había visto libros puestos de otras maneras que no fueran parados en los estantes. A veces cuando llegan dejamos los paquetes durante días en el suelo, formando pilas. Luego Amanda los cataloga. Dice que no hay que guardarlos mucho tiempo apilados. Se deforman, dice. Amanda usa colitas en el pelo. La llamo cariñosamente “la que nuca leyó”.

—Los libros me dan asco. Alergia. Vea, los toco y se me ponen rojas las yemas de los dedos.

Las uñas también las tiene rojas. Pintadas así.

 

2

El salón egipcio es mi preferido. Tiene cuatro cóndores azules en el techo. Uno en cada ángulo del cielo raso, como si lo estuvieran sosteniendo con las alas. Los frisos son más moriscos que egipcios. Sobre una pared hay una frase:

CONNAITRE CE QUI EST POUR PREVOR CE QU SERA

Tampoco leo libros enteros, de principio a fin. Solamente leo fragmentos, frases como la de la pared. O instrucciones para fabricar cosas. Amo las instrucciones.

Heredé esta biblioteca y la obligación de cuidarla. Aunque mucho lo quisiera, no me alcanzaría la vida para abarcar tantos títulos. Abandoné la idea de su lectura la primera noche en que me quedé a dormir. Considero que sólo son toneladas de papel, venciendo estanterías. Papel y tinta.

 

3

La mayoría de los libros tienen olor a libro; algunos tienen olor a nuevo. Cuando almuerzo y no quiero conversar con Amanda, por ejemplo, levanto una pared con todos los libros nuevos. Y almuerzo del lado de atrás, casi siempre escalopes. Amanda queda del otro lado. Si hiciera la pared con libros que huelen a libros ella acabaría vomitando, o no podría comer.

Cenar es diferente, porque estoy solo. Pongo vino y pimienta. Me preparo tortilla en la sala de los tratados de religión. Armo con ellos dos pilas parejas y le pongo de tapa un carpetón que encontré, con planos de carreteras. Me siento sobre dos vademécum y un catalogador. Los catalogadores son, junto a los diccionarios, los mejores asientos.

 

4

Armo la casa en el salón egipcio. Los huecos que van dejando los libros ausentes en las estanterías son dientes que le faltan a una boca. Si faltan muchos se abren ventanas sin nada para ver. Ya hay unas cuantas. El propio salón es un cubo sin ventanas. Por eso es tan húmedo, no se puede ventilar. Un día la humedad va a acabar con todas estas páginas, me digo. Amanda opina que sería mejor que pase cuanto antes. La humedad ya ha liquidado los sistemas de iluminación eléctrica del salón.

 

5

Sueño que tengo un inquilino. El habitante comparte su lecho con una mujer blanca como una pechuga de pollo. Está con ella, pero no la ama. No la toca, no la recibe. Su vida es un texto desconocido. Un tomo que solo ocupa lugar en el mundo, sin significado ni historia.

 Un objeto a la espera de ser desechado.

 

6

Las paredes de la maqueta están hechas con atlas de geografía abiertos en noventa grados. Los entrepisos, con libros de cuadros. Los libros apilados de canto arman un panderete inestable. Un Anales de Medicina hace de techo a dos aguas. A través del vano triangular del frontón puede verse el pequeño ático.

La construcción se parece a una colección temática, donde hay que separar los volúmenes por el vínculo que los une. Lo cierto es que aquí no hay temas, sino tamaños. Los pocket son bloquecitos, los breviarios, almenas. Con las enciclopedias se logran grandes luces estructurales. Con los compendios de recetas y postales, revestimientos.

El basamento es macizo, no precisa interior. Está formado por pesados manuales. Al ático se sube por una escalera. Simula ser el único lugar habitable, si uno tuviera la estatura apropiada.

 

7

Tuve dificultades. El árabe no explica que los libros se van a resbalar, como cuando uno hace un castillo de naipes. Se abren en páginas insospechadas. Caen. A veces las hojas se pliegan causando molestias en el armado. A algunos tuve que pegarlos con cinta de papel.

No usé libros de tapa blanda. Los libros de tapa blanda son para quemar.

 

8

Voy a cumplir setenta años. La edad en que el papel se vuelve amarillo. Aunque algunos libros se vuelven amarillos antes, como también algunas personas se mueren con anticipación. El papel se oxida por la luz. La piel se me está volviendo amarilla por el tiempo.

Amanda tiene los ojos verdes, la pollera verde. Le digo que me alcance el tomo quince de los Clásicos Jackson, el de los Ensayistas Ingleses. Lo coloqué en el último estante, arriba de todo. Lo preciso para cerrar un vano en la maqueta, le indico. Arrimo la escalera. Ella me hace caso y sube, toda verdor. Amanda no tiene ninguna edad, aunque no haya cumplido los dieciséis. La bombacha de Amanda también es verde.

Desde arriba me pregunta si la ventana triangular de la maqueta tiene algún sentido especial. No le entiendo.

—¿Es para alguien? —repite. Se deshace las colitas del pelo.

—Para usted, Amanda —le digo.

Sin colitas parece una señora. Sin colitas sus ojos parecen menos verdes.

—No entraría allí… —dice. Pienso que va a agregar “por nada de este mundo”. Ella lo advierte y aclara, para no confundirme—: Tendría que volverme muy pequeña para caber.

 

9

Sueño que Amanda es un libro táctil, al que no hay que esforzarse en leer. Su historia es trasmitida con sólo tocarlo. Sueño que ella es así.

 

10

Debo usar varios lentes superpuestos para descifrar la letra chica del tratado de física. Los lentes me cabalgan sobre la nariz, en fila. También hay una vela y una pantalla de papel. Ubico una lupa entre la llama y la pantalla, hasta que el reflejo se proyecta con definición. Tomo la distancia focal. Con dos lupas armo un instrumento para poder ver más. Es un tubo negro, una especie de microscopio. Cierro los ojos por un momento. Sé que la vela se apagó. Puedo oler el humo. Los vuelvo a abrir. El salón egipcio está totalmente a oscuras. Tres pares de lentes, un microscopio y nada de luz. Estoy sentado en el piso, a distancia de un metro de mi casa de libros terminada.

Sin que nada especial haya pasado, una inesperada bombilla se enciende en el ático de juguete. No me puedo mover del miedo. La luz es animal, cálida, profunda. Odio esa luz.

 

11

—Si quiere puede quedarse. —Me acerco para decírselo. Su pelo suelto tiene olor a champú de violetas.

—¿Sí? —pregunta Amanda.

—Sí —digo. La tomo de la mano. Le muestro cómo armo mi cama con libros abiertos, sobre el parquet—. Son de leyes —le digo, para que no se inquiete—. Blandos. A veces duermo la siesta sobre ellos. Tienen códices que ya no existen, ni legislan nada. Material inservible.

Le cuento cómo una luciérnaga se metió la otra noche en mi casa de libros, y el miedo que me dio. Me hizo creer que alguien pequeño podía haber encendido una vela en la casita. Ella me cuenta de una escultura que gemía durante la noche, en una plaza de su niñez. Tenía a todo el barrio aterrado. Pero su padre metió la mano en la boca abierta del prócer de bronce y sacó al murciélago enfermo. Lo cuenta como si su infancia hubiera ocurrido hace mucho tiempo.

La tomo por la cintura. Vuelco su cuerpo liviano y fresco sobre la cama de papel. Ella se queda mirando las águilas del techo; yo miro leyes inútiles sobre su hombro derecho. Ya tiene olor a mujer, me digo, porque huele como a folleto de turismo. Las velas se consumen en el acto.

—Ahí está otra vez.

Amanda abierta sobre leyes abiertas. Señala hacia la mesita. Como el cadáver momificado de una reina que vi. Yo todavía permanezco sobre ella, cubriéndola con mis setenta años horizontales.

—¿Qué cosa?

—El bichito. La luz.

Había visto esas láminas muchas veces en la colección de los incunables del Museo Británico. El perfil de una reina egipcia señalando hacia el infinito. Esa luz no puede ser verdad, me digo. Había traído pizza para comer con ella, y un escalpelo para cortar las porciones. Todo en el suelo. Amanda se zafa de mi cuerpo y se pone de pie, para asomarse por la ventana triangular.

—Hay alguien —dice.

—¿Qué hace?

—Lee.

La luz se apaga. El corazón me late como una máquina apurada. Ella enciende su celular. El salón egipcio se vuelve a iluminar.

 

12

Cuando estuve solo, alisté el instrumento. En el silencio de la noche se escuchaban pequeños rasguidos, como patas de insectos caminando sobre las tapas de los libros de fotos. Clareaba cuando me desperté. Corrijo: cuando me dormí. Digo: el día entró desde la puerta abierta y pude ver con el instrumento dentro del ático.

—Hay un hombre —había dicho Amanda—. La luz es de un lector electrónico. También hay una lámpara. El hombre está sentado en un sillón. Tiene el reader abierto sobre las piernas. Las patas del sillón son doradas y parecen las garras de un león.

—No podés ver algo tan pequeño ni con el microscopio —la ataqué—: estás inventándolo.

Pero ahora yo veía aquellos detalles. La lectora estaba cerrada sobre el sillón. La lámpara estaba colocada por detrás. Había un colchón armado con un revuelto de cobijas. El hombre no estaba. El colchón se parecía a mi pañuelo azul.

—Si le da mucho miedo, desármela. Es una maqueta. Solamente libros apilados —había dicho Amanda.

Mi casa aún está conmigo. Mi casa de libros de tapas duras. Mi casa de palabras. Digo todo esto varias veces frente al vano del ático. Te aplasto si me apoyo contra el techo a dos aguas. ¡Y con el peso de una sola mano!, le grito, para que el intruso oiga.

En el cajón abierto del bahiut veo que ya no está mi pañuelo azul. El habitante ha estado revolviendo mis cosas. Anda por la casa.

Reviso los estantes vacíos del salón egipcio. No saldré hoy de este cuarto hasta dar con él. Preciso que Amanda esté conmigo ahora. Meto la mano en el ático. Mi pañuelo está recogido contra un rincón. Tiro de una punta y alguien, debajo, se aferra. Alguien que no medirá más de diez centímetros. Un pie le asoma por el costado. Le acerco el instrumento. Tiene las uñas pintadas de rojo.

Alguien sube por la escalera de papel. La mujer tiene miedo, el pañuelo tiembla. No me quiero asomar, no puedo separarme del ocular. Alguien está detenido a mi izquierda. Puedo escuchar su respiración asmática. Me apoyo y chau. Sobre el techo a dos aguas. Con el peso de una sola mano. Así.

 

13

Hago otra torre con los libros que quedan. Junto los del archivo, los de la entrada, todos los de la biblioteca. Será una torre a mi escala, para mí. Una torre de defensa. Trazo un cuarto de círculo en el piso, contra una esquina del salón. Voy trabando los ladrillos unos con otros. Trabajo desde adentro. He dejado una ventanita, a un metro del piso, para pasar la mano y proveerme de material. Usando todos los volúmenes que hay desparramados, apenas si puedo llegar al techo. Tengo la escalera conmigo, pero queda una hendija abierta en la parte de arriba. Puedo ver sobre mi cabeza al águila de las alas a noventa grados. ¿El habitante será capaz de treparse por las paredes de mi torre y lanzarse desde lo alto, para vengarse? La ventanita tiene el tamaño de un volumen de El tesoro de la juventud. Lo calzo en el agujero y quedo definitivamente encerrado. Mis setenta años no pueden resistir más esfuerzos. Dentro de un corto rato estaré desmayado de sueño. Y aquí adentro no hay lugar para acostarse a dormir.

El celular que me ha dejado Amanda vibra y enciende la penumbra.

—Sé quién es el del ático —dice.

—Quién.

—Usted. —Amanda callada y quieta al otro lado de la línea—. Joven. Cuando era joven.

 

14

Ya no me importa el ático. La tuve a ella, estuve encima de ella. Es una niña. ¡Ah, hermoso el amor! Con las ganas a descubierto como en el dibujo del Kamasutra. Amanda, la china del grabado. Tiene una pierna extendida, pancha. La línea de semen cae en la gota espesa. El cadáver momificado de una reina egipcia. La repaso con la llama encendida del celular, sobre la cama de libros abiertos. Los libros de las leyes. Con la mente voy hasta la habitación del habitante. Lo ilumino. Él duerme. A su lado, tendida, una pequeña mujer que también es una reina, también momia: descansa. La veo con mi instrumental. Él se despierta, siente la observación y da vuelta la cabeza. Apago inmediatamente.

—Hasta que no demuelas lo construido, el miedo te perseguirá más que la humedad —me dice Amanda, por el celular.

—Ya lo demolí. Y maté a una mujer.

Una mujer pequeña. No una niña, no. Sobre la palma de mi mano fue tan liviana y fláccida como una pechuga de pollo. Blanca, suave, fría. La rescaté debajo de un libro de aves. Un pájaro extenuado, sin plumas, ni pico, ni alas. Inocente. Con las piernas abiertas, con sangre entre las piernas. La envolví con la página ochenta del Ocrán Sanabú, como mortaja.

—¿Y el hombre? —dijo Amanda.

—No estaba entre los escombros.

El salón entero parecía un accidente, con los libros tendidos y pedazos de pizza vieja desparramados por el suelo.

 —Espéreme despierto que ahí voy.

 

15

Los párpados se me cierran del cansancio. Vigilo las ranuras de mi torre, las miro a la luz del celular. Te prometo, Amanda, te sacaré de aquí. Nos iremos muy lejos de este ático egipcio. Nunca tendríamos que haber armado la casa de libros, esta herejía. La muertita tiene el olor del papel podrido. A lo mejor a la maqueta le pusimos libros de plantas venenosas por piso, y eso envenenó todo. ¿Qué hago para mantenerme despierto hasta que llegues? Leer. Por primera vez en la vida. Repaso los títulos de los lomos que quedaron hacia dentro. Nunca lo leí, nunca lo leeré, qué nombre horrible. Este tampoco, ni este.

Abro la ventanita. Estoy en cuclillas, la tensión me despierta. Historias extraordinarias. Debajo de la curva que forma la pared. ¿Qué pueden tener de extraordinarias las historias? El habitante acaba de pasar fugazmente, lo vi. Llevaba un escalpelo definitivamente gigantesco para su breve tamaño. La maqueta demolida, el cuerpo frío de su amada envuelto en papeles… mi propia fiebre. Amanda, amor. Quiero que llegues. Si me duermo derribaré la torre con el peso de mi cuerpo. Tengo que leer este libro, tengo que sacarlo de ahí abajo. Será la única forma de mantenerme despierto. Tiro. Se abre la puerta del salón. La torre tiembla a tiempo, como inspirada por la casualidad. Amanda grita. La tonelada de libros le cae encima como un chaparrón de yunques.

Sepultándola viva.

“P-o-e”, tres letras sobre la tapa ajada. El fin de una lectura.


Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto es socio fundador de Galpón Estudio, con una amplia obra construida en territorio nacional y premios locales y en el extranjero. Como escritor tiene varios libros publicados: Playa quemada, La flor azteca, La fe ciega, El amor enfermo, Auschwitz, El corazón de Doli, El contagio social, entre otros. Con “Marvin” obtuvo el Premio Municipal de Literatura en cuento y con La otra playa el Premio Clarín de Novela. Está traducido a siete idiomas. Su último libro es fff.



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