Alejandro Bentivoglio, Sebastián Fontanarrosa & Gastón Caglia
Entró al edificio y sin mediar palabra comenzó a disparar una Glock de 9mm. Los guardias cayeron más por la sorpresa que por la buena puntería de González. Llevaba un bolso con otras armas, más efectivas. Se subió al ascensor mientras la gente corría tratando de escapar del lugar. Sabía que la respuesta de la policía no sería de más de cinco minutos cuando alguien diera la alarma. Pero el ascensor solo tardaba dieciocho segundos en llegar al quinto piso, donde estaban las oficinas en las que trabajaba hasta la semana anterior. Donde había trabajado los últimos veinte años. ¿En cuántas películas, en cuántos noticieros había leído la misma historia? Un tipo, un don nadie que se deja la vida en una empresa y luego es despedido. Sin esposa, sin seguridad financiera, sin amigos. Y que toma las armas para vengar las afrentas. Todos dirían que es un loco. Bueno, sí, probablemente lo era. Pero estaba harto. Y lo peor no era que lo hubieran despedido, lo peor era que lo hubiesen sacado por la puerta trasera, con un telegrama, sin unas palabras. ¿Ni siquiera una pequeña ceremonia para conmemorar sus años? ¿Una torta? ¿Un bizcochuelo con un poco de dulce de leche y crema? No era mucho pedir.
En el ascensor, González cambió la Glock por una escopeta recortada. Cuando las puertas se abrieron, vio la cara de Urrutia. Disparó sin pensarlo dos veces. El miserable que siempre le robaba la abrochadora. González sorteó el cuerpo de un Urrutia prácticamente decapitado y sin pierna. Arrojó la recortada. Del bolso sacó una AK 47. A pocos metros sobre su izquierda, tras divisar a alguien asomado desde la oficina de contaduría abrió fuego con mayor soltura. La ráfaga hizo desastres perforando las paredes de durlok, mobiliarios y varios cuerpos humanos. Al advertir la fragilidad de aquellas inmaculadas estructuras, González lanzó dos ráfagas más contra las paredes del frente incrementando la masacre. En segundos se vio envuelto en un trance que experimentaría cualquier fumigador ante una plaga que huye desesperada de su nido envenenado. Tanto de derecha a izquierda y viceversa, (como detrás de él) brotaba entre llantos y alaridos gente ilesa, gente herida… González los barría con irregular sincronía. Ante las flores de fuego muchas vidas se marchitaban. González nunca se había sentido tan útil. Al fin comprendía que estaba haciendo algo definitivamente trascendental con su vida y, por qué no, con las de los demás. En lo profundo creía estar librándolas de padecer su mismo dolor. Pero González actuaba presa del ojo espejado del asesino primigenio. El que todo lo ve, el que nunca derrama lágrimas, ese que todo lo atrapa convirtiéndolo en un impulso o un reflejo terminal, ese que te etiqueta con su mira. Ese que finalmente te ejecuta para que dispares, dispares y dispares.
Finalmente un clac-clac-clac se dejó oír en el ambiente, era su arma que, con el gatillo trabado por su dedo envenenado y sin nada más que dar, como un desfogue seco, repetía una acción casi refleja. Las hojas, los biblioratos, el polvillo del durlock reventado, los ganchitos, todo se confundía en el aire como una película de ciencia ficción en donde el que respira muere por las esporas suspendidas.
Algún llanto o risa histérica se escuchaba como a kilómetros de distancia, pero sin lugar a dudas era el silencio de las cosas que se acomodan a su nueva naturaleza el que se imponía en el ambiente. Eran las pequeñas motas de polvo que se asientan, que se ubican sobre los muebles.
Soltó el arma, que cayó muerta, y enfiló hacia lo que quedaba de la oficina del “sorete”, el pendejo que ascendió más rápido que él y era su superior inmediato. Estaba desparramado en el suelo en posición fetal y con medio cerebro a un costado.
Sopló polvo que había sobre el escritorio mientras hacía equilibrio con las manos pues había pisado un resto de mampostería desprendido del techo. Carajo, casi me voy a la mierda, pensó. Y ahí lo vio, un prolijo y coqueto cuadrito con guardas doradas y vidrio antireflex que contenía una nota en Times New Roman cuerpo 16, cursiva, negrita y con muchas firmas. “Gracias, González, por tu encomiable labor en todos estos años”.
SOLEDAD
Marcela Iglesias, Hernán
Bortondello & Oscar De Los Ríos
Lo
que el doctor Anselmo Marsed estaba viviendo era una pesadilla; aún no hacía
una semana que había salido de viaje cargado de ilusiones, pensando que iba a
hacer el negocio que resolvería todos sus problemas. Había logrado contactar
con un empresario que le había ofrecido financiar la fabricación de su
artefacto si es que el prototipo funcionaba perfectamente en la demostración
pactada. Lo había logrado. Había sido un éxito. Lograría pagar sus deudas.
Fermina podría descansar. Los niños tendrían un cuarto para cada uno. Estaba
lleno de planes y proyectos. Todo por lo que tanto había trabajado se estaba
realizando.
Llegó
al edificio, no quiso esperar el ascensor y subió a trancos las escaleras hasta
su piso. Le sorprendió encontrar las puertas abiertas.
Habían
revuelto todo el departamento, nada estaba en su lugar. Cosas tiradas por el
piso, cajones abiertos, muebles volteados. No lograba encontrar lo que
necesitaba. La ropa de su mujer y de sus hijos había desaparecido. No le
contestaban el celular. Ya había hecho más de una veintena de llamadas y nadie respondía.
Era
cierto que Fermina estaba cansada. Dos trabajos, la atención de la casa y los
niños, la madre enferma. Cuántas veces le había pedido a gritos que ya no más,
que parara, que tratara de vivir una vida normal. ¿Se habría ido, llevándose a
los niños? ¿Estaba tan harta que tomó esa decisión y él no se había dado cuenta
de lo que sucedía?
Dio
vueltas por todo el lugar, tratando de recoger y ordenar las cosas. Pensaba que
si lograba poner los objetos en su sitio, también pondría en orden sus
pensamientos. El corazón se le quería salir del pecho. Estaba seguro de que si
Fermina hubiera decidido irse, no habría dejado la casa así. Este desorden
significaba algo malo, el presagio de que su familia no estaba bien.
Antes
de hacer la denuncia policial se dijo que haría una última llamada. Intentaría
comunicarse con Carolina, su cuñada. Ella vivía sola en la capital y tenían una
muy mala relación; hacía más de un año que no cruzaban palabras. Dudaba que su
esposa hubiese encarado un viaje de quinientos kilómetros sin dar aviso pero
necesitaba agotar las posibilidades. Marcó el número de Carolina y la mujer lo
atendió casi de inmediato, como si hubiese tenido el celular en la mano. Cuando
empezó a explicarle lo desesperado que se sentía, Carolina lo interrumpió en
seco y le informó que Fermina había llegado a su casa a la madrugada, con
Clarisa y Ezequiel, que se quedara tranquilo, que estaban bien. El problema,
dijo, era que su hermana necesitaba distanciarse de él para aclarar sus ideas;
le pedía que no intentara hablarle ni verla, que ella se comunicaría con él en
los próximos días.
Luego
de cortar, las sensaciones de Anselmo eran contradictorias. Experimentaba
tristeza por su crisis matrimonial y al mismo tiempo alegría y agradecimiento
porque sus tres amores no habían sufrido ningún daño. Claro que ahora, tan
importante como su situación sentimental, estaba el hecho de que entre el momento
en que la casa fuera abandonada y su retorno, alguien o algunos habían
irrumpido en ella buscando algo. Entendió como significativo encontrar algunos
objetos de valor: el reloj Victorinox, unos anillos y cadenas de oro de su
esposa y hasta un frasco que escondían tras los libros de la biblioteca con
unos cientos de dólares ahorrados. ¿Detrás de qué diablos andaban los intrusos?,
se preguntó impotente. Entonces la respuesta se proyectó en su mente como la
portada de un periódico sensacionalista con grandes letras de molde. ¡Los
planos originales de fabricación y funcionamiento de su invento! No podía
comprenderlo, salvo él mismo y ahora el dueño de Neuro Tech y su plana mayor
sabían de su creación… su verdadera creación, aquella que no se animó a dar a conocer;
que abriría puertas que han estado cerradas por milenios, a través de las cuales
podría pasar solo Dios sabe quién.
Pero
¿cómo se enteraron? Jamás se lo dijo a nadie… Si bien la había utilizado un par
de veces, para él más que justificadas cuando…
No
pudo terminar el pensamiento, la puerta se abrió de golpe y entraron un par de
hombres armados.
—¿Quiénes
son ustedes? ¿Qué quieren? —El ingreso del dueño Neuro Tech, con Fermina
maniatada, amordazada y con los ojos suplicantes, le dio la respuesta—. ¿Cómo
lo supo? —preguntó extrañado.
—Acaso
pensó, doctor Marsed, que no lo investigaríamos antes de probar su prototipo para
simulacros virtuales de resurrección. Verano de 1999: hay un accidente automovilístico
y su mujer muere, para volver a la vida seis horas después. Claro que se dijo
que el médico estaba equivocado. Verano 2010: su mujer es sacada sin vida de la
pileta de una casa de fin de semana… otro error. ¿Sigo? Ahora, por favor, busque
el verdadero aparato y háganos el honor de una demostración. —Sin más trámite le
pegaron un tiro a Fermina en medio de la frente. Marsed, con el rostro desencajado,
preguntó por los niños—. En la escuela como corresponde, no somos monstruos —dijo
con tono irónico uno de los matones.
Más
tranquilo, Anselmo se dirigió a una puerta trampa en la pared y sacó una
pequeña máquina. Colocándose tras una pantalla protectora disparó un rayo azul,
accionando una serie de palancas. El dueño de Neuro Tech y los dos gorilas
desaparecieron.
Por suerte la máquina funcionaba en reversa. Ahora solo le restaba borrar la última semana de la memoria de Fermina y traerla de vuelta a casa, como las otras veces. Al menos, en esta, le ahorraron el mal trago.
João Ventura, Sergio Gaut vel Hartman & Luciano Lara
El catedrático Bienvenido Vélez era el responsable de la
asignatura “El noble arte de domar dragones” en el Departamento de Estudios
Patafísicos de
Un día, al salir de su casa, Vélez vio un unicornio comiéndose las rosas del jardín, lo que lo enojó muchísimo.
—¡Fuera de aquí, maldito animal! —exclamó. El unicornio lo miró fijo, como si no entendiera los gritos de Vélez—. ¿Qué miras? ¡Aléjate de mis rosas! —Por un instante pensó en matarlo, pero si lo hacía, ¿adónde pondría el voluminoso cadáver? ¿Cómo ocultarlo para que no se convirtiera en una prueba a favor de la tesis de Camarillo? Quizá pueda llamar a un dragón para que lo espante, pensó. Sin perder un solo segundo más, marcó el número del teléfono móvil de su dragón favorito.
—Uther, ¡hay un unicornio comiéndose las rosas de mi jardín!
—No te preocupes —respondió el dragón—. Yo estoy en el jardín de Victorino, y le estoy prendiendo fuego a sus adoradas gardenias…
Víctor Lowenstein, Laura Irene Ludueña & María Elena Rodríguez
Belisario dormía un sueño intranquilo
acurrucado en su cama. Le había pedido a la enfermera de aquel geriátrico que
dejara las celosías abiertas. No permitían dejar luces encendidas. Despertó
sobresaltado y miró el reloj colgado en la pared de enfrente. La una. No le
sorprendió; cada madrugada, exactamente a esa hora ocurría lo mismo.
Entonces sucedió. A los
pies de la cama, en el espacio vacío entre el somier y la pared donde colgaba
el reloj, tuvo lugar una vez más la escena de noche. Venía sucediendo desde
hacía tres noches atrás, invariablemente. Belisario no alcanzaba a comprenderla;
se limitaba a presenciar, horrorizado, un episodio que continuaba hasta que el
grito que terror que pugnaba por salir de su garganta se lanzaba fuera de la
boca, irreprimible.
La primera noche, la
mujer había aparecido por la derecha. Era menuda, frágil, se cubría el pecho
con las manos. Luego venía el hombre, por la izquierda, un tipo que se
tambaleaba y gritaba. No pasó nada más.
La segunda noche, tras
la aparición de ella, el hombre se acercó más, la abofeteó y empezó a
zarandearla por los hombros. Ella lograba apartarlo y la escena terminaba ahí,
se difuminaba en el aire…
La tercera noche, ambos
cuerpos aparecían enredados en desigual lucha. Ella lograba desasirse de algún
modo, y él tomaba de alguna parte un cuchillo y lo blandía decididamente frente
a la mujer.
El grito de Belisario
atrajo a una enfermera que caminaba por el pasillo cerca del cuarto. Al entrar,
encendió las luces y fue a calmar al anciano.
—Ay, Belisario, otra de
tus pesadillas. Es la tercera en una semana.
—¿No puedes darme más
calmantes? —suplicó al hombre mientras le acomodaban la almohada.
—Uno más y tu corazón
peligraría… —dijo ella—, trata de relajarte. —Belisario no podía relajarse.
Hacía cinco años que
vivía en el geriátrico y nunca antes había tenido esa dificultad. El sueño que
lo despertaba desde hacía tres días a la una era un mensaje. Sentía que la
mujer le resultaba conocida, pero su memoria no le permitía recordar de dónde.
Cuando comenzó a tener
olvidos los atribuyó al proceso normal de envejecimiento. Sabía por su
profesión que las personas mayores tenían dificultades para recordar palabras o
nombres. Gracias a su experiencia, sospechó que se trataba de algún tipo de
demencia. Cambios en su estado de ánimo, problemas para moverse, dificultad
para comunicarse, poca energía y lo peor de todo, cada vez menos memoria; eran
los síntomas que confirmaban su sospecha. Antes de que su salud empeorara,
pidió a sus hijos, médicos como él, que lo internen en una de las tantas
instituciones que había para tratar ese tipo de enfermedad. Así lo hicieron.
Estaba orgulloso de esa decisión, los episodios de confusión u olvido no eran
tan frecuentes como al principio por lo cual, deducía que el tratamiento que le
estaban aplicando era correcto. Sabía que la enfermedad no se iba a detener,
pero por lo menos, estaba más controlada. Y antes de que el avance fuera
definitivo debía resolver el enigma de ese sueño recurrente.
Esa mujer... sabía que
conocía a la mujer del sueño, pero no podía recordar de dónde. Evidentemente el
inconsciente trataba de reprimir algo que podría haber sido traumático o que se
negaba a aceptar. Se esforzaba por recordarlo, pero la demencia senil no lo
permitía. Intuía que, de algún modo, había estado involucrado en lo que el
sueño mostraba ¿quién la amenazaba con un cuchillo? ¿Podía ser él? ¿Habría sido
ella su esposa, su amiga o amante? De pronto se agitó desesperado al recordar
aquella noche.
Tenía once años, su
padre se había marchado hacía tiempo y su madre hacía limpiezas y lavados; era
difícil cubrir los gastos, aunque vivieran con austeridad.
En la temporada las
cosas cambiaron: una amiga le consiguió trabajo en Punta del Este. Para la
madre era la promesa de un futuro mejor, para ella y para el hijo.
—Son tres meses y vuelves con lo necesario para pasar el
invierno. A Belisario lo puedes dejar con Paulina y Adolfo, mis primos, ellos
lo cuidarán —había dicho la amiga.
Así fue como él se instaló con el matrimonio. Le costó
adaptarse. La casa no tenía casi muebles, los pisos de madera desvencijada
crujían recordándole una película de terror.
Adolfo salía temprano y volvía al anochecer, miraba el
noticiero, fútbol o boxeo; cenaba sin apartar su atención de la pantalla y
desaparecía en el cuarto.
Paulina se ocupaba de la casa en las mañanas y por las tardes
lloraba, reía y amaba con las protagonistas de sus novelas preferidas. Entre
ellos casi no hablaban, con Belisario menos aún. Pero él valoraba que tenía
techo y comida.
Hasta aquella noche que escuchó fuertes gritos y los vio
luchar a los pies de su cama, como en sus pesadillas. Solo que aquella vez hubo
un final que ahora lo golpeaba como entonces.
Paulina cayó después del forcejeo, callada para siempre en
medio de su propia sangre. Adolfo lo obligó a ayudarle a enterrar el cuerpo en
el patio y con una mirada le hizo comprender que el secreto era para siempre. Belisario
huyó horrorizado. En el sótano de su mente sepultó esa noche, la casa, el
barrio y el tiempo que pasó hasta el regreso de su madre.
Nunca supo que Paulino había vendido la propiedad a una institución que construyó un hospital para personas con demencia senil.
Los autores: Laura Elena Ludueña, María Elena Rodríguez, Marcela Iglesias, Luciano Lara, Alejandro Bentivoglio, Sebastián Fontanarrosa, Gastón Caglia, Hernán Bortondello, Oscar De Los Ríos, Víctor Lowenstein, João Ventura, Sergio Gaut vel Hartman.
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