Una nueva entrega de BIFICCIONES, esta vez con cinco cuentos escritos "a dos cabezas" que recorren géneros y estilos. Narrativa conjetural, fantasía rara, ficción especulativa; enfoques inquietantes, audaces, movilizadores. Pero ¿para qué adelantarme? Lean y podrán descubrir por sí mismos de que se trata esta audaz propuesta.
Fragmento de "Paisaje agreste" de Pedro Rodríguez de Miranda
A LA SOMBRA
El día estaba calmo en la llanura. La humedad había
amainado y el sol no llegaba a quemar como en los días anteriores. Era un día…
¿Cómo decían en las novelas? ¿Agradable? No… A… A… ¡Apacible! Sí, apacible.
Debajo del gomero de la
escuela, doña Pancha tomaba unos mates después del almuerzo. A pesar de que su
noche había sido agitada por una horrible pesadilla y lo poco que había dormido
lo había descansado mal, hoy no tenía ganas de dormir la siesta.
Saboreaba el mate, verde,
leñoso, amargo, pero con ese final apenas dulce que tanto le gustaba. Bueno,
eso cuando le salía bien. Cebada tras cebada, sentía una mansa brisa moverse sobre
su piel y entre las copas del nogal y el alcanfor que estaban más allá. Le
resultaba casi hipnótico el suave sonido de las hojas chocándose unas con
otras, revolviéndose y brillando con diferentes verdes a la luz del sol.
La pesadilla volvió a su
pensamiento. Rara vez soñaba cosas así. Se venía la luna llena, seguramente era
por eso.
Cuando
era niña, su abuela siempre contaba historias extrañas de la luna. Pancha
seguía viviendo en el campo. Ahora había crecido, pero sin embargo, en noches
de luna llena o unos días antes, todavía sentía cosas raras, sin saber si eran
realidad o sugestión por la fuerte impresión que le causaban las historias de
su abuela.
A pesar del cansancio, se
cebó otro mate, medio frío y sintió que algo rozaba su piel. Le pareció que no
era el viento, tampoco los chicos que siempre le hacían bromas, porque ahora
estaban de vacaciones. Extrañaba el bullicio de los pocos niños de la escuelita,
que a veces, cuando ella se quedaba dormida venían despacito y le pasaban algún
yuyito por el brazo. Ella se hacía la asustada, nada más para que ellos se
rieran.
Recordó otra vez la
pesadilla de la noche anterior... ¿Y si era esa cosa que la tocaba, y se había
salido del sueño y le hacía una broma?
Un escalofrío la recorrió
mezclándose con ese algo que no alcanzaba a entender. El mate se le fue al piso
y le manchó de verde las alpargatas que alguna vez habían sido nuevas y
blancas, como en el sueño.
Miró hacia la escuela que de
repente estaba convertida en tapera. El sol ya había bajado, ¿en qué
momento...? La luna se perfilaba entre los árboles, y allá a lo lejos venían
todos, caminando con dificultad y haciendo extraños ademanes.
Pancha se puso de pie
entendiendo que la llamaban. Aguzó el oído. “¡Vamos, Pancha, vení! ¡Corré!
¡Corré que ahí vienen!” El llamado de alerta le hizo vibrar el cuerpo. Giró la
cabeza y miró al horizonte que había quedado a sus espaldas. Allá a lo lejos un
claro y antinatural resplandor ganaba intensidad. Aquella vista la llenó de
gélido espanto y se largó a correr hacia donde estaban todos.
O al menos correr era lo que
intentaba. Su cuerpo ya juntaba años y los movimientos resultaban torpes entre
articulaciones rígidas y músculos cansados.
Los otros se movían más
rápido que ella, pronto la dejaron atrás.
Pancha tropezó al querer ver sobre su hombro si el resplandor le ganaba terreno, y se dio de bruces en el camino de tierra y pasto. Sentía que aquello se acercaba. Comenzó a gritar aterrada, agitándose en el suelo, queriendo reptar hacia adelante, pero el pasto se desprendía bajo sus manos y no lograba avanzar en lo más mínimo...
Dos semanas después Susana, la directora, la encontró a sesenta kilómetros de la escuela, al borde del camino de tierra. Parecía que había cavado un hueco todo a su alrededor. Su cuerpo estaba ocre y seco como una momia, tenía los ojos desorbitados, la boca desencajada y las uñas llenas de tierra y pasto.
LA LETRA
PERDIDA
Alejandro
Bentivoglio & José Luis Velarde
Aunque intentaba escribir era inútil. Las letras se movían en la hoja de un
lado para el otro y se empeñaban en destruir las palabras que el escritor
trataba de expresar. En ocasiones dejaban a la vista párrafos incomprensibles,
pero en otras ocasiones se mostraban crueles con él y se burlaban detallando
toda una serie de actos obscenos y aberraciones sexuales de difícil práctica.
Lo
peor ocurrió cuando una ele concupiscente fue tras una pe menos recatada que
coqueta. No le bastó ser recibida con gusto. Enloquecida hizo trizas la honra
de una cu y un par de letras o tomadas mientras abrían el cuerpo para
manifestar sorpresa. La ele murió por el golpe recibido de una eñe ansiosa de
tomar justicia por su propia virgulilla. El escritor aplaudió jubiloso. Aún
batía las manos cuando dejó de respirar asfixiado por una oleada de signos
reescribiéndose en la garganta silenciosa.
HAY
PORTALES Y DIMENSIONES
Ada Inés Lerner & Carlos Enrique Saldívar
Belinda Hermosilla quiere ser estrella de la tele porque desde niña fue elegida para cantar y bailar en la escuela. Sus amigos le explican que sus canciones ya no están de moda porque han pasado cincuenta años. Además, que su vestuario es moderno, pero para una señora de su edad. Belinda no quiere dar el brazo a torcer, no ceja en sus pretensiones y se postula en un portal de una dimensión en el pasado. El precio del servicio es alto, Belinda utiliza su fortuna para pagarlo. Se realiza el viaje, el cual no es peligroso, mas solo puede usarse una vez; ella acabará en una dimensión específica, en donde sea niña de nuevo y posea un extraordinario talento. Así, Belinda Hermosilla termina en un mundo paralelo donde canta y baila de maravilla. Aunque es una Tierra devastada, donde no queda un solo espectador que pueda apreciar su talento.
MUSEO
Judith Shapiro & Claudia Isabel Lonfat
A la hora del almuerzo, miró en su mochila y se acordó de los cronopios y
Cortázar: seguro que entre esos sándwiches no iba a encontrar ni uno solo de
queso. Sonrió para sí misma. Extrañaba el queso de leche de vaca en ese planeta
tan extraño en el que solo podían criar aves.
Su trabajo era en la mina de itrio, que en ese planeta se encontraba en forma pura en grandes
cantidades. Hacía dos años que trabajaba en el mismo sector, pero sentía que
cada día que pasaba le enseñaba más de las entrañas del planeta.
Su rutina transcurría sin sobresaltos, hasta que conoció a Warner. Él trabajaba
en otro sector, alejado de ese lado de la
mina, en la parte de mecánica. Al principio se
acercó buscando amistad; algo raro en ese planeta donde todos parecían robots,
o simplemente desconfiaban de los demás. Warner era sociable y le recordaba a las viejas historias de vidas pasadas en
la Tierra, contadas por su abuelo, sobre reuniones y asados donde se cocinaba
carne vacuna.
En una de las fugaces pasadas de Warner, nunca justificadas, le
dijo lo siguiente:
—¿Te diste cuenta de que acá está ocurriendo algo raro?
—Miró
de reojo a su alrededor, y agregó—: yo creo que nos están
ocultando muchas cosas.
Kina lo contempló sorprendida.
—No nos
pagan por pensar —le
contestó con desconfianza—; solo para realizar la tarea programada.
Recordó los consejos de su madre, cuando supo que había sido
elegida para habitar el nuevo planeta: “No te metas en problemas, no sabemos
qué te depara el futuro y quiénes manejan la mina”.
Kina no creía que Warner tuviera razón, pero en verdad había
logrado sembrar la semilla de la duda en ella. Un día cualquiera, mientras
excavaba muy concentrada, dejó el mapa de las galerías a un lado y caminó
guiada por su memoria. Fue recto, después dobló para un lado, para el otro. Su
intención era salir de la mina, pero cuando en lugar de ver la luz exterior al
final del túnel se encontró con una puerta, se quedó congelada. No sabía dónde
había confundido el camino. ¿Podría volver por donde había venido? No tenía el
mapa y la mina era un laberinto, así que intentó abrir la puerta. Lo que vio
detrás la dejó aún más pasmada: trozos de roca de la Tierra etiquetados,
objetos cotidianos en vitrinas. Sus ojos no alcanzaban a dimensionar hasta
dónde llegaban las vitrinas, saltaban de una a otra queriendo registrar todo lo
posible. No podía encontrar las paredes, ni el otro extremo ni ninguno, lo cual
le daba al lugar una cierta calidad de infinito. Las vitrinas que estaban más
cerca tenían vajilla de loza antigua, de porcelana fina, objetos de colección
que en la tierra solo se podían encontrar en catálogos con acceso para pocos.
Más allá se podía ver el brillo del cristal multiplicado por otros cristales
que lo rodeaban. Las mismas vitrinas eran obras de arte.
No podía traspasar la puerta. Sabía que estaba todo monitoreado y
que un dron la filmaría. Ningún humano estaba en el lugar.
Salió aplastada por las dudas, que con el correr de los minutos se
iban profundizando. Warner no estaba tan errado.
Después de deambular varios minutos logró encontrar el túnel que
salía a la superficie. Buscó a Warner y le contó lo que había encontrado.
—Te voy a
llevar para que lo veas con tus propios ojos —dijo Kina—. ¿Vos
sabés quién es el dueño de la mina? ¿Por qué hay objetos y rocas de la Tierra
guardados como en un museo?
—¿Museo? —repuso
Warner. Él no había nacido ni crecido en la Tierra y el concepto le resultaba
extraño—. No tengo
idea, pero vamos. Siempre es un buen momento para una aventura.
Con cierta dificultad alcanzaron la puerta otra vez. La abrieron.
Warner sacó unos binoculares digitales y miró la habitación.
—Al lado de
cada pieza hay una foto de la misma mujer recibiendo el objeto en la mano —dijo—, como si
fuera una manera de documentarlo. ¿Serán costumbres terrícolas?
—No es eso
lo que me llama la atención, Warner, sino que tengan tantas cosas —dijo ella un
tanto asustada—. Es como si estuvieran guardando…
—Cosas que
ya no existen en la Tierra —agregó Warner sin un dejo de pena.
Kina pensó en su familia y amigos que habían quedado en el viejo planeta. La
gente que la había contratado le aseguró que todo estaba bien en la Tierra, que la exploración de
la mina era con fines económicos y que buscaban abaratar la producción de la
nueva tecnología de comunicación.
—Entremos —dijo Kina
envalentonada por las dudas—. No podemos volver atrás, ¿no?
—Voy a ser
sincero, Kina —dijo Warner sin rodeos—. Yo creo que el planeta
Tierra ya no existe. Hace un tiempo que se habla de su desintegración.
—¿¡Qué estás
diciendo!? —exclamó Kina.
En ese momento sonó una sirena. No se habían movido pero los
habían descubierto. El corazón de Kina latió fuerte y un pico de adrenalina la
puso en alerta. Antes de que pudiera hacer algo, cuatro guardias, salidos de
quién sabe dónde, la sujetaron para luego sedarla. Warner miraba.
Mientras Kina sentía que su cuerpo se iba poniendo
lánguido e intentaba luchar tirando manotazos al aire; al final alcanzó a
ver que desde la sala contigua alguien traía una
vitrina grande con su nombre en una chapa dorada y una inscripción:
"Nacida en la Tierra (original)".
BIRD
Juan Pablo Goñi Capurro & Sergio Gaut vel Hartman
Dominique ha quedado sola en el laboratorio, como cada 24 de diciembre. Lleva doce horas ajena al mundo circundante, concentrada en su microscopio. Ha descompuesto y analizado cuantas moléculas individualizó en esa cosa extraña, intentando determinar si tiene vida o no. Llevan días experimentando; la masa se mantuvo en la cámara de frío, en el ambiente aislado de la sala de experimentación y en el exterior, donde Bird ha estado expuesto por horas. Ella misma le puso nombre, Bird, deseando que cante como un pájaro para quitarles la incertidumbre.
Bird proviene de una nave pulverizada por las defensas nórdicas; esa bola naranja fue el único resto que hallaron. De ahí que resulte tan importante establecer su condición; puede haber muchos más.
Dominique, incapaz de determinar si los puntos en movimiento son indicadores de actividad vital o meros átomos en giros gravitatorios, toma un descanso; echa una mirada al espécimen, colocado en una caja de vidrio. Como científica rechaza la intuición que le dice que es un ser vivo; necesita pruebas. Pasa una mano y comprueba la consistencia rígida de Bird. Recién se percata de su absoluta soledad. Se permite una sonrisa traviesa, se acerca a Bird y le dice «Hola».
Contra todo lo que indica la lógica, contra toda congruencia, contra todo lo que la realidad aceptada permite, Bird responde.
—Hola. Es el saludo correcto, ¿verdad?
Si estuviéramos inmersos en la narración de un slapstick protagonizado por Chaplin o Buster Keaton, la caída hacia atrás de Dominique y el subsiguiente porrazo tendría la necesaria verosimilitud. Pero estamos hablando de la investigación de un fenómeno excepcional que realiza una científica seria en un laboratorio de reputación internacional. Y la sorpresa es excesiva, aún para una Nochebuena pasada por alto y para una mujer preparada para afrontar cualquier sorpresa. Por ese motivo, Dominique se levanta, endereza la butaca, se aproxima a la caja de vidrio y contempla la bola naranja.
—Hablaste —dice. No es una pregunta, es un torbellino de perplejidad concentrado en una única palabra.
—Hablé. No deberías sorprenderte. He sido preparado para esta misión de un modo que ustedes jamás podrían imaginar. Hablo alrededor de setecientos idiomas, conozco las costumbres de casi todas las culturas y tomo con tolerancia y serenidad el ataque que provocó la destrucción de mi nave. Estaba previsto.
—¿Estaba previsto? ¿Qué significa eso?
—Que estaba previsto. —Dominique percibió una mota de fastidio en la respuesta de la bola naranja—. Calculamos infinidad de variantes, incluso la posibilidad de que el vehículo fuera agredido.
—Pero… no sufriste ningún daño. —Dominique estrenó una serie de tics. Se arregló el cabello, se rascó la mejilla, se sentó en la butaca y volvió a levantarse para quedar más cerca de la bola naranja. El aspecto de la esfera era siempre el mismo: una superficie sin accidentes, de color uniforme, en la que no se advertía ningún movimiento.
—En cierto modo, y esto es complicado de entender, aún para una científica de tu calibre, no estoy verdaderamente aquí. Una esfera de color naranja es una representación neutra, amigable, diría. Debíamos evitar a toda costa que el impacto de mi aspecto real deformara la percepción de la persona con la que me pusiera en contacto. Y nada de esto es casual. Dominique Pignon, treinta años, bióloga brillante, mujer de mente abierta, dispuesta a aceptar lo insólito sin mayores consecuencias que una caída digna del slapstick hollywoodense. ¿Me equivoco?
—No —balbuceó Dominique—; no se equivoca.
—Empecemos, entonces.
—¿Empecemos, qué?
—Empecemos a trabajar. La Nochebuena acaba de empezar y tenemos más de treinta horas de soledad, antes de la actividad habitual de este laboratorio complique las cosas.
¿Qué cosas, de dónde emana la voz?. Las preguntas se agolpan, inmovilizando a Dominique.
—Debes moverte —dice la bola naranja—, a menos que...
—¿Hacia dónde?
—Tú escoges el lugar. El tiempo corre.
Nos han estudiado al punto de incorporar clichés a su vocabulario, piensa Dominique, pensamiento que no le da pistas para resolver a qué se refiere Bird. Temiendo enojarlo, señala las heladeras.
—Extraña elección. Adelante.
Dominique camina como una zombi hasta detenerse frente a la heladera grande.
—¿Qué esperas?
—¿Debo entrar?
—¿Prefieres que… copulemos en el piso?
Dominique se vuelve; Bird continúa en el mismo sitio.
—Debo insertarte doce embriones. Nuestro desarrollo es acelerado, en cuatro meses parirás.
¿Doce hijos, cuatro meses, copular?
—Concluimos que es más económico crear un ejército propio aquí, que invadirlos desde nuestro planeta.
Ese razonamiento economicista los colocará en las elites gobernantes en poco tiempo. A menos que una heroína diga «no», enfrentándose al «a menos que...» amenazador. Dominique infla el pecho, abre los brazos en pose de crucifixión y prepara sus palabras finales. Bird se adelanta.
—Dominique Pignon, multípara récord, disputada por universidades, centro de la atención científica internacional, pretendida por empresas biotecnológicas con salarios astronómicos.
Dominique se introduce en la heladera, una científica debe estar dispuesta a experimentar. Sobre todo con visitantes que han estudiado tan bien al género humano.
Los autores: Ada Inés Lerner , Rosa Lía Cuello, Carmina Shapiro, Judith Shapiro, Claudia Isabel Lonfat, Alejandro Bentivoglio, José Luis Velarde, Carlos Enrique Saldívar, Juan Pablo Goñi Capurro y Sergio Gaut vel Hartman
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