Víctor
Lowenstein
Soy médico.
O, mejor dicho, lo fui alguna vez. Vivo en el cuarto desocupado y ruinoso del
fondo de un hospital, lugar que me han cedido por amistad o por lástima.
Dispongo de una pensión por discapacidad con la que apenas subsisto. No
obstante, no me quejo. Toda protesta es un desperdicio de tiempo. Igualmente,
tiempo es lo que me sobra.
Ejercí la psiquiatría durante la década de los setenta. Influenciado por
los estudios de Iván Illich y libros como La pedagogía del oprimido, de Freire;
apliqué mis esfuerzos a democratizar la labor profesional de mi especialidad.
Mis ideales requerían un acercamiento hacia los niveles sociales más
postergados, lo que se conocía como trabajar en las bases. No resultó del agrado
de mis superiores verme frecuentar los pasillos de las clínicas donde me
desempeñaba junto a gente traída por mí desde villas y barrios de emergencia.
Nunca me lo perdonarían. Igual que a aquel galeno húngaro, Ignaz Semmelweiss,
que hacía higienizar las manos de los médicos antes de operar, fui resistido,
ridiculizado y rechazado hasta por mis pares hasta condenarme al ostracismo.
Prosiguieron los sistemas de reclusión clínica para los enfermos, y las
calles continuaron siendo para los excluidos de la salud pública un seminal de
personajes marginales y extraños paridos en el desamparo. Con el advenimiento
de la democracia, soplaron nuevos aires para las ciencias médicas. Se relajaron
los esquemas de las rígidas doctrinas carcelarias de los hospicios. Pasaron
varias administraciones, tras las cuales ya nadie recordaba ni mi nombre ni mis
trabajos. Debí desempeñarme como médico de guardia en un pequeño hospital
municipal unos quince años más. Después sufrí un infarto del que casi no
vuelvo. Ya afectado, me jubilaron prematuramente.
Cierta noche, uno de esos personajes indigentes vino a golpear mi
puerta. Era muy flaco y tenía un rostro amable. Iba envuelto en una capa negra
y llevaba puesto en la cabeza un sombrero de fieltro muy gastado. Dijo llamarse
Sheridan, de profesión ilusionista. Muy famoso alguna vez, vivía por propia
voluntad de la caridad pública. Lo sentí, por expresarlo de alguna manera,
próximo a mí. Humanamente cercano. Me recordaba vagamente a los muchos
infelices a los que antaño intenté rescatar de las calles que eran su hogar.
Lo invité a que pasara a mi humilde morada, y le convidé lo que tenía
para cenar; vino tinto y unas galletas. Comió poco y casi no bebió, pese a lo
cual supo agradecer efusivamente por el magro festín. Luego, se largó a
conversar. Me contó la historia de su vida, o sus muchas historias de vida. Su
grandilocuencia, interesante al principio, pronto empezó a fastidiarme. Dijo
ser un viajero avezado, y haber recorrido el mundo varias veces. Mencionó
Islandia, Alejandría, Singapur.
Sus hazañas, según relataba, no tenían límite. Su arte seducía a pueblos
enteros. En tres oportunidades hizo levitar una caravana de elefantes en
Basora, y desaparecer en el aire un templo hindú en Nepal…
Me dejé llevar un poco por el vino y sus historias. En mi interior no
dejaba de clasificar las variantes de su posible patología; esquizofrenia o
delirio místico. Lo interrumpí para ofrecerle dónde dormir.
—Puedes usar esa vieja camilla para echarte un rato —le dije.
Como era de esperar me lo agradeció profusamente.
Por la mañana, me dispuse a acompañarlo hasta mi puerta. Al salir me
dijo, siempre sonriente.
—Has sido bondadoso con este ilusionista. Sabrás que esta vida tiene
formas de recompensa inusitadas. Hoy te mostraré el milagro de la magia áurica
que sólo algunos poseemos. Mira, y aprende. —Me mostró la palma de una de sus
manos. La cerró, y al abrirla nuevamente brillaban sobre ella tres monedas—. Son
de oro puro —dijo Sheridan, y agregó—: observa el acto mágico.
Reconozco el oro cuando lo veo. Me preparé para asistir a la actuación.
Moviendo sus brazos con una agilidad que parecía excederlo, unió sus
manos y al separarlas, aquellas tres monedas corrieron por el aire de una palma
a la otra como magnetizadas. Chasqueó los dedos, y otra vez la magia de las
monedas voladoras se manifestó llevando la corriente tintineante desde la mano
receptora a la original, recuperando en su palma el precioso contenido. Era un
haz luminoso de oro puro que corría por el aire hasta perderse en sus manos. Lo
miraba, extasiado, pensando en ciertos juegos de prestidigitación que se
realizan con naipes de baraja. Jamás, no obstante, vi algo así, concluyendo que
el arte del buen Sheridan era algo sin dudas superior a cuanto conocía en
materia de magia e ilusionismo. El hombre repitió la rutina otras dos veces y
luego batió palmas en un remate en que una cantidad imprecisa de monedas
simplemente se esfumó en el aire, para mi sorpresa y la dicha del mago, quien
reía satisfecho.
—Ahora debo partir al lejano sur —dijo a modo de despedida—, pues los
misterios de la teúrgia reclaman mi presencia. Debo recorrer comarcas, reinos,
cumplir cometidos. Ya he cumplido contigo. Te he dejado la conciencia de ser
mago tú también. Así es, viejo doctor de almas. Tu impaciencia estropeó tus
dones, pero eres tan prodigioso como Sheridan. Volveré para adiestrarte, en
otoño, después de cumplir mis promesas con el rey Ashtar de la Hyperbórea. Pero
retornaré, mi viejo doctor, y las monedas serán tan tuyas como mías y el
milagro que portan compartidas por ambos, como tú supiste compartir conmigo las
galletas y el vino que generosamente me has brindado. Bendito seas, amigo.
Me abrazó sollozando y se alejó de mí, andando
despacio.
Es curioso. Lo que la miseria hace en el hombre. Lo
vuelve práctico, lo embrutece, simplifica toda intuición. Sobre todo, le impide
pensar. Junto a mi puerta había siempre una pala dejada por la antigua obra de
construcción. Simplemente la tomé entre mis manos y corrí detrás del pobre
loco. Lo golpeé en el cráneo hasta matarlo. Por pudor no detallaré la forma en
que me deshice de su cuerpo y sus ropas.
Fue inútil. Las tres monedas nunca aparecieron.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.
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