Esta es la segunda entrega de CUENTOS AL CUADRADO, obras escritas por cuatro creadores que debieron confabularse para armonizar en una narración y llevarla a buen puerto, sin que se noten las costuras.
ROLES
María Elena Rodríguez, Laura Irene Ludueña,
Dora Gómez Q & Oscar De Los Ríos
Desde
pequeña supo que no quería ser Sofía. No le gustaban las muñecas, ni las
rondas, ni las rimas de sorteo; las conversaciones de sus compañeras la
aburrían. Le encantaba trepar a los árboles, jugar “picaditos” con los chicos
del barrio y hasta el boxeo. A los quince años descubrió que se había enamorado
de su mejor amiga, pero no como mujer sino con amor de hombre. Entonces se dio
cuenta que no era la chica que todos veían, se sentía varón.
A partir de ahí se integró a comunidades de otras
personas que estaban en la misma situación, se encontró entre sus iguales y
tomó la decisión de cambiar de género.
El proceso fue lento y con etapas difíciles, pero
exitoso. Luego de tratamientos hormonales y tres cirugías su cuerpo era el que
siempre había soñado.
Sofía quedó en el pasado, solo en algunas fotos que
guardó su madre. Ahora todos le llamaban Gastón.
Amaba afeitarse todas las mañanas, mirar sus
pectorales y sus bíceps desarrollados, amaba ser hombre y más que nada amaba a
Amalia, que se había convertido en su compañera de vida.
Juntos construyeron un futuro y una familia. Era un
sueño de la infancia hecho realidad para Gastón; se sentía afortunado.
Ya había cumplido sesenta y cinco cuando comenzó a
olvidar hechos cotidianos, luego el nombre de los objetos.
—Es normal, Gastón —le dijo Amalia—, es la edad.
Él la miró con asombro:
—¿Gastón? ¿Quién es Gastón? ¿Por qué me llamas así? Soy
Sofía.
Amalia lo tomó tiernamente de las manos, y para no
contrariarlo le dijo:
—Está bien, Sofia, vayamos al jardín, hay un hermoso
atardecer hoy. —Sabía que le esperaban duros momentos. El neurólogo le había
explicado que la demencia era inexorable y progresiva.
Gastón se había quejado anteriormente de sus
problemas de memoria. Amalia lo consolaba diciéndole que tampoco recordaba
dónde ella dejaba sus llaves. Pero días después Gastón tomó un vaso y preguntó:
—¿Cómo se llama esto?
—Vaso —contestó Amalia, comprendiendo que el
problema de los olvidos era más grave de lo que suponía. Fue entonces que lo
obligó a consultar al neurólogo.
—Gastón, siempre serás el amor de mi vida —le dijo
en uno de los momentos lúcidos, que cada vez eran menos frecuentes—, y yo lo
seré hasta el último segundo que puedas mantenerme en tu memoria. Fuiste muy
valiente en defender tu identidad. Tuvimos épocas difíciles. Yo era vulnerable
a las miradas que desaprobaban nuestro amor, por lo que siempre fingía y
disimulaba. Solo tu inmensa seguridad me dio fuerzas para seguir. Ahora
podríamos disfrutarnos con más libertad, los tiempos han cambiado. Seguiré
besándose en la calle, escandalosamente, a propósito, para reírnos de los
pacatos, como hicimos siempre. Solo espero que en ese momento tu memoria
no vuelva al tiempo en que fuiste Sofia, alguien que no querías ser.
Gastón tenía la mirada perdida y Amalia no estaba
segura si él la había comprendido. Desde hacía algunas semanas había perdido la noción de dónde estaba, o
qué día era. Esa mañana se había levantado temprano y vestido como si fuera a
salir.
—Buen día amor,
¿vas a salir? —le preguntó cariñosamente. Había decidido llamarlo así
porque varias veces le había cuestionado que él no era Gastón.
—¡Es domingo! —contestó
con seguridad Gastón—. Mamá me lleva a la misa de la escuela todos los domingos.
Era tan doloroso ver así al que había peleado tanto junto a ella para
ser quién era. Para Amalia resultaba difícil aceptar ayuda, creía que solo ella
lo entendía, sabía cuáles eran sus comidas y bebidas favoritas o qué medicación
debía tomar. El médico le advirtió que esa actitud podría ser perjudicial no
solo para su salud sino también para Gastón, pero no podía evitarlo. El estrés
le causaba cansancio, ansiedad y una angustia constante que le oprimía el
pecho. Entendía que quisieran ayudarla, que no estaba sola, pero se resistía.
No deseaba que nadie lo viera así. Gastón era su único y gran amor… todo lo
habían enfrentado juntos y esto también. Atenderlo era una tarea de
veinticuatro horas, los siete días de la semana. Pero no le importaba. Lo que
más le preocupaba era el hecho de que volviera a percibirse como mujer. Sofía
ya no existía, no podía volver a ocupar el cuerpo del hombre que amaba. Podía
confundir a los miembros de la familia o a los amigos cercanos entre sí, pero
no volver a ser mujer.
Pasaron algunos meses y Gastón comenzó a ponerse agresivo si lo contrariaban,
sobre todo los domingos a la hora de la misa (todos los días eran domingo,
todas las horas eran la misma). Amalia estaba acorralada, siempre había dicho
que “ni muerta volvía a la iglesia del barrio donde el cura le había negado el
casamiento”. Casamiento que les correspondía por ley: el documento de Gastón así
lo atestiguaba. Un día, por la mañana, después de que Gastón tuviera una crisis
más fuerte que de costumbre, salieron para la iglesia. La misa ya había comenzado
y el cura los divisó desde el altar.
—No
pueden estar aquí —les dijo, acercándose.
—¡Por
favor padre Francisco! Gastón no está bien y quiere oír la misa.
—¡Solo
si renuncian a vivir en el pecado! —alzando
la voz les hizo señas para que se retiraran.
Amalia, arrastrando a Gastón entre bancos, miradas y cuchicheos, regresó
a la casa. Una semana después partieron a una segunda luna de miel. Llegaron a Villa
Gessell un martes por la mañana. Gastón se mostró más predispuesto que de
costumbre, hasta amable y cariñoso. Al atardecer fueron a ver la puesta de sol
en el mar y Amalia, tomándolo de la mano, lo llevó hasta la orilla; las olas
les mojaron los pies y rieron como adolescentes. En ese momento las últimas
palabras del padre Francisco le llegaron nítidas: “Es el plan de dios que Sofía
regrese al rebaño”.
Una ola enorme los arrastró mar
adentro.
—¡Estaremos
juntos para siempre, Gastón, mi amor!
—¿Gastón?
¿Quién es Gastón? Soy Sofía.
LOS DOS LADOS DEL ESPEJO
Laura Irene Ludueña, Joyce
Barker,
María Elena Rodríguez & Sergio
Gaut vel Hartman
—Dentro de la cabeza de un ser humano —dijo Steinberg golpeando la
pipa de brezo contra el cuenco de cristal que había junto a su sillón—, hay un
mundo que no es demasiado diferente del mundo real. Es cierto que, al
principio, cuando afloran las fantasías, ilusiones y experiencias bizarras, nos
parece que nos estamos metiendo en una especie de jungla. Vivimos sumergidos en
un mundo de esas características, solo que no todos tenemos la valentía de
contárselo a nuestros semejantes. Cuando alguien dice, además, que ese mundo
más extraño que la ficción es el mundo verdadero, empezamos a considerar la
posibilidad de que ese sujeto está sufriendo una perturbación.
Kanter
se estiró en el diván y esbozó una sonrisa.
—Estaba
a punto de referirle algo parecido —dijo—. Pero temí que usted mismo pudiera
ser una alucinación, una tan consistente que pudiera trascender su condición y
convertirse en un símbolo.
—¿Por
qué lo dice? Yo no me siento como una alucinación.
—Si yo
pudiera relatar fielmente lo que veo e imagino, usted no vacilaría en
encerrarme y perder la llave.
—¿Por
qué lo dice? Yo no me siento como una alucinación.
Kanter
se levantó del diván meneando la cabeza. Era la segunda vez en una semana que
su terapeuta electrónico se tildaba. Tocó una placa ubicada en la nuca del
dispositivo y Steinberg parpadeó, como si ignorara dónde estaba. Pero no tardó
en reconectarse tomando la pipa que estaba en el cuenco de cristal para
calzarla entre los labios.
—¿Por
qué lo dice? Yo no me…
—¡Steinberg,
no me tome el pelo! Sé que lo está haciendo a propósito.
—Sí. Le
pido disculpas. Quería sacarlo de su lógica… desestructurarlo.
—O
simplemente se aburrió de ser mi psicólogo.
—No, no
es eso, pero creo que debemos avanzar. Dejar en claro que yo no soy una
alucinación y usted tampoco. Fui parte de la imaginación del científico que me construyó,
pero después de eso, ¿sigo siendo una imagen mental? Claro que no, soy una
creación, al igual que usted fue un proyecto de sus padres, y ahora es una existencia
real y concreta. Se podría decir que, si alguien inventa algo en su cabeza y
luego lo visualiza, ¿es una alucinación o el prototipo de lo que vendrá? ¿Un
volumen anticipado a su materialización?
—No lo
había visto así.
—Claro
que no, y es porque yo fui fabricado y usted procreado. Le recomiendo que, ante
las alucinaciones, si es que son tales, use la intuición, que no es más que el
cuerpo avisándole si lo que está pensando es correcto o no. Debe guiarse por las
sensaciones.
—Para
eso está la razón.
—No, y
eso también vale para los mundos reales que no existen.
—Suena
a hipismo, doctor. Nunca pensé que usted me iría a recomendar algo así. ¿Propone
que me deje llevar por las señales de mi cuerpo?
—Claro.
Hágame caso, Kanter, sé lo que digo. Ahora cuénteme eso que supuestamente me
haría encerrarlo.
—Está
bien, pero prométame que no se espantará.
―Fui programado para no tener las fallas humanas, soy el mejor
psicólogo y nada de lo que me diga me puede alterar.
—Bueno, eso del “mejor psicólogo” tengo mis dudas y no tendrá fallas humanas,
pero hace un momento tuve que reiniciarlo, ¿se acuerda? —Kanter
hizo un ademán como si quisiera borrar las palabras—. Está
bien. Le contaré —continuó en voz baja—. Al principio fue solo en los sueños,
mejor dicho, las pesadillas; las paredes se acercaban a la cama, el techo
bajaba sobre mí.
Hizo una pausa, miró al psicólogo, lo vio impasible
observándolo. Iba a levantarse a oprimir el botón cuando Steinberg dijo:
—Una pesadilla, es normal en ustedes, los seres
humanos.
—Cada segundo que pasaba era peor, cada vez me
quedaba menos espacio. Yo sabía que no era verdad, mi intuición me lo advertía.
—¿Entonces entiende lo que le decía antes? ¡Debe
hacer caso a su intuición!
—Espere, aún no le he contado el final. Si hubiera
seguido mis impulsos ahora no estaríamos hablando.
—¿Por qué? ¿Acaso soñó que me eliminaba? —la
carcajada sarcástica del psicólogo inundó la habitación.
Kanter se puso de pie de un salto, pálido,
temblando.
¡Esa
carcajada! ¡La misma de sus pesadillas! ¡El techo que bajaba, las paredes que
lo aprisionaban y las carcajadas! ¡Las risas victoriosas de los androides! ¡El
fin de la vida como la conocía si no oprimía el botón de desactivar! Su
instinto empujaba el brazo, era solo un clic, pero la razón lo detenía. Entonces
despertaba.
Kanter decidió no
activar a Steinberg por un par de días. Sentía que se estaba haciendo adicto a
su psicólogo y eso le molestaba. La realidad era que tenía sentimientos
contradictorios con respecto los autómatas en general. Valoraba sus servicios,
pero estaba seguro de que ya había más androides que humanos. Comenzaron a
utilizarse para la desintermediación y luego poco a poco invadieron casi todas
las tareas del hombre. A pesar de que entendía que una inteligencia artificial
no era capaz de intervenir en cuestiones emocionales complejas, tenía a
Steinberg sentado en el sillón de su living. Debía reconocer que disfrutaba de
sus intercambios verbales, salvo cuando debía reiniciarlo. Eso le recordaba que
no estaba hablando con un hombre de carne y hueso. Últimamente sus
charlas giraban alrededor de si las visiones, sonidos u olores que parecían
reales, eran alucinaciones o no. Hasta que comenzó a soñar con las paredes
cerrándose sobre su cuerpo y escuchar las risas de los androides y todo se
convirtió en un delirio.
La
siguiente mañana, Kanter se levantó más temprano que nunca, observó las
ojeras que le habían dejado otra noche de pesadillas. Se miraba en el espejo cuando este le
devolvió una imagen de su rostro con una sonrisa de psicópata que lo aterró.
Se
despertó asustado. Corrió hacia el espejo y, como en el sueño, vio el rostro de
un psicópata, solo que estaba vez había una mano en su hombro y la voz de
Steinberg susurrándole al oído.
—¡Sorpresa!
CLARO
DE LUNA
Jorge Zarco, Gabriela Vilardo,
Itzel
Alejandra Flores García & Joyce Barker
Era
la melancólica visión de dos amantes frustrados, Carmen y Ramón, perdidos en
medio de la noche, una postal digna de aquel instante, un lienzo pintado con
una rica gama de azules e iluminado por el claro de luna.
En
algún punto de aquella calle, había un balcón con una ventana abierta. En el
interior de la casa una radio emitía una canción de los Velvet underground. Aquel había sido el primer grupo profesional en
el que cantó un joven Lou Reed, y que había producido Andy Warhol, el gran
oportunista del arte moderno. Lo había hecho para promocionarse a sí mismo,
como siempre, aunque aquí el resultado fuese pura magia. La canción era “Pale blue eyes”, quizá no tan conocida
como la mítica “All tomorrow parties”
cantada por Christa Päffgen, Nico, cuando empezaba a tontear peligrosamente con
la heroína. Ramón pensó que tarde o temprano, todas las historias de amor se
acababan frustrando; que la pasión desaparece y que tal como decía Burt
Lancaster en Il gatopardo de
Visconti: “Un matrimonio acababa siendo un año de fuego y veinte de cenizas”.
Era la implacable verdad nunca asumida de que la pasión se vuelve rutina, tarde
o temprano. Aquello era lo que a ellos les había ocurrido: cuando las pasiones
de la juventud se apagan y todos los días parecen iguales... Ellos no habían
sido la excepción. Empezaron a caminar calle abajo mientras desde el interior
de aquella casa comenzaba otra canción entonada por un Lou Reed que ya criaba
malvas desde hacía mucho tiempo. Lo que sonaba ahora era “White light/White heat”. Sus ánimos comenzaron a subir de a poco: esa
canción la escuchaban en las reuniones con amigos que hacían en la casa. Carmen,
que ya comenzaba a aburrirse de la eterna melancolía que los mantenía juntos, esa
magia muerta que persistía en ellos, habló después de mucho rato.
—Me
gusta más como canta Nico. Qué buena idea tuvo Warhol de invitar a los Velvet Underground a tocar en su Factory. Sin eso, quizás Lou…
—¡No
te atrevas a decir eso!
—¿Qué?
¿Dices que la decisión de Warhol, al querer ser el manager e incorporar a Nico,
no fue acertado para la banda?
—Duraron
un solo disco. Lou Reed los despidió después.
—Sí.
Qué pena que haya sacado a Nico. Su voz era única. —La mujer, que conocía la profunda
admiración de su marido hacia Lou Reed, continuó—: White light la cantaba Bowie también.
—¿Y?
—La
cantaba mejor.
—¡No!
—gritó sin darse cuenta—. Son diferentes…
—Te
delataste solo. Eres como un fanático adolescente. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Drogarte
con heroína? ¿Patear un basurero? Eres tan…
—Estás
tratando de dejar mal a Lou.
—¡No!
Me encanta Lou Reed. Sobretodo esa otra canción, Stupid Man… —Ramón no quiso contestar; sabía que si empezaban con sarcasmos,
nada bueno resultaría de ese paseo lánguido. La pareja siguió su camino,
mientras White light se desvanecía tras
ellos—. Creo que debemos conversar —dijo ella, sacándose la argolla del dedo
anular.
—De
qué quieres hablar. ¿De terminar? Porque si es eso, dale,adelante.
—¡Cuánta
valentía tienes esta noche! —la contundencia de Ramón indignó a Carmen—. Pues,
hablemos. ¿Entraremos, luego, sin esta claro de luna, en un Perfect day? —gritó ella mientras se detenía
a prender un cigarrillo. El sarcasmo volvió a aparecer, y Ramón supo que la provocación
se reiniciaba cuando su mujer nombró, otra vez, una canción de Reed. Supo que
la relacionaría con ese letargo del cual ella también era responsable. “Una
cobarde manipulación”, pensó.
La
mujer tropezó con un adoquín. Largó una bocanada
de humo y cantó: Oh,
it's such a perfect day I'm glad I spent it with you Oh, such a perfect day.
—No
puedes ponerte tan desagradable. —Ramón apretó los dientes, bajó la cabeza y
trató de tranquilizarse. ¡Cómo decirle que la responsabilidad había sido
compartida! Y se debatía entre defender la canción de su ídolo y el perverso
significado que ella le daría para no reconocer que hablaban de algo que los
dos habían sostenido.
—Me
pregunto si al amanecer iremos al parque y haremos honor a Perfect day, de tu querido Lou, pero ignoro a cuál de todas sus interpretaciones
nos acercaremos.
—Escúchame…
—¿Se
te ha dado por destronar nuestra sexualidad? ¿O querrás convertirla en un
carnaval, más de lo que ya ha sido? ¿Me cargarás de culpas o iremos al zoo y
luego a ver una película? —Tiró el pucho y rio con sorna—. ¡A perfect day tendremos! No quiero ser
la Kronstad de esta canción.
—Escúchame…
—Qué
quieres que escuche. ¿Tus palabras de siempre, tu aburrido parloteo defendiendo
causas perdidas, tu costumbre de no tomar en cuenta mis opiniones?
—¡Déjame
hablar!
La
discusión tomó aires incandescentes por la tensión acumulada durante tanto
tiempo, y ninguno de los dos se sorprendió de que hubiera un estallido.
El
paseo concluyó; era tarde y seguía escuchándose la voz melancólica de Lou desde
el balcón abierto: Caroline says…
—Ramón,
¿qué estás haciendo? No me jales.
—Ya
estuvo bueno de que me interrumpas y te subas en una retahíla de reclamos.
Sugeriste que te convertirías en la Kronstad; lamento mucho decirte que estás
muy lejos de llegarle a los talones.
El
exabrupto se había convertido en furia. Una furia incontenible que se apoderó
de Ramón. Él empujaba y tironeaba a su mujer, quien profería grititos y
reclamos.
The
things she does, the things she says People shouldn’t treat others that way. Se
oía cantar a Reed. Oh Caroline, says, yeah Caroline says She treats me
like a fool…
—Me
estás lastimando, Ramón. ¡Suéltame!
La
mujer logró zafarse del marido y corrió calle abajo pero sus zapatos de tacón
alto le jugaron una mala pasada. Un adoquín y una banca de concreto terminaron
el pleito marital.
Ramón
la miró caída en el suelo. No habría comenzado de saber que aquello terminaría así,
pensó, pero es gracioso; no estoy para nada triste.
Arriba, muy lejos, sonaba“The bed”.
Los escritores de estos cuentos fueron: Dora Gómez Q, Gabriela Vilardo, Itzel Alejandra Flores García, Jorge Zarco, Joyce Barker, Laura Irene Ludueña, María Elena Rodríguez, Oscar De Los Ríos y Sergio Gaut vel Hartman
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