Armando Azeglio
Me
enardecía tener que ir
a cubrir una secuencia de asesinatos en un
pueblo perdido del interior. Ya de por sí es bastante ingrato ser el frenético notero de La Nueva Hora. Pero
que el pueblo fuera conocido como Pago Lento, me sacaba de las casillas. En
aquel tiempo yo había establecido un vínculo perverso con el estrés, del cuál
no podía escapar: más estrés más producción, más producción más estrés. Todo
aquello que no fuera acelerado y vertiginoso me parecía no valer la pena de ser
vivido. Lo único que moderaba mi fastidio era la posibilidad de que se tratara
de un serial killer criollo; eso era
algo un poco más interesante. Ghirelli, el director del diario, con el
eufemismo en la boca y la pipa en la mano, me había hecho una vez más –al mejor
estilo italiano– “una oferta que no podía rechazar’’. Por el bien de mi carrera
y el prestigio del diario la nota era mía, y no podía negarme.
—La verdad, ¡je, je!, es un imposible necesario,
tanito —me dijo con un dejo de sorna— y no es menester que la descubras, no sos
la policía, además. La gente quiere una exposición objetiva de los hechos...
aunque dicho aquí, entre nosotros... la objetividad, es otro de los imposibles
necesarios de la vida.
Yo detestaba a Ghirelli. Detestaba esa perenne mueca
de suficiencia en el costado izquierdo de su boca, con la que simulaba pedir
una cosa cuando en realidad la estaba ordenando. Detestaba su continuo camuflar
de “valores’’ los símbolos del poder que ostentaba:
apellido-familia-sinónimo-de-grupo-editorial. Detestaba el modo implícito con
que menospreciaba mi trabajo, al que tachaba de “intelectualoide’’ a mis
espaldas cuando necesitaba sentirse “el-jefe-supremo-que-todo-lo-sabe’’. O los
elogios que me prodigaba cuando pretendía quedar bien conmigo antes de mandarme
a cubrir una nota de esas que nadie quería hacer. Como esta, la del asesino
serial vernáculo. Aborrecía que me diera un trabajo sucio, en un lugar lejano, sabiendo
que no solo iba a aceptarlo por necesidad, sino que conmigo se ahorraba mandar
un fotógrafo para hacer la maldita nota.
—Un trabajo fácil, tanito, hay un asesino serial en
un pueblo de quince mil habitantes, la policía está más que desconcertada
aunque la mecánica de los crímenes es siempre la misma: mujeres desparramadas y
violadas, hombres de los que queda lo suficiente como para decir que alguna vez
existieron. Hay un elemento perturbador y está dado por el hecho que el asesino
siempre pinta las paredes con la sangre de sus víctimas. Han descubierto que
pinta signos que pertenecen a ritos extraños, no se sabe si del “candomblè” o
de la magia negra. A veces el asesino se ha pintado los labios con sangre de
sus víctimas y ha dejado besos estampados en las paredes: todo un pervertido.
Siempre opera en noches de luna llena, lo que facilitó que las sospechas caigan
sobre un tal Sebastián Flores, trece años, séptimo hijo varón de un séptimo
hijo varón, contratista de una finca. Si bien no hay nada que pruebe que fue el
muchacho, dicen que la policía y sus padres tuvieron que evitar que la gente lo
linchase después del último crimen. No es necesario decirte que hay una leyenda
que dice que el séptimo hijo varón de una familia se transforma en lobisón en
las noches de luna llena. Nuestro pibe, para colmo, es hijo de otro séptimo
hijo… su padre era ahijado “del general” y el pibe es ahijado “del pingüino”.
Este vienes hay luna llena y corren rumores de que los padres de Sebastián lo
tienen encadenado a una cama –con la policía haciendo la vista gorda– en una de
las piezas de la casa. Pretenden demostrar de esa forma la presunta inocencia
del chico, pero todo el mundo espera que en dos días alguien muera.
—¿Y qué quiere que haga? —pregunté haciéndome el
bobo.
—¡Quiero fotos del chico encadenado! —gritó Ghirelli
como poseído de un extraño entusiasmo—; el testimonio de la gente, de los
padres. Quiero –si podés conseguir– primeros planos de los “besos sangrantes’’
que hayan quedado de otros asesinatos; serían el punto fuerte de la gráfica... ¿Y
si llamamos así a la nota, tanito? “Besos sangr…”. ¿Tano? ¡Tano!
Dejar hablando solo a Ghirelli es una de mis
especialidades favoritas, o por lo menos una de mis minúsculas e inútiles
venganzas cotidianas. Los dos sabíamos que no podíamos prescindir del otro, que
éramos antagónicos pero interdependientes, y esto hacía nuestra relación no
solo tragicómica, sino por momentos bastante enferma.
Silvia (mi presunta amante, ex amante de un ex
amigo) me llamó por teléfono antes de que yo saliera a hacer la nota. Su marido
se había ausentado de Buenos Aires. Y para mi sorpresa, no solo estaba
informada de lo que sucedía en Pago Lento, sino que dijo –toda apurada– que
quería verme “urgente”, porque tenía algo para darme. Accedí movido por un
destello de curiosidad que brillaba en el estanque de mi propia y cotidiana
inercia. Cuando me di cuenta de esto, empecé a sospechar que empezaba incluir a
Silvia dentro de un listado de cosas que en forma habitual hacía
automáticamente. O que debía soportar para obtener algo. Soportaba a Ghirelli, porque
de algo hay que trabajar. Lo hacía por el dinero y para no tener que soportar a
mis padres. Debía soportar a mis padres para que entendieran mi vocación de
escritor y fotógrafo, no la de ingeniero que me habían atribuido desde los
cuatro años. Debía soportar ser escritor y fotógrafo de un diario sensacionalista,
con la esperanza de ser algún día el escritor, el periodista o el fotógrafo que
soñaba. Debía soñar como único antídoto para soportar una realidad que no
entendía. ¿Debía soportar a Silvia? ¿Por qué? ¿Por sexo? ¿Por qué soportaba a
Silvia?
—Tomá —me dijo con tono gatuno en un bar escondido
mientras me pasaba una pequeña pistola Derringer, esas de doble caño
superpuesto y cachas de nácar (no sin antes haberla lamido)—, por si tenés que
matar al “lobisón” —agregó, meliflua—. Era de mi abuelo; está bañada en plata, dispara
balas de plata y, dicen que es la única forma de aniquilar a la bestia.
Iba a mandarla al carajo: a ella, al cornudo de su
marido, al abuelo, a la pretendida pistola de plata con improbables balas de
plata, a Ghirelli, al lobisón, al puto diario y a mis viejos... pero terminamos
practicando –por inercia– el viejo deporte de serle infiel al marido de Silvia.
Salí esa misma tarde, calculando que al otro día –a
media mañana– estaría en Pago Lento. Si todo salía como estaba previsto, el
asesino iba a golpear de nuevo, y si esto sucedía, yo no solo iba a dar la
primicia del nuevo crimen, sino que cubriría el escándalo que armara la gente
del pueblo al tratar de linchar a Sebastián Flores.
A las tres de la madrugada casi tuve un accidente en
medio de la desolación pampeana cuando desbandé gracias a la conjura del sueño
y de una visión grotesca y confusa. Bajé del auto entre asombrado y confundido para
descubrir lo que parecían ser dos mulatas obesas, sentadas en el medio de la ruta,
con los ojos cosidos al mejor estilo de los reducidores de cabezas. Las mujeres
repetían, como si estuvieran en trance, algo que no sé por qué, me puso la piel
de gallina. “¡Que venga, que venga, que
nadie lo detenga. Que corra, que corra, que nadie lo socorra!” Luego empezaron
a carcajear torrencialmente, interrumpiendo esa alocución gangosa y plural. Las
bocas empezaron a hacerse más y más grandes y terminaron siendo más voluminosas
que los cuerpos, y a través de esa risa frenética me pareció intuir una masa de
vísceras tornasoladas y repugnantes. Las fauces se arquearon hasta literalmente
darse vuelta y formar dos pelotas de carne flácida. Por último las vi alejarse
del lugar rebotando entre risitas histéricas y envueltas en algo que parecía
música. Hice señas –sin saber muy bien por qué– a un auto que pasaba, para
demostrarme a mi mismo, quizá, la materialidad física de lo que acababa de ver.
Casi me atropellan. Volví al volante, manejé toda la noche como un sonámbulo.
En Pago Lento yo era un extranjero; todas las cosas
me lo hacían saber constantemente, y esto se verificaba no solo en el choque de
mi ritmo metropolitano con esas calles arboladas, cálidas y tranquilas. No, iba
mucho más allá. Era cultural la cosa. Yo me sentía mucho más cerca de un romano
o un parisino, que de un pagolentino. Lo único que me resultó familiar fue una
fugaz visión de un Peugeot parecido al de Silvia. Cuando hacía preguntas, la
gente me contestaba indirectamente, sin dar precisiones. Escuchándolos,
daba la sensación de que en el pueblo seguía sin
pasar nada. Las imágenes del fallido intento de linchamiento del pobre
pibe, dignas de Fuenteovejuna, me parecían imposibles. Encontré con
dificultades la humilde casa de los Flores, un rancho de adobes grises
impregnado de olores mezclados: brasero, incienso y puchero de huesos. Los
padres del niño no querían hablar del asunto; eran la típica gente de campo:
parca y circunspecta. Respondían a la distancia, como si la cosa no les
perteneciera, aunque de una de las habitaciones viniera un ruido creciente a
cadena arrastrada. Intenté por el lado que más me repugnaba. Les ofrecí mil
pesos por dejarme fotografiar del niño encadenado a la cama. La madre dudó, angustiada;
el padre, después de tomar aire, entrecerró los ojos, como asintiendo.
—Vuelva esta noche, joven —me dijo—; lo vamos a
estar esperando.
Volví al pueblo, me pedí una ginebra en lo que
parecía ser el único bar de la zona. Atardecía. Temía entrar en una de esas
típicas “fases melancólicas y sin retorno’’ cuando me taparon los ojos desde
atrás.
—¿Quién soy? —dijo una voz con tono de complicidad
sexual que yo conocía de memoria.
— ¡Silvia! ¿Qué hacés acá?
—Quería darle una sorpresa a mi bebé.
—¿Y tu marido?
—En un congreso médico...
Terminamos haciendo el amor, pero no como de
costumbre. Silvia estaba distinta, mucho más encendida, más libidinosa, más
procaz que lo habitual. Me hizo el amor como nunca antes me lo había hecho, con
un fuego voraz y desconocido.
A medianoche me sobresalté y salí corriendo como
loco de la habitación del hotel. Me había quedado dormido y me urgía llegar a
la casa de los Flores para fotografiar a Sebastián, sucediera lo que sucediese.
Terminé de vestirme en el auto, manejando a medias. En el bolsillo del pantalón
noté la helada consistencia de la pequeña pistola que seguro Silvia –por cábala
o superchería– me había metido. Llegué a la casa de los Flores agitado y
aceleradísimo. Golpeé varias veces a la puerta y nadie me respondió. Escuché una
especie de aullido entre porcino y perruno mezclado con un jadeo viscoso. Volví
a golpear una y otra vez, lo que pareció incrementar los aullidos y el ritmo
del repugnante resoplido de la bestia. Temí por los padres de Sebastián, por lo
que rompí la puerta entrando a la casa con la pistola en una mano y la cámara
colgada del cuello. Tiritando, pensé que no podría fotografiar nada porque en
el lugar reinaba una oscuridad infausta. Me sentía acechado, en medio de un
silencio, ahora sepulcral. Me moví tanteando las paredes con una mano, y
apuntando a la nada con la otra; algo me decía que “eso’’ estaba ahí, esperando
el momento justo para desmembrarme, o algo peor. Hubo un ruido, una
crepitación, un grito (¿mío?), una música funesta, una especie de ronquido y un
par de ojos indefiniblemente amarillos. Disparé; solo tenía dos balas. La luz
se encendió, y vi a Fabián Flores que yacía en su cama de cadenas con dos
agujeros humeantes en la cabeza. Le había tirado al niño. Me inmovilizaron por
detrás con una toma tenaza. Y a continuación oí la voz áspera del viejo Flores
que decía:
—Este no se mueve más.
De algún lado de la habitación, la risa insana de
las gordas mulatas que había visto en la ruta apareció como de la nada,
antecediendo la presencia de las mismas. Seguían con los ojos cocidos y
grotescos, pero –yo sabía– veían mejor que nadie. ¡Que venga, que venga, que nadie lo detenga, repetían. Que corra, que corra, que nadie lo socorra.
La madre de Fabián sonreía ladina, mirándome. El cuerpo inerte del niño en la
cama tenía una expresión anodina. Entró sonriente el comisario del pueblo con
las manos cruzadas en la espalda. Cuando pasó delante de mí me dio un terrible
puñetazo en el estómago y luego me dijo al oído: “Esto es para que vayas
sabiendo quién da las órdenes en este pueblo de mierda’’. Las gordas
carcajeaban, la casa empezó a llenarse de gente, parecía una fiesta de campo.
Todos esos rostros se asemejaban, todos me resultaban igualmente ajenos, a
excepción de uno, diverso, que exhalaba la más repulsiva de las mofas: Ghirelli
apareciendo por sorpresa en medio de la celebración. Me miraba con aire
triunfal. En algún momento las risas cesaron, la gente le abrió paso a una
mujer encapuchada, extrañamente vestida de negro que, dándome la espalda, tomó
sangre de las heridas del niño y con un pincel empezó a dibujar extraños signos
en la pared, semejantes a los ideogramas de un alfabeto demencial. Mojó sus
labios con sangre y empezó a dejar las huellas de sus besos por doquier.
—¡Alabado sea Baphomet! —gritó abriendo los brazos.
—¡Por siempre sea alabado! —contestó la muchedumbre.
Giró sobre sí misma, pero no era necesario; yo ya
había reconocido la voz de Silvia. Me estremecí. Me miró a los ojos. No parecía
ser ella. El atuendo, los labios chorreados de sangre, la expresión del
rostro... Desenfundó un extravagante cuchillo ceremonial y se acercó a mí. La
hoja en sus manos brillaba fría e insípida.
—Te prometo que no va a dolerte, bebé —me dijo,
ajena a sí misma, actuando como si sus propias palabras llegaran desde muy pero
muy lejos…
Armando Azeglio nació en
San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y
master en Planificación Pública del Turismo. Se desempeña como columnista del
“Nuevo Diario” de San Juan desde 2001 y ha escrito numerosos poemas y cuentos
cortos, los que han sido publicados en algunas antologías como Grageas 3, Todo el país en un libro y Cien
páginas de amor.
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