Jorge Etcheverry
(Según Sergio Chávez)
Siempre le he tenido miedo a las ratas. Pero un momento. No
exactamente miedo. Más bien me provocan inquietud. Los animales tienen su
propia manera de ser. A nosotros, los humanos, nos gustaría pensar que son unos
animales estúpidos, pero si usted se pone a caminar por una de esas calles en
la noche, cuando no anda casi nadie, va a sentir de repente que algo le pasa
corriendo junto a la pierna: Zzzzzmmmm. Luego otra. Entonces, con la luz del
poste de alumbrado o la primera luz del alba (a veces me toca trabajar toda la
noche), usted va a ver un movimiento en la calle. Luego se va a dar cuenta de
que todos esos puntos más oscuros que el pavimento que se mueven son ratas.
Salen de las bocas del alcantarillado y de las grietas en las paredes y van de
acá para allá en oleadas, sin motivo, por las calles. Usted se apura para
llegar a su casa o donde sea que tiene que ir, casi corriendo, porque ha pasado
más de una vez, en esa ciudad contaminada, con tantos millones de personas, que
algún borracho que estaba acurrucado durmiendo en la calle haya sido devorado
por las ratas. No es raro por ejemplo en Chile, que una que otra guagua en las
poblaciones sea mordida o incluso comida por las ratas ya mencionadas, pero no
es nada si se compara con lo que pasa en
Una noche me acuerdo que estaba mirando medio distraído un restaurante que había al otro lado de la calle, cuando me di cuenta de que al irse no habían cerrado bien la puerta, la habían dejado abierta como unos veinte centímetros. Ése era el restaurante en que desayunaba la gente del turno de día antes de empezar a trabajar. A veces yo comía ahí también después de terminar mi turno. Crucé la calle apurado después de cerrar bien la puerta de mi cabina de guardia y de sacar del bolsillo mi encendedor. Tan pronto como llegué al boliche me metí como pude para adentro con bastante dificultad, eso que estaba bastante más delgado que ahora. Apenas entré sentí formas rápidas que me pasaban por encima de los zapatos, me rozaban las piernas, se me puso la carne de gallina y oí una cantidad de pasitos, roces y rasguños casi inaudibles. Me aterroricé y anduve a tropezones varios segundos, tratando de encontrar el interruptor de la luz. Cuando la prendí pude ver todo tipo de formas pequeñas que escapaban. Salían hasta de dentro del refrigerador, de las bolsas plásticas con la comida. Cómo se las habían arreglado para meterse ahí no se va a saber nunca. Me bajaban y me subían escalofríos por la espalda y sentía las piernas como de lana. Cuando don Eusebio, el dueño, vino abrir su restaurante y le dije lo que había pasado, parece que no me creyó. Ni siquiera me dejó terminar lo que le estaba diciendo.
—Los muchachos dejan siempre dejan todo tan desordenado —me dijo, y me daba unas palmaditas en el hombro. Le dije que las ratas se habían metido hasta en el refrigerador—. ¿Cómo se va a meter una rata adentro de un refrigerador cerrado? —me preguntó. Y me empezó a embromar, me dijo—: parece que se está pasando la mano con el tequila, búscate una mujer, los tipos jóvenes se vuelven locos sin una mujer. Pero al rato cuando llegaron sus empleados, noté que cortaban con cuidado los pedazos de jamón, de pan y de queso donde había marcas de dientes de las ratas.
—Usted no puede usar esta comida, don Eusebio. La gente se puede enfermar —le dije, pero siguieron hablando entre ellos, como si yo no estuviera.
—Para mañana no me van a dejar otra vez este desorden, niños —les dijo don Eusebio, medio en broma y riéndose. “Seguro patrón”, los fulanos le contestaron, medio riéndose de mí. No iban a botar toda esa comida por unas cuantas ratas. Pero pueden pasar las cosas más increíbles y si alguien se va a beneficiar con eso, nadie levanta un dedo. Después los tipos del restaurante me embromaban, pero ellos y yo sabíamos la verdad.
Por ese entonces se encontraba a muchos perros vagos
heridos, muertos o mutilados cerca del mercado. En
—¡Madre de Dios! —Una rata enorme, o un animal que
parecía una rata enorme, salió del hoyo, saltó sobre un cajón de madera que
había tirado por ahí y se estuvo un rato, los pelos erizados, los ojitos rojos
brillantes de miedo y rabia. Los perros no dejaban tranquilo al animal y una
mujer que estaba parada al frente no podía parar de gritar y apuntaba al animal
con el dedo que le temblaba. Como usted debe saber, a
Jorge Etcheverry Arcaya es un poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Recientemente ha contribuido a las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena (Chile 2018), Antología de la poesía chilena de la última década (Chile 2018), Antología mundial: la papa, seguridad alimentaria (Bolivia 2019), y Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d 'aujourd'hui (Francia 2021). Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018) y Entre Paréntesis (Chile 2022).
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