jueves, 21 de marzo de 2024

LAS RATAS EN CIUDAD DE MÉXICO

 

Jorge Etcheverry




(Según Sergio Chávez)

 

Siempre le he tenido miedo a las ratas. Pero un momento. No exactamente miedo. Más bien me provocan inquietud. Los animales tienen su propia manera de ser. A nosotros, los humanos, nos gustaría pensar que son unos animales estúpidos, pero si usted se pone a caminar por una de esas calles en la noche, cuando no anda casi nadie, va a sentir de repente que algo le pasa corriendo junto a la pierna: Zzzzzmmmm. Luego otra. Entonces, con la luz del poste de alumbrado o la primera luz del alba (a veces me toca trabajar toda la noche), usted va a ver un movimiento en la calle. Luego se va a dar cuenta de que todos esos puntos más oscuros que el pavimento que se mueven son ratas. Salen de las bocas del alcantarillado y de las grietas en las paredes y van de acá para allá en oleadas, sin motivo, por las calles. Usted se apura para llegar a su casa o donde sea que tiene que ir, casi corriendo, porque ha pasado más de una vez, en esa ciudad contaminada, con tantos millones de personas, que algún borracho que estaba acurrucado durmiendo en la calle haya sido devorado por las ratas. No es raro por ejemplo en Chile, que una que otra guagua en las poblaciones sea mordida o incluso comida por las ratas ya mencionadas, pero no es nada si se compara con lo que pasa en la Ciudad de México. También me contaron unos amigos chilenos que los perros salvajes que viven en el desierto han ocasionado la desaparición de más de un conductor de camión, y es seguro que usted me va a preguntar y entonces porqué se ponen a dormir en el suelo en lugar de en la cabina. ¡Qué sé yo! ¡No me pregunte a mí! Pero como he dicho las cosas en Ciudad de México son incluso peores. La mayoría de la gente parece que ni siquiera sabe y se ríe o se ofende si uno le llega a preguntar. Los mexicanos simplemente se encogen de hombros, ignoran todo el asunto, así como algunas otras cosas mucho más graves que pasan y que todos sabemos. En aquella época yo trabajaba como cuidador en una gasolinera que quedaba cerca del centro. Siempre andaba con mi rifle 22 y tan pronto como veía un movimiento en la calle, de esos animales a los que me refiero, hacía la puntería y disparaba. Era una manera de mantenerme despierto. Entonces colgaba los cuerpos de las ratas de un alambre, como la ropa que se pone a secar. Cuando llegaba la gente del turno de día había que verle la cara, sobre todo a los nuevos. Mataba una o dos a por hora, lo que quiere decir entre ocho y dieciséis ratas por noche. Con el tiempo me obsesioné. Podía ver en la noche o en los rincones oscuros esos ojitos pequeños, rojos, que me miraban con odio, y sabía que me seguían, que me miraban. Se dice que hay dieciséis ratas por cada ser humano pero si tomamos en cuenta el tamaño de las ratas, eso no representa mucho volumen.

 

Una noche me acuerdo que estaba mirando medio distraído un restaurante que había al otro lado de la calle, cuando me di cuenta de que al irse no habían cerrado bien la puerta, la habían dejado abierta como unos veinte centímetros. Ése era el restaurante en que desayunaba la gente del turno de día antes de empezar a trabajar. A veces yo comía ahí también después de terminar mi turno. Crucé la calle apurado después de cerrar bien la puerta de mi cabina de guardia y de sacar del bolsillo mi encendedor. Tan pronto como llegué al boliche me metí como pude para adentro con bastante dificultad, eso que estaba bastante más delgado que ahora. Apenas entré sentí formas rápidas que me pasaban por encima de los zapatos, me rozaban las piernas, se me puso la carne de gallina y oí una cantidad de pasitos, roces y rasguños casi inaudibles. Me aterroricé y anduve a tropezones varios segundos, tratando de encontrar el interruptor de la luz. Cuando la prendí pude ver todo tipo de formas pequeñas que escapaban. Salían hasta de dentro del refrigerador, de las bolsas plásticas con la comida. Cómo se las habían arreglado para meterse ahí no se va a saber nunca. Me bajaban y me subían escalofríos por la espalda y sentía las piernas como de lana. Cuando don Eusebio, el dueño, vino abrir su restaurante y le dije lo que había pasado, parece que no me creyó. Ni siquiera me dejó terminar lo que le estaba diciendo.

—Los muchachos dejan siempre dejan todo tan desordenado —me dijo, y me daba unas palmaditas en el hombro. Le dije que las ratas se habían metido hasta en el refrigerador—. ¿Cómo se va a meter una rata adentro de un refrigerador cerrado? —me preguntó. Y me empezó a embromar, me dijo—: parece que se está pasando la mano con el tequila, búscate una mujer, los tipos jóvenes se vuelven locos sin una mujer. Pero al rato cuando llegaron sus empleados, noté que cortaban con cuidado los pedazos de jamón, de pan y de queso donde había marcas de dientes de las ratas.

—Usted no puede usar esta comida, don Eusebio. La gente se puede enfermar —le dije, pero siguieron hablando entre ellos, como si yo no estuviera.

—Para mañana no me van a dejar otra vez este desorden, niños —les dijo don Eusebio, medio en broma y riéndose. “Seguro patrón”, los fulanos le contestaron, medio riéndose de mí. No iban a botar toda esa comida por unas cuantas ratas. Pero pueden pasar las cosas más increíbles y si alguien se va a beneficiar con eso, nadie levanta un dedo. Después los tipos del restaurante me embromaban, pero ellos y yo sabíamos la verdad.

 

Por ese entonces se encontraba a muchos perros vagos heridos, muertos o mutilados cerca del mercado. En la Ciudad de México los perros van y vienen como se les da la gana y pelean y en general arman escándalo, pero la gente decía que esas no eran las peleas corrientes de perros. No señor. Y de pura casualidad yo andaba caminando esa mañana por el mercado cuando se derrumbó una pared vieja y apareció una especie de cueva. Inmediatamente se juntó mucha gente a mirar y todos los perros que andaban cerca corrieron para allá. Un joven, seguramente uno de los vendedores ambulantes, prendió su encendedor y estaba a punto de meter la cabeza por el agujero cuando echó para atrás la cabeza gritando:

—¡Madre de Dios! —Una rata enorme, o un animal que parecía una rata enorme, salió del hoyo, saltó sobre un cajón de madera que había tirado por ahí y se estuvo un rato, los pelos erizados, los ojitos rojos brillantes de miedo y rabia. Los perros no dejaban tranquilo al animal y una mujer que estaba parada al frente no podía parar de gritar y apuntaba al animal con el dedo que le temblaba. Como usted debe saber, a la Ciudad de México la construyeron encima de una ciudad antigua de los indios. Por eso es que hay siempre buena ocasión para descubrir cuevas. Más de una vez se han encontrado tesoros arqueológicos, incluso huesos del dinosaurio. Pero le puedo decir con absoluta seguridad que ese animal no era una rata. Era demasiado grande. Incluso esas ratas grandes de río que hay en El Salvador son pequeñas, casi enanas, si las comparamos con esta bestia. Hay muchas cuevas y ruinas antiguas debajo de la ciudad. Una vez se derrumbó una sección entera de la carretera y se tragó varios coches. La arena porosa llenó casi inmediatamente el agujero y ni con excavación ni sonido se encontró nunca a ninguno de esos coches ni a la gente que había adentro. Pero volvamos a la rata. Los funcionarios del museo nacional pusieron al animal en una jaula y lo tuvieron en exhibición por un tiempo. En los diarios se dijo que el animal era definitivamente un cierto tipo de roedor, pero todos podían ver que no se trataba de una rata, sino de un nuevo (o viejo) tipo de animal. Y de repente, la rata o lo que fuera, ya no estuvo más en exhibición. A nadie le interesaba hablar más de eso y hasta la gente del mercado parece que se olvidó de lo que había pasado. Pero así es como es la gente por allá, siempre pretende que no ha pasado nada, que no pasa nada, que las cosas están bien. Y no había porqué esperar otra cosa ahora. Si me cree o no me cree es cosa suya.


Jorge Etcheverry Arcaya es un poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Recientemente ha contribuido a las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena (Chile 2018), Antología de la poesía chilena de la última década (Chile 2018), Antología mundial: la papa, seguridad alimentaria (Bolivia 2019), y Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d 'aujourd'hui (Francia 2021). Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018) y Entre Paréntesis (Chile 2022).

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