AQUELLA LUZ
Antón Chéjov & Carlos
Eduardo Sánchez
Camino al pueblo siempre pasaba frente a la finca de la que había
escuchado tantas fantásticas historias. No sé muy bien por qué esa tarde decidí
entrar. Atravesé con facilidad la cerca y me adentré en el sendero,
deslizándome sobre las agujas de los abetos, que cubrían la tierra con una capa
de varios centímetros de espesor. En el lugar reinaban la oscuridad y el
silencio; tan sólo en las copas de los árboles temblaba algún brillante rayo
dorado, que se irisaba en las telas de araña.
Al poco
tiempo me interné en una larga alameda de tilos. También allí tenía todo un
aspecto abandonado y viejo; las hojas del pasado año susurraban tristemente
bajo mis pies, y las sombras se extendían entre los árboles a la luz del
crepúsculo. A la derecha, en un viejo jardín con árboles frutales, resonaba el
débil y desganado canto de una oropéndola, probablemente también vieja. Tras
cruzar un camino de piedras me encontré frente a un caserón que parecía
abandonado. La puerta de entrada entreabierta invitaba a pasar y pasé. Me
recibió una enorme sala donde no se veían ventanas ni muebles, sólo había,
sobre el piso, cientos de libros apilados que formaban paredes y columnas de
diferentes alturas. La única iluminación provenía de la tenue luz del
crepúsculo que franqueaba la puerta entornada. Resolví inspeccionar en los
sombríos pasajes que dejaban los volúmenes amontonados. Mientras avanzaba, los
muros de libros ganaban altura y yo perdía visibilidad. Había rincones donde la
oscuridad era total y el olor a humedad asfixiaba. Sentí temor; resolví salir
del lugar. El camino por el que pretendí volver me llevó a una pared lateral,
mi miedo aumentó, atropellé los libros intentando llegar hasta a la puerta.
Golpeé con mis manos y rodillas los volúmenes que se desplomaron pesadamente.
Avanzaba con dificultad. A pesar de mi premura, trataba de no pisar los libros
caídos. En un momento, caí exhausto, tendido boca arriba, sobre un lecho de
papel y tinta. Un destello me encandiló por un brevísimo instante. Traté
infructuosamente de ver de dónde provenía. A pesar de lo extraño de la
situación procuré relajarme, tomé uno de los libros y lo coloqué bajo mi
cabeza, como una almohada. En ese momento un finísimo rayo de luz blanca dio
exactamente en uno de mis ojos. Me pareció, en un principio, que titilaba;
luego creí ver imágenes como extraños relámpagos. Arduo será exponer, con la
precariedad del lenguaje, lo que vi. Lo intentaré: Me vi a mi mismo pequeño,
insignificante, sobre una inmensidad de letras o, acaso, palabras que no
estaban escritas ni dichas, era como un insecto posado en la hoja de un árbol
de una selva infinita. Vi cómo mi corazón bombeaba sangre, también vi cómo
dejaba de hacerlo; percibí el infinito espacio en un mismo punto; el sabor de
la leche de mi madre invadió mi boca y lloré; se me revelaron los arcanos de mi
inconsciente que eran a la vez los del universo; supe todos los saberes;
experimenté todos los miedos y todos los placeres; todo se me expuso simultánea
pero claramente definido en su individualidad. Vi todo desde todos los puntos
de vista.
Un
ínfimo movimiento en mi cabeza fue suficiente para dejar de ver la luz. No
sabía cuánto tiempo había estado ahí. Me incorporé con dificultad, derribé
algunos tabiques más y llegué hasta la puerta.
CAFÉ, VESTIDO AZUL Y UN CUENTO
SIN SOMBRERO
Henry James & Anita María Riquelme Suazo
Mi lugar de trabajo está al frente del mar. Siempre que digo
esto los demás piensan que soy un socorrista al estilo «Guardianes de la Bahía»,
pero no, yo soy barista en un elegante restaurante en la playa de Dichato,
donde seguramente irían a comer los actores después de grabar.
La
especialidad de la casa es salmone alla griglia con pesto, o lo que es igual:
salmón grillado con salsa verde. Por cierto, el café no es la prioridad del
menú. Es ahí que entro yo —esto se lo cuento a usted porque es mi tía—, para
disfrazar el café barato en uno que parezca de calidad.
Cuando
hay poca afluencia me entretengo conversando con los turistas. No falta el que
desea vivir en la playa. Claro, ellos vienen solo en verano, no como nosotros
que estamos todo el año, incluso con temporal. Uno puede encontrarse con
cualquier tipo de personas, tía, con contarle lo que me pasó una vez. La mujer
era joven, como de mi edad. Bonita, toda una muñeca, hasta de vestido azul
acampanado… Quedé embobado, mi mente se desconectó de mi lengua y sin
intenciones de burlarme de su atuendo, empecé a hablar mil disparates sobre un
tal sombrerero:
—Para
la víspera de Año Nuevo el restaurante se le ocurrió hacer una fiesta temática:
las mujeres debían venir con guantes largos y los hombres con sombrero. Hay un
comensal que tenía un sombrero nuevo para cada día. Y he de destacar que es de nuestros
clientes frecuentes acá en el restaurante. Por él pensé: «este es su momento,
seguro vendrá con el mejor sombrero de la noche». Pero mis pensamientos estaban
muy lejos de hacerse realidad...
—¿Qué
pasó? ¿No se presentó su querido comensal?
—Sí, vino,
pero me costó reconocerlo, porque no llegó con sombrero. Es más, a partir de
ese día que no lleva sombrero.
—¿Cómo
dice?
—No
lleva sombrero —y al ver por la expresión de su rostro que aquel detalle le
resultaba significativo y, al parecer, agobiante, añadí rápidamente los
siguientes datos—: Tiene un pelo rojo, muy rojo, rizado, y un rostro pálido,
alargado, con facciones bastante regulares y pequeñas patillas, raras, tan
rojas como sus cabellos. Las cejas son un poco más oscuras, tienen una forma
particularmente arqueada y parece que suele moverlas bastante. Sus ojos son
agudos, extraños… terribles; y su mirada es penetrante. Tiene la boca grande y
los labios finos y, además de las pequeñas patillas, va completamente afeitado.
Tuve la impresión, en cierto momento, de estar viendo a un actor.
Noté
que seguía expectante y que sus ojos grises titilaban de una emoción que
escapaba de mi entendimiento. No quería hacerle llorar, así que dirigí la
historia hacia un final menos comprometedor:
—Desde
hace una semana que no viene. Lo sé porque siempre llegaba a una misma hora, la
hora del té según él, aunque siempre pide un café americano… Al evento de Nochebuena
también vino, usó un sombrero de copa con unas guindas de adorno. Muy navideño,
por eso tenía tantas expectativas en su sombrero de Año Nuevo… Pienso que debe
ser un hombre muy solitario, sin amigos o familiares que se preocupen de él. Y
por lo mismo, su rostro se ha endurecido hasta tal punto… Dios quiera que se
encuentre bien.
Callé.
El silencio que siguió fue incómodo, y ya estaba sintiendo vergüenza de todo lo
que había dicho, cuando la joven rompió a hablar.
—Aquel
hombre es mi tío, hace exactamente una semana que no lo veo. Si vuelve a venir
o tiene alguna información de su paradero o ve uno de sus sombreros… por favor,
no dude en llamarme.
—¡Oh!
Lo siento mucho… ¿Pero no debería dar aviso también a la policía?
—Me
llama a mí —dijo, enfatizando cada palabra, sin necesidad de alzar la voz.
Del
bolsillo de su pequeño delantal sacó un papel con sus datos y me lo ofreció
volviendo a suavizar las facciones de su rostro. Yo seguía nervioso y me
apresuré en tomar lo que me daba y asegurarle mi ayuda en todo lo que fuera
posible. Ella me sonrió muy agradecida, acabando su taza antes de retirarse, meneando
su cuerpo al andar.
Es de las
cosas más extrañas que me han pasado en el trabajo. Pero confío en que no la
volveré a ver de nuevo. Con decirle, tía, que la sinvergüenza se fue sin pagar;
la supuesta Alicia, teléfono desconocido, de las cabras del monte de las
maravillas. Vea usted el papel, si no me cree. Lo de las cabras lo agregué yo.
DETRÁS DE LA CERCA DE ALAMBRE DE PÚAS
Mary W. Shelley & Salma Jilani
Detrás de la cerca de alambre de púas, Abdul se perdió en el escabroso rastro de sus pensamientos. ¿Por qué razón nuestros antepasados dejaron todo atrás y se mudaron a estas tierras extrañas? Su sangre y su sudor habían transformado un terreno desolado en una próspera y fructífera pradera.
Esa aldea lo era todo para él, el mundo donde nació y creció, cuando jugaba diariamente con sus amigos en los callejones retorcidos del pueblo. ¿Por qué ya no tenía derecho a ser dueño de su casa? Con un profundo suspiro miró hacia los florecientes campos de caña de azúcar.
Hoy, su peor temor se convirtió en cruda realidad, cuando un natural del lugar lo expulsó de la aldea, despojándolo de todas sus pertenencias a cambio de un puñado de dólares que puso en su palma, groseramente. Abdul quedó desolado, con las manos vacías, pero luego, mientras hurgaba entre los escombros de su casa y recogía los pedazos de su viejo armario, encontró la respuesta a las preguntas que lo habían inquietado durante toda su vida.
Con el diario de su abuela en sus manos temblorosas, encontró una historia de su infancia, algo que ella nunca le había contado.
“Tenía diez años cuando algunos artistas trashumantes llegaron a nuestra aldea. Yo espiaba sus extraños movimientos escondida tras una cortina de yute. Uno de aquellos hombres inteligentes se acercó a mí y me dijo si quería ver un espectáculo aún más interesante que se estaba desarrollando en un barco muy bonito. Me emocionó tanto la posibilidad de ver el nuevo espectáculo, algo que nunca había visto antes, que no consideré el riesgo que estaba corriendo, me limité a seguir los pasos del artista y llegué al puerto con él. La pasarela de sogas llevaba al gran barco, y yo no era la única que estaba allí. Había muchas otras personas, de diferentes edades, contándose mutuamente sus historias. Algunos de ellos estaban allí para ver un gran espectáculo de circo, como yo, mientras que a otros se les prometía mucho dinero si aceptaban ir a trabajar a ciudad adonde se dirigía el barco.
»De pronto, sentí que sucedía algo terrible; el barco se alejaba del puerto. Corrí hacia la pasarela de cuerdas para bajar pero ya era demasiado tarde; me encontraba en medio del mar. Empecé a gritar, otras personas también entraron en pánico y trataron de escapar, pero la gente del circo, en lugar de montar un espectáculo, empezó a golpearnos la espalda con sus látigos de cuero. Uno de los chicos se asustó tanto que saltó al mar. Lo vimos luchando por regresar, pero las corrientes del océano eran demasiado fuertes para él y se ahogó poco después de su caída.
»Ahora no teníamos otra opción que obedecer el mandato de nuestros amos si queríamos sobrevivir.
»Todo aquello había terminado, ahora que el océano de muerte había arrastrado hacia sí la marea menguante y su fuente se había secado. Habíamos dicho adiós a un estado de cosas que, por haber existido durante miles de años, parecía eterno. El gobierno, la obediencia, el tráfico, la vida doméstica, habían modelado nuestros corazones y nuestras facultades desde que nuestra memoria conservaba recuerdo. Y también nos despedíamos del celo patriótico, de las artes, de la reputación, de la fama perdurable. Veíamos partir toda esperanza de reencontrarnos con nuestro antiguo estado; toda expectativa, excepto la frágil idea de salvar nuestra vida individual del naufragio del pasado.»
Abdul pensó con profunda contrición lo costoso que era establecer nuevas colonias cuando uno ha perdido su identidad.
Una lágrima resbaló por su mejilla demostrando que la solución era olvidar el pasado. Mantuvo la leche en su recipiente y se decidió a emprender el largo viaje hacia la montaña, resignado a no volver a ver sus amadas tierras. Detrás de la cerca de alambre de púas, el lamento del pobre hombre ahora se mezclaba con las ráfagas de viento que pasaban sobre los campos de caña de azúcar.
Título original: Behind barbed wires
Traducción: Sergio Gaut vel Hartman
EL FORASTERO
H.
P. Lovecraft & Víctor Lowenstein
Su travesía lo
llevó a los confines del mundo conocido; allí donde no se oían ya los gritos de
guerra macedonios, el chocar de lanzas contra escudos ni el gemido de los
bárbaros caídos en combate. Tras días de navegar y a medida que su canoa lo
alejaba de los cada vez más lejanos estrépitos, dejó de escuchar hasta las
voces de su cabeza, que eran ecos de los mismos furores de la batalla. Se los
llevaba el rumor de las aguas al golpe de los remos.
Tras veintitantas lunas de soledad
marina arribó a la isla de un archipiélago ignoto. Altísimas hierbas
custodiaban la inculta bahía. Avanzó a trechos, el remo como cayado, hasta que
el lodazal le impidió todo paso y bajó de la canoa sobre tierras más
firmes. Caminó todo un día bordeando la
costa hasta llegar a las puertas de cierta ciudad palaciega que lo maravilló
desde su grandiosidad; altas eran sus defensas y más elevadas aún las torres
que delataban su esplendor. El forastero halló abiertos los portales de la
fortificación, y entró en ella dejando que sus ojos se deslumbraran por cada
cosa que veía.
Única y excepcional, aquella urbe arcaica se erguía
amurallada tras los espigones del puerto, era toda de un delicado color negro y
estaba adornada con volutas, estrías y arabescos de oro. Sus casas eran altas y
tenían muchas ventanas; y las fachadas estaban adornadas con flores esculpidas
y motivos cuya oscura simetría deslumbraba los ojos con su belleza más fastuosa
que la luz. Algunas estaban coronadas de abultadas cúpulas que terminaban en
puntas agudas, otras eran pirámides escalonadas rematadas por minaretes que
ponían de manifiesto una imaginación desbordante. Las murallas eran bajas y
tenían numerosas puertas, cada una de las cuales inserta en un gran arco, mucho
más alto que las almenas del propio muro, y coronado por la cabeza de un dios
con rostro entre humano y felino de leonina cabellera. Cabezas similares
sobresalían en relieve en muchas de las paredes de la urbe; se diría que eran
imágenes del mismo dios tutelar de la misteriosa ciudadela, que por lo visto
estaba vacía o abandonada. Cada avenida que
transitaba y cada columna o cariátide con las que se topaba contaban con el
mismo relieve que ya se le antojaba ominoso: el rostro casi humano de una
bestia con sus incisivos asomando por una félida boca, los ojos entornados en
un odio salvaje y la melena coronando su belicoso espíritu.
Caminó aún un poco más, oyendo sólo sus
lentos pasos, deseando alcanzar la plaza central y acaso vestigios de vida. Se
sentía considerablemente cansado y hambriento. Sus ojos no veían con claridad. Alzó
la vista hacia los capiteles de un alto edificio. Allí volvió a dejarse
sorprender por las fachadas más diáfanas y terribles que supo contemplar desde
su llegada. Parecían querer decirle algo. Lo miraban con un odio sagrado y
silente, más allá de los lejanos bramidos que creyó oír. Se juzgó lo bastante
fatigado por dejarse impresionar por estampas de piedra, mas las reconvenciones
no apaciguaron su ánimo.
Asustado por el silencio, el forastero
caminó entre pastizales hasta ser sorprendido por una ría de agua dulce al pie
de una colina con forma de pirámide. Quiso subir. Con sus manos trepó la rocosa
ladera. Jadeando llegó a la cima. La fuente de agua era un círculo que surgía a
los pies de una estatua de piedra con forma de león. Jamás había visitado un
santuario a cielo abierto que apenas recordaba los megarones de Micenas o los
oratorios de algunos anfiteatros del Argólide. Su memoria, tan extenuada como
su cuerpo, apenas podía rememorar sus propias hazañas en los juegos nemeos,
donde, en honor a Heracles, perpetraban la muerte simbólica de las mismas
bestias sobre las que el héroe griego ponía su pie.
El forastero cayó de rodillas ante la
efigie. Sus ojos fueron incapaces de abandonar ese rostro entre animal y humano
exquisitamente labrado, las fauces de un Dios sin dudas terrible. Sus ojos se
extraviaron mucho tiempo en la contemplación de la deidad bestial. Entonces, el
forastero oyó los rugidos a sus espaldas. La manada cayó sobre él antes que
pudiera siquiera girar el rostro para vislumbrar a los sanguinarios Dioses que
lo devoraron.
HEREDERAS
Edgar Allan Poe & Dora Gómez Q
Llegó temprano bajo
una pertinaz llovizna. Estaba agotada y hubiera querido no haber tenido que
venir al pueblo que no era como ella lo recordaba.
Tenía prisa por terminar con el asunto.
Miraba con atención los adoquines grises y ahora mojados por la llovizna con
temor de enganchar allí sus tacos aguja.
Pocas cosas quedaban como las
recordaba: la iglesia, el mástil de la plaza, la fachada de las oficinas
públicas ahora pintadas de amarillo, alguna que otra casa de tejas y casi nada
más de aquel tiempo anterior a las decepciones.
Al fin llegó a la casa donde pasó su
infancia; era un caserón que parecía haberse detenido en el tiempo,
contrastando con las modernas construcciones que la rodeaban.
Se refugió de la lluvia bajo el amplio
alero, apoyó la cartera en la escalera y buscó la llave.
Bajo el tejado del amplio alero la
escalera daba acceso a una puerta que conducía a la buhardilla, o mejor, al
desván, pues este se iluminaba únicamente por la luz de una ventana orientada
al norte y parecía haber sido ideado como almacén. Las galerías del edificio
principal y del ala oeste no tenían el suelo que acostumbran tener, pero ante
las puertas y ventanas, anchas losas de granito de forma irregular, quedaban
encajadas en el delicioso césped, proporcionando en cualquier tiempo un
confortable pavimento. Excelentes senderos del mismo material, no ajustado,
sino dejando que el césped aterciopelado llenara los frecuentes espacios entre
las piedras, esas piedras donde tantas veces había raspado sus rodillas.
Subió al desván donde jugaba con su
hermana a reinas y princesas, disfrazadas con vestidos y zapatos de la madre,
donde ella siempre era la doncella y su hermana la reina, ocho años mayor y con
la autoridad que le daba la ausencia de sus padres en el desván.
De las hermanas ella había sido “la
preferida”, aunque como todos los preferidos no tengan la culpa de serlo. Tal
vez fue el motivo de tanto recelo y envidia.
Ahora su hermana reclamaba como
herencia la casa.
Olor a humedad, polvo, trastos viejos.
Era todo lo que había allí.
Primero se enojó mucho con todo esto.
Pero ¿qué se creía ella, que jamás
estuvo allí, ni ayudo en nada, que no quería atender a la madre mientras ella
se ocupaba del padre?
Después se entristeció. Ella le tenía
amor filial más que fraternal. Su hermana la trataba como a una muñeca para
jugar a la mamá y ella se consideraba una hija de verdad. Al final se resignó.
Dejó todo y se dirigió a la escribanía.
La escribana la hizo pasar a su
despacho un lugar con muebles de estilo, alfombra clara y mullida de pared a
pared y pesados cortinados rojo oscuro.
—Escribana: he decidido dejarle la casa
a mi hermana, con todo lo que hay en ella. Usted me avisa cuando los documentos
estén listos, estoy alojada en el Hotel Provincial.
La escribana que estaba inclinada
ligeramente hacia adelante, se recostó en el respaldo del sillón, y suspiró.
—Veo que usted no
lo sabe.
—¿Qué es lo que
no sé? —respondió ella
—Su
hermana murió el mes pasado.
KARMA TARDÍO
Anatole
France & Rosa Lía Cuello
Aquella noche,
durante unos minutos que parecían siglos estuvimos escondidos en el callejón.
Sabíamos que éramos los primeros y que
de allí en más todo iba a sucederse en cadena. No nos conocíamos más que por
nuestros sobrenombres, ya que nuestra finalidad no era continuar siendo amigos
más allá de esa noche.
La
misión había sido calculada con frialdad y premeditación. Los negros ojos de la
noche se cerraban. Se acercaba el momento. Si fallábamos, nos habían dicho, que
no intentáramos volver a nuestras casas. Salir de la ciudad, como fuera, era la
orden.
Podía
ver miedo en los ojos de mi compañero. Tal vez él notara mi transpiración y mi
miedo en pleno invierno.
Nos
acercamos a la parte trasera de la casa cuando apagaron las luces y arrojamos
la bomba justo en la cocina. Pudimos oír los gritos, el ruido de los vidrios al
romperse y la explosión, mientras corríamos.
A
partir de ese momento, los atentados anarquistas se sucedieron durante una
semana sin interrupciones. Las víctimas fueron numerosas, casi todos
pertenecían a las clases pobres. Estos crímenes provocaron la reprobación
pública. Era entre los propietarios de casas, los hoteleros, los pequeños
empleados y los minoristas que los poderosos dejaban subsistir, donde la
indignación fue más viva. Se escuchaba, en los barrios populosos, a las mujeres
reclamando suplicios inusitados para los dinamiteros. Se los llamaba así con un
nombre antiguo que no les venía bien, pues, para estos químicos desconocidos,
la dinamita era un material inocente, bueno solo para destruir hormigueros.
Dicen que los asesinos vuelven al lugar
del crimen. Y eso hice yo, muchos años después. El corazón se me salía del
pecho por esa mezcla de miedo y adrenalina que me producía estar ahí. Sin
embargo me quedé estudiando los movimientos, observé que la casa había sido
modificada, en el lugar de la cocina ahora había una gran galería abierta de
color blanco.
Di la vuelta hacia la otra calle,
observé que el balcón del primer piso permanecía con la misma rajadura en su
costado, viejo y descascarado.
Me distraje porque divisé una figura
conocida que se acercaba despacio, mirando hacia todos lados, como si lo
persiguieran. Reconocí en sus ojos el mismo miedo, el mismo olor de hace años.
Por un instante tuve un presentimiento
extraño pero lo deseché. ¿Qué podría suceder? Aquella vez nadie nos había
visto.
Nos observamos caminando uno hacia el
otro por la vereda gastada. El calor del verano nos cuarteaba la piel. Pensé
que a lo mejor hubiéramos sido buenos amigos.
Pude sentir la energía extraña que
envolvía el lugar. Nuestras miradas y nuestros pasos se cruzaron debajo del
balcón, justo en el instante en que este, con gran estruendo, se desplomaba
sobre nosotros…
¡ULTIMO MOMENTO! TRAGEDIA EN ZONA CÉNTRICA!
Un viejo balcón se desplomó sobre dos
transeúntes que circulaban por la acera. Uno de ellos falleció en el acto, el
otro, agoniza en terapia intensiva del Hospital “Madre de la Misericordia”.
Ninguno de los dos portaba documentos
por lo que aún se desconocen sus identidades. Seguiremos informando desde el
lugar del hecho…
LA CURVATURA DEL CUÑO
Charles
Baudelaire & Omar Hebertt
—Explíqueme.
Ande, por favor —pidió el niño.
Lo cierto es que la pregunta era buena,
difícil de responder: ¿por que la mayoría de las monedas estaban grabadas con
un relieve mostrando el rostro de un político en una de las caras y la palabra
“cara”, se refería tanto a las facciones de una persona como a la superficie de
las piezas de menor precio para el dinero?
—Bueno, no siempre fue así. En la
historia de la humanidad ha habido monedas que tenían escudos, emblemas y
leyendas, porque las autoridades que las hacían querían que además de
intercambiar dinero para obtener algunos objetos, se pusieran en movimiento
ideas y símbolos.
El niño me miraba con atención y
sonrió. Metió la mano al bolsillo de su pantalón y sacó unas piezas de baja
denominación, mientras con la otra mano sostenía la paleta en su boca.
Con la palma abierta y cierta destreza,
llevó una moneda hacia la punta de sus dedos y me la mostró, enseñando el lado
con una cara que, a pesar de ser de una denominación de cinco pesos, tenía otro
rostro grabado. Alguien que no correspondía al trabajo de la pieza en
circulación.
¿Cómo es que este niño estaba en
posesión de una moneda así? ¿Acaso sus padres se dedicaban a la falsificación?
Solo alguien que podía conocer las distintas consecuencias, funestas o no, que
una moneda falsa puede engendrar en manos de un mendigo. ¿No podía
multiplicarse en piezas buenas? ¿No podía llevarle asimismo a la cárcel? Un
tabernero, un panadero, por ejemplo, le mandarían acaso detener por monedero
falso, o como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir que la
moneda falsa fuese, para un pobre especulador insignificante, germen de la
riqueza de algunos días. Y así mi fantasía progresaba, prestando alas a la
mente de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las
hipótesis posibles.
Pero él rompió bruscamente mi
divagación recogiendo mis propias palabras
—Estás en lo cierto; no hay placer más
dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.
Le miré a lo blanco de los ojos y me
quedé asustado al ver que en los suyos brillaba un incontestable candor.
Siempre hay algo de aterrador en la
abrupta sabiduría de un menor que parece hablar con las palabras de un adulto,
pero en su voz resuena una certeza que parecería producto de la experiencia.
El candor se convirtió en un brillo
tenue y este en resplandor. De pronto, estaba viendo su perfil en metálico y
donde debería estar el esternón, el canto de un disco en el que una de las superficies
me dirigía una sonrisa de dientes separados y con huecos, viéndome con la
periferia del ojo, ampliamente divertido.
LA FUMIGACIÓN Y SUS CONSECUENCIAS
Charles
Dickens & Lucila Adela Guzmán
La famosa obra de arte
vanguardista había estado perdida por más de setenta años hasta que, un
historiador húngaro, un tal Gregely Barki, la reconoció. Barki encontró el
cuadro mientras miraba televisión, la vio entre el decorado de una película de
lo más absurda, en dónde el protagonista, un ratón, era tratado por sus padres
adoptivos como si fuera un niño humano.
Desde el día en que Juan, mi socio, se enteró
del hallazgo, se obsesionó y comenzó a mirar entre los decorados de todas las
películas.
Mi
socio y yo somos, quiero decir éramos, especialistas en arte y solíamos visitar
casas antiguas en sucesión. Allí tasábamos adornos, cuadros y reliquias de
familias casi extintas. Y claro, siempre con la esperanza de hallar algún
tesoro que, imaginábamos, nos aguardaría en el anonimato gracias a la
ignorancia del vulgo.
Apenas
entramos a la casa, Juan se detuvo.
—¿Hueles?
es el perfume de la muerte —dijo señalando hacia una pared repleta de cuadros amontonados.
Yo solo me reí y seguí caminando. Es que Juan tenía esa ridícula manía de olfatear,
él tomaba aire por la nariz y daba su dictamen, sus conclusiones eran siempre
tan extrañas como deprimentes.
A pesar del perfume que provenía de los árboles cercanos percibí en el aire un olor raro y allí mismo decidí no comentarlo con mi socio para no atizar el fuego de sus incongruentes asociaciones porque, a ver si me explico, la fragancia frutal era notoria pero si un lugar olía a rosas, él decía que olía como a velorio, y si olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago quieto, esperando la oportunidad para salir revoloteando hasta nuestra nariz. Entonces lo vimos, el cuadro colgaba sobre la pared derruida del segundo piso y claro, el entusiasmo me traicionó. ¡Ay de solo pensar que fuera un original!
Fue entonces cuando un enorme roedor saltó sobre mí y Juan, del susto, cayó rodando por las escaleras hasta golpear su cabeza contra el último peldaño. Mientras daba vueltas gritaba.
—¡Es él! ¡Es el ratón de la película! —señalando con cara de espanto hacia el bicho que huía aterrorizado. Bajé las escaleras corriendo para ayudar a mi amigo y vi que, por suerte, aún seguía vivo. En definitiva, es desde aquél fatídico día que él insiste repitiendo una y mil veces su sentencia: el olor que destila la locura es apenas un poco más dulce que la fragancia de la muerte. Yo no hablo, como mencioné anteriormente, para no atizar, pero pienso que, tal vez, la sutil diferencia sobre la cual habla Juan sea dada por ese pequeño toque frutal que había logrado sobrevivir a la fumigación
El veneno había matado al ratón, y aún presente en el aire había despertado la locura guardada en el olfato de Juan pero, a dios gracias, no había arruinado mi precioso hallazgo, un auténtico van Gogh que el mundo había pensado perdido tras los bombardeos del 45.
LA MIRADA DE LA SIRENA
Virginia
Woolf & Laura Irene Ludueña
En esta
estación del año, quienes habían bajado a la playa a pasear y a preguntar al
mar y al cielo qué mensaje enviaban, o qué visión confirmaban, tenían que
considerar, entre las muestras comunes de la bondad divina, la puesta de sol
sobre el agua, la palidez del crepúsculo, la salida de la luna, las barcas de
pesca, y los niños tirándose unos a otros puñados de hierbas, si no había algo
que disonara en esta alegría, en esta serenidad. Estaba la silenciosa aparición
del navío de color ceniciento, por ejemplo: venía, se iba; había una mancha
púrpura sobre la delicada superficie de la mar, como si algo hubiera hervido y
se hubiera desangrado abajo, invisible, en el interior. Esta intromisión en una
escena pensada para promover las reflexiones más sublimes, para conducir a las
más placenteras conclusiones entorpecía sus pasos. Era difícil, si se era
educado, no prestarles atención, abolir su significación en el paisaje; era
difícil continuar, mientras se seguía paseando a la orilla del mar,
maravillándose de cómo la belleza del exterior reflejaba la del interior.
Mientras tanto yo, desde las
profundidades del océano, esperaba ese momento en que aquel humano recorría la
playa buscando algo que, quizás, ni él sabía qué era. Lo notaba en sus ojos que
reflejaban un universo de emociones. Conocía sus miradas, a veces cautas, otras
desafiantes… a veces melancólicas y a veces tristes. Mi posición para estudiarlo
era privilegiada. Oculta entre las algas ondulantes, rodeada por la música
susurrante del océano y envuelta en el misterio de la profundidad, amaba seguir
sus movimientos. Cada vez que salía a la superficie, mi corazón latía con tanta
fuerza, que parecía hacer oleaje a mi alrededor. Esperando verlo una vez más,
pasaban mis propios días. Ni siquiera Pisínoe
lograba persuadirme de que lo olvide y regrese a mi mundo. A menudo me
preguntaba qué buscaba a orillas del mar, qué secretos esperaba encontrar entre
la arena, las rocas y las corrientes. ¿Acaso podría un ser terrestre con sueños
e inquietudes que apenas podía imaginar, reconocer que había mucho más en el
universo de lo que se podía ver más allá del horizonte? ¿Quién puede saberlo? Soy
una criatura marina cuyo corazón late al ritmo del océano, con anhelos y deseos
que solo los que conocen las profundidades pueden entender. Pero estoy
convencida que sí, que él lo sabía y era eso lo que lo inquietaba. Pienso que,
si algún día se atreviera, sería capaz de comprender la belleza y el misterio
de otros mundos, de mi mundo. Sólo tendría que cruzar la barrera invisible que
hay entre la tierra y el cielo o, entre la tierra y el mar.
Por el momento me contento con
observarlo desde mi escondite, con sentir su presencia como una brisa suave que
acaricia mi piel escamosa. Y así, entre susurros de corales y el suspiro de las
olas, pasa mi vida en la espera de esa estación del año en que el humano, baja
a pasear por la playa.
LA RISA DE DON ANSELMO
H. P. Lovecraft & María Elena Rodríguez
Una ráfaga de viento cerró la puerta sumiéndolo en una oscuridad mucho
más densa que la de momentos antes. Por el dintel solo se escurrían unos tenues
rayos y por el conducto de la ventilación, que estaba sobre su cabeza, casi
ninguno. Desanduvo el camino, a tientas para no tropezar con los cajones, en
procura del picaporte de la puerta. Tiró de él, intentó forzarlo, al tiempo que
se preguntaba por qué la puerta se habría vuelto tan rebelde. En medio de la
casi inexistente luz crepuscular tomó conciencia de su situación y comenzó a
gritar, pero pronto advirtió que solo podría escucharlo el caballo, quien a
modo de indiferente respuesta emitió un relincho. El oxidado picaporte estaba roto
y el descuidado dueño de la funeraria había quedado encerrado en la cripta,
víctima de su propia negligencia.
Si tan sólo
hubiera hecho caso a mi mujer, pensó, muchas veces me dijo que arreglara esa
cerradura. No la escuché y ahora estoy acá, encerrado con estos muertos. En el
cajón más lujoso está Don Anselmo, el dueño de todas estas tierras; después que
enfermó no le pagué más la renta, seguro que ahora se está burlando de mí y
pensando que es mi karma. ¿Para cuánto me quedará oxígeno? Esto es chico, no
tengo que agitarme o consumiré más. Hoy es viernes, hasta el lunes de mañana no
vendrá el empleado, cuando alguien muere el fin de semana lo llevan a la otra
funeraria, todos saben que en estos días yo cierro y me voy a pescar. ¿Cuántas
veces me dijo mi mujer que una funeraria no tiene que cerrar nunca, que la
gente no elige cuándo morirse? No la escuché. Y ahora escucho la risa de Don
Anselmo. ¡No! Los muertos no ríen. Tengo que calmarme, serán dos noches, el
oxígeno me va a alcanzar. ¿Y si el empleado viene y encuentra todo cerrado y
piensa que me quedé un día más a pescar? No, eso no va a pasar, tengo que estar
tranquilo. Ahora todos se ríen con Anselmo, felices de pensar que sus familias
no tendrán que pagarme.
NOSTALGIA A MEDIODÍA
Fedor Dostoievski & Iván Bojtor
Podría haber ido con el transportador, pero la posibilidad de desintegrarse nuevamente en miles de millones de partículas y recuperar su cuerpo solo después de un tiempo lo asustó. Estaba de pie completamente desnudo en el "ascensor", en ese disco de metal de apenas un metro de diámetro, que se arrastraba lentamente con él de vuelta al pasado. Había enviado su ropa y equipo con anticipación. No se atrevió a ir vestido porque sabía muy bien que ya habían ocurrido accidentes. Había visto esas fotografías... Sería ridículo si cuando llegara, un pantalón colgara de su pecho, o una camiseta saliera de su boca, o incluso si un calzoncillo estuviera en su ojo.
Simplemente estaba allí parado en ese pedazo de disco en el medio de la nada. A veces, en la niebla que lo rodeaba, parpadeaba una fecha, los puntos de control enviaban mensajes al centro. Aún no había llegado a la mitad del camino, pero su pierna estaba entumecida, su pie estaba frío. "¿Cuándo llegaré allí?"
Conocía bien el lugar al que se dirigía.
Finalmente lo dejaron ir de vacaciones. Había pasado dos años en una estación espacial y estaba harto de las paredes de acero, de los instrumentos, de los sueños regulados. Lo aterrorizaba volver a sumergirse en una realidad virtual durante su permiso.
En su ánimo acababa de producirse una especie de revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El propietario estaba en otra dependencia, pero hacía frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus botas, sus elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que primero se veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un candado. Un muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador; otro más joven aún servía a los clientes. En una vitrina que despedía un olor infecto se exhibían trozos de pepinos, panecillos negros y rodajas de pescado. El calor era insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores de alcohol, que daba la impresión de que un hombre se podría embriagar en cinco minutos.
Cuando apareció desnudo en medio del bar, el dueño señaló riendo una mesa donde estaban sus ropas enviadas por adelantado.
—¿Has estado aquí antes? —preguntó.
—Oh, muchas veces —respondió él mientras se vestía rápidamente.
Solo pidió un vaso de vodka. No le gustaban los pepinos y tenía aversión al pan negro: "¿Quién sabe de qué está hecho".
El dueño le trajo la bebida él mismo y se sentó a su lado.
—¿Cuándo estuvo aquí?
—Hace mucho tiempo, mucho tiempo. Conocí a su padre e incluso a su abuelo. Ya lo he visto a usted también, pero no puede recordarme porque era pequeño. Y su madre... era una mujer hermosa.
Hablaron de muchas cosas, pero no le reveló nada sobre lo que sabía de él. Ni que en realidad no era hijo de su padre, ni que pronto, no sabía exactamente cuándo, alguien borracho le partiría la cabeza con un hacha.
Cuando regresó a la estación espacial, no estaba seguro de si había tomado la decisión correcta. Simplemente deambulaba de un lado a otro.
Poco después, se quitó la ropa y la arrojó sin emoción al destructor, impregnada del olor del bar.
RASGOS COMUNES DE INSTITUCIONES QUE REQUIEREN PROMOCIONES URGENTES
Henry James & José Luis Velarde
Siempre dije que las instituciones educativas y las prisiones comparten
símbolos, escalas de poder. Nunca estuve encarcelada, pero subsistir implica subemplearse
en distintos sitios, aunque nunca se obtengan las condiciones para jubilarse o
un ingreso decente. Mis grados académicos no son malos; pensé que titulada como
psicóloga alcanzaría triunfos garantizados. Fui de una solicitud a otra hasta
conformarme con un horario matutino dedicado a la atención de estudiantes
conflictivos. Ahí solo pagan las horas trabajadas. Me informan las citas impuestas
en mi agenda irregular como el salario. Atiendo padres, alumnos y maestros en
distintos grados de histeria. No acumulo antigüedad ni ingresos constantes,
pero debo presentarme uniformada a la hora dispuesta. Les importan más los
horarios de la clientela. Esto complica mis arribos al segundo empleo. Una
prisión donde soy terapista de medio tiempo. No tengo contrato fijo. Lo
renuevan cada tres meses. Ahí debo portar un traje distinto al de los reos. No
soporto la supervisión constante, los formularios, las rutinas e incluso cargas
inmoderadas para los reclusos.
Las noches de los
domingos, suelo comentar todos estos asuntos con Lucila, maestra atormentada
por el tiempo parcial atendido en el colegio y por las demandas recibidas desde
la dirección. Más intromisiones que proyectos, más falacias que educación.
acababan de informarle que sus alumnos de sexto grado debían presentar un
ensayo de cincuenta cuartillas que cumpliera todos los protocolos establecidos
por la Universidad de Harvard, en vez de las simples composiciones que durante
años rigieron la escritura escolar. Textos libres para desarrollar la
ortografía y mejorar la redacción. Lo abominable eran los dos únicos temas: Los beneficios que ofrece mi escuela y El acoso en las aulas. El primero
escondía encontrar propaganda gratuita y el segundo implicaba meterse en un
tema con más de quince años de manoseo compartido por expertos y redes sociales
con más desinformación que revelaciones.
Aquella
noche convenimos en que juntas podríamos soportar esas cosas, y yo no me daba
cuenta de que a pesar de que ella parecía eximirse, era precisamente quien
debía soportar casi toda la carga. Sabía en aquel momento, como lo sé ahora,
que yo era capaz de afrontar cualquier cosa con tal de proteger a mis
discípulos; pero tardé algún tiempo en estar segura de lo que mi honrada aliada
sería capaz de hacer para mantenerse fiel a nuestro pacto. Yo resultaba una
compañera muy extraña, tanto como lo era ella; pero, cuando recuerdo todo lo
que tuvimos que pasar juntas, advierto cuánto de común habíamos hallado en la
única idea que, por fortuna, podía unirnos. La idea que me hizo salir, como
podría decirse, de la cárcel de mi espanto. Puedo recordar perfectamente lo que
me fortaleció aquella noche. Una revelación. Simple estupidez que me hizo
preguntar:
—¿Juras
ser la maestra más exigente en la ejecución del ensayo? ¿Revisarás ortografía,
sintaxis y estilo con atención? ¿Obligarás a todos los involucrados a trabajar
hasta concluir?
—Seguiré
tus indicaciones, pero ¿qué harás para complementar la misión?
—Obligaré
a mis pacientes a escribir con las mismas condiciones exigidas a tus alumnos.
Lo extenderé a padres y escolares problemáticos. Seremos famosas por elevar los
prestigios de las instituciones que nos explotan. ¿O no? Quizá nuestro actuar
produzca lo contrario. Quizá nos quedaremos sin empleo, pero sueña que nuestro
accionar podrá catapultarnos a niveles donde puedan reconocer nuestro talento.
Piensa conmigo. ¿Qué nombre debe tener el movimiento hoy propuesto? ¿Instituto
Nacional del Ensayo Afín a Necesidades Patrióticas?
—Sí, solo
necesitamos trabajar y establecer un buen nombre. Juntas vamos a escalar la
burocracia hasta la cima hoy inalcanzable. Agradezco que me tomes en cuenta.
Todo ensayo es nuestro.
UN TIPO CON SUERTE
Roberto Arlt & Luciano
Lara
El reflejo que los rayos del
sol hicieron sobre el agua lo enceguecieron por un instante. Julio se detuvo
para restregarse los ojos. Al fin, pensó: a unos trescientos metros barranca
abajo descubrió el río que venía buscando desde hacía una semana. Llevaba tres horas de caminata constante tras
el sonido de las correntadas; la noche anterior se había quedado sin agua y
necesitaba cargar su cantimplora para seguir adelante.
Casi sin pensar comenzó a correr barranca abajo en
dirección al río; preso de la desesperación no vio un tronco que se atravesaba
a su paso y al impactarlo con uno de los pies, cayó desparramado sobre la maleza.
Apenas levantó la mirada, observó que a escasos metros, cerca de la orilla, había
un caballo ensillado. Se levantó sigiloso y en estado de alerta: la interacción
con otras personas no era recomendable para alguien en su situación. Registró
la zona con cuidado: no había nadie. Avanzó con cautela en dirección a la
orilla hasta que un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente
llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente
dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas
negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión.
Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora.
El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para
beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se
dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y
después se lo tragó.
Julio entró en pánico: podría haberle ocurrido a
él; aún no había reflexionado sobre los riesgos del paso a la clandestinidad.
Por un instante pensó que quizás estaba a tiempo de volver y reinsertarse en la
sociedad: no tenía antecedentes penales ni una historia de publicaciones
políticas en las redes sociales. Había tenido suerte, no como algunos de sus compañeros
y amigos.
Las voces de los gendarmes le recordaron de
inmediato cuáles eran los motivos que lo habían traído hasta ahí. Miró a la
serpiente que aún descansaba inmóvil con los pies del malogrado forastero
asomando por la boca. Soy un tipo con suerte, se dijo; llenó la cantimplora,
montó el caballo y siguió camino hacia Bolivia…
LOS AUTORES:
Antón Chéjov
https://es.wikipedia.org/wiki/Ant%C3%B3n_Ch%C3%A9jov
Henry James
https://es.wikipedia.org/wiki/Henry_James
Mary Shelley
https://es.wikipedia.org/wiki/Mary_Shelley
H. P. Lovecraft
https://es.wikipedia.org/wiki/H._P._Lovecraft
Edgar Allan Poe
https://es.wikipedia.org/wiki/Edgar_Allan_Poe
Anatole France
https://es.wikipedia.org/wiki/Anatole_France
Charles Baudelaire
https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Baudelaire
Charles Dickens
https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Dickens
Virginia Woolf
https://es.wikipedia.org/wiki/Virginia_Woolf
Fedor Dostoievski
https://es.wikipedia.org/wiki/Fi%C3%B3dor_Dostoyevski
Roberto Arlt
https://es.wikipedia.org/wiki/Roberto_Arlt
Anita María Riquelme Suazo (Hualpén, Chile) Es escritora de microrrelatos y cuentos, mediadora de lectura y coordinadora del club latinoamericano MicroCosmos. Finalista en el II Certamen internacional de Microrrelatos "Aldea de Toya" (2024) de la Editorial española Ediciones Rubeo. Sus escritos han sido publicados en diversas antologías, revistas literarias y fanzines, especialmente desde el año 2023 al presente.
Carlos Eduardo Sánchez. Nació en San Miguel de Tucumán en 1960. Escribe desde el año2005. En el 2008 consiguió el 1° premio en narrativa en el “IV Mayo de las Letras”, organizado por El Ente Cultural de Tucumán. En el 2010 obtuvoEn el 2010 obtuvo una mención en el concurso “Cuentos del noroeste”, organizado por la Universidad Nacional de Tucumán. Participó en diversas antologías. Cofundador de la revista-libro “A turucuto”.
Ricardo Guzmán Wolffer (México, 1966) Abogado, juez federal, escritor, periodista, dramaturgo y poeta. Más de 30 libros publicados sobre tales disciplinas. Sus textos periodísticos se han publicado en diarios y revistas mexicanas y en Cuba, España, Brasil, entre otros países, desde 1990. Cuenta con una obra poética traducida al portugués y el premio nacional de Poesía Calkiní 1996, entre otros premios. Sus novelas, cuentos y cómics publicados se complementan con los muchos textos por él antologados y comentados; entre varios se encuentran las novelas góticas El monje y La mandrágora.
José Luis Velarde nació en 1956 en México. Es coordinador de talleres literarios, promotor de actividades culturales y maestro en diversas instituciones públicas y privadas; en años recientes director de producción y operación en el Sistema Estatal Radio Tamaulipas; y director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas. Es el responsable del sitio Literatura Virtual. Entre muchos otros libros, ha publicado La Crónica Ignorada del Hombre, poesía, 1995; A Contracorriente, el Rock & Roll 1954-1994, ensayo, 1996; En busca del Nuevo Santander, divulgación histórica, 1999; Nos quedamos sin nosotros, narrativa, 2003; Contradanza, novela, 2014; Norestense, novela, 2014.
Salma Jilani es originaria de Karachi (Pakistán), donde trabajó como profesora durante ocho años en el Govt Commerce College de Karachi. En 2001 se trasladó a Nueva Zelanda con su familia y cursó un máster en negocios en la Universidad de Auckland. Ha impartido clases en distintos institutos de enseñanza superior internacionales. Sus relatos cortos se han publicado en revistas literarias de renombre en Pakistán y en el extranjero. También escribe cuentos para niños. Salma Jilani también ha traducido al urdu y viceversa a varios poetas contemporáneos de todo el mundo. Beyrang Pewand, su libro de reciente publicación, consta de diecisiete relatos breves y algunos muy breves.
Luciano Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. Escribió su primera ficción "Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda, "Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que integran su primer libro, Apasionadas editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio literario en 2013, ha participado de varios proyectos literarios, uno de sus textos apareció en Grageas 3, otro la antología mexicana Fútbol en breve, otros tres en Cien páginas de amor, uno en la antología mexicana Nocauts, otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia se encuentra en proceso de corrección.
Lucila Adela Guzmán nació en la ciudad de Buenos Aires el 30 de Diciembre de 1960. Se formó como intérprete y coreógrafa en el Taller de Margarita Bali. Desde el año 2000 vive en Del Viso, pequeña ciudad en la provincia de Buenos aires, junto a su marido y sus cuatro hijos. A partir del año 2011, alentada por su familia y amigos decide mostrar algunos de sus trabajos. Finalista del concurso Premio Elevé de literatura infantil 2011, se le otorga una mención especial por su obra "Doctora de letras", que ha sido publicado en la colección Osa menor de elevé ediciones siendo presentada recientemente en la Feria internacional del libro. En noviembre de 2011 obtiene Mención especial del jurado en el segundo concurso Nacional de Poesía Corral de Bustos Ifflinger-Córdoba. En marzo de 2012 el jurado del IV Certamen internacional de poesía fantástica miNatura destaca como finalista a su poema "Goteras" siendo publicado en dicha revista. En abril de este año, a través del II concurso mundial de eco poesía la unión mundial de poetas por la vida selecciona a su poema “Resignación” para integrar una antología. En agosto del 2012 es finalista del concurso de poesía hispanoamericana “Gabriela” siendo seleccionada para integrar dicha antología.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.
Rosa Lía Cuello es Técnico Superior en Diseño Gráfico y Publicitario, escritora y plástica. Vive en Cañada de Gómez. Ganó premios y menciones nacionales e internacionales en Poesía, Cuento y Cartas de amor. Participó de numerosas antologías en Chile, España, Perú, Méjico, Francia y Argentina. Publicó Dentro de mí (2001, poemas) y Es todo el silencio, (2014, poemas). Participó de numerosas antologías.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.
María Elena Rodríguez es uruguaya; nació y vive en San Carlos, Maldonado. Estudió magisterio, aunque se desempeña como maestra de reiki y ANEP. Ha sido una activa participante del TALLER 9 desde su ingreso al mismo, hace dos años.
Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300, GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.
Dora Angélica Gómez Quiroga nació en Buenos Aires el 8 de julio de 1953. Es psicóloga social, técnica en gestión cultural y poeta, incursionando actualmente en la narrativa. Ha publicado el poemario Arena Negra, en la Antología Federal de poesía por la región de Cuyo Andino del Consejo Federal de Inversiones y en también en antologías “La herida Cierta” y “Vestigios”.
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