martes, 21 de noviembre de 2023

BIFICCIONES (DOS)



BAJO LA SUPERFICIE

Rosa Lía Cuello & Joyce Barker

 



Debía apurarse, la marea comenzaba a subir y faltaba mucho todavía. En una pequeña franja alargada de arena, entre las olas y un enorme paredón, el sol comenzaba a hundirse frente a sus ojos. Tenía la piedra en sus manos, la había encontrado sobre una roca solitaria que dividía la arena del agua de mar. “Tuve suerte de encontrarla, si me hubiera demorado, la hubiera perdido para siempre”, pensó mientras corría al extremo, aún lejano. Faltaba mucho para llegar al montículo de piedras que unía esa pequeña playa con la principal, la segura, la turística. Pero el mar subía, y los cien pasos que la separaban de la salida de ese corredor peligroso, se alargaban cada vez más. El cielo comenzó a oscurecerse, y el calmo colorido comenzó a tornarse azul y naranja, los colores que la acompañarían hasta el final del camino, si es que lograba llegar.

Sólo quedaban dos metros de arena, medidos desde el borde del mar hasta el enorme acantilado de piedra. Las olas trataban de equilibrarse con la altura de su borde natural. “No voy a alcanzar a llegar al otro lado, el mar me va a cubrir en unos minutos; si no fuera por esta piedra, ahora estaría con mis amigos en la casa que arrendamos”. La piedra era verde oscuro, con vetas doradas, de bordes redondeados, y le cabía en su mano, como si hubiese sido pulida con las medidas de su palma a medio cerrar.

Corriendo sin parar, miró a su izquierda: una ola enorme y oscura venía a buscarla. “No me queda más tiempo, tendré que escalar el acantilado”. Guardó la piedra en su bolsillo y comenzó a trepar el muro. Al escalar un par de metros, miró hacia atrás y se encontró con la enorme masa de agua que iba directo a su encuentro.  Se aferró con todo su cuerpo a las rocas, cerró los ojos y dejó que la ola la golpeara con fuerza, tratando de no soltarse para evitar que el mar se la llevara a su propia muerte. Pero el agua estaba tibia, tampoco la golpeó, como se suponía, y estando cubierta por completo, pudo respirar bajo el agua; “¿habré muerto?”.

No, no era posible lo que estaba pensando, después de tanto esfuerzo, de tanta corrida. El agua ahora estaba mansa y ella caminaba por la arena llena de caracolas, líquenes y pequeñas colonias de corales, que de lejos parecían piedras. Uno que otro pez pasaba cerca suyo, aunque no reconoció ninguna especie.

Sobre una roca, la más grande visible bajo el agua, estaba sentado un hombre que la miraba con insistencia. “Debo estar soñando” pensó; “estoy bajo el agua, él también, pero… ¿Qué hace acá?”. Daba la impresión de ser muy alto, y lo era: lo supo cuando él se paró de la roca y caminó hacia ella, con el torso desnudo y bien marcado, como si se ejercitara regularmente. Sus ojos verdosos contrastaban con el tono moreno de su piel. “Bueno, es humano, tiene dos piernas y dos brazos, como todos, y está caminando bajo el agua como yo. ¿Qué diablos hacemos nosotros dos acá? A mí me trajo mi imprudencia, debí ir a la casa enseguida pero no, me detuve a buscar la dichosa piedra”. A medida que él se acercaba, pudo ver que traía algo en la mano: era otra piedra, igual a la suya.  Sonriendo, se la mostró. ¿Qué significaba? En su mente escuchó la respuesta del hombre:

“El anciano me comunicó que cuando llegara una mujer con tus características, sería la hora: Traerá una piedra igual a la tuya, y cuando eso pase, deberá unir los dos trozos. Esto sucederá: Volverás a la superficie.” Y dicho esto, le entregó su piedra. Ella la tomó en sus manos y las juntó con lentitud, casi con miedo. En ese momento, el hombre desapareció y ella empezó a sentir que los rayos de sol le calentaban el cuerpo; supo que estaba tirada en la playa cuando escuchó a sus amigos:

—¿Qué te pasó, estás bien? Salimos a buscarte porque no llegabas, y te encontramos acá, toda mojada—. Ella abrió los ojos, pero no pudo contestar, porque allá, a unos metros sobre el acantilado, estaba él, sonriéndole enigmáticamente.


RUNAS

Claudia Lonfat & Patricio G. Bazán

 



De pronto me encontré entrando en una casa tipo chorizo del barrio de Flores, ubicada a doce cuadras de la plaza, trayecto que hice a pie para despejarme un poco la cabeza. Estaba bastante asustada. Juana se reía, claro, ella tenía mucha experiencia en estos temas; pero yo nunca había creído en nada y seguía sin creer, pero eran mis pies los que me llevaban.
Había conseguido la dirección en una revista del consultorio de mi dentista, que tomé al tanteo dentro del revistero. Me pareció muy extraña, ya que la portada tenía aparatos de ortodoncia; pero lo que había en su interior resultó bastante insólito, o tal vez alguien decidió matar el tiempo de la espera haciendo esa broma. Las primeras páginas mostraban hermosos paisajes de Europa, luego iba puntualmente para el lado de los países nórdicos, y terminaba mostrando monumentos vikingos. En las últimas hojas tenía una sección de clasificados donde se ofrecían diversos tipos de servicios, nada corrientes, ligados a cosas esotéricas.

Me interesó uno en particular con muchos símbolos o signos que yo desconocía, y en medio, a todo color, la foto de una mujer de mirada enigmática y enormes ojos azules con destellos violáceos –lentes de contacto a color, supuse al instante–, enmarcados en líneas negras gruesas y con un toque de blanco en el lagrimal. Su pelo, oscuro y ondulante, le daba el aspecto de una gitana.

Esa noche no pude dormir. No precisamente por la cirugía reciente en la que me extrajeron la muela de juicio, por la cual no sentía la mínima molestia, sino debido a las pesadillas que me sobresaltaron constantemente. A pesar de ser muy escéptica en esas cuestiones de la futurología, y sobre todo, en los encandilamientos amorosos con mujeres, igual no podía dejar de pensar en ella, Larissa Rök.

Concertar una cita no fue tan difícil como vencer mi propia resistencia a sumergirme en aguas extrañas. Y, de algún modo misterioso, ella lo sabía.

—La runa Hagalaz. Para evolucionar, debes abrazar los cambios. —Había dispuesto sobre una mesa redonda tres piedras lisas, no más grandes que el puño de un bebé, con signos grabados sobre una cara, simbolizando cada una mi Pasado, mi Presente y mi Futuro. La sala donde estábamos, la decoración, y hasta mi propia consciencia se desdibujaban al hechizo de su voz profunda, subyugante—. La Vida es un río de cambio constante: cada crisis te ha transformado y reconfigurado, pero tu esencia permanece inalterada.

Sonrió, enigmática, y creí percibir el eco de muchas voces incorpóreas que clamaban mi nombre, aunque no sonaba como el mío. ¿Era mi imaginación, o de los ojos de Larissa manaban… lágrimas doradas? —La sabiduría cuesta un ojo de la cara, pero eso ya lo sabes —prosiguió, muy solemne. ¡Esa voz!—. Has cambiado tu aspecto, pero no tu naturaleza. Y, mucho menos tu Destino. ¿Qué más estás dispuesto a hacer para escapar de tu propio Ragnarök?

—Bueno, he sacrificado una muela hace poco —bromeé, nerviosa. Al acariciar mi mejilla la noté áspera, como ajena—. ¿Me has llamado… señor? ¿Quién eres?

Bajó la cabeza y habló con los ojos cerrados, aún húmedos de rocío.

—Hela es mi nombre verdadero, como el tuyo es Óðinn. No podemos huir de lo que somos, ni engañar a las Runas. Has podido cambiar tu aspecto, pero no evitar los señuelos que he lanzado para atraerte hacia mí…

Odín… —Logré encontrar mi voz. ¿Qué estaba diciendo esta mujer? Que yo fuera una deidad sonaba absurdo, pero hacía que sonara plausible...

Entonces Larissa se arrimó a unos centímetros de mi boca, y su aliento me aceleró las pulsaciones como si estuviera corriendo. Sentí que ardía, pero de un modo distinto.

Me tomó de la cintura y me besó. Su lengua era una serpiente caliente y salada recorriéndome la boca, danzando, y en mi cabeza, aparecieron arabescos psicodélicos, flores que se penetraban y bebían mutuamente su néctar en una orgía de perfumes intensos. Yo estaba embriagada, como si hubiera bebido o consumido alguna droga. Pensé en los ojos de Larissa, en sus iridiscentes reflejos violáceos.

Cuando sentí que era capaz de devorarme, de consumirme completa, una sacudida me volvió a la realidad. Juana me miraba sorprendida.

—Disculpen la interrupción, pero llevo dos horas esperando en un pasillo oscuro. ¿Todo bien? —dijo Juana mirándome fijo a los ojos y de reojo a Larissa. Yo seguía embriagada por esa mujer. Apenas salimos, Juana me sacudió—. Creo que llegué a tiempo, esa mujer parecía un pulpo encima tuyo, como si te fuera a tragar —dijo asombrada—. ¿Te das cuenta de lo que acaba de ocurrir? Estoy temblando…

También yo me estremecía, pero por dentro. Aún sentía a Larissa en mis oídos, en mi boca, en mis carnes que aullaban su nombre y me exigían que volviera a sus brazos. Un violento tirón me devolvió al Aquí y Ahora: Juana me había arrastrado hacia ella justo cuando un tren atravesaba el paso a nivel de Yerbal. Ni siquiera había oído la bocina, o los gritos de advertencia de quienes esperaban para cruzar; mi cuerpo que ya no me pertenece, lo sé bien solo ansiaba regresar al caserón de la calle Condarco donde, como una fantástica araña en el centro de su tela, Larissa Rök seguirá urdiendo su tela con hilos de magia y engaño hasta el final de los tiempos.


LA ESMERALDA

João Ventura & Judith Shapiro




El hombre se despertó sobresaltado y su primer acto fue comprobar si la piedra todavía estaba en la bolsa que había abrazado mientras dormía. Se levantó del colchón de paja, se estiró, bebió dos sorbos de una botella colocada en el suelo junto a la cama sucia y se rio.

Recordó cómo había comenzado todo, su incursión en la jungla, basada en un consejo sobre la ubicación de una mina de esmeraldas. La forma en que se había resbalado y caído, sin poder moverse. Cómo, después de pasar una noche temiendo que pudiera ser la comida de un jaguar, lo había encontrado un grupo de indios cazadores, quienes lo transportaron a su aldea, donde el chamán curó su pierna herida y le dio de comer hasta que recuperó fuerzas. Se sorprendió al ver la enorme esmeralda, rodeada de amatistas, rubíes, topacios, y de la explicación que dio el chamán, de que la piedra era maligna, pues era capaz de sentir el mal en una persona y multiplicarlo cien veces. Solo la influencia de las otras piedras a su alrededor impedía que esta acción tuviera lugar.

El hombre había asentido con la cabeza, pero cuando se sintió fuerte, aprovechando unos momentos en que estuvo solo, puso la esmeralda en la bolsa y salió sigilosamente del pueblo.

Mala suerte para el chamán que estaba buscando plantas medicinales en el camino por donde yo huía. Tuve que cortarle el cuello para evitar que diera la alarma. ¡Y ahora tengo que ver dónde puedo vender esta piedra, que debe valer una fortuna!

De vuelta en la ciudad, el hombre convocó a los posibles compradores. Todos estaban maravillados por la pureza y tamaño de la esmeralda, y hacían ofertas millonarias para ser su dueño. Al cazador de tesoros le parecía poco y pedía más y más. Mientras esperaba la llegada del comprador correcto, dejó la piedra expuesta en su casa, sobre un pedestal colocado para tal fin.

Esa noche tuvo un sueño. Él se había convertido en millonario y vivía en una casa de fuego, rodeado por grandes obras de arte y con todos sus conocidos trabajando como sus empleados. En el sueño el hombre colgaba la cabeza del chamán en una pared y la esmeralda se reía, agrandándose hasta ocupar toda la escena. Ahí el cazador de tesoros se despertó.

Estaba sobresaltado. Tenía una sensación de urgencia que le subía desde las tripas y lo hizo salir de la cama. Algo lo llevaba hacia la piedra. Cuando la tuvo en sus manos una energía intensa comenzó a circular entre ambos. "Es hora", dijo una voz en su cabeza, "el mundo es nuestro y tu deber es hacerte cargo. No hay nadie más idolatrado que aquel que sabe hacer justicia por mano propia. Recuperemos lo que nos pertenece". Con los ojos ensombrecidos, salió a dominar el mundo.

Sin embargo, por una infeliz casualidad, cuando salió a la calle empezó un tiroteo entre dos bandas rivales de traficantes de drogas, y el hombre quedó atrapado en medio del fuego cruzado. Más tarde, su cadáver fue recogido con varias heridas de bala.

La esmeralda continúa en el pedestal donde él la plantara…


MAREA GRIS

Guillermo Corte & Sergio Gaut vel Hartman

 



Mientras contemplaban a la gente que caminaba por la plaza, en la radio del auto un rapero parecía suplicar que alguien terminara con su vida miserable. Sampedri no entendía la letra porque no sabía inglés, pero gesticulaba muy compenetrado con la canción mientras devoraba un Hot-Dog. En cambio Clara, que había aprendido el idioma de Shakespeare en la Cultural Británica, no tardó en manifestar su enojo.

—¿No te das cuenta que son puras idioteces?

—¿Qué cosa?

—Esa basura —dijo señalando el estéreo.

—¿Qué querés que ponga, Clara? ¿Chaigoski?

—Tchaikovski, Sampedri —suspiró ella.

—Hum… no me jodas —dijo mientras engullía un bocado—. Hace tres horas que esperamos ver a tu marido y su secretaria saliendo del hotel, y ni siquiera estamos bien ubicados. En vez de cruzar la plaza podrían tomar un taxi en la puerta, pero estás empecinada en complicar las cosas.

Clara no le contestó, se enderezó en un santiamén y sacó un artefacto del bolso.

—Parece que te olvidaste que acá está todo grabado en tiempo real —dijo punteando un pequeño disco rojo. Se oyeron gemidos—. Aún están cogiendo, idiota.

—Apagá eso, parece un alce en celo.

—Cuantos remilgos Sampedri… ¿vos querés la plata o no?

—Hay que tener estómago… ¿eh?

—¡No me importa! Que disfrute ahora el infeliz, porque dentro de unos minutos se le va a venir el mundo abajo.

—¿Estás segura de esta comedia? La tipa no se va a quedar callada cuando yo diga lo de los micrófonos.

—Yo no puedo decir nada, obviamente. Recordá que eso tiene que ser idea tuya, yo solo te contraté para que lo sigas a él.

—La Organización quiere los planos —dijo de pronto Sampedri. No parecía el idiota que disfrutaba el rap—. Que Kurnikova se acueste con tu marido es un daño colateral.

—Todo va a salir bien, la Organización va a tener sus planos, vos la plata y yo... esta vez le va a tocar sufrir a él, para variar.

Sampedri contempló a Clara con una expresión en la que se mezclaban la apatía del profesional entrenado y el fastidio generado por un trabajo desagradable.

—No estés tan segura.

Clara sintió que era mejor callar. Pensó un momento, y cayó en la cuenta del error que implicaba haberse unido a un idiota sin remedio, a un tipo deleznable que a lo sumo servía para hacer la vigilancia nocturna en un edificio de departamentos. Sin embargo, el sonido de la puerta del hotel cerrándose interrumpió sus pensamientos.

—Están saliendo, estate listo.

—Por fin —dijo Sampedri mientras abría la puerta del auto—. Terminemos con esto de una vez.

—Estás hablando como un matón de película hollywoodense. —Clara contempló a su socio circunstancial con un gesto de alarma—. ¿Acaso lo vas a matar?

—¿Por qué no?

—Teníamos un trato… —dijo ella tomándolo del brazo.

—¿Qué me vas a decir? ¿Que todavía lo querés? Lo escuchaste coger por tres horas y no se te movió una pestaña.

—¡Ese es mi problema, no el tuyo! ¿Qué te importa? —Sampedri la sacaba de las casillas. Había sido una pésima idea unir ambos propósitos. Y ahora estaba acorralada.

—Voy a hacer lo que pueda, Clara —dijo zafándose—. Tu marido sabía en lo que se metía cuando se unió a la Organización.

—Vamos… ahí vienen.

—No vamos a ninguna parte —dijo Sampedri, áspero—. Voy yo. La dama se queda sentadita en el auto.

—Tranquilo —dijo Clara; lo estaba apuntando con una Brownning 9mm.

—No quiero hacerte daño, pero no voy a dejar que hagas algo estúpido. —dijo Sampedri mientras bajaba del auto, como si nada.

Mientras tanto, a unos cien metros, Hugo escudriñaba los alrededores en busca de un taxi.

—¿Por qué no un Uber? —dijo Kurnikova.

—Mejor no quedar expuestos —respondió Hugo—. Clara…

El sonido de un disparo interrumpió su diálogo. Ambos se sobresaltaron. Hugo temió lo peor: que pudiera tratarse de un agente de la Organización. Desde que se había atrevido a robar los planos del Disruptor-X4000 se sentía amenazado por agentes de origen desconocido. Su presunto romance con la señorita Kurnikova no era otra cosa que una pantalla para desorientar a sus perseguidores.

—¡Clara! ¡Maldición! —Extrajo de su tobillo una pequeña pistola y se acercó rápidamente hacia el lugar desde el que, suponía, provenía el disparo—. ¡Vamos, Tatiana! Estoy seguro de que es Boris.

—¡Imposible! —La Kurnikova se detuvo en seco—. Liquidé a Boris ayer.

—¡¿Qué?!

—Sí… Boris iba a quedarse con los planos y asesinarnos querido —dijo, fría, mientras caminaban—. Tengo un nuevo contacto para la entrega.

Terminaron de cruzar la plaza y al llegar junto al auto vieron que Clara ya había puesto el cadáver de Sampedri en el baúl.

—Te presento a nuestra socia —dijo Hugo.

Ambas mujeres se limitaron a observarse mutuamente, con cierto recelo. Hugo miró en el baúl y observó a su antiguo compañero muerto. Sintió un poco de lastima.

—No me digas que enviaron al idiota de Sampedri…

—Sí, supongo que pensaron que un viejo amigo sería mejor, que te ablandaría —afirmó Clara—. Quería sacártelo del medio, así que arreglé un encuentro casual y fingí estar despechada. Resultaba que Sampedri también quería salirse de la Organización, así que le ofrecí una gran suma de dinero para que te siguiera, con lo cual accedió a que lo acompañe en todo momento en sus vigilancias. ¡No fue nada divertido!

Mientras la escuchaba, Hugo recordaba porqué se había enamorado de Clara cuando ambos se alistaron en la Organización.

—¿Por qué no me dijiste? No me costaba nada acabar con este idiota.

—¿Para qué? ¿Para que enviaran a alguien mejor? No, lo mejor era tenerlo controlado.

Además —dijo sacando el disco rojo­—, tenían micrófonos en todas partes.

De pronto, Hugo advirtió que Clara había estado escuchando sus maratónicas sesiones de sexo con Tatiana. Si bien ella era muy profesional, le llamaba la atención que no hubiera mencionado el tema ni siquiera de manera indirecta.

—Debemos irnos —dijo Tatiana mientras se oían las sirenas de la policía a la distancia.

Los tres subieron al auto, la rusa se situó detrás y Hugo comenzó a conducir a toda velocidad.

—¿Quién es el nuevo contacto?

—Yelena en persona comprará los planos del Disruptor, Boris pensaba traicionar a la Organización. Pero antes. —Una pequeña daga se posó, desde atrás, en el cuello de Clara —… ustedes van a darme algunas explicaciones... por ejemplo, por qué no los mato y entregó yo sola los planos a Yelena.

—¡Vamos Tatiana! ¡Sin mí nadie en la Organización creería su autenticidad!

—No podíamos decirte que yo sabía todo —agregó Clara—, era demasiado riesgoso.

—¿Tú sabías de los micrófonos? —le preguntó a Hugo, mientras una sensación de desagrado recorrió su cuerpo.

—¡No hay tiempo para eso! —gritó Hugo—, dinos cómo contactamos a Yelena. Si no entregamos los planos los tres podemos darnos por muertos…

—Con este móvil —dijo mientras sacaba un viejo Nokia 1100.

De repente, el vehículo frenó bruscamente mientras la daga buscaba clavarse en el cuello de Clara, pero sin éxito, ya que una bala salió del asiento del acompañante e ingresó en el cuello de la rusa. El auto se detuvo.

—¡Nooo! —gritó Hugo—. ¡No era necesario! ¡Maldita sea!

—Ya tenemos el contacto, no la necesitamos —dijo Clara, inexpresiva.

—¡Con un demonio Clara! —Hugo golpeó fuertemente el volante. Si bien su romance no era más una conveniente fachada, había desarrollado un extraño apego por la Kurnikova y confiaba en que saliera de esa situación con vida.

—¡Ahhrrggg! —bramó Clara liberando la ira contenida durante más de tres largas horas, tomándose la cabeza con ambas manos. —¡Tres horas hijo de puta! ¡¿Hacía falta cogerla por tres horas?! ¡Te odio!

—¡Tenía que ser convincente!

—¡Te odio! —Hugo advirtió que la furia no iba a mermar pronto.

—¿Y para qué…? —De repente, lo comprendió—. Vos no armaste esto para tenerlo controlado a Sampedri… ¡Querías estar al tanto de todo! Siempre encontrás formas de lastimarte a vos misma…

Clara calló. Podía sentirse la tenebrosa aura de rabia que la rodeaba.

—Mi amor… —intentó Hugo inútilmente.

—¡Ahhrrggg! —Clara tomó la pequeña daga que había caído cerca del freno de mano y, mientras miraba fijamente a su compañero, la incrustó violentamente en su mulso derecho.

Hugo comprendió que le ofrecían un muy buen trato.


Los autores: Judith Shapiro, Rosario, Santa Fe, Argentina; Rosa Lía Cuello, São Paulo, São Paulo, Brasil; Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Joyce Barker Bucat, Santiago, Chile; Patricio G. Bazán, Buenos Aires, Argentina; Guillermo Corte, Rosario, Santa Fe, Argentina; João Ventura, Lisboa, Portugal;  & Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

 

 

 

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