Lidia Nicolai
Ese
día llegué a casa antes de lo acostumbrado. Encontré a Débora enhebrando la
máquina de coser y vi una tela de color carmín sobre la mesa del comedor; pone
mucha dedicación en su ser modista. Me vio y se acercó a besarme, contenta.
Puse a calentar la pava para el mate; nos sentamos a la mesa de la cocina y sonó
el timbre. Nos levantamos los dos.
—Voy —dije.
En la puerta encontré un desconocido. Traía en sus
brazos a Felipe, nuestro gato.
Quedé petrificado: la cabeza de Felipe colgaba, como
separada del cuerpo.
—Lo atropelló una moto, que no se detuvo —dijo, y me entregó al gato, mirando por sobre mi hombro
hacia el interior de la casa—. ¿Está su mujer? —me preguntó––. Soy Mario, el
vecino de enfrente. Acabo de mudarme.
Aclaró esto con una sonrisa acompañada de un “lo siento”; dio media vuelta y cruzó la calle.
Acaricié al gato. Cuando palpé su cuello, supe que lo
tenía roto.
Débora
rompió en llanto al tomar en brazos a Felipe y se sentó.
––Lo crie desde bebé ––dijo, secándose las lágrimas
con el dorso de la mano.
Le conté que el vecino había preguntado por ella.
Apretó al gato contra el pecho y me miró sorprendida.
—Es el tipo que vive justo enfrente de nuestra casa ––expliqué.
—No
lo conozco —dijo, y se inclinó, apoyando la mejilla enrojecida sobre
el cuerpo del gato—. Creo que nunca lo vi. ¿Cómo es?
—Se llama Mario. Tiene más
o menos mi edad; es alto, de pelo negro muy enrulado y en la cara…
—Tiene una cicatriz abajo
del ojo —completó mi frase sin mirarme y acariciando al gato.
—Entonces lo conocés.
Negó con la cabeza. Todavía
llorando, me aclaró que lo de la cicatriz sólo había sido una ocurrencia. Ella
a menudo adivinaba lo que yo iba a decir, pero esta vez me hizo dudar. Permaneció callada unos cuantos minutos, siempre
acariciando a Felipe apoyado en su falda. Después habló con la cabeza inclinada
hacia el animal en tono muy bajo y entrecortado por los sollozos. Le preguntaba
al gato si recordaba la muerte del hermano de ella, cómo lo habían estrangulado,
Fue lo único que dijo antes de dar vuelta la cabeza,
mirarme, y sobresaltarse. Sorprendida, se llevó la mano a la boca abierta.
—Estás acá —dijo retirando la mano de la boca, y me
dedicó una sonrisa cansada.
Me pregunté si
habría relación entre la
muerte de su hermano y la de Felipe. No era momento de hablar de eso, pero tuve
la impresión de que había alguna.
Desde ese instante, Débora —que hasta ese día era mi Débora— pareció mudarse a un mundo del
que no quería hacerme partícipe, un mundo que sí compartía con el gato muerto. Una
nube oscura, tan invisible como presente, la cubría. Y la negrura ––yo estaba
seguro–– no era sólo pena, sino también terror. Terror a algo que yo no podía ni
imaginar. Tomé consciencia de la brevedad de nuestro noviazgo, de lo poco que
la conocía, de mi afán posesivo y –lo más difícil de soportar– de que ella guardaba
un secreto que no pensaba compartir conmigo. La miré y vi a una extraña.
No sé cuántos días pasé con esa sensación. Me
costaba sonreírle, y estoy casi seguro de que a ella le pasaba lo mismo. Esa
oscuridad casi material nos separaba. Tal vez siempre había estado ahí, sólo
que ahora la muerte de Felipe la había puesto al descubierto.
El ánimo de Débora fue declinando; su espalda se
encorvaba día a día un poco más, su andar era el de alguien que lleva
una pesada carga. Mi estado no era mucho mejor, y hasta la casa tomó un tono
sombrío. Una noche, sentados a la mesa, le dije que yo también extrañaba mucho
al gato. Me miró con los mismos ojos con los que me había mirado cuando le
traje muerto al gato, y me dijo casi en un susurro:
—Lo extraño mucho, es cierto, pero no es eso sólo.
Y me suplicó que no le hiciera preguntas.
Esa noche no pude comer nada. Algo andaba mal. Si no
se trataba sólo de la muerte del gato, ¿qué otra cosa podría haberla ensombrecido
así? Me sentía perplejo: de pronto mi vida había dado un giro doloroso. Débora
sufría en silencio.
A partir de ese momento, tal como el gato acostumbraba
a rodear el cuerpo de Débora de mil y una maneras, yo empecé a rodearla con mi
mirada: algo que jamás había hecho con nadie. Me transformé en un perseguidor
silencioso, en un merodeador.
—Me andás rondando —me dijo un día. Y agregó algo
que no comprendí—: me siento como enlazada, me da miedo. Vos no entendés.
Me llamó la atención que se sintiera enlazada. Me afligía no entender.
Por entonces Débora tenía poco trabajo –al menos fue
lo que me dijo–, y no recibía clientes ni los visitaba. Una tarde –volvía yo
del taller–, la descubrí espiando por la ventana al vecino de enfrente. El
hombre agitaba los brazos en alto frente a los eucaliptos; pensé que estaría practicando
algún tipo de gimnasia. Débora me vio, acomodó la cortina. En la fracción de
segundo que duró ese gesto, me pregunté qué la llevaba a ocultar lo que hacía. Me
había visto, estaba seguro y, sin embargo, no me había abierto la puerta.
Al entrar en casa, encontré la máquina de coser
tapada con su funda, nada raro en esos días. Pero lo que sí podía llamarse raro
–y también sobrecogedor– fue que los hilos de coser, que Débora solía acomodar amorosamente
por tonos en su costurero, ahora formaban una maraña multicolor sobre la mesa
del comedor. Imaginé a mi mujer presa de un ataque de nervios o de furia:
ninguna de las dos cosas yo le conocía. Decidí no darle cabida a la inquietud, y
no hablar de los hilos.
Tomé impulso, y entré en la cocina. Débora me besó con
aire ausente y, mientras yo ponía a calentar el agua para el mate, preguntó
cómo me había ido. No intercambiamos más que unas pocas palabras. Esa era ahora
nuestra realidad cotidiana: una versión desteñida de la que habíamos vivido
antes de la muerte de Felipe.
Durante
la cena, le conté que esa mañana el vecino de enfrente le había dejado el auto
a mi socio para revisar el motor. Débora me miró con los ojos y la boca muy
abiertos otra vez cuando le dije que el hombre resultó ser un chismoso. Le había
preguntado a Germán si nos conocía de hace tiempo y si estábamos casados. Pensé
que ella iba a decirme algo. Lejos de eso, me dio la espalda y se puso a lavar
los platos.
Y ahí me acordé: el día que trajo al pobre Felipe,
el vecino me preguntó por mi mujer. Pero Débora dijo que nunca lo había visto.
De pronto ahora irrumpía en mi consciencia la intuición fugaz que tuve en aquel
momento: ella y el hombre se conocían de antes. Yo había desestimado esa
intuición. ¿Por qué me mentía?
Al
día siguiente vi otra vez al vecino agitando sus brazos en alto frente a los
eucaliptos. Movía las manos como si con cada una estuviera remontando un
barrilete distinto. Y de pronto sucedió algo extraordinario. Como si el movimiento de los brazos del hombre se
trasmitiera a la copa del eucalipto que tenía más cerca, las ramas se movieron hacia donde él estaba. No
sé por qué, me estremecí. Entré rápido en mi casa. No le comenté nada de
esto a Débora: temí inquietarla todavía
más. Con toda seguridad existía una
explicación racional para lo que había visto: no faltaría ocasión de
preguntarle al hombre.
Un tarde, yo volvía del taller y el vecino cruzó la
calle hacia mí.
—Buenas tardes —dijo
extendiéndome la mano—. Vengo a despedirme. Los dueños vendieron la casa y me
mudo mañana. Quería decirle que quedé muy conforme con el arreglo del auto. —Le
agradecí el comentario y debo haber sonreído, porque él agregó—: Usted se sonríe, yo estoy triste: ya me estaba
acostumbrando al barrio. —Me disculpé. Pensé en Débora—. No tiene por qué disculparse
—siguió diciendo—. Usted es el único vecino con el que hablé en este tiempo. Y
si no hubiera sido por su gato,
no hubiera hablado ni siquiera con usted. —¿Y con mi mujer no habló nunca?,
pensé. Pero no pude decirlo—. Bueno, no lo molesto más ––dijo.
—De ninguna manera me molesta, Mario —era la primera vez que lo llamaba
por su nombre. —Me miró con sorpresa, y me pregunté si le habría molestado que
usara su nombre de pila, o si habría puesto yo demasiado énfasis en mis palabras.
¿Saber que se mudaba me había puesto eufórico a tal punto de no poder dominar mi
ansiedad?—. No me mire así ––dije, como para salir del trance––. Estoy
sorprendido: ¿tan pronto se muda? —Y rogué que Débora no saliera a la puerta;
el hombre miraba hacia mi casa. El corazón me latía muy rápido. ––¿Me permite
una pregunta? ––continué. El hombre asintió––. Me extrañó verlo el otro día alzando
los brazos ahí, al lado de los
eucaliptus. ¿Qué es lo que hacía? Era algo raro. Disculpe mi curiosidad, pero me
intrigó y…
Frunció la
cara. La aparente amabilidad de la charla se quebró.
—¿Algo raro? ¿Qué vio
usted de raro en lo que yo hacía?
—Por empezar, las ramas de
uno de los eucaliptos se movían mucho. Más movía usted los brazos, más se
movían las ramas. Y no había nada de viento…
––¿Usted está seguro de querer saber qué hacía
yo?
Miré hacia
mi casa: no quería que Débora me viera hablando con él. Y él pareció leer mis
pensamientos.
—No tenga miedo: ella
nunca salió a la calle desde el día en que mataron al gato. —Lo miré directo a
los ojos. Y él volvió a preguntar—: ¿De veras quiere saber?
—Sí. Y ahora más que nunca.
El hombre movió su mano
derecha dibujando un firulete en el aire y la introdujo en el bolsillo de su
campera. La sacó con lentitud, sus ojos puestos en la proximidad entre las
yemas del pulgar y del índice. Me recordó a Débora enhebrando una aguja. Una
mano rodeó a la otra varias veces. Después, levantó la derecha, la hizo girar
varias veces y la lanzó hacia mí en un ademán brusco. Algo apretó mi cuello, y
estuve a punto de gritar. Él señaló mi casa, y negó con la cabeza. Entendí muy
bien: no debía gritar. De todas maneras, en pocos segundos ya no hubiera
podido: algo invisible me estaba ahorcando. Sólo podía suplicar con la mirada.
Y cuando tuve la
certeza de que finalmente me mataría, mi vecino hizo otro gesto con la mano y cesó
la presión en mi cuello.
Me masajeé con fuerza, sin
decir nada. Estaba azorado. Él volvió a rodear la mano derecha con la izquierda
varias veces. Después metió la derecha en el bolsillo de la campera, como guardando
algo. Y por primera vez me miró con una sonrisa que podía calificarse de
cálida.
—A veces, amigo, es mejor
no preguntar. ¿No le parece? —No contesté. Seguía profundamente turbado: el
tipo hubiera podido matarme. En esta ocasión también, él pareció leer mis
pensamientos—. Pude haberlo matado. Nunca tuve
intención de hacerlo. Un día, hace tiempo, me juré no hacerlo nunca más. —Permanecí
mudo—. Le pido algo, ya que estamos. Cuídela mucho a Débora. Se ve que usted es
un buen hombre, y sé que lo va a hacer. —Un gato saltó a la vereda desde la
ventana de una casa vecina. Recordé a Felipe con su cuello roto. El hombre miró
al gato y después a mí—. Dígale a Débora que a su gato lo mató una moto a toda
velocidad. Sé lo que ella debe haber pensado.
Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires.
Este cuento desarrolla una trama tan sutil y envolvente que es difícil no abstraerse en su extrañeza. De complejidad poco frecuente, es una perla literaria digna de relecturas y análisis. Dejo los análisis para los que saben...me siento poco competente para abarcar semejante cuentazo.
ResponderEliminarMui bueno! Con una explicacion para el misterio que no es completa pero es racional. Me gustó!
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