Betina Goransky
Estoy sentada en el escalón de la puerta de mi oficina. La gente que pasa me mira. ¿Qué hace esta loca? No estoy loca. ¿Estoy? ¿Me parece, o mi cabeza se ladea hacia la izquierda? La sostengo con fuerza, los dedos la aprietan y siento un calor que la atraviesa de lado a lado. Los sonidos de los autos se han multiplicado, se disgregan dentro de mí, como rayos que zumban y bailan penetrando mi cerebro. ¡Por favor, que dejen de sonar las bocinas! Me aturden. La intensidad del sonido aumenta minuto a minuto, duele; solo quisiera que mi cabeza fuera a rosca para separarla del resto de mi cuerpo y dejarla a un lado junto a mí, sobre el escalón. ¡Lo logré! Viene el alivio, mis piernas se aflojan, apoyo todo el peso de mi cuerpo sobre la puerta, sobre mi lado izquierdo, ya no me perturban los pensamientos, no hay ideas, y básicamente no siento ese dolor que me atormenta. Mi corazón late más aceleradamente, transpiro hasta que me brotan gotas en cada centímetro del cuerpo; mi ropa se moja, siento el líquido deslizarse por mis pechos hasta la cintura y se deposita en el elástico de la bombacha, se acumula en la entrepierna.
De pronto advierto que
mi cabeza está pegada al cuello; claro, no existe eso de la rosca y la posibilidad
de sacarse la cabeza. Pero de inmediato recuerdo el dolor, en realidad los dos
dolores: el de la nuca y el del pecho. Y aparecen las imágenes, ¡como duelen!
Ahora recuerdo. Mi vida
se estrelló, como un avión sin control; la mujer salvaje, fuerte, la que
atropella la vida, está desarmada, desmoronada; el desborde me invadió, tengo
la impresión que ya no soy dueña de mis actos, como si fuera una muñeca de
trapo, o una marioneta que alguien sostuviera por los hilos para manejarla; yo ya
no puedo hacerlo. Podría echarle la culpa a él, pero no es cierto. Yo lo hice.
Yo.
¿Eso es lo que llaman
volverse loca? Entonces me estoy volviendo loca. Pero de alguna manera tengo
que defenderme. Las sensaciones son diferentes, me doy cuenta que algo raro
irrumpió en mi alma, el afuera desparece de a poco, me voy para adentro como si
me hubiera transformado en una persona interior, ajena y diferente de la otra, externa;
contemplo mis tripas, como corre la sangre, ese líquido espeso que me atraviesa
de arriba para abajo y viceversa; los músculos están apretados, los huesos se han
vuelto de hierro; son oscuros, grises. En mi adentro no existen el tiempo y el
espacio; acabo de internarme en la nada.
De repente, voy por un
túnel hacia mi infancia, subo a mi árbol preferido; allí me quedo horas y horas
lejos de todo y de todos, en un lugar donde nadie puede molestarme. El adentro
es mi lugar preferido, el sitio de máxima protección; no siento ni frío ni
calor, ni hambre. Puedo jugar con mis amigos imaginarios, segura; es una sensación
muy bella, de certeza y paz, adentro.
Vuelvo al escalón, mi
cuerpo se sacude con movimientos rítmicos, suaves, supongo que ahora ya nadie
lo nota; estoy en mi lugar preferido, donde nadie puede hacerme daño, la
protección es indefinida y perfecta, me empieza a envolver una especie de
gelatina incolora, cubre cada centímetro de mi adentro, es flexible, no me inmoviliza,
y me permite pensar; me acurruca como si fuera un útero nutriente. Quizá podría
quedarme así el resto de mi vida.
Los sonidos se amortiguan.
El mundo no desapareció pero está lejano, solo quedan cosas materiales; ya no
existen las personas, y de repente, sin previo aviso, siento que vuelo, me
desprendo de mi cuerpo, paso la copa del árbol con flores naranjas, voy
subiendo como en cámara lenta y abro los brazos para obtener más equilibrio. Los
gorriones pasan a mi lado sin verme, y me siento libre, no existe el dolor ni
las preocupaciones. Reaparecen las imágenes de mi infancia y mi adolescencia;
amores y amigos. Estoy en la facultad; todas las imágenes son nítidas, de
colores brillantes, y también están los sabores de las comidas que preparaba mi
madre, dulzonas y calentitas.
Me sacuden los
temblores y ahora siento el frío del escalón; no existe el vuelo, eso fue una
fantasía, un espejismo. ¿Qué me está pasando? ¿Será lo que dice mi terapeuta? Ella
me pregunta si tengo alucinaciones o confusión en mi pensamiento, si me
desprendol cuerpo. Tiene razón: todo eso me está sucediendo, estoy perdiendo la
conciencia, cada día un poco más; ya todo me resulta insoportable. Perdí mi
alegría al despertar; los pensamientos son oscuros y tristes; me quedaría en la
cama para siempre, pero no, me levanto, preparo el desayuno, me baño, me visto
y me voy a trabajar.
Escucho mi nombre; es
el mecánico que me trae el auto. ¿Solo fue eso? ¿Eso fue lo que precipitó todo,
un auto descompuesto? Lo miro, levanto la mano como señal de que lo vi, me arreglo
la ropa, tomo la cartera y cruzo la calle, todo pasó. Todo pasó.
Llego a mi casa,
preparo milanesas de ternera para almorzar, acompañadas por un rico puré de
papas, lo que más me gusta. Llevo la bandeja a la mesa del living y enciendo la
tele; ahora los sabores y olores son reales; los dolores regresaron y están
instalados en mi cuerpo, como siempre.
Busco en el móvil los síntomas
de la locura, trastorno de pensamiento, ansiedad generalizada, depresión,
alucinaciones.
Y recuerdo cómo soy en
realidad, me conecto de nuevo con mi alma salvaje, y mi espíritu creativo, viene
a mi mente la frase que me enseño mi psicóloga chamana, que ahora estoy de un
lado de ese puente que voy a atravesar y que cuando logre llegar al otro lado
todo estará superado.
No obstante, mi
naturaleza obsesiva no logra evitar que los demás me hagan daño, pero en cambio
puedo recuperar mi vida, puedo ser fuerte y encontrar mi luz, no necesito huir,
aunque no dejo de precipitarme en un abismo, mi caída es vertiginosa y mi alma
está destrozada. Voy a recuperar el control, me digo, me esperan situaciones y
personas que me darán amor y paz. ¿No es cierto que lo puedo lograr?
En este momento siento que
toco fondo, ese fondo lodoso y oscuro, lo más parecido a la muerte que logro
concebir; no es la muerte de trascender a otra dimensión del universo sino esa
muerte que representa todo lo que se pierde en mí, lo que se pierde de mí. Algunas
veces digo que en estas etapas quedan lonjas de mi ser desperdigadas por el
aire, y cada vez hay una reconstrucción, y sé que viene la etapa del esfuerzo,
de desplegar mi potencial, las capacidades que están dormidas, listas para
actuar.
Imagino que es así como
preparan la tierra para sembrar en las fincas, limpiando primero los yuyos y
malezas; se sacan troncos y piedras, todo lo que no sirve y puede dañar el
crecimiento de una planta, y luego con máquinas y otras herramientas dan vuelta
y vuelta la tierra, ponen abono y la dejan todo el invierno, que es el tiempo suficiente
para que vuelva a estar apta para sembrar. Ese invierno la finca tiene un
aspecto triste, gris; da la sensación de que no hay nada, que está vacío.
Y luego viene a mi
mente la idea de que la vida es un continuo cambio, siempre digo, todo pasa, lo
malo y también lo bueno. Entonces, vuelve la sonrisa, la alegría, el camino que
se hace al andar, que está lleno de cosas nuevas y sorpresas. ¡Sí, eso! Cuando
estoy bien hago cosas que me sorprenden, pero en otras ocasiones el camino se oscurece,
se nubla y la sensación permanente es de perdida y duelo.
Mi vida ha transcurrido
entre sucesivas caídas, de las que siempre logré levantarme. Me sacudo como los
perros mojados; esa imagen me ayuda y la repito con mi cuerpo, me sacudo las
malas energías, las penas y los malos pensamientos. Aparece la idea de resiliencia,
sé lo que es eso; la describen por ahí como esa capacidad de las personas para
adaptarse y gestionar de manera adecuada las adversidades, con el objetivo
final de superar las etapas de crisis y poder continuar con la propia vida.
Uno tiene que ser
flexible, me digo, la vida es un permanente cambio y para superar etapas hay
que ser como el junco que, para no quebrarse, se dobla ante los golpes y los vendavales.
Ahora sí que me doy
cuenta de qué se trata esto de honrar la vida y no solo sobrevivir, aceptar que
las penas y las grietas y las insatisfacciones son parte de todo, de que también
viene la esperanza, la flexibilidad, las fortalezas, y lo mágico es traspasar e
intercambiar, afrontando los aprendizajes de una etapa a la otra. Ante el dolor
fabrico, con mis pensamientos, en mi cerebro, las herramientas necesarias para
influir con mi mente en el mundo objetivo y aprender a enfocar mis pensamientos
positivos en el caos. De mí depende transformar las posibilidades de locura, modificando
con mis actitudes la química del cerebro, esa usina que me conecta con el mundo
circundante, y así logro transformar el efecto de las experiencias, de ese modo
volar significa reinventarme, transcurrir lo doloroso hasta convertirlo en
aprendizaje, tomar de mi memoria celular lo que me dio las posibilidades de
volverme sabia.
Estoy otra vez sentada
en el escalón de la puerta de mi oficina. Pero ahora sé lo que necesito. No
hace falta que desenrosque mi cabeza o que huya de la realidad. Loca o no, puedo
caminar sobre mis piernas, y si resulta necesario, pedir ayuda, afrontar los
contratiempos sin vergüenza; ya no estoy sola. Ahora estoy conmigo, mi
compañera incondicional.
Es casi mágico. Pasa el
que me hizo tanto daño. Lo saludo con la mano y le sonrío. Él se sorprende; yo
no. Me levanto, le doy la espalda, y entro a la vida de nuevo.
Betina Goransky (San Juan, Argentina, 1954) es
licenciada en psicología por la Universidad de Belgrano y está enrolada en la
línea sistémica humanística. Se dedica a terapias de pareja, de familia y
adicciones. Es docente y sexóloga; escribió numerosos trabajos y ponencias
sobre su especialidad. Ha dado conferencias y participado en un gran número de
jornadas y congresos. Su interés por la ficción es reciente y los textos que
escribió pueden leerse en las antologías ¡Basta,
cien mujeres contra la violencia de género! (2013), Grageas 3 (2014), Cien
páginas de amor (2015) "¡Basta! contra la violencia de género"
(2018) y Mal trato (2021).
Excelente!
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