Se inicia una sección muy especial, habida cuenta de que en todos los casos se trata de colaboraciones involuntarias entre escritores clásicos y escritores contemporáneos. Y el primero de los "invasores" a la casa de celebridades como Mary W. Shelley, Emilio Salgari y Marcel Proust es el gran escritor mexicano Gabriel Trujillo Muñoz. En cada caso, y a partir de un fragmento aleatorio de una obra de uno de esos escritores, Gabriel ha construido una ficción breve, conclusiva y... brillante.
LA GRAN VORÁGINE
Mary W. Shelley & Gabriel Trujillo Muñoz
Estaba cansado, pero tardé en dormirme. No
dejaba de pensar en ese salvaje que, desde su frágil embarcación, nos hizo
señas para tratar de detenernos. Era obvio que, en su mente primitiva,
estábamos profanando la región ártica donde sus terribles dioses moraban. Pero
al progreso, que nuestra fragata Victoria
representaba, nadie iba a detenerlo. Menos un salvaje supersticioso que nada
sabía del poderoso imperio británico.
A la mañana siguiente, tan pronto comenzó a
amanecer, subí al puente donde encontré a mis marineros asomados a una de las
bordas y hablando, según me pareció, con alguien que se hallaba en el exterior.
Efectivamente, un vehículo muy parecido al que habíamos visto la víspera, se
había detenido junto a nuestro costado. Flotando sobre un témpano, había
derivado durante toda la noche hasta llegar a nosotros. Solo uno de sus perros
seguía viviendo y en su interior viajaba un ser humano a quienes mis hombres
intentaban persuadir para que subiese a bordo. Al contrario que el viajero
divisado la noche anterior, no era un ser salvaje, habitante de una isla
inexplorada todavía, sino un europeo.
—¡Lárguense de aquí! —nos gritó—. La gran
vorágine está por comenzar.
Y se alejó de nuestra embarcación sin esperar
nuestra respuesta. En unos minutos se perdió de vista entre la espesa niebla
que iba circundándonos.
—¿Están locos todos los que viven por estos
rumbos? —preguntó el teniente Wilson a mis espaldas.
—No lo sé —le contesté—. Por más que buscamos
un paso para cruzar del Atlántico al Pacífico, solo veo témpanos de hielo,
lunáticos y salvajes que no tienen ninguna intención de comportarse como
personas decentes.
En ese momento me zumbaron los oídos y sentí
que el mar se encrespaba. Salida de no sé dónde, una ola inmensa nos agarró de
costado. La Victoria escoró
considerablemente y antes de volver a su posición, una segunda ola nos sepultó
por completo.
No supe más de mí hasta que desperté en un
camarote inmaculado, donde una mujer me observaba con preocupación. Por la
claraboya se veía un mar verde, palmeras y mujeres casi desnudas corriendo por
la playa. Debía estar soñando. Debía.
—¿Dónde estoy? —pregunté con un hilo de voz.
La mujer puso un objeto metálico sobre mi
pecho y leyó algo en él.
—Estamos en Indonesia —me dijo.
—¿Y mi barco, la Victoria? ¿Y mi tripulación?
—Lo hallamos flotando en un pedazo de madera a
veinte millas de aquí. No creemos que haya más sobrevivientes. Lo siento.
—¿Quién es usted, señorita?
—Soy la comodoro Carol Decker, de la armada
australiana.
—¡No puede ser! ¿Una mujer? ¿Esto es una
broma?
La comodoro puso cara de escándalo.
—No sé de qué país procede, señor, pero en mi
barco es mejor que se guarde sus comentarios machistas.
En eso sonó una voz por todas partes.
Y la imagen de un hombre de uniforme apareció
de la nada frente a mí
—Comodoro. El radar indica un tsunami en
marcha. Directo a nosotros. La marejada es colosal. Nunca había vis…
Lo entendí en ese instante. Me había reído del
salvaje supersticioso que nos advirtió que no entráramos a la morada de sus
dioses hambrientos. Estaba claro para mí: la vorágine aún no me soltaba. Nunca
lo haría. Yo era su juguete, su mascota, su esclavo.
El choque fue tremendo. El barco se inclinó de
costado y todo salió volando, se hizo añicos.
¿A dónde voy?, me pregunté mientras dejaba que
las aguas me empujaran en su turbulencia, mientras aquella ola aterradora me
conducía rumbo a otro mar, otro mundo, otro tiempo.
Cerré los ojos y me dejé llevar.
LA
LLUVIA DE ESTRELLAS
Emilio Salgari & Gabriel
Trujillo Muñoz
Muchos años
después, aquella lluvia de estrellas fugaces, en la estación del verano, sería
recordada como el inicio de una nueva época. Era pasada la medianoche cuando el
cielo del océano Índico se iluminó con un espectáculo inusitado: grandes bolas
de fuego descendían a gran velocidad y estallaban sobre el horizonte marino,
zarandeando al barco pirata como al crucero portugués por igual.
Los
puntos luminosos se multiplicaban y hacían reverberar la superficie del agua
como si ardiesen sobre ella materias bituminosas o azufre encendido. Aquella
estría fosforescente que brillaba en medio de la oscuridad no podía pasar
inadvertida para los hombres que montaban guardia en el crucero enemigo. Los
piratas, en el puente, procuraban resguardarse de aquella fosforescencia tras
las amuras, pero ninguno había hecho un gesto o pronunciado palabra alguna que
tradujera un sentimiento de temor; ellos tampoco podían resignarse a marchar
sin disparar aunque fuese un tiro de fusil.
No
habían transcurrido dos o tres minutos de las últimas explosiones, cuando
Lisandro Zocundo, el capitán pirata, salió a cubierta y ordenó alejarse de
aquel lugar maldito lo más pronto posible.
—¿Qué
es todo esto? —preguntó uno de sus hombres.
—Son
meteoritos —contestó el capitán—. Si nos cae uno encima nos hundiremos sin
remedio.
Horas
más tarde, ya amaneciendo, anclaron en la isla de Salajo y los piratas contaron
lo que habían visto mar adentro. Los nativos también tenían una historia por
relatar: en la cumbre de Lacasha, la montaña que dominaba su isla, había caído
uno de los meteoritos, lo que hizo temblar el suelo y asustó a todo el mundo.
Los
nativos tenían miedo de subir, pero los piratas eran más curiosos.
—Tal
vez sea de oro esa cosa —dijo Lisandro y mandó una partida a que explorara la
montaña.
Los
piratas, animados por la promesa de botín, alcanzaron el sitio donde el
meteorito había caído, pero no encontraron nada parecido al oro.
En
vez de eso estaba una perfecta esfera de cristal de un metro y medio de
diámetro.
Uno
de los piratas, el más atrevido, se acercó a ella con el deseo de tocarla.
Y
al hacerlo, desapareció.
La
esfera creció lo doble en un segundo y emitió un zumbido que dolía al
escucharlo, abriéndose de golpe ante el asombro de todos los presentes.
En
su interior estaba el pirata desparecido, pero no era él sino otra cosa. Algo
que hablaba rechinando los dientes. Algo que estaba hecho de un cristal
refulgente, duro como el diamante.
—¿Dónde
estoy? —preguntó aquel ser, mitad hombre y mitad mineral.
—En
Salajo —le respondió uno de sus compañeros—. ¿Quién eres tú?
—Su
amo —dijo—. ¡Adórenme!
Los
piratas, ante aquella actitud soberbia, le dispararon con sus pistolas, pero no
le hicieron ni el mínimo daño. Lo atacaron con sus sables y cimitarras, pero la
criatura no recibió ni un rasguño.
El
capitán Zocundo, que esperaba con ansias el regreso de la partida, los vio
venir desde el puente de mando.
—Algo
anda mal, capitán —le indicó Arico, su lugarteniente.
—¿Por
qué lo dices? —preguntó Lisandro.
—Mírelo
con su catalejo y verá.
Era
cierto. Aparentaban ser sus hombres. Solo que caminaban como los títeres: con
movimientos rígidos, como si respondieran a una fuerza superior. Parecían joyas
en movimiento. Y resplandecían, como piedras preciosas.
—¿Levamos
anclas, capitán?
—No.
Los esperaremos. A un buen negocio no se le da la espalda.
Así
fue como la isla de Salajo se convirtió en el primer territorio del mundo
conquistado por los invasores.
Una
nueva era daba principio.
La
era de los diamantes puros, de los dioses del cielo.
UNA PAREJA FELIZ
Marcel
Proust & Gabriel
Trujillo Muñoz
Heriberto Granados regresó a su
ciudad natal, el puerto de Ensenada, en los días del carnaval, cuando toda la
población salía a la calle, gritando, bailando y bebiendo hasta el amanecer.
Como viajero incansable, como
buscador de emociones fuertes, Heriberto no esperaba gran cosa del modesto
desfile de carnaval de Ensenada, pero estaba equivocado, pues pronto se topó
con Débora Sanabria, una lugareña de sonrisa pronta, espigada, llena de vitalidad
y ganas de comerse el mundo de un solo bocado.
Unos minutos más tarde, en una
palapa en la playa, se contaron sus respectivas vidas. Heriberto le relató sus
correrías por Europa, como comprador de antigüedades para una casa de subastas
en la ciudad de México. Débora le expuso que no tenía más planes inmediatos que
la ecología y los paseos en bicicleta; que trabajaba como promotora de
medicinas alternativas y herbolaria para la comunidad de gringos viejos que
residía en el puerto y que dependían de sus cuidados.
Las primeras semanas fueron
inseparables. Heriberto no se cansaba de ella, pero todo tenía un límite. La
muchacha intentó hacerlo un vegetariano radical, que anduviera de paseo con
ella en bicicleta a todas horas del día, que acudiera a las manifestaciones
contra las corridas de toros que amigos suyos organizaban. Así que tomó distancia
y por unos días dejó que las cosas se enfriaran entre ellos. Solo para ver qué
tanto resistía el no tenerla a su lado.
Como sea, Heriberto se había
demostrado a sí mismo que era muy capaz de resistir y pasarse sin verla, y ya
no hallaba inconveniente alguno en aplazar un ensayo de separación que podría
poner en práctica en cuanto quisiera. Además, ocuparía que esa idea de verla
retornaba con una seducción y novedad, con una virulencia que, embotadas un
poco por la costumbre, cobrarían nuevo temple con aquella privación de tres
días, sino de quince (por lo que dura la renuncia a un placer, debe calcularse
por anticipado, con arreglo al plazo fijado), privación que transformaba un
placer esperado, que se sacrifica fácilmente, en una felicidad inesperada, a la
que no podemos resistirnos. Y a más de eso, regresaba esa idea embellecida por
la ignorancia en la que estaba, por el amor que, después de tanto tiempo, volvía
a visitarlo, a confirmarle que era momento de sentar cabeza.
Así que decidió invitar a Débora a
la casa de sus padres, ya difuntos, en la parte vieja del puerto. Le dijo que
tenía una sorpresa para ella y con los ojos cerrados la condujo hasta la mesa
del comedor, donde le mostró a una joven amordazada, desnuda, amarrada de pies
y manos.
Débora volteó a verlo, con pánico en
su mirada.
Heriberto la tomó de los hombros y
le mordió el cuello hasta que el cuerpo de ella perdió todo color, toda
lozanía. Luego la sostuvo entre sus brazos mientras dejaba caer unas gotas de
su propia sangre en los labios de su compañera.
Cuando Débora volvió en sí, sus ojos
eran de un negro profundo y en ellos destellaba un ansia voraz, una sed nueva. Heriberto,
como todo un caballero, dejó que comiera primero de la joven amordazada.
Minutos más tarde, cuando ella se
irguió, ya satisfecha, le preguntó con sorna si quería ir de paseo en
bicicleta.
Por supuesto, Débora prefirió una
corrida de toros.
Más tarde, sin embargo, en su muro
de Facebook ambos aparecieron como una pareja de veganos, invitando a sus
seguidores a probar comida macrobiótica, estilo feng-shui, en su
casa-restaurante, situada en la parte vieja de Ensenada.
Muchos acudieron.
Pocos regresaron.
Mary Shelley (Londres, Inglaterra,
1797-1851)
Mary W. Shelley fue hija del filósofo William Godwin y de la
escritora y feminista Mary Wollstonecraft. A los pocos días de su nacimiento la
madre, quien había escrito Vindication of
Women Rights, murió dejando a su marido al cuidado de Mary y de su hermana
de tres años y medio, Fanny Imlay. Siendo una niña solía ir al cementerio de
Saint Pancras, donde fue enterrada su progenitora y sobre la tumba aprendió a
leer. En 1814, a los dieciséis años, Mary abandonó su hogar y su país con el
poeta Percy Shelley, con el que había iniciado una relación a pesar de estar
casado. La pareja viajó a Francia y a Suiza. En 1818, cuando tenía apenas
veinte años, publicó Frankenstein o el
moderno Prometeo, el libro que muchos consideran la piedra basal de la literatura
de la ciencia ficción y que aún hoy se
erige como uno de los grandes relatos de horror de todos los tiempos. En cambio
no logró demasiado éxito ni popularidad con ninguna de sus obras posteriores,
pese a que escribió otras cuatro novelas, varios libros de viajes, relatos y
poemas. Su novela El último hombre
(1826), considerada lo mejor de su producción, narra la futura destrucción de
la raza humana por una terrible plaga. Lodore
(1835) es una autobiografía novelada. Además, escribió biografías de personajes
de España, Portugal y Francia. Mary falleció en Londres a causa de un tumor
cerebral mientras dormía, el 1 de febrero de 1851.
Emilio Salgari (Verona, Italia, 1863,
Turín, Italia, 1911)
Escritor italiano, autor de
numerosas novelas de aventuras que han gozado siempre de gran éxito, sobre todo
entre el público juvenil, por el dinamismo casi cinematográfico de la acción,
que evoca sugerentes atmósferas fantásticas y épicas. Sus primeras producciones
literarias fueron pequeñas composiciones líricas, relatos breves y memorias,
pero un año después se inició en la novela con I selvaggi della
Papuasia (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La
valigia. Dio comienzo así a una intensa actividad que le llevó a publicar 130
cuentos y 85 novelas, que desde el primer momento obtuvieron gran acogida pública
y han sido traducidas a muchísimos idiomas. En 1892, después de casarse, se
trasladó a Turín y escribió La cimitarra de Buda (1892), Los
pescadores de ballenas (1894) y Los misterios de la jungla
negra (1895). Tras una estancia de dos años en Sampierdarena, donde
entró en contacto con los ambientes marítimos de la Liguria para obtener nuevas
ideas para sus libros, regresó a Turín y produjo los llamados ciclos de
"los piratas de Malasia" y de "los corsarios del Caribe". En
el primero destacan precisamente Los piratas de la Malasia (1896), Los
dos tigres (1904) y El rey del mar (1906),
relacionados entre sí a través de populares personajes como Sandokán, Yañez o
Kammamuri, mientras que en el segundo sobresalen El corsario negro (1899), La
reina del Caribe (1901) y Yolanda, la hija del corsario negro (1905).
Del resto de su obra cabe mencionar también Los pescadores de Trepang (1896), Los
tigres de Mompracem (1901), El desquite de Sandokán (1907)
o En las fronteras del Far West (1908). A pesar de que vio
cómo sus libros se convertían en Italia en auténticos best-sellers y
de que fue reconocido como uno de los principales renovadores de la literatura
italiana juvenil, distintas desgracias familiares y ciertas dificultades
económicas le empujaron a quitarse la vida en una colina cercana a Turín.
Marcel Proust (Auteuil, París, 1871,
París, Francia, 1922)
Fue el autor de la serie de siete
novelas En busca del tiempo perdido,
una de las obras más destacadas e influyentes de la literatura del siglo XX. En ella, el autor francés realizó
una labor de introspección en la que, recordando todo su pasado y rescatando
de esta manera recuerdos nítidos y sensaciones, logró retratar su vida en una
narración dentro de la cual se colocó como narrador omnipotente de su escritura
autobiográfica, creando un estilo onírico característico, donde un olor, un
sabor, pueden cobrar suma importancia, y saltar a otra memoria, creando de este
modo un increíble mar de literatura. Al margen de esta obra principal,
escribió Los placeres y los días (recopilación
miscelánea), Jean Santeuil (novela inconclusa y póstuma,
publicada en 1952) y una serie de artículos de prensa (principalmente de
crítica literaria y recopilados en Contra Saint-Beuve y Parodias
y misceláneas ), así como una cantidad abrumadora de cartas —más de
cien mil— cuya publicación se realizó recién en 1993 y alcanza veintiún tomos
de Epistolario . Tradujo a John Ruskin (The Bible of
Amiens, Sesame and Lilies ) con ayuda de su madre, cuyo inglés era
excelente, como ejercicio para dominar ese idioma.
Gabriel Trujillo Muñoz (Mexicali, Baja
California, México, 1958)
Poeta, narrador
y ensayista. Médico de profesión y profesor de la Universidad Autónoma de Baja
California. Es pionero en el estudio de la ciencia ficción en México con obras
como La ciencia ficción. Literatura y conocimiento (1991), El futuro
en llamas (1997), Los confines. Crónica de la ciencia ficción mexicana
(1999), Biografías del futuro (2000) y Utopías y quimeras. Guía de
viaje por los territorios de la ciencia ficción (2016). Ha recibido, entre
otros, mención en los Premios UPC de 1998 con su novela corta Gracos,
Premio Bellas Artes Colima por obra publicada en 1999 por su novela Espantapájaros
y el Premio estatal de literatura en cuento por el Instituto de Cultura de Baja
California por su libro Aires del verano en el parabrisas en 2008, así
como Premio binacional Excelencia
Frontera 1998 por su trabajo en pro del arte fronterizo, otorgado por el
Consejo de Bellas Artes de El Paso/Ciudad Juárez. Entre sus libros están: Laberinto
(1995), Mezquite Road (1995), Espantapájaros (1999), Orescu.
La trilogía de Thundra (2000, 2016), Mercaderes (2001), Lengua
franca. De Frankenstein a Harry Potter (2002), Highclowd (2006), Las
planicies del verano (2006), Transfiguraciones. Un misterio venerable
(2008), Trenes perdidos en la niebla (2010), Pesca de altura (2013),
Mundos distantes (2014) y El país de las hormigas rojas (2022).
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