Gerardo Horacio Porcayo
Otro de esos días. Primero es el aroma. Los aromas, debería decir; alegres, impertinentes, danzando vaporosos sobre la olla. Si no me gustara tanto ver las burbujas, la agitación de la superficie, creo que jamás volvería a la cocina. Odio el aceite. Las manchas de aceite, la textura del aceite. Por eso prefiero el agua hirviendo. La prefiero cuando está sola, inmaculada. La prefería antes de ponerle las especies. Ahora todo huele a ajos, cebollas, orégano. Y quiero decir todo. Todo, todo. Mis manos, mi cabello, mi vestido...
Es inútil, pero
de todas formas le coloco la tapa.
Ahora hay dos
sonidos que me acrecientan las náuseas. La tapa en su indeciso ascenso, la tapa
vibrando al impulso de esas burbujas que ya no veo reventar. Y el maldito
tic-tac del reloj. No sé por qué no he comprado un cronómetro digital. Uno de
esos con alarma. Ellos se saben callar cuando no importa el tiempo. Ahora no
importa. Tengo el manojo de espaguetis aún en la mano...
El tiempo no
importa. No debería ser importante.
Ahora llega otro
sonido. Las breves uñas de Astolfo pidiéndome que lo deje entrar; rasguñando
una y otra vez la puerta. No sé qué tanto se imagine. O recuerde. Quizás puede
verme en su mente, sentada aquí, con los espaguetis en una mano y la otra
devastándome el peinado. Una y otra vez.
Quizá es así.
Por la ventana
se filtran apagados los sonidos del tráfico, la lenta marcha que también ocurre
allá afuera. No sé por qué aún no le abro. A veces es como si me encantara
seguir macerándome en esta soledad. O siempre.
Astolfo no tiene
puertas de gato. Siempre ha de pedir ayuda. Siempre tratando de franquear las
barreras que le pongo. Ahora es peor. Porque sé. Porque sabe.
Me paro a
regañadientes y lo dejo pasar. Se aprieta apenas contra mis pantorrillas en una
caricia de formulario. A él le interesan los aromas. A mi cada vez me vuelven
más loca.
Destapo la olla,
dejo caer el puñado de pasta. Y la sensación es semejante a lo que veo, algo
hierve esófago abajo, algo que pugna por salir. Me vuelvo a sentar en el banco
y sostengo mi cabeza entre las manos. De mi peinado no queda nada y los
mechones aumentan las náuseas al rozar mi nariz, al adherirse a toda mi cara.
Astolfo tira la
coladera y suicidamente ronda la olla, camina hasta el fregadero. Y se queda
ahí, extasiado en su abstracción de gato. Mirando algo que no son las cortinas.
El latir
mecánico me hace acudir a su lado. Quizá sólo mira el cristal. A veces es así,
con sus cosas de gato parece dispuesto a brindar ayuda. Abro la ventana y el
aroma no es mejor; sólo más frío.
Astolfo se cuela
por debajo de la cortina y pierde los iris amarillos en un punto. Uno que está
más allá del encaje, de la manija.
Tic-tac.
Tic-tac.
Vuelvo a caer en
su hechizo. Otra vez estoy tratando de distinguir lo que sus ojos persiguen. La
tela es succionada, por efecto del viento, hasta el marco. Y en ese instante
los miro. O creo mirarlos.
Astolfo no hace
el intento de perseguirlos. Sólo se queda ahí como vigilante de piedra, como
efigie egipcia, ajeno al tejido que se restriega en su lomo antes de volver a
la inmovilidad. Están en el patio, a lo que llaman tiro de piedra. Y Astolfo no
les quita de encima los atentos, desmesurados ojos.
Bajo los
párpados y cuando los levanto, me extravío en las rayas grises y paralelas de
su pelaje. Después busco en la ventana. Siguen ahí y me pregunto si cada vez
que Astolfo se pone en esa actitud, los mira a ellos. Cuando estamos en la recámara,
cuando leo en la sala o sólo espero frente a la tele a que acabe el día.
Destapo el vino,
sin dejar de observarlos. Y no lo uso para el espagueti. No he empezado la
salsa. Lo tomo directo de la amplia boca. Es frío, dulce y pésimo. Me siento en
el banco y masajeo otra vez mi cuero cabelludo.
Tic-tac. Tic-tac.
Media botella y
Astolfo se echa atrás, tira el sartén y los grandes tenedores al fregadero. Están
casi en la ventana. Y no sé qué
hacer.
Me concentro en
los músculos felinos, en toda esa estrategia de caza que no ejercita, excepto
cuando se meten las cucarachas.
Tic-tac.
Tic-tac.
Me pego la
botella en la frente. Es tarde. Apenas alcanzo a llegar al fregadero y vomito
las tres tazas de café y las pocas galletas que por la mañana pude obligarme a
tragar. El aroma es horrible pero más soportable que el guiso.
Miro el reloj. Y
destapo la olla sin prisas. Hace mucho que no hay textura al dente. Hace mucho
que ese líquido empezó a parecer gelatina.
Apago la
hornilla y Astolfo me maúlla con hambre.
Se fueron como
llegaron. En el momento en que yo no veía nada.
Suspiro y arrojo
el paquete de carne molida, con todo y charola de unicel, al piso. Los gatos no
sonríen. Eso dice la gente, pero siempre, en estos momentos, los ojos amarillos
parecen hacerlo.
Vacío la olla y
dejo que el desastre crezca en el fregadero.
Camino con
cansancio y la botella de vino colgando con la mano izquierda.
Basta una tecla
para llamar a las pizzas. El largo sonido de enlace, la grabación de espera.
Astolfo sale
corriendo de la cocina, se para frente a la puerta, se sienta sobre sus cuartos
traseros y pone otra vez esa mirada.
Los cristales
son esmerilados, sólo translucidos y tampoco me interesa verlos.
No ahora.
No otra vez.
Cuelgo la
bocina, justo cuando una señorita trata de atenderme. Sigo bebiendo el poco
vino que resta. De cualquier manera no sé para quién cocinaba. Supongo que sólo
es un pretexto para darle de comer bien a Astolfo.
Repito, no
alcanzo a ver nada. Pero los sé afuera. Interminables, imprevisibles.
Y me sé cansada.
Demasiado cansada para hacer nada, para incluso arriesgarme a abrir la puerta
para recibir comida que apenas pellizcaré. No hay radios lejanas. Sólo Astolfo
mirándolos.
Y el tic-tac
perenne del reloj.
Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledad, Ciudad Espejo, Ciudad Niebla, Sombras sin tiempo, Sueños sin ventanas, El cuerpo del delirio y Plasma exprés.
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