Gastón Caglia, Sergio Gaut vel Hartman & Hernán Bortondello
Habían pasado muchos años
desde que Murgo, en un sorprendente relámpago de agudeza y embeleso, creara a
la bella Corianna. No obstante, recuerdo con extraordinaria complacencia las horas
de conversación compartidas en el jardín de la mansión del hechicero. Aquella
evocación estaba empapada por la llovizna de abril, de la que nunca nos
tratamos de guarecer, y condimentada con el agrio sabor de los pepinillos en
vinagre, a los que los tres éramos afectos. Corianna, cuya humanidad solo podía
verificarse en gestos como los mencionados o en su afición a beber la tinta de calamar
hervido, solía derrotarnos en casi todas las conversaciones. Murgo, más allá de
su talento cabalístico era un absoluto imbécil, y juro que mi amistad solo
estaba atada a la enorme cantidad de dinero que poseía y, por qué no admitirlo,
al hecho de que me enamoré de Corianna en el mismo instante en que la vi por
primera vez. Es justo decirlo: Murgo había obtenido el caldo básico en el que
forjó la sustancia de la que forjaría a su creatura licuando una cantidad de
frutos en estado de putrefacción encontrados en el fondo del frigorífico.
Ignoro qué mezcló y cuál fue el ingrediente final y secreto, el que le permitió
transformar a una gallina en Corianna, pero jamás dudé de que el resultado fue
producto de la más pura casualidad.
Y allí estábamos de nuevo, en el
mismo jardín, los mismos tres, aunque un poco más viejos, claro.
La misma llovizna de abril se
depositaba sobre nuestras espaldas. Dejé entrever que mejor sería seguir con la
conversación dentro de la mansión, pero Murgo se negó con una evasiva propia de
su imbecilidad y sus aires de superioridad.
—El motivo no es ningún secreto,
quiero un hijo, nos amamos —le dije a quemarropa.
—Eso no es ningún inconveniente
–dijo Murgo mientras sorbía de su vaso el Martini aguado por la persistente
llovizna y masticaba su pepinillo.
Confieso que mi primera impresión
era que íbamos a ser echados a patadas por el alquimista. Huir con su producto
tampoco fue un hecho digno de mi persona. Tenía el discurso preparado en la
mente para debatir con ese idiota, sin embargo, creo, el castigo que nos
propinó fue atendernos bajo la llovizna.
—He hecho algunos avances en torno
al tema que los convoca —prosiguió el mago mientras observaba algún punto fijo
del jardín.
Corianna se mantenía impertérrita
con su postura tan erguida, casi imposible para un ser humano corriente.
Lo acompañamos hasta el frigorífico
sin dirigirnos palabra alguna mientras daba pasos agigantados y marciales con
las manos cruzadas en su espalda. Una vez dentro, nuestros ojos tardaron unos
segundos en aclimatarse a la penumbra en que mantenía el frío espacio. Lo que
por fuera era una simple construcción de ladrillos, por dentro era un
laboratorio lleno de tubos, frascos, probetas y elementos químicos.
En una esquina, la más alejada de
la única puerta, estaba el corral en donde cinco o seis gallinas empollaban
plácidamente pese al frío reinante.
—Eché el primer conjuro a estas
regordetas aves —murmuró Murgo— volviéndolas aptas para vuestro deseo. Ernesto,
cortarás la cabeza de una, tomarás su huevo y escogerás otra para empollarlo. Corianna,
estrangularás el pollo al nacer, arrancarás su minúsculo corazón y lo tragarás.
Así aplicarán el segundo conjuro. Para el último, esperaremos siete noches. Bajo
la higuera de las brujas escupiré tres veces tu rostro, traidor, y luego de
besar tres veces a mi criatura, ella concebirá un varón.
Aceptamos el hechizo de aquel
maldito, ignorando la pronta tragedia. Gradualmente, las etapas fueron
cumpliéndose hasta que, fatalmente, mi amor debió matar la avecilla recién
nacida, devorando su músculo vital.
Juntos esperamos, tensos, el paso
de las noches estipuladas hasta que, llegada la séptima, el mago millonario nos
franqueó las puertas de su palacete, invitándonos a pasar. Una túnica blanca lo
cubría hasta los pies y su capucha le ocultaba la cabeza. Seguimos su paso
ridículamente redoblado hasta el gran patio en sombras, apenas iluminado por
una luna creciente. Murgo nos dispuso, ceremonioso, uno frente al otro bajo la
higuera, colocándose entre ambos. Tras mascullar un breve hechizo en arameo,
escupió mi rostro con ferocidad, giró sobre sus talones desembarazándose de la túnica
y estrechó a Corianna contra sí. Totalmente desnudo, comenzó a besarla con
obscena lujuria. Loco de asco, extraje mi navaja y pasándole un brazo bajo el
mentón, lo apuñalé con saña en el corazón.
—¡Me besó tres veces! —aullaba
victoriosa Corianna, ajena a todo—. ¡Tres veces!
Ocho años después, al abandonar la prisión, Corianna y mi hijo me esperan luciendo sus maravillosos plumajes.
EL FIN DE LOS HÉROES
Alejandro Bentivoglio, Laura Irene Ludueña & Joyce Barker
No sé si estaba muerto o qué. Solo sé que el tipo estaba tirado en el piso, boca abajo, quieto, con las manos crispadas.
—¡Hay que llamar una ambulancia! —exclamé.
—¿Estás loco? —dijo Cecilia—. Van a decir que lo maté yo, o que lo mataste vos.
—Pero si no hicimos nada, lo encontramos así.
—Eso lo sabemos nosotros, pero la policía siempre quiere meter a alguien adentro. Tienen estadísticas que llenar, gente que satisfacer.
El razonamiento de Cecilia parecía tener lógica, pero sin embargo, me parecía extraño actuar como si no pasara nada, como si encontrarse un tipo tirado en la calle fuese algo de todos los días.
—Al menos asegúrate de que esté muerto —dije. Cecilia se agachó y le tomó el pulso.
—Sí, está muerto —dijo—. Lo que no entiendo es por qué está vestido así. —El traje era ridículo. De látex. Con colores extraños y una capa. El suelo alrededor parecía hundido, como si se hubiese estrellado desde una altura considerable. En la capa había una letra, pero no se veía bien porque estaba empapada en sangre. Quizás la de él, quizás la de otra persona. Cecilia y yo no éramos de aquella ciudad y cómo saber quién era aquel tipo o si era común vestirse así.
—Lo que menos me importa es su ropa… ¿Que no te das cuenta que estamos frente a un muerto? ¡Debemos hacer algo!
—Llevémoslo. Después de congelarlo, veremos qué hacer.
—¡Qué estupidez, Cecilia! ¿Llevarlo al hotel? ¿Congelarlo? —reí con nerviosismo. Su tono de voz estaba distinto—. Qué humor más siniestro… Mejor llamo a la policía.
Al sacar el teléfono, Cecilia me lo quitó de las manos y lo apretó hasta quebrarlo.
—No te preocupes: Te regalaré uno mejor cuando todo esto acabe. Pero no me puedo arriesgar a que llames…
—¿Por qué? —No me respondió; y miré, atónito, mi teléfono roto en la calle, cerca de la sangre de ese personaje que, lamentablemente, se había cruzado en nuestro camino. Por suerte no había gente a la vista; parece que tenían una celebración a la que todos acudían.
Conocí a
Cecilia en una fiesta de disfraces el año pasado. Fui de Batman —no pude
conseguir otra cosa—, y ella de algo parecido a un hada con casco y armadura blanca,
que cambiaba de colores cuando alguien se acercaba. Conmigo casi siempre estaba
amarilla. Los chinos tienen de todo, dijo esa vez, mirando mi roñoso y apretado
disfraz. El nombre de su personaje, inventado por ella, era algo casi tan
extraño como su atuendo. Nos enamoramos flash, creo. Si
bien bromeábamos conque éramos los personajes cuyos disfraces usamos cuando nos
conocimos, yo no era el multimillonario filántropo que juró luchar por la
justicia. Tampoco contaba con un baticoche que
tan bien nos hubiera venido en ese momento. Menos aún era Ceci la encarnación
mortal de la diosa Hylia, Zelda. Éramos
simples mortales en una situación confusa en una ciudad desconocida. Y
queríamos hacer honor a los personajes que habíamos encarnado, resolviendo lo
que estábamos viviendo. Aunque, frizar un cadáver en la suite de un hotel no
condecía con un héroe ¿o sí? A Cecilia, parecía gustarle la idea, pero a mí no
me entusiasmaba nada eso de llevarnos un muerto como si fuese un souvenir.
—Agárralo por debajo de los brazos que yo lo agarro de los pies —dijo Ceci imperativamente, como solía hablarme—. ¡Menos mal que no pesa tanto!
Casi en la esquina nos detuvimos. La gente consolaba a una joven que lloraba. Dejamos nuestro paquete en un rincón y acercándonos, la escuchamos relatar que su amado, despechado por su traición, había salido volando al infinito y más allá como si fuera Buzz.
Decidimos entregárselo. Cecilia garabateó una nota que puso en la mano del muerto y llamamos a la muchacha que leyó: la sangre que me cubre no proviene de la herida que hiciste en mi corazón, solo me enfrenté con la Mujer Maravilla que quiso devolverme a tus brazos.
Laura Irene Ludueña, Rafael Martínez Liriano & Sergio Gaut vel Hartman
Ruperto Gordon tenía una obsesión. Bueno, no tenía una sino varias, pero la que más lo exaltaba era descubrir las razones por las que el vuelo de las mariposas era irregular, quebrado, zigzagueante. Anacleto Estigarribia, en cambio, era un hombre sencillo y sin complicaciones. Había aprendido a respetar las chifladuras de Ruperto y las acompañaba con serenidad, sin hacer preguntas ni cuestionar lo que no lograba entender. Por lo general, cuando salían fuera de la ciudad y se internaban por los campos en los que las mariposas volaban sin impedimentos, Ruperto seguía las irregulares trayectorias moviendo la cabeza espasmódicamente y Anacleto pateaba las flores silvestres con la resignación de los mártires.
A esta altura del relato ustedes se estarán preguntando por qué Anacleto seguía obediente a Ruperto y por qué este mantenía con fanática obstinación una actividad a todas luces inútil, improductiva, absurda. No tengo una respuesta; tal vez no la haya por más que me empeñe siguiendo a esos dos en sus recorridas. Pero de lo que sí puedo hablar con propiedad es de las razones por las que el vuelo de las mariposas es irregular, quebrado, zigzagueante. Alguien o algo, en algún lugar o ninguno, ha elaborado un complejo código que sirve para indicarle la ruta de acceso al planeta Tierra a una especie que tiene intenciones de quedarse con las ruinas cuando nosotros, finalmente, hayamos logrado destruir el ecosistema por completo. Yo lo sé, y Ruperto empezaba a sospecharlo. Pero a ellas eso no les preocupa, ya que se proponen rediseñarlo para que les sirva de vivienda permanente, tal como hacemos los humanos cuando compramos una casa. Y Ruperto estaba a punto de desentrañar el secreto de las invasoras. Lo que no sabía, era que vecinos de pueblos del litoral habían observado una proliferación de pequeñas y extrañas mariposas blancas y peludas. Comían las hojas de los árboles e interferían en las tareas agrícolas de la temporada. Se decía que no provocaban ningún daño a la salud de las personas y era cierto. Lo que ignoraban era que las atrevidas estaban reconociendo cuál sería su nuevo hábitat cuando los humanos finalmente desapareciéramos. Durante la noche, causaban un gran impacto visual, porque sus alitas se hacían fosforescentes. Pese a lo atractivo del espectáculo, la gente comenzó a combatirlas porque las confundió con polillas de la ropa. Sin embargo, ningún plaguicida las espantaba. Ruperto se enteró de la invasión cuando las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto. La primera medida fue impedir el uso de aerosoles porque afectaban el medio ambiente. En realidad, no es que les preocupara mucho el tema, sino que pronto habría elecciones y nadie quería que lo tilden de destructor del ecosistema o algo semejante.
Mientras tanto, y para beneplácito de las invasoras, las poblaciones humanas seguían creciendo y no se detenían cuando llegaban al límite de sus recursos. Al contrario, desarrollaban nuevas tecnologías para ayudar a sostener la explosión demográfica. Y así continuaba la amenaza a la biodiversidad porque, mientas más actividad humana haya, más cambia la atmósfera de la Tierra con todas las consecuencias que ello conlleva. Si se preguntan por Ruperto Gordon y Anacleto Estigarribia les cuento que siguen tras el vuelo irregular, quebrado, zigzagueante de las felices invasoras.
Un día por la mañana Anacleto fue despertado por la voz eufórica de su amigo Ruperto.
—¡Lo he descubierto! —le dijo el extraño investigador a su amigo con gran alegría. Anacleto no terminaba de entender y Ruperto le explicó que había descubierto el porqué de que las mariposas tuvieran aquel vuelo irregular, quebrado y zigzagueante. Ese vuelo tan errático y azaroso, no era más que un complejo sistema de comunicación diseñado para coordinar milimétricamente cada paso de una cada vez más cercana invasión extraterrestre.
Anacleto, claro está, quedó estupefacto ante aquella revelación. ¿Cómo seres tan hermosos y delicados podían ser artífices de una invasión a escala planetaria?
Ruperto Gordon mostró a su amigo los argumentos que según el confirmaban su teoría, y aunque parecía una historia de película de ciencia ficción de los sesenta, Anacleto creyó la historia que su amigo contaba; él sabía que Ruperto podía ser muchas cosas, excepto un mentiroso. A partir de este punto a nuestros amigos se les presentaba un nuevo problema. ¿Cómo hacer consciente a la humanidad del camino autodestructivo que llevaba con su manera de manejar el planeta? Era absurdo pensar que no lo sabían y aún así no hacían nada.
Ruperto y Anacleto advirtieron que se encontraban en una delicada situación. Habían visto muchas veces el espectáculo deprimente de un científico que advierte al mundo sobre algún peligro inminente, y como este es ignorado a pesar de que su advertencia se respalda en los más confiables estudios. Si algo así sucedía con científicos de gran reputación, ¿qué sería de dos hombres sencillos ante la opinión pública tan escéptica en algunos temas?
Ruperto contempló a Anacleto, se encogió de hombros y declaró:
—Después de pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que tal vez un cambio no le vendría mal a la Tierra; es posible que los próximos inquilinos sean más conscientes de la importancia de su entorno. No voy a revelar este secreto.
Anacleto sonrió, como siempre lo hacía, y se volvió a encoger de hombros.
Los autores: Laura Irene Ludueña, Rafaela, Santa Fe,
Argentina; Joyce Barker Bucat, Santiago, Chile; Gastón Caglia, Reconquista,
Santa fe, Argentina; Hernán Bortondello, Santa Fe, Santa Fe, Argentina;
Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Rafael Martínez
Liriano, Santo Domingo, República Dominicana; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos
Aires, Argentina.
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