Juan Pablo Goñi Capurro
Soy un adicto a ti, confesaba Rodrigo a través de los parlantes. Liz quebraba las caderas haciendo alarde de su gran capacidad para fingir felicidad. Los muebles castigados no la acompañaban, la cerveza barata no la acompañaba, las paredes desconchadas no la acompañaban, Abel no la acompañaba. La morena le tomó las manos, consiguió arrancarlo del sillón, logró que siguiera sus pasos y la hiciera girar bajo el brazo velludo; no consiguió con ello que la acompañara. Imposible vincular la mente absorta del joven con el cuerpo sabroso que lo abrazaba. Liz se rindió, lo soltó y fue por otra cerveza. El cuerpo de Abel regresó al sillón, el cerebro siguió conectado al pasado reciente.
En la cocina, Liz rabiaba. Por una vez
que la vida se descuidaba y les ofrecía una buena, el señor volvía a la maldita
costumbre de atender a su absurda obsesión. Tres cuadras habían hecho desde el
bar donde cerraron trato, venían saltando en la vereda como dos niños felices,
cuando al señor se le ocurrió mirar al cielo; ella no se dio cuenta de que la
había abandonado, continuó dando cabriolas durante cincuenta metros hasta
advertir que faltaba. La sonrisa se escabulló al completar el giro y mirar
hacia atrás; mentón alzado, cabeza echada hacia la espalda, Abel estudiaba los
puntos blancos del firmamento con la dedicación que le conocía. Puteó, se
revolvió, y exhaló su furia antes de retroceder para traerlo con ella. El señor
estaba convencido, esta vez era un ovni de verdad. Durante el resto del
trayecto Liz habló en vano de las maravillas que lograrían cuando estuviera
cobrado el nuevo trabajo. Los abrazos de celebración no tuvieron respuesta;
indolente como materia inorgánica, Abel la dejó hacer sin disimular siquiera el
desinterés. Llegaron a casa, puso música para celebrar, abrió cerveza, se
tomaron una, y el muchacho continuó en modo piloto automático.
Meses esperando una oportunidad; la
perderían, como perdieron tantas otras. Los supuestos platos voladores se
aparecían siempre cuando les sucedía algo bueno, los alienígenas complotaban
para joderles la vida. Abel estaba convencido de que vendrían por él, no había
forma de quitarle esa absurda idea de la cabeza. Liz sintió el deseo de
machacarle los sesos contra la mesada revestida en fórmica para ver si así
adquirían sensatez. Su pareja no era el primer huérfano que conocía; tuvo dos
compañeros de escuela que perdieron a sus padres a los pocos años de edad y
trató alguno más en sus distintos trabajos. A ninguno se le ocurrió que los
padres habían sido abducidos; a él tampoco, hasta que consultó una vidente para
enterarse del sitio donde estaban los cuerpos que no encontraron en el
accidente. La vidente no tuvo mejor idea que hablarle de los raptores
extraterrestres y él encontró que era la única explicación válida para la falta
de los restos. Un alud los había pasado por encima en zona de nieves eternas,
entre inexploradas grietas traicioneras de cientos de metros de profundidad;
allí estaban los cadáveres, en sitios recónditos a los que nunca accederían.
Una y otra vez en esos años, Liz se
preguntó hasta cuándo lo soportaría. La empatía inicial por el joven que
buscaba respuestas se fue erosionando ante la repetición de episodios
negativos. Vivían en una casa que se les caía encima porque Abel no podía
resistirse ante cada congreso de ufología; se esfumaron los ahorros, vendió
cuanta cosa medio nueva encontró a mano, desde el auto hasta los televisores de
LCD. Había viajado a Estados Unidos, a Europa, dejándolos sin auto, sin
celulares de última generación, sin vacaciones. Perdieron una decena de
trabajos porque coincidían con alguna de esas estrafalarias reuniones de
chiflados que llenaban los bolsillos de los impiadosos de siempre, que un día
organizaban conferencias sobre ovnis y a la semana siguiente congresos de
terraplanistas; peor, a veces abandonó los trabajos empezados por esa causa,
así les quedó la reputación. En vano intentó hacerle ver que lo estafaban.
Parada delante de la heladera recuperada del patio de su madre, Liz se dijo que
tenía que tomar una resolución dura para hacerlo despertar.
Sacó la segunda y última botella de
cerveza. La destapó, frente al voluminoso televisor que les cedió el vecino
cuando renovó el que tenía en el quincho que usaba una vez al mes para los
asados. Dejarlo era la única resolución que podía afectarlo. ¿Qué futuro le
esperaba allí? Esa noche se iría a la cama sola, Abel esperaría a verla dormida
y subiría al techo, a seguir la trayectoria de las supuestas luces
inexplicables que vio en el camino. Mil noches pasó ella en vela; angustiada al
principio, cuando descubrió el misterio de su despertar junto a un lado de la
sábana sin marcas de uso, triste cuando se acostumbró a la repetición. Ni qué
hablar en la ruta, cuando detenía el coche hasta asegurarse que eran los focos
de un vehículo las luminosidades que le habían llamado la atención.
Liz bebió en la cocina; no era fácil
decirle que lo dejaba. Lo había pensado otras veces, pero siempre le concedía
otra oportunidad. Se juró que esta vez no sería así, se iría y conseguiría otro
socio para encarar el trabajo que acababan de encargarles, ella se merecía una
vida mejor. Se sirvió otro vaso. El CD de cuartetos había terminado, la casa
estaba en silencio. La tentaba ir a verlo, sacudirlo un poco, besarlo. Se sentó
para resistir esas oleadas de conmiseración que hacían temblar los pilares de
su firmeza. Dejarlo era la única forma de no enloquecer de frustración. Sirvió
un tercer vaso, acabaría la botella sola; total, Abel no se daría cuenta.
Sorbió la espuma. Lo escuchó caminar. Alzó los hombros, respiró con fuerza. Los
pasos se desviaron hacia el baño, o a la habitación; otra decepción. Por las
dudas, decidió esperar en la cocina; cruzarse con él antes de armar el bolso la
desarmaría. Carecía de defensas ante su rostro vacío.
La cerveza se esfumó. Liz se notó un
tanto mareada. Volvió a oír los pasos de Abel; no se ilusionó, retornaba a la
sala. Lloró sobre los brazos, ávida de una mano que le acariciara los hombros,
de palabras dulces que la confortaran. Abel no se las daría si estaba pensando
en métodos para llamar la atención de las naves; aseguraba que no lo
encontraban, por eso volvían. Lo decía convencido, en el techo tenía montado un
aparato luminoso, una especie de faro. Ella temblaba pensando en la endeblez de
los caños utilizados en la construcción del absurdo artefacto, lo veía caído
sobre el paredón de ladrillos del vecino del fondo. ¿Cuánto más podía soportar
antes de desfallecer? Era mejor irse mientras tuviera fuerzas para empezar otra
vez. Lo dijo en voz alta, dio un golpe a la mesa y encaró la habitación.
La maleta rosa estaba sobre el ropero
que se sostenía en pie con una pila de libros completando la pata que le
faltaba. Hizo equilibrio sobre la indecisa cama para alcanzarla. Abrió los
cajones y seleccionó mudas de ropa interior, remeras, blusas, faldas, pantalones.
La elección fue rápida, no quería detenerse, no quería pensar en lo que estaba
haciendo. El optimismo que se mantenía vivo debajo de las capas de realidad, le
decía que Abel iría por ella, que la separación no duraría mucho. Abrió la otra
hoja del ropero, donde colgaban las camperas. Pasaba las perchas y lo escuchó.
Detuvo las manos. Tragó. Se volvió. Abel estaba en el vano de la puerta,
contemplándola con ojos vidriosos. Las piernas de Liz oscilaron, no podía
hablar.
Él arrancó de pronto y fue hacia ella.
La abrazó con fuerza. Las lágrimas de ambos se mezclaron al pegarse las
mejillas. Liz tardó en reparar que las de él emanaban de la alegría. Se apartó.
Sí, sonreía.
—No entiendo, Abel, ¿te pone feliz?
—¿Cómo no me va a poner feliz que te
vengas conmigo? —replicó, y sacó el bolso que tenía escondido debajo de la
cama.
Juan Pablo Goñi Capurro es un escritor y
actor argentino, radicado en la ciudad de Olavarría, nacido el 11 de octubre de
1966. Publicó: “Soltando la mano”, La Verónica Cartonera, España 2020; “El
cadáver disfrazado”, Just Fiction, 2019; «Agosto», «Destino» y «Cabalgata»
(Colección Breves), 2019; “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de
papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA
2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera, 2015. “Alejandra”
y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. Ha publicado más de quinientos
trabajos en antologías y revistas.
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