Laura Irene Ludueña
Relatar mi historia es como relatar un
sueño, pero los hechos son absolutamente reales. Un día llegó a la facultad un
chico misterioso. Tenía un acento raro al hablar, era delgado, pálido y no muy
alto. Yo lo observaba desde una esquina, incapaz de apartar mis ojos de él y
segura de que jamás me dirigiría la palabra. Pero, cuando salíamos de una clase
suspendida, quedamos a la misma altura de la fila, me miró y pidió la hora. De
la emoción casi no le pude contestar; ¡alguien se había fijado en mí! Una chica
fea, gordita, bastante morena y con aspiraciones de ser escritora.
—¿Cuál es tu próxima clase? —me preguntó.
— Latín IV —contesté
tímidamente.
—Es la mía también, ¿quieres
que tomemos un café mientras esperamos? —me dijo con una sonrisa torcida.
—¡Claro! —respondí
feliz.
Así descubrimos que
asistíamos a las mismas clases. En realidad, él lo descubrió porque yo lo
sabía. Era unos cuantos años mayor que el resto de los estudiantes; creo que había
comenzado la carrera en el extranjero por lo que, seguramente, debió rendir
equivalencias y eso lo retrasó. Como era de esperarse, me enamoré de él de
inmediato. Desde ese primer encuentro, no nos separamos más. Coincidíamos en el
amor a la lectura, la historia, la filosofía, la fiteratura, las ciencias
humanísticas en general.
El destino nos unió en
un amor que creí eterno, aunque ese sentimiento era solo mío, porque Simón
jamás dijo que me amaba. Teníamos una relación extraña. No sabía en qué país
estaba su familia, si es que la tenía. Y él desconocía que yo había crecido en
un orfanato y vivía de una pensión gubernamental. Nunca preguntó al respecto y
nunca le conté. Saber que estábamos juntos era suficiente para mí. Solo con eso
era feliz, por lo menos al principio.
Pronto fuimos a vivir
juntos. Simón se recibió con honores e inmediatamente lo contrataron en la
misma universidad y en otras. Yo, en cambio, no rendí las últimas materias. Con
la ansiedad de la mudanza y la necesidad de atenderlo para que cumpla sus
obligaciones, no podía concentrarme en el estudio, lo haría en el futuro. Además,
no quería generar más gastos de los que teníamos.
La erudición de Simón era tanta como su talento
para enseñar, por lo cual me convertí en su discípula, a pesar de que sus lecturas
preferidas no eran las mías. Le gustaban las tragedias, las obras de terror o
la complicada filosofía profunda que yo detestaba. Leía, estudiaba y aumentaba
su saber constantemente. Quizás por el respeto y admiración que le tenía, con
el tiempo cambié mis preferencias por las suyas. Nuestra rutina consistía en Simón
estudiando, investigando, trabajando; y yo, atendiéndolo, admirándolo y
venerándolo.
Ocupados en nuestros
intereses intelectuales, nos sorprendimos cuando un virus que había llegado a
Europa desde China y sobre el que la Organización Mundial de la Salud había
advertido, nos obligó a permanecer encerrados por meses. Los gobiernos lidiaban
con un hecho nuevo porque la última pandemia había ocurrido un siglo atrás.
Durante ese período y a instancias de Simón, nos dedicamos a la lectura atenta
de los grandes pensadores, tanto clásicos como contemporáneos. Según él, ese
conocimiento nos ayudaría a vivir mejor al comprender más sobre el mundo, sus
problemas y también, sobre nosotros mismos. Así fue como la pandemia, que
generó una carga de dolor para tantas familias que perdieron a sus seres
queridos, para mí significó una simbiosis intelectual con Simón.
Durante ese tiempo me
abandoné sin reservas a la dirección de mi amor, mi maestro, mi todo. Cuando
sentía que no entendía algún concepto y las lecturas me superaban, me deprimía.
Entonces Simón apoyaba su mano fría en la mía y me miraba con tristeza. Luego intentaba
explicarme a través de un argumento filosófico como si fuera una alumna
atrasada en sus estudios. Para mí todo tenía un sentido extraño y aunque él se
esforzaba en buscar palabras sencillas, la mayoría de las veces no lo entendía.
Así pasamos las horas, días y semanas durante
la pandemia. Aún enamorada, lo escuchaba, embelesada por la música de su voz.
Pero un día, esa melodía tan querida la percibí como si fuese una voz
terrorífica, como si su alma se hubiese pintado de negro. Impactada, pasé de
disfrutar sus enseñanzas y reflexiones, a odiarlas con todas mis fuerzas. Y aquello
que antes me parecía perfecto, ahora me resultaba espantoso. En ese punto comenzaron
las discusiones, que podían durar semanas. Por supuesto que la única que se
disgustaba era yo. Mientras tanto, las restricciones de la pandemia
continuaban.
Un tema que me
molestaba especialmente y por el que debatimos muchas veces fue el religioso.
Criada en un orfanato asistido por monjas, había crecido con los valores
cristianos por lo cual, le decía a Simón que su palabra estaba condicionada por
su cualidad de ateo.
—No hay pruebas que
demuestren la existencia de un dios o dioses. Si aceptas su existencia, deberías
aceptar también que existen hombres-vampiro o la tetera de Russell —me decía
con su sonrisa torcida para continuar—. ¿Y si te dijera que soy un dios en otro
mundo, me creerías también?
Obviamente no tenía manera ni capacidad para
refutar tales argumentos lo cual aumentaba mi rencor hacia su sabiduría. Y este
sentimiento se acentuaba cuando su retórica se centraba en la identidad
personal. Simón estaba convencido de que la identidad no desaparecía con la
muerte. ¿De qué hablaba?
Llegó un momento en que
empecé a odiar su carácter, su oratoria, su palidez. Era un sentimiento que me
ahogaba. Ya no soportaba el contacto de sus dedos fríos, ni el tono profundo de
su voz, ni el brillo triste de sus ojos siempre melancólicos. Creo que él lo
notaba, pero no decía nada, solo me miraba sonriendo y me repetía.
—No te enojes.
No sé si el aislamiento
hizo que comenzara a verlo diferente y mi amor terminó desapareciendo, o nunca
lo quise y solo me deslumbró su inteligencia y que se hubiera fijado en mí. Sin
embargo, era lo único mío que tenía. Con el tiempo, el mundo comenzó lentamente
a ser como antes de la pandemia. Pero no para nosotros. Simón enfermó y su
natural palidez se transformó en un color violáceo que impresionaba. Había
adelgazado mucho y venas oscuras marcaban su frente como si fueran
ramificaciones de su cerebro. No quería ir al hospital, si era COVID o
cualquier otro mal, era su destino y lo aceptaba. Por lo tanto, para nosotros siguió
el aislamiento.
Mientras su decadencia
física se acentuaba, no podía evitar un sentimiento semejante al odio. Al instante
observaba su mirada triste y me sentía mal. Simón se apagaba un poco más cada
día, pero parecía que su alma estuviese atrapada en algún abismo oscuro que no
le permitía partir. Cuando escuchaba el descenso de muertes por la pandemia me
preguntaba angustiada: ¿estoy esperando que muera? Quizá, pero Simón se
aferraba a la vida. Así pasaba el tiempo hasta que mis nervios estallaban y me
enfurecía con la existencia misma, con él, con el destino y lo odiaba con todas
mis fuerzas. Una noche en que la fiebre lo hacía tiritar como una hoja me llamó
a su lado.
—Este es un buen día
para vivir o morir, pero no estarás sola —dijo en un susurro. Besé su frente
con remordimiento.
—No hables, descansa
—contesté llorando.
—Mi hijo te hará sufrir…
—¿Qué dices, cómo sabes
esto? —pregunté contrita. Volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor
recorrió sus miembros, y murió.
Simón pasó a engrosar
la nómina de muertos en los informes de la pandemia. Quería gritar que no había
muerto de COVID, pero no lo sabía. Acompañé sus restos al cementerio, sola,
como había estado siempre. Pero mi soledad acabó como él me había anticipado,
al descubrir que estaba embarazada. Tendría un hijo y sería feliz.
Mi bebe creció muy
rápido en todos los aspectos. Si bien no era muy objetiva en mis apreciaciones,
notaba que había heredado la inteligencia de su padre. Estaba segura de que el
mal augurio de Simón era errado. No obstante, lo mantenía separado del mundo
parara protegerlo de cualquier mal. Ni siquiera le puse nombre, lo llamaba
pequeño, mi amor, mi tesoro. Lo amaba con toda el alma, como jamás había amado
a nadie. Pero Simón no se había equivocado, en poco tiempo mi hijo enfermó.
Su mirada se tornó vidriosa, su rostro
empalideció y la semejanza con lo que le había ocurrido al padre me aterrorizó.
Que su sonrisa torcida se pareciese a la de él no me importaba, pero que su
personalidad lo fuera, me asustaba. A pesar de ser un niño se expresaba como un
adulto. Usaba modos, frases y expresiones que había escuchado muchas veces en
labios del que le había dado vida. Para protegerlo, me mantenía aislada del mundo
como en la peor época de la pandemia. Sola no, con mi hijo.
Sabiendo que el
progenitor no lo hubiera aceptado, decidí educarlo en la misma fe en que yo
había crecido. Pretendía transformar esa nueva vida en una vida guiada por el
amor y la obediencia a Dios. Sentía que, al bautizarlo, estaría libre de
cualquier mal que pudiera afectarlo.
Estábamos solos en la iglesia frente a la pila
bautismal cuando el cura me preguntó el nombre del niño. No supe qué responder…
Rápidamente pensé nombres de filósofos, pensadores de la antigüedad, premios
nóveles, hombres famosos por su belleza como Apolo, pero solo murmuré en voz
apenas audible: Simón. En ese instante una palidez de muerte cubrió el rostro
de mi hijo y con un temblor que me paralizó el alma volteó sus ojos llorosos
hacia mí y los cerró para siempre.
Quise enterrarlo junto
al padre que recién ahora reconocía haber amado. Se lo confesaría al pie de su
tumba. Pero no pude hacerlo, al enterrar a mi hijo descubrí que allí nunca
había estado Simón, ni nadie.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive
en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e
investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No
obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de
las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como
formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este
blog.
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