Luciano Doti
Arribé a la antigua mansión, en el
barrio de Barracas, a última hora de la tarde. La noche ya se insinuaba en el
cielo sombrío de ese día de otoño. La casa era una vieja edificación del siglo
XIX, de la época en que esa zona de la ciudad era habitada por la clase alta;
antes de la fiebre amarilla, que obligó a la oligarquía nacional a recluirse en
las quintas del norte. Sabía que allí había vivido una familia inglesa, una de
las tantas dedicadas a la importación y exportación de productos entre los
puertos de Buenos Aires y Liverpool. Por lo general, los británicos solían
vivir en el área de “catedral al norte”, pero estos ya se habían incorporado a
la sociedad criolla, eligiendo por lo tanto Barracas como lugar de residencia.
Ni bien entré llamó
poderosamente mi atención un retrato en sepia de una joven y lánguida dama, que
no debería haber tenido más de veintidós años al momento de quedar
inmortalizada en ese enmarcado rectángulo. Su cuerpo esbelto, enfundado en un
elegante vestido “victoriano”, incluyendo el corset, con el distinguido e híper
ajustado lazo rodeándole la cintura, siendo ésta considerablemente más reducida
que las de hoy en día: cincuenta centímetros, cincuenta y cinco como mucho. La
imagen de esa muchacha no me abandonó, permaneció en mi mente durante el resto
de la jornada, y al acostarme en la cama de una de las habitaciones de la
planta alta, donde decidí pasar la noche, su recuerdo aún rondaba en torno a
mí, como si la reminiscencia de su belleza pudiera tender un puente desde el
pasado, proyectándola hacia el presente, y entonces, escapándole a la muerte,
su alma volvía a florearse por la antigua mansión decorada de un modo que
evocaba e romanticismo, a flotar en esos aposentos, ya sin un cuerpo material
que la contenga, pero conservando su contorno, su identidad visual, lo que un
parapsicólogo llamaría cuerpo astral, que había quedado archivado en ese
retrato, a la espera de que un caballero, al verla, la trajera de vuelta, le
influyera un reanimador soplo de vida. Dicen que cuando una persona muere sigue
viviendo gracias al recuerdo de quienes la conocieron, y de alguna manera yo,
al haber contemplado su retrato y experimentado una leve, aunque efectiva,
simpatía por ella, la había revivido. No se trataba de que estuviera viva como
lo estamos nosotros, sino que lo estaba en un sentido más ontológico. La foto,
al ser la imitación más cabal del original que reproduce, cumplía el mismo rol
que su cuerpo había cumplido en vida: mostrarla ante los demás; ergo, al admirar
yo su belleza, rompí la barrera del tiempo cronológico. A través de ese retrato
su imagen aún era capaz de encantar, en el más literal sentido de esa palabra,
y no era descabellado pensar que, desde cualquier espacio donde se encontrase,
su alma era hábil para percibir el encantamiento que producía en otra alma,
acudiendo a su encuentro, y buscando una conexión que no podía ser carnal pero,
en cierto modo, era una conexión al fin.
Esa noche dormí en
pequeños intervalos de no más de media hora cada uno. Estaba un poco tenso; la
cama me era desconocida; también la habitación, que apenas lograba contemplar
entre penumbras, cuando despertaba, con mis pupilas cansadas, con la sensación
de tener arena en los ojos. A todo eso se sumaba la aterradora fascinación que
la dama del retrato ejercía sobre mi mente, siendo ese el principal motivo que
impedía mi deseado sueño reparador. Podría jurar que ella estaba allí, dentro
de la recámara. Cada vez que despertaba, durante algunos pocos segundos, la
veía frente a mí. Luego, cuando mis ojos se acomodaban con gran dificultad a la
extremadamente tenue luz del ambiente, ella desaparecía. Quizás porque nunca
había estado, quizás porque la mente es rápida en el arte de ocultar lo que
escapa a la realidad que conocemos. Así pasé toda la noche, con la parte
inconsciente de mi cerebro percibiendo su presencia, y la otra parte, la
consciente, induciéndome a abandonar todo pensamiento que escape a las leyes
naturales de este mundo. Hay quienes aseguran que cuando sucede un hecho
paranormal, la primera idea que decodifica nuestro cerebro es la que mejor nos
describe el particular, en tanto que una vez que comenzamos a analizarlo y
procesarlo con toda esa lógica humana, que por cierto es muy limitada, saquen
ustedes la cuenta de cuántas son las cosas que suceden en este mundo y que los
hombres no podemos explicar, inmediatamente descartamos esa primera impresión,
por absurda, supersticiosa e inaudita, nos avergonzamos por haber considerado
siquiera durante un instante una teoría tan irracional, y terminamos aceptando
la segunda, la emitida por nuestro hemisferio cerebral cientificista, siendo
esta otra idea la que nos deja en paz con nosotros mismos, ya que lo contrario
significaría avalar que los hombres somos pobladores de un mundo que aún no
hemos dilucidado del todo, que posiblemente nos falten siglos de evolución, y
que existen un montón de sucesos que superan nuestro entendimiento; en otras
palabras: sería un renunciamiento al iluminismo tan arraigado en nuestra
cultura.
El amanecer alivió
significativamente la agitación que me turbaba. Ahora podía contemplar toda la
habitación, escrutar cada objeto y rincón por más recónditos que fuesen. La
dama del pasado, viajera en el tiempo, posiblemente se habría ido. No podía
afirmarlo, como tampoco podía estar seguro de que hubiese estado durante la
noche; era solo un pálpito, una corazonada, un reflejo intuitivo y nada más, o
nada menos, depende de la importancia que cada uno le dé a esas manifestaciones
subjetivas. Con todo, decidí marcharme esa tarde. Si la casa necesitaba
reparaciones, las haría durante el día, luego me iría a dormir a mi casa y
regresaría con la luz diurna de la jornada siguiente; no deseaba pasar otra
noche allí de ninguna manera. Y así lo hice, durante un largo mes me dedique al
reciclado de esa vetusta edificación en total soledad; solo la arquitecta para
la cual trabajo me visitaba una vez por día para darme las directivas. Le
sorprendió que prefiriera el agotador viaje de ida y vuelta entre Barracas y mi
casa en los suburbios antes que dormir allí. Pero salí del paso inventando una
excusa acerca de una novia y el compromiso que una relación así genera; al
final de cada día debía visitarla, y claro, ella vivía convenientemente cerca
de mi casa, al otro lado de la avenida General Paz. La arquitecta se lo creyó;
de hecho, no existía ningún motivo para que no lo hiciera, después de todo, la
mentira era más creíble que la verdad.
Habían transcurrido ya un par de meses
más desde que finalizara las tareas que tenía asignadas en la mansión. Creía
haber dejado todo atrás; casi no recordaba a la perturbadora dama. Entonces, un
día como cualquier otro, llamaron a mi puerta. Era un joven, vestido con el
uniforme de una empresa privada de correo y encomiendas. Traía un paquete para
mí; el mismo era de forma rectangular y achatado, de grandes dimensiones.
Estaba envuelto en papel madera y acordonado con un hilo blanco que formaba una
cruz, como si se tratase de una enorme caja de pizza. Sobre el papel habían
pegado una etiqueta con la advertencia “Frágil” y el nombre de la arquitecta
como remitente. Firmé la planilla que me extendió el mensajero, le di una
propina e ingresé a mi casa con el paquete.
Cuando lo abrí, mi
corazón volvió a agitarse como lo había hecho durante la noche que pasé en la
mansión; el retrato de la dama de estilizada figura e inquietante belleza se
hallaba nuevamente frente a mí. En la nota que acompañaba el envío, la
arquitecta me explicaba que me lo obsequiaba debido a que no era desconocida
para ella la fascinación que producía en mí ese retrato, por lo tanto quería
que lo conservara como muestra de gratitud, de ella hacia mí, por el excelente
desempeño en mi labor. Al principio pensé en deshacerme de él, quemando la foto
y vendiendo el marco; llegué a desmontarlo todo para tal fin. Pero me faltó
valor para concluir el plan. Así que, opté por dejarlo olvidado en un sitio
poco utilizado de mi casa. Y si bien durante un tiempo pretendí seguir adelante
con mi vida, ignorando su existencia, algunas noches sentía la tentación de ir
a buscarlo y rescatarlo del ostracismo en que lo había abandonado. Hasta que
argüí que es en vano tratar de resistirnos a la concreción de nuestro destino.
Por alguna razón, por más irracional que fuera, me era imposible desentenderme de
ese retrato. Entonces, ya no reprimí más la tentación.
Ahora, la foto
enmarcada de la dama pende sobre una pared de mi casa, y por las noches siento
su etérea presencia junto a mí.
Luciano
Doti (Buenos Aires, 1977). Ha publicado cuentos, microficciones y poemas en
varias revistas como Qu, NM, 27, Penumbria, Insomnia, Tiempos Oscuros y
miNatura, y en antologías de Pelos de Punta, De los Cuatro Vientos, Dunken,
Desde
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