Sergio Gaut vel Hartman
—¿Por qué?
Pus apunta
con el dedo el muro de adobe y paja del rancho, exactamente donde la cresta
verde del floripondio asoma con recato monacal. Sal, en cambio, señala a Pus.
Un trazo rojo, un tajo de vidrio o de metal mellado, nace al borde del ojo y
muere a un costado de la boca. Las gotas de sangre de Sal caen al piso de
tierra con regularidad cronométrica. Pus mueve la cabeza de un lado a otro. Sal
la mueve de arriba abajo. Man tampoco tiene ganas de hablar, pero como Pus y
Sal siguen obstinados en sus posiciones, no tiene más remedio que volver a
hacerlo. Un puñado de palabras por día es un trabajo agotador. Dos puñados
consumen la energía de una semana entera; todos ellos son criaturas débiles,
gastadas, finales.
—¿Por qué la
lastimaste?
—Culpa de
ella —dice Pus—. No quiso.
—Él me forzó
—dice Sal—. Él me tajó.
Es asunto
cerrado. Man pasa el pie desnudo por detrás del talón de Pus y lo empuja. La
cabeza de Pus golpea en el tocón. Sal se arroja sobre la garganta de Pus antes
de que él toque el suelo. La sangre del rostro de la hembra se mezcla con los
jugos que brotan del cráneo partido y de inmediato todos los del rancho chupan
hasta que no queda nada que chupar y la cabeza de Pus se convierte en una
piltrafa de restos sanguinolentos. Pinchan el cuerpo antes de que se seque y
todos beben hasta hartarse.
Tiempo. El tiempo no se
mide en el rancho, pero pasa, transcurre, fluye y no anida en ninguna parte. El
nuevo crece en la panza de Sal y Man sabe que él no se lo hizo, porque es tabú,
pero tal vez sí lo hizo, porque muchas veces, cuando masca el floripondio con
las encías desnudas hasta que delante de los ojos se forman manchas de barniz
aceitoso, hace cosas que no quiere ni debe. Man se deja caer por la grieta de
la pared y siente que esa boca lo engulle y lo traga. No quiere vivir más, pero
Sal lo necesita. Fin ocupa el lugar de Pus y toca el vientre de Sal cada vez
que ella duerme o él mira hacia otro lado. Man piensa que si tuviera fuerzas
para hablar le diría a todos que dejen en paz a Sal. No sabe por qué, pero no
quiere que la toquen. Sal no es su propiedad. Vagamente recuerda que los unen
las dos sangres, la del nacimiento y la de haber bebido de los cuerpos de los
muertos. Pero no es su propiedad, se repite, y aún así no quiere que la toquen.
—Quiero
salir —dice Sal. El vientre está a punto de estallar. Man asiente, pero no
logra levantarse. Sabe que Sal tiene que parir afuera, entre las breñas del
baldío, que si pare en el rancho se van a chupar la sangre de la cría sin darle
tiempo a protegerla. Pero también se pregunta para qué. Si no muere al nacer
morirá mañana. Hace mucho que un nacido no sobrevive más de un día o dos.
—Afuera
—insiste Sal. Man se esfuerza y trepa por sí mismo hasta ponerse de pie. El
rancho gira y gira y no tiene más remedio que aferrarse del brazo de Fin,
aunque le da asco y miedo. La debilidad lo cerca, lo envuelve. Piensa que es un
tallo mordido por las ratas, aunque nunca siente nada.
Sal ya está
afuera, entre los matorrales. Man llena un recipiente con agua, porque sabe que
será necesaria. Es el atardecer; costurones de nubes violáceas se enroscan en
el aire que se enfría. Un ave gris y deforme vuela camino a la melancolía y las
ratas se retiran de la presencia de la gente, porque saben lo que les conviene.
Suena un
ruido tan terrible que Man lo confunde con la muerte; el grito se abre paso
entre las primeras sombras y las últimas penumbras. El agua del recipiente se
agita y unas gotas salpican el suelo reseco, que las bebe, ávido.
—¡No! —El
grito se repite y despierta los mortíferos sensores ocultos en un rincón del brezal, inadvertidos para
todos, y antes de que la cría termine de salir del cuerpo de Sal, un grande
aparece, feroz y determinado.
—¡Bestias!
—grita el grande—. Son bestias, peores que animales.
El grande se
coloca encima de Sal, mete los dedos y alza la cría, que cabe en su mano. Las
ratas huelen la sangre y regresan. En el rancho todos paran las orejas,
vacilando entre el miedo y el hambre. A veces el grande arroja la cría muerta y
todos beben un poco. Pero no esta vez. La cría está viva y Sal desea
conservarla y el grande se la quiere llevar. Man mira consternado a Sal y no
tiene fuerzas para impedir nada. El grande alza la cría más alto de lo que
cualquiera puede saltar, suponiendo que exista alguien capaz de semejante
proeza.
—Es mío —dice
Sal, desfalleciendo. Man advierte que el grande se llevará la cría viva, una
vez más. Las pocas crías que no mueren van a parar a un sitio sin nombre, donde
viven el grande y su gente. Así ha sido desde que tiene memoria, aunque su
memoria es corta y debería saber que antes se nacía y se vivía en el rancho.
Todo empeora, y él y ella y los otros son la prueba de que es así.
—Me lo llevo
—dice el grande—. Tal vez viva.
—Es mío —solloza
Sal.
Man no sabe qué
puede hacer y mira el agua. Se moja los dedos para tocarse la frente sudorosa.
Pero cuando los alza advierte que el agua se ha convertido en una hoja dura,
fría y filosa en torno a sus dedos. Una idea inesperada lo envuelve y lo obliga
a moverse. Da dos pasos y está junto al grande, que acuna a la cría entre sus
brazos sin mirar hacia abajo. Man, alzando la mano, apenas logra rozar la
garganta del grande, pero es suficiente. La destreza es autónoma, eso parece, y
le indica cómo debe proceder. El hielo traza su pequeño dibujo rojo y se
fragmenta, rociándolos como una brillante lluvia de rubíes. El grande cae con
gran estruendo y Man recoge a la cría que lanza sus primeros y últimos berridos
sobre el suelo encharcado de sangre.
No es sencillo recordar. La noche se ha
cerrado sobre la piel del mundo con su peso muerto y sus gemidos. Man acaricia
a Sal y ella se deja. Las lágrimas forman cerezas blancas y dulces y todos
beben las esferas que se deshacen en las bocas sin dientes. Nadie pregunta; no
tienen ganas. Pero ahora Man puede hacer cualquier cosa que desee con el agua.
Fin se acerca a Sal y lame sus pechos. Man cristaliza el licor lechoso y le
pincha la lengua. Fin se retira, resentido y todos en el rancho miran a Man.
—¿Qué pasa? —dice
Man, que siente una fuerza inusitada y puede ponerse de pie sin que el mundo
gire como un
torrente desbordado—. Vieron lo que hice. —Lo que hizo le recuerda a la cría de
Sal, y no le gusta, pero acaba de descubrir el poder del agua.
—Vimos —dice
Tel, y eructa. El festín que se han dado con la sangre y los humores del grande no se olvidará de un día para otro.
Pero vendrán otros grandes y Tel lo sabe y lo dice—. Vendrán otros grandes, con furia, y nos matarán a todos.
—Tel nunca habla tanto, pero las cosas que vieron hacer a Man con el agua les
ha desatado las lenguas.
—Era fuerte
—dice Sal—. Vivía. —Habla de su cría; no habla de otra cosa.
Man sabe que
eso no se puede cambiar. Pero desea mirar hacia adelante y ver qué más se puede
hacer con el agua. Empieza a ver el agua como si fuera luz.
—No los
esperemos —dice Man—. Podemos salir antes de que lleguen.
A nadie le
gusta la idea de dejar el rancho. Significa abrigo en las noches y protección
contra la lluvia. Pero Man les recuerda que ya no deben temer a la lluvia, que
él puede convertirla en otra cosa; puede convertir todas las formas del agua en
lo que todos necesitan para sobrevivir.
Se mueven
por el baldío como una procesión malgastada, como una falsa caravana. Man va
adelante y lleva un recipiente chato con un poco de agua. Los grandes aparecerán enseguida y los barrerán
como mosquitos, como lauchas, presiente. Fin sacude la cabeza para expulsar a
los piojos y uno de los viejos se muere; hacen un alto para beber la sangre
casi seca de su cuerpo.
—Era mejor
el rancho —dice Jud, que algunas veces parece estar a punto de pedirles que la
corten y la chupen y otras se queja porque no le dejan lugar.
Los grandes aparecen. Son varios, tal vez
muchos. Man detiene la fila con el brazo extendido y deja el recipiente en el
suelo con sumo cuidado.
—¿Qué se
creen que son? —dice el grande más alto y robusto. Tiene un palo entre las manos y lo agita
como si deseara azotar el aire.
—Agua —dice
Man. Un murmullo
afligido se eleva entre los últimos rayos del sol; volutas transparentes que se
balancean, suaves, cobardes. Tienen el mismo olor del miedo y el color terroso
de la supervivencia—. Somos agua —repite.
—¿Estás loco?
—dice Jud.
El grande más
grande avanza un paso, pero Man ya sabe que no tiene necesidad de tocar el agua
del cuerpo para convertirla en filosas y frías agujas. El rostro del grande se
contrae y el bastón se desliza de sus manos. El cuerpo se hincha y estalla.
Amplios surcos, vetas como relámpagos tintados de escarlata, aristas, pozos
oscuros, una docena de manchas ilusorias. El grande está muerto y los otros
miran alelados.
—¡No se
acerquen! —grita Man—. ¡No chupen de su cuerpo! —insiste. Conoce a los suyos;
sabe que la impaciencia es más fuerte que la prudencia. Pero Sal comprende el
mensaje y repite las palabras de Man.
—No chupen. Es
malo.
El grande está
muerto, pero el estupor vive y prolifera entre sus compañeros como una ola de rocas que se
desmoronan, una sobre otra, desde lo alto de la montaña. Chillan, se
atropellan, resoplan; algunos se arrojan al suelo y otros saltan como espiras y
quedan enredados en sí mismos.
—Vamos a
lastimarlos por adentro; a todos —dice Fin con algo que se parece a una antigua
mueca de los labios y las encías.
—No —dice Man,
que no quiere herir a nadie, que solo desea defender a Sal—. Yo lastimo, si
quiero; es mi agua como cuchillo. Pero no voy a lastimar a nadie más. Ellos ya
saben lo que puedo hacer si no se van —agrega señalando a los compañeros locos
del grande con una mano huesuda y sarnosa.
—¡No nos vamos
a ir! —grita desesperado el grande que se ha puesto a la cabeza de los otros y
saca un arma de fuego del cinturón. Man sabe que es eso—. Los vamos a aplastar
a todos, basuras. Debimos hacerlo hace tiempo, por lo que sirven.
Fin repite el
gesto y otros lo imitan. Pero Man no tiene tiempo para risas y se apresura a
transformar el agua del cuerpo de los grandes que se derrumban de inmediato
entre vómitos de fuego y se retuercen y se fríen por dentro como gusanos y se pudren y se esfuman.
Las ratas,
alertadas por la primera sangre, se lanzan en oleadas sobre los muertos
frescos, pero las espinas hieren sus hocicos y pinchan sus lenguas; huyen
espantadas. El baldío está limpio.
—Los muertos
por el hielo —recita Man sin saber de dónde salen las palabras—, serán
calentados por el sol y podremos beber de ellos.
Un largo y
extenso ronquido acompaña las palabras de Man. No sabe qué ha ocurrido; algo
opera a través de él, sin participación de su voluntad.
—¿Cuándo? —dice
el ronquido.
—Mañana, o
nunca. Soy el que lleva un cántaro de agua —dice Man, y una vez más ignora de
dónde salen las palabras. Pero son palabras sólidas y las aceptan, como aceptan
que el agua es líquida y puede convertirse en cuchillo.
—¿Cántaro?
—dice Fin. Nadie sabe qué es un cántaro. Pero no les importa. Rodean a Man y se
arrodillan a su alrededor. Sal se acerca y le entrega sus lágrimas. Man las
convierte en sabrosos bocados. Todos le dan saliva, orines y sangre y Man
altera los líquidos y los transforma en puñados de materia comestible.
—Vendrán más
grandes, con mejores armas —dice Man—. Nos matarán a todos si nos quedamos
aquí.
—Cavemos
agujeros —dice Jud—. Seremos ratas.
—No importa la
bebida —dice Man—. Tengo toda la que hace falta. —Y les muestra el agua.
—Invisibles
como el aire —dice Sal.
—Muros —dice
Fin—. Chocarán contra nosotros.
—Solo puedo
volver dura el agua —dice Man—; ese es mi poder, no otro. —Sigue sin saber por
qué dice lo que dice y las palabras, tumultuosas, se le acumulan en la boca sin
dientes.
—Sin dientes
—repite Tel, como si hubiera oído los pensamientos de Man. Todos han perdido
los dientes hace tanto tiempo que no recuerdan haberlos tenido alguna vez.
—Vamos —dice
Man, y todos lo siguen. La noche ha caído sobre el baldío y la tierra roja
encharcada gruñe con voz áspera y contrariada bajo los pies desnudos. Todos miran una
y cien veces hacia atrás, a medida que se alejan de tanto alimento
desperdiciado.
Recorren las
ruinas de lo que, se dice, era un lugar de los grandes; gibosos túmulos ocultan
secretos del pasado. Pocas veces se han alejado tanto del rancho y nunca antes
han tenido que huir de los grandes.
Jud se
acerca a Man y habla en susurros.
—Necesitamos
dientes —dice—, para comer la carne de los muertos.
—No —dice Man—,
somos agua. Hemos sido bendecidos por el agua. No sé cómo, pero este es nuestro
alimento secreto.
—No te entiendo
—dice Jud—, es tu secreto. —Sal se acerca, y Fin y Tel. Todos rodean a Man y se
detienen. No volverán a avanzar si él no les entrega el secreto del agua.
—No hay secreto
—dice Man. De pronto, como si un alud de sabiduría hubiera bajado del cielo y
un manantial de experiencias brotara de las profundidades de la tierra,
comprende, se siente fuerte y capaz de entender. Se acuesta de espaldas y el
barro lo acoge como un lecho de espuma. Abre los brazos y expone sus regiones
más vulnerables: el cuello, las axilas, el vientre—. Esta es mi sangre —dice—.
Chupen de mí y serán fuertes y podrán enfrentar a los grandes con mis armas. No
hay secreto. No hay otra fuerza que la que nace de estar juntos. Juntos los
enfrentarán y los vencerán.
Todos, Sal y
Tel y Jud y Fin, y los viejos y los nuevos, en lugar de avanzar retroceden. Las
palabras de Man son más filosas que las agujas de hielo. El aire se
estanca, el tiempo se detiene, la muerte se ríe oblicuamente, ansiosa por cobrar
sus presas de una buena vez. El largo y urgente ronquido regresa para expresar el miedo y la
asfixia. No saben, no pueden, no quieren. ¿Qué significado se puede asignar a
la oferta? No hay secreto. Esta es mi sangre y mi sangre es como el agua. Serán
fuertes y podrán enfrentar a los grandes.
Sal es la
primera que se acerca, se arrodilla y ve que en el cuello de Man se abre un
surco como un tajo, como si el agua, convertida en una púa filosa, rasgara la
carne y la piel desde adentro. La sangre mana.
—No la
desperdicies —dice Man—. Es tu alimento.
Sal se inclina
y chupa. La sangre de Man es dulce y la sacia en un segundo. Los otros se
arrodillan y lamen y maman y succionan y tragan como poseídos por una fuerza
que los arrolla. El cuerpo de Man se convierte en isla flotante, en imán, en
ojo de tormenta. El cuerpo de Man se expande y se rompe en mil pedazos. El
cuerpo de Man desaparece en las bocas desdentadas de los infelices sin edad ni
lugar en el mundo. Se disuelve. Se hace agua.
Los grandes llegan abrazados a sus armas,
pletóricos de furia. Los sensores han marcado la posición del enemigo. Esta vez
no fallarán. No quedará una molécula que recuerde a los parias.
—¡Alto! —grita
el más grande de los grandes. Alza una mano con urgencia y olfatea—. Es aquí.
—Pero el solar está vacío. Solo se divisa un manto que resplandece, lánguido,
entre los retazos de luz de las linternas. El grande ordena que enciendan los
reflectores, da un paso hacia adelante y resbala en la fangosa orilla del
estanque. Algunas risas inquietas rematan la caída, pero duran lo que tarda el
suelo arenoso en ablandarse y hundirse como una manta que cubre un socavón. Los
grandes se precipitan por el agujero y cuando llegan al fondo son solo agua que
se mezcla con el barro. Se oyen algunos chapoteos, como si una fiesta acabara
de empezar; luego silencio. Cuando las ratas se asoman al borde del pozo ven a
las criaturas transparentes que tratan de ascender atrapando la luz de las
estrellas con fuertes y desmañados manotazos. Intentan ponerse a salvo, pero ya
es demasiado tarde. Vuelven a caer y se disuelven.
Sergio Gaut vel
Hartman es un escritor y editor argentino nacido en Buenos Aires, Argentina, el
28 de septiembre de 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (cuentos, 1985). Las Cruzadas (ensayo, 2006), El universo de la ciencia ficción
(ensayo, 2006, Premio Ignotus), Espejos
en fuga (cuentos, 2009), Sociedades
secretas de la historia argentina (ensayo, 2010), Vuelos (cuentos, 2011), Avatares
de un escarabajo pelotero (novela, 2017, Premio La máquina que hace Ping!),
Otro camino (novela, 2017, finalista
del Premio UPC), La quinta fase de la
Luna (cuentos, 2018), El juego del
tiempo (novela, 2018, finalista del Premio Minotauro), Cuerpos
descartados (cuentos, 2019), Carne
verdadera (novela, 2019) y El día que
llegamos a Marte (2023). Ha compilado una treintena de antologías, entre
las que se destacan Ficciones en los 64
cuadros (2004), Mañanas en sombras
(2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo
(2007), Los universos vislumbrados 2
(2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos
(2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extravagancias
(2019) y Estaño y plata (2019). Fue
finalista de los premios Minotauro, U.P.C., Palindromus, Las nueve musas,
Projecte LOC/Ajuntament de Cornellà, Bonaventuriano y Manuel Mujica Láinez,
entre otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario