Abrahan David Zaracho
Las
pastillas sirven para mantenerlo despierto, atento, no siempre al trabajo. Toma
dos con su primer café matutino. Revisa el costo del velero que quiere comprar
para sus escapadas de los jueves. Manda
a pedir una segunda taza de café. Controla con la pantalla y la cámara de su
celular el estado de sus ojeras. La noche del lunes le habían dicho en el bar
que le agregaba unos diez años. Por suerte la chica con la que estuvo hasta el
martes le enseñó un par de trucos para disimularlos.
Una alerta late al costado izquierdo de su ordenador y de su
celular. El gerente de zona deja de lado el celular y controla los índices
diarios en la computadora. Su territorio está en quinto lugar en la tabla. El
informe de la cadena general lo muestra en amarillo. Su principal competidor,
Zanuti, tiene el panel en verde. Está en segundo lugar. Son de la misma
empresa, trabajan bajo el mismo sello, pero las políticas empresariales de
premios y castigos convirtieron a las dos zonas en rivales.
El comunicador suena. Dos empleados más que llegan tarde al
servicio. El gerente revisa en su panel de control de personal. Nota que los
nombres tienen otras dos marcas anteriores. Llama al supervisor de recursos
humanos.
—Despedilos.
—Pero señor, media hora no hace tanta diferencia.
—¿Cómo que no hace tanta diferencia? ¿Ese es su criterio en
recursos humanos? ¿Es tu palabra de supervisor?
—No, señor.
La secretaría entra a la oficina. Temblorosa deja la taza al
costado izquierdo de la mesa. El gerente sigue disparando contra su empleado.
—Me parecía. Cargalos como baja de gasto en el sistema. Y quiero
escuchar el comunicado por el altoparlante. Que todos se enteren de que los que
llegan tarde están despedidos. Eso permitirá nuestra política de pocos pero
buenos. Una élite de trabajadores dedicados a la empresa.
El supervisor guarda silencio y hasta su opinión. Cumple con la
orden. Los parlantes retumban con un mensaje lacónico. Claro. Sencillo.
Desvinculados. Retraso. Paga. Indemnización.
Las instalaciones continúan operando, sin el bullicio matutino
de otras empresas. En un peregrinaje casi mortuorio. Un poco por los puestos
caídos, otro poco por los que se encuentran en peligro.
Velázquez observa sus órdenes de envíos, llegadas y salidas.
Están retrasadas más de seis horas.
Presiona el intercomunicador.
—El personal despedido estaba asignado a tareas de carga.
—Sí. Para cubrir la cota diaria los cambiamos de día.
—Convocá a reemplazos.
—Ya los llame. Solo Lorenzo puede.
—No quedó clara mi orden. Llama a TODOS los que están en sus
descansos
—Solo dos quedaban libres, señor. Pero Bartolomé no puede venir
—Despedilo.
—No es su día, además estuvo auxiliando a don Alejandro anoche.
—Despedilo. Quienes no se ponen la camiseta de la empresa en
momentos críticos como estos no merecen el sueldo que se les paga.
El gerente Velázquez corta la comunicación. Sabe que desde el
otro lado el supervisor no volverá a cuestionar sus órdenes.
Revisa dos páginas de su competidor y se da cuenta de un detalle
que olvidó ordenar.
—Quiero que lo transmitas por el altavoz. Que quede bien claro
que también Bartolomé está despedido por no atender a las necesidades de la
empresa.
La terminal de despachos puede verse a lo lejos. Es un complejo
que está enmarcado por dos grandes grúas de construcción. Están también las
grúas sobre rieles que operan automáticamente; son robots fijos. Los pequeños
montacargas parecen hormigas que entran y salen de los hangares. Los containers son grandes muros de metal
apilados en bloques por sectores de colores.
Todavía en funciones, un viejo robot montacargas chirría entre
todo el ruido infernal del lugar. Su movimiento es lento y constante. Los
jeeps, camiones y un par de tractores también se desplazan con cuidado, en base
de bocinazos, guiños, luces e insultos. Eventualmente surge en el horizonte un
helicóptero carguero. Retira un conteiner y desaparece tras el smog.
La media mañana es de intenso trabajo. Velázquez recorre el
segundo piso donde las reformas se realizan a contra reloj con material de
tercera categoría a los fines de abaratar costos. Próximo a donde se está
completando la pasarela que conecta al sector granate se encuentra con un
empleado sentado en el suelo. Es Daniel, tiene la remachadora a su costado.
Está traspirado, con el rostro enrojecido y jadeando por el esfuerzo. No
obstante permanece sentado y recostado contra una barandilla.
—No es tiempo de descanso.
—Quedé solo yo para colocar esta pasarela al sector, señor.
—Tu identificación.
—Señor, soy de limpieza y llevo más de cuatro horas, era sólo un
respiro y…
—Pasá la semana que viene a buscar tu liquidación.
—Pero…
El gerente presiona su comunicador y llama a seguridad. El
despido se conoce en toda la planta al mediodía, durante el almuerzo.
La noche encuentra a la terminal de cargas prácticamente vacía.
Solamente quedan el supervisor de recursos humanos, el coordinador de hangares
y el gerente de zona en la parte superior de las instalaciones. En el tercer
piso, las oficinas permanecen a medio construir.
Debajo, un solo empleado continúa trabajando en el interior de
un viejo robot montacargas. El ruido del aparato inunda todo el hangar. Las
marcas de aceite y el humo pueden verse desde la altura. El coordinador de
hangares le remarca ese punto a Velázquez por segunda vez, con insistencia.
El gerente responde y enfatiza sus palabras sacudiendo su puño
derecho.
—No se hacen cambios de partes. De ningún equipo.
—Señor, es el Meca 17. El montacargas.
—Pensé que habíamos reventado todos esos robots de hierro.
—Quedó operando el de Alejandro. Pero pide que en el descanso le
cambien doce piezas.
—Todos los robots se mandan a la central cuando quedan en un estado
calamitoso, Raúl, juntos, en un solo envío. Que no queden dudas de que estaban
fuera de servicio. Cada vez que mando un equipo para reemplazo tengo que
soportar costos de envíos de ida de los viejos y de remesa de los nuevos.
—Sí, señor, pero Alejandro insiste…
—Insiste porque vio que cuando deje de operar el bicho viejo lo
mando a la calle
—Jefe: también don Alejandro es viejo.
—Más razones en su contra. Pero ¿por qué camina hacia el sector
de descanso?
—Bajo a preguntarle, jefe.
—No. Esperá. Váyanse a sus casas. Mañana a las cuatro les tocará
también hacer trabajo de brazo. Yo me encargo de averiguar qué pasa con ese
abuelo.
Velázquez desciende por el ascensor de servicio. No le cuesta
mucho alcanzar en su lenta marcha al viejo Meca. Lo que si le toma tiempo es
lograr que Alejandro lo escuche y detenga la marcha de robot.
El viejo golpea un par de veces la ventanilla. Se abre con un
crujido. La cabeza casi calva y el rostro arrugado del operador aparecen en
medio a una cortina de carbonilla
—¿Adónde vas? Todavía no terminaste, Alejandro.
—Sí, señor. No quedan más containers
en el sector granate.
—Pero ¿y las cajas y los containers
del sector amarillo?
—Las cajas aún no están llenas; pensé que no estaban listas.
—Están en el sector amarillo, ¿no es así?
—Sí, pero las cajas no están llenas hasta el tope.
—No importa, Alejandro. Tus órdenes siempre fueron las mismas.
Todo lo que está en el sector amartillo tiene que ser tapado.
—¿Aun cuando no están llenas? Como hoy me mandaron por los del
sector granate también y…
—No se cuestiona eso. Estas cajas tendrían que estar tapadas y
cargadas en los containers que van
para el puerto estatal.
—No se preocupe señor. Tendré la remesa completa para mañana a
la noche.
—¿También querés que te despida?
—No señor. Es que no puedo hoy.
—¿Qué pasa con quienes no se ponen la camiseta de esta compañía?
—Pero, señor, llevo recargado tres turnos seguidos. Apenas pude
ir al baño. Aún no paso por una ducha y creo que todavía no cené.
—Eso tendrías que haberlo pensado antes de dejar esas cajas
destapadas y aquel container vacío.
—Son muchas, señor. Ese es un container para doce filas por cinco columnas de seis cajas por
pila.
—Antes de las cinco, todas las cajas deben taparse, embalarse,
rotularse y embarcarse en ese container
o vas a la calle.
—Señor. Por favor, el robot no está en condiciones.
—Antes de las cinco. Taparse, embalarse, rotularse…
—Entiendo. Embarcarse.
—Calle, Alejandro.
Velázquez grita y pide que repita la frase. Alejandro tiembla
ante la reacción de su jefe. Tartamudea un par de palabras y repite las
órdenes. Casi con timidez. Lo obliga a repetir tres veces más, con más
convicción, a plena voz, hasta que finalmente lo interrumpe y sentencia.
—A trabajar.
Mientras Velázquez se aleja, el Meca de Alejandro da la vuelta
sobre sus pasos y regresa al sector amarillo.
El celular del gerente lo alerta sobre las actualizaciones de la
cero hora en el sitio de la central de la empresa. No se demora. Es el aviso
que estaba esperando. Controla su posición en la lista.
Aún está en amarillo. Pero al menos ascendió al cuarto lugar. El
maldito de Zanuti está cada vez más cerca…
Desvía un segundo la vista de su propio nombre y se encuentra
con el maldito Zanuti. En verde. En primer lugar. También ascendió.
Maldice la suerte ajena. Golpea el suelo, resbala en el aceite y
cae contra el barandal mal enganchado. Apoya el peso de su torso, toda la
pasarela del sector granate cede. El gerente pestañea, tres metros y el golpe
contra el costado de la caja.
Cuatro crujidos. Dos en la espalda. Sus piernas caen sobre su
hombro izquierdo. Las dos. Un brazo se mueve. No le queda ningún dedo entero.
Pero vive. Uno de sus ojos le dice que aún vive.
Mira dónde cayó. Reconoce los esquineros de chapa. Golpeó contra
el borde de la caja de los esquineros de chapa destinados al puerto estatal.
Menos mal que el inoperante de Alejandro no terminó de taparlas.
Tres horas de retraso. Menos mal. Llora de dolor, de alegría, de esperanza.
Ensaya el primer pedido de auxilio. El sonido de un motor a los
lejos. Es el robot montacargas. Grita de
nuevo. El montacargas sigue avanzando. Los pasos continuos. El gimoteo de los
pistones mal aceitados, las poleas casi lisas y el su chirrido, el olor de los rulemanes
quemados. Pensando en el diablo.
La garra siniestra del robot suelta las primeras cuatro tablas.
La pistola neumática de diestra se acomoda sobre la primera tabla, Alejandro se
balancea en su jaula de operador y asoma hacia el horizonte de Velázquez.
El gerente grita. Pone su alma en aquel pedido de auxilio. Más
allá del sonido de los pistones, los rulemanes y las poleas está el acrílico
quebrado, el piloto maltrecho y una carcasa humana operando al Meca.
Velázquez grita otras diez veces. Sacude los brazos frente a
esos ojos saltones enmarcados por las ojeras y las cejas canosas. La pistola
neumática funciona a la perfección. Tres cuatro golpes por tabla.
—¡NOOOO!
Y su grito va del grave hasta un arenoso agudo. Quiebra las
cuerdas vocales antes de que el último tablón sea puesto en su lugar. La
oscuridad y un golpe seco. El peso de la tercera caja y las palabras de
Alejandro que resuenan como su epitafio.
—Antes de las cinco, todas las cajas deben taparse, embalarse,
rotularse y embarcarse.
Abrahan
David Zaracho Ávalos. (Corrientes, Argentina 1979). Abogado y narrador. Sus
principales publicaciones se encuentran en los libros Ozinix edición
unipersonal del año 2001; Anuario de la SADE Seccional Corrientes
Capital, 2002/2003; Narradores Correntinos y Valencianos, Corrientes
Capital, 2005; Especial Philp K. Dick , Homenaje de Libro
Andrómeda, España 2005; Antología del Círculo de Escritores del
MERCOSUR, Paso de los Libres, Corrientes, 2006 y Todo el país
en un libro, Desde la Gente, 2014. Sus cuentos y ensayos sobre Ciencia
Ficción y Literatura Fantástica también se pueden encontrar en los principales
sitios electrónicos hispanos del género y en los catálogos de la Asociación
Española de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción. Es integrante activo de la SADE
Seccional Corrientes, del Círculo de Escritores del MERCOSUR y del grupo Nueva
Literatura Correntina.
Hola. Leí un par de cosas interesantes.Criar Amebas me resultó una joyita. Tiene unidad y coherencia interna.. es ameno, fluido, y cierra por todos lados.
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