martes, 14 de noviembre de 2023

YOCASTA DANZANTE

 Cristian Mitelman





Vuelves a la casa de la madre y antes de abrir la cancel ves al anciano que está enfrente. Enhiesto, con esa forma de pararse propia de los que se han ejercitado. Sientes que te observa, pero no lo conoces; no lo has visto nunca. Un pequeño crujido de la llave; nada que no se solucione con un poco de aceite. Entras y al principio ves que todo sigue igual. Y es que no puede ser de otro modo: la casa está sola porque tu madre murió hace tres días y ahora viene esa etapa de indefiniciones que siguen a toda muerte: hay que vender la casa, te ha dicho tu abogado, pero antes hay que hacer la sucesión, es un trámite obligatorio; no hay venta sin sucesión.

Ahora que miras las paredes levemente descascaradas piensas que de a poco ese mundo irá disolviéndose, porque alguien entrará a vivir más adelante y es seguro que pintará y tal vez levante el parqué viejo para poner algo nuevo, más funcional. La madera de caldén ya no abunda; nadie va a arreglar las duelas rotas buscando una madera que en las mismas carpinterías han olvidado.

Incluso las molduras deterioradas van a terminar yéndose. Lo sabes: cuando muere el último viejo de una casa, la casa también entra en la etapa final de su propia agonía. Por eso miras la luz levemente verdosa que entra a través de los vidrios esmerilados y quieres atesorar esa tonalidad que no has vuelto a encontrar en ningún otro sitio en el que has estado desde que te fuiste a hacer tu vida.

Hay una botella de agua mineral por la mitad. Hace calor: tomas del gollete. Antes de que la internaran tu madre se habrá servido de ella. La terminas para saber que algo también se cumple con ese pequeño ritual. Miras la heladera. Mejor sacar los restos de comida: evitar la previsible descomposición de una ensalada de pollo y de algunos tomates que han sobrevivido a la última cena de la madre.

Encuentras una bolsa de plástico y en ella vas metiendo lo que debe desaparecer del mundo lo antes posible. Para lo otro ya habrá tiempo: ese inmenso basurero que no sabemos dónde está logra acomodar las piezas de los que se han ido.

¿Y con la ropa? Donarla, ¿qué otra cosa puede hacerse con esa ropa? Llevarla a la Iglesia de la Merced; el domingo reciben donaciones. No es tanto lo que hay, pero imaginas que deberás hacer dos o tres recorridos. Con alguna culpa piensas que no quieres conservar nada de la madre. La decrepitud y la muerte te han hecho más tímido de lo que siempre has sido. El cuerpo desvencijado, roto, casino (buscas el adjetivo y todos te suenan fraudulentos) te genera tanto pudor como cuando eras niño y te hacían recitar un poema o te ponían en ridículo en alguna fiesta familiar. Los hombres no crecen: simplemente envejecen. Pero los miedos son los mismos y aunque las fobias cambien un poco el rostro, básicamente son hermanas unas de otras.

Abres algunos cajones. Buscas el anillo del que te habló tía Beba. A tu madre le dieron uno y a mí otro. Así le dijo tía Beba. Y nos prometimos que cuando una partiera, le pasaría su anillo a la otra. La tía temblaba al hablar. Le prometiste buscar el anillo apenas fueras a la casa. Entonces te viene a la mente algo que, si bien nunca habías olvidado, conseguiste atenuar con los años. En tu juventud le habías ofrecido un anillo a Florencia. Y luego ella eligió a Chávez. Más que doloroso (¿por qué negarlo?) te pareció fuera de toda razón. Ella misma te había hablado de Chávez como un tipo algo elemental en sus gustos. Ella misma te había jurado que a veces no lo soportaba; ella misma te había dicho que lo conocía desde la escuela secundaria y que habían empezado una especie de noviazgo entonces, pero que eso ya no tenía demasiado sentido. Le regalaste aquel pequeño anillo mientras paseaba por Plaza Italia. Lo había hecho un artesano que se había instalado allí, con la guitarra y el mate. Te gustó que alguien tuviera ese tipo de vida que nunca te animarías a vivir; te gustó comprarle el anillo como uno de tus pocos gestos intempestivos y colocarlo en el anular de Florencia; te gustó que ella no rechazara el gesto y te mirara del modo en que deseabas que te mirase. Y dos meses después, sin que lo terminaras de comprender, ella se fue a vivir con ese Chávez al que le había ido bastante bien en la vida, según te enteraste después: una mente pragmática que había sabido unir su vida con el de las empresas y sus empresas con la política. Es cierto; luego tuviste algunas historias, pero fueron amores tristes, de esos que se viven para no pensar en el otro, en ese que como un falso arquetipo en un rincón de los pensamientos y que siempre está ahí, presente como cualquier fantasma.

Si tía Beba no te hubiera hablado del otro anillo, lo más probable es que no hubieses entrado en esas galerías de la mente. Pero la cuestión es que el anillo de la tía no aparece en ninguno de los cajones. Sólo van surgiendo las típicas fotos que se han puesto levemente sepia. Ella no quería exhibirlas como en algunas casas cuyos cuartos están colmados de imágenes viejas. Un buen día ella las fue guardando hasta que sólo quedó un retrato de adolescencia, único signo del pasado, cuando ella empezó la carrera de danzas clásicas. El resto: las coreografías, su ascenso hasta ser primera figura, las notas en los diarios, el cuerpo juvenil, tenso y reconcentrado de quien ha hecho del baile algo más que una disciplina; todo eso ha sido expurgado de la cara visible de los cuartos de la casa y ha ido a parar en carpetas no demasiado prolijas a cajoncitos y placares. ¿Qué puede hacerse con todo eso? ¿Qué sentido tienen aquellas escenas que fueron fijadas aun antes de que nacieras?

Hay también fotos familiares. En una reconoces a tus padres. Los dos son demasiado jóvenes: no deben tener más de veinticinco o veintiséis años. Piensas que pudo haber sido hecha en la luna de miel. Eran jóvenes, aunque en los rostros juveniles de hace más de sesenta años ya hay algo excesivamente adulto, como si oscuramente intuyeran las catástrofes del mundo venidero.

Miras las fotos y recuerdas cuando ella te las mostraba y te decía en qué teatro, en qué representación. Siempre tuviste la sensación de que el pasado de tus padres siempre había existido en verdad antes de que nacieras. No les prestas atención a las imágenes, sino al recuerdo del día en que contaban tal o cual escena, esta o aquella anécdota. Prefieres no detenerte demasiado. Y además debes tomar el tren a tu casa y mañana tienes que madrugar. Te ha tocado la primera hora y piensas que a esa hora todos tus alumnos también van a estar aletargados. Debes explicar algunas cuestiones de Lógica, pero no tienes el más mínimo deseo de dar esa clase. Te han llamado de la Facultad; te han dicho que puedes tomarte el día. Les has dicho que no, que está bien así, que es mejor la rutina. En otra época eso te hubiera servido para las ambiciones de la vida de cátedra. Ahora es un gesto tan vano como real: no quieres que la muerte de la madre sea una intromisión más en tus hábitos.

Vas a la estación Sur, donde deberás esperar media hora para que salga el Expreso que te lleve a tu estación. Un viaje de casi una hora que has hecho cientos de veces, por lo cual has visto el deterioro de la realidad. Al principio fue un tipo pidiendo, luego dos; luego un ejército de vendedores de pequeños artículos inútiles; más tarde los que entregaban alguna estampita, en especial la de San Expedito, para que se desaten los nudos y se cumplan los deseos, y por último nuevas versiones de pedidos: el que se acerca a dar la mano (Dios de los Ejércitos, cómo los detestas, cómo detestas esas manos a mitad de camino entre la costra y la llaga); las jóvenes con las criaturas colgando de los pechos como marsupiales híbridos, el que vocifera su enfermedad incurable. Sientes culpa por detestarlos: quisieras no verlos aunque no en un sentido destructivo, como has escuchado tantas veces, porque siempre está el señor que habla de estos negros vagos y drogadictos a los que hay que mantener; siempre hay un señor que con enjundia explica que por cada trabajador hay cinco o seis de estos parásitos; siempre hay una señora que asiente. Todo eso es lo que has visto a lo largo de los miles de viajes que has hecho hasta la estación en la que bajarás para luego caminar otras quince cuadras más adentro, hasta llegar a esa casona vieja que también es de tu familia y que te has encargado de que no se convirtiera en una de esas taperas ocupadas. Sientes culpa porque existen y a la vez la sensación de rechazo es más fuerte, por lo que siempre tienes algún billete a mano para quitártelo de encima y rezar para que el papel vaya de tu mano hacia el otro y que la piel no roce su piel, porque eres tan asustadizo con las enfermedades que cualquier suciedad, cualquier resto de sangre o vómito o escupida te saca de quicio y entonces una fría transpiración te circula por la espalda. (Te odias por ser así; admiras oscuramente a los que pueden vivir con esa gente o rozarlos sin problemas; los admiras y te sabes cobarde, tan cobarde como para que los demás sientan que eres cobarde.)

Pero hoy te sucede algo raro. Te has subido al tercer vagón. No hay demasiada gente. Va a anochecer enseguida. La ciudad se irá diluyendo hasta entrar en esa zona híbrida donde aparecen galpones que resguardan colectivos que tienen allí su terminal. Hay algo de osamenta de dinosaurio en aquellos colectivos sombríos. La locomotora irá pasando por estaciones que siempre tienen otra línea de rieles con locomotoras muertas y vagones carcomidos por el óxido. Más allá se ve el riacho que separa a un distrito de otro y el modo triste en que las aguas negras se las ingenian para absorber el último sol de la tarde. Aguas muertas.

Se te acerca una mujer muy vieja, pero no te pide nada. Simplemente te pregunta cuánta plata hay ahí. Y saca un manojo de billetes que ya han dejado de circular hace décadas, vencidos por la inflación de un siglo. Recuerdas haber usado esos billetes en la infancia: tres marrones eran un sándwich; con el azul te alcanzaba para agregar algún jugo. La vieja te muestra también un billete violáceo y otro rosa con una enorme cantidad de ceros.

¿Cuánta plata es esto?, te pregunta de nuevo. Y no sabes qué responderle. En los ojos de la anciana hay un brillo que es eso, el fermento de la angustia. ¿Qué decirle? ¿Existe alguna forma de piedad?

Cuide la plata, señora, le dices. No sea que le vayan a robar.

Y la mujer se va agradecida, como si le hubieras dicho lo que en verdad necesitaba. ¿Qué otra cosa podías hacer?, te dices. Te conmueve que un enunciado falso (ni siquiera un enunciado, sino la implicancia de lo que has dicho) sea más real que cualquier enunciado verdadero.

Al otro día el mundo se reacomoda un poco. Vas por los pasillos del primer piso. A esa hora de la mañana la luz de los tubos fluorescentes te incomoda la vista, como si el glaucoma que crece en tus ojos te dijera que más tarde o más temprano vas a ver todo con la opalescencia triste de un acuario atardecido.

Anotas algunas fórmulas. Es la primera clase de la mañana. Todos están adormilados. En una época ese silencio de la primera hora te molestaba. Sabías que las mentes todavía estaban luchando contra el sueño y contra tu voz monocorde que se internaba en las tablas de verdad; en las combinatorias proposicionales, en alguna que otra sutileza que en ese momento de la jornada nadie vería cabalmente. Ahora prefieres ese silencio que ya no indaga en los problemas. Avanzar sin escollos es una forma de no pensar. Te internas en las proposiciones condicionales: Las quieres pasar rápidamente y apelas siempre al mismo ejemplo: “si esto es un gato, entonces es un felino”.

“Si es verdad que es gato, es verdad que es felino”, avanzas. Da resultado

“Puede que sea falso como gato, pero un ser puede ser felino. Un tigre es un gato que no es un felino. La proposición sigue siendo verdadera”. Miras entonces algunos semblantes extrañados.

“Puede ser que un ser sea falso como gato y falso como felino. Un perro no es gato ni felino. Si ambas proposiciones son falsas, el enunciado sigue siendo verdadero.” Algunos toman apuntes rápidamente. Tal vez no entiendan cómo dos falsedades llegan a una verdad, pero es mejor tenerlo agendado. Vida de estudiante: primero se anota; luego se comprende.

“Sólo es falsa la proposición en la que es verdadero que sea gato, y falso que sea como felino”, les dice. “No se puede ser un gato si no se es felino.”

Ya está: anotas rápidamente la tabla de verdad y de pronto una joven te interrumpe.

“No siempre es así”, te dice.

Hay una pequeña lucha en tu interior. Te muestras interesado en que alguien, aunque sea por un momento, crea que puede desafiar una regla lógica. Sonríes. Esbozas un ladino: “¿Por ejemplo?”

Y la joven arremete: “Si alguien nació en noviembre es de Escorpio”.

No entiendes, pero eso a la muchacha parece no importarle. Tiene cierta prepotencia adolescente que te causa un leve temblor.

“Se puede nacer en octubre y ser de Escorpio”, dice. “Se puede nacer en noviembre y no ser de Escorpio, como cualquier persona de Sagitario. La tabla de verdad que usted propone no se adapta a ese caso.”

Te permites una broma para salir de una situación que te atemoriza porque te lleva a uno de esos pozos que son un escándalo en tu vida.

“La lógica no cree en el Horóscopo ni en Lily Sullos; a lo sumo en el señor Horangel.”

Así le dices. Los otros sonríen porque no tienen ganas de que les compliquen demasiado el examen venidero. Te sabes un poco cretino; te sabes un poco cobarde. La joven también te sonríe, y en su sonrisa notas el desdén de quien sabe que te ha arrinconado pero que no va a seguir accionando. No te hará más preguntas: te abre la puerta para que escapes. Y escapas.

En tu casa, mientras te preparas una taza de té, buscar acomodar tus ideas. “Nace en noviembre y es de Escorpio. Si las dos proposiciones son verdaderas, la inferencia es verdadera. Es falso que nace en noviembre y es de Escorpio. La inferencia es verdadera. Es verdad que nace en noviembre y es falso que sea de Escorpio. La inferencia se mantiene verdadera. Es falso que nazca en noviembre y es falso que sea de Escorpio. El hecho es posible. La inferencia es verdadera. Un caso donde todas las tablas de verificación dan verdadero.”

Te consuelas pensando que ese enunciado no se adapta a la lógica binaria. Hay que hacerlo entrar en otro sistema; te dices. Para eso necesitarías un sistema de conjuntos con límites más precisos.

En ese momento suena el teléfono. Es tía Beba para preguntarte si has buscado en casa de tu madre el anillo que te ha pedido. Recuerdas que te lo dijo con alguna insistencia y que no le has cumplido. Una leve culpa te sacude. Le prometes volver. Sí, vas a mirar de nuevo. Has estado solo un momento. Es la primera vez que vuelvo a casa, tía, usted va a entenderme, le dices. Y la tía te dice que sí, que está bien, que cuando puedas. Para ella eso es importante: las promesas que se hacen dos hermanas adolescentes vuelven a ser importantes del otro lado del tiempo, cuando se entra en la decrepitud.

En un papelito, mientras la tía abunda en cuestiones jubilatorias, trazas las coordenadas de una lógica de conjuntos. Hay que delimitar intersecciones, piensas. La cuestión es dar forma lógica a las intersecciones. Tu mano izquierda traza un garabato en una libreta, una especie de signo de acople. Y la tía empieza a despedirse y de nuevo te recomienda a un oculista, que no descuides el glaucoma. Y establece una rápida genealogía de los que han tenido glaucoma en la familia y le prometes que vas a cuidarte; le aseguras que ya has sacado turno con el doctor Velarde; la consuelas diciéndote que lo conoces de toda la vida, que es un viejo amigo de la Secundaria; una vez más le dices que todo va a estar bien. Y le mientes. Velarde te lo h dicho: el glaucoma ha avanzado y ya no va a detenerse. Pero ese es tu secreto. Y quieres mantenerlo como si fuera lo único genuinamente tuyo en la historia.

Regresas el domingo bien temprano. Es ese momento de la semana en que la estación de trenes no está colmada y el viaje tiene la serenidad de los coches casi vacíos. Luego vas a caminar un poco por el barrio y si tienes tiempo irás a la Avenida de la Recova para recorrer las librerías de viejo.

Te internas en la penumbra y por primera vez entiendes qué es eso a lo que llamamos silencio. Porque la casa esta vez se ha hundido en un silencio pleno, como si estuviera protegida por una campana de cristal. Recorres las habitaciones; todas las cosas parecen estar unidas en un orden que no tardará en desvanecerse. Buscas en los placares el anillo; en las cajitas con recuerdos. Y otra vez las fotos. Ella, que luego de retirarse del baile no volvió a hablar más del asunto, conservó recortes, fechas, programas, comentarios. ¿Acaso los haya leído en los días de soledad? ¿Por qué los guardó? ¿Le decían algo? Hay más fotos. Por primera vez encuentras una foto de tu madre en ese momento en que se es joven y se es adolescente a la vez. Hay alguien al lado de ella. Es un muchacho y, para tu asombro, no es tu padre. El joven está vestido con el uniforme del Liceo Militar Simón Bolívar. Es la típica foto de graduación. Piensas que en los rostros juveniles de otras épocas hay algo demasiado adulto, como si aquella generación hubiese crecido con más rapidez. Das vuelta la imagen. Con perfecta caligrafía alguien escribió: Para Sofía, de Mario. Y una fecha que te hace entender que ella rondaría los diecisiete o dieciocho años. Casi con rubor piensas que tu madre tuvo que haber sido una mujer joven; tuvo que haber sido deseada; tuvo que haber tenido sus amores.

Y sin proponértelo, con la bella obscenidad de todo hallazgo fortuito, ves el anillo que reclama la tía Beba. Lo tomas. Sales a la calle. Ves a un anciano en la vereda de enfrente. Está ridículamente vestido con un traje militar apergaminado y en la mano, como una mezcla de cursilería que viene de otras napas del tiempo, lleva unas flores. Te mira. Vuelve a mirarte como hace unos días.

La señora ha muerto, le dices.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia. 


 



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