HOGAR, DULCE HOGAR
Fernando Andrés Puga & Carmen Belzún
Cuando Ulises ingresó al salón, lo que hasta entonces era algarabía ensordecedora se tornó murmullo apenas perceptible. No hubo quien no corriera en busca de refugio, temiendo por su vida. Penélope se cubrió con lo primero que encontró y corrió presurosa a los robustos brazos de su hombre, intentando contener lo que parecía inevitable, pero para sorpresa de todos él, luego de un breve instante de desconcierto, lanzó una sonora carcajada, se arrancó la túnica y sin más trámite se sumó al juego. Cuando consideró que todos estaban distraídos, se escabulló hasta el patio. Sacó de entre unas matas una bolsa informe que antes había escondido con cuidado y vació su contenido en el estanque. Una mirada lánguida acompañada de un parpadeo fue todo el saludo que le dedicó la sirena antes de hundir su cola en las oscuras aguas.
LA NIEBLA
Luciano Doti & Lucila Adela Guzmán
Ese día presagiaba algo diferente. Ya desde el amanecer, que se había retrasado más de lo habitual en esa época del año, el sol se ocultaba tras un manto de nubes y niebla, reduciendo el campo visual a solo un par de metros delante de nuestras narices. Estábamos inmersos en una suerte de espacio atemporal y surrealista, en el cual se intuía un acontecimiento inminente. Nuestras voces retumbaban como si el aire estuviese encapsulado y un silencio devastador se apoderó del viento. Nuestros ojos delataban un miedo ancestral y colectivo. No puedo contarles más porque no existen palabras para describir lo ocurrido
¿La inclinación del eje de la tierra? ¿El agujero de la capa de ozono? ¿Explosión en cadena de todas las bombas atómicas guardadas?
Lo último que recuerdo es mirar hacia el cielo del silencio y quedar aturdido por las trompetas, los ángeles desafinaban tanto que preferí morir.
INVESTIGACIÓN ESQUIZOIDE
José Luis Velarde & Javier López
Retuerzo letras. Las exprimo para que suelten significados más amplios. Machaco frases enteras hasta que surgen connotaciones inimaginables. Escribo con espinas, piedras y cuanto encuentro para dejar trazos relevantes más allá del simple papel. Mi meta es renovar las palabras y crear nuevos símbolos y significados. Cuando deba destruir intentos fallidos no dudaré en reventarlos a martillazos o con un simple borrador situado en el extremo de un lápiz aguzado como aguja hipodérmica.
La decisión no está exenta de riesgos. Esa nueva forma de ver las palabras da mayor carga y sentido a mis microficciones. Pero también soy poeta, y ahora el aire del amanecer es una amenaza química, los atardeceres son sombríos y de tonalidades tenebrosas. El canto de los pájaros se ha vuelto hostil, insoportable. Las rosas solo tienen espinas. Tu sonrisa es presagio de la muerte. Y, lo peor de todo: el amor es una mierda.
CADÁVERES MIMOSOS
Daniel Alcoba & Carlos Enrique Saldívar
Los embalsamadores profesionales siempre han sido los mayores necrófilos. De viejos, suelen coleccionar novias y esposas disecadas que ocultan tras una doble pared de su alcoba, dentro de una heladera con dimensiones de ataúd refrigerado. Esta tecnología nos sitúa en el siglo XX y en la actualidad de grandes frigoríficos y de posibilidades de ocultar amantes muertas y toda clase de fetiches al socaire de los falsos tabiques de pladur; en esta época vive el más importante embalsamador necrófilo de la historia: Amador Secada, de origen argentino-peruano, que radica en Berlín. Tiene una casa enorme repleta de cadáveres. Sus familiares fallecidos (más de un centenar) descansan ahí, también una treintena de hijos adoptivos y una veintena de esposas. Sus vecinos y parientes vivos sostienen que Amador está loco. Pero los paseantes ocasionales dicen que escuchan múltiples risas desde el interior de la vivienda, como de una gran familia pasándola bonito.
Alejandro Bentivoglio & José Manuel Ortiz Soto
—Señor Duchamp —dijo el curador—, algo terrible ha sucedido.
—¿De qué habla? —preguntó Marcel, que estaba clavando una maceta sobre un pedazo de cemento para crear la obra perfecta.
—Alguien orinó sobre su trabajo. Creyó que era el baño.
—¿Está seguro que no era un happening? ¿Una reacción de un intelectual ante el impacto del ready made?
—No, me parece que se había tomado unas cervezas de más.
Marcel Duchamp continuó clavando la maceta. A cada golpe pensaba en la infinidad de caminos que pueden conducir al arte. Caminos que, no lo dudaba, podrían terminar en laberinto. El detalle estriba, se decía, en la capacidad de diferenciar un orinal de un ready made, sin que importe cuántas cervezas hayas bebido.
Esa misma noche, el velador hizo de la maceta un cenicero y un gato negro cagó en ella. La crítica especializada consideraría más tarde aquellos detalles sublimes y significativos.
Rolando José di Lorenzo & Patricio G. Bazán
El perro miraba todo lo que hacía el viejo Arnaldo, seguía sus pasos como podía, porque los dos eran antiquísimos, nadie imaginaba cual era más viejo. Parecía que el viejo estaba cumpliendo una misión y no de los últimos tiempos, eso le venía de lejos, aunque nadie sabía de dónde ni qué era. Solo el perro parecía saberlo, pero no decía nada, o no le entendían. Josito, un niño que vivía en la casa de al lado, era el único que parecía entender al perro, de tanto jugar con él, o tal vez por las condiciones especiales que el niño tenía. Una tarde, a pedido de su padre, se sentó en la vereda e interrogó al perro:
—¿Qué hacen ustedes dos?
El perro lo miró a los ojos antes de contestar.
—El viejo purga sus penas, aunque le quedan pocas.
Josito entendió —en ese idioma que solo emplean los puros— que Arnaldo debía enmendarse antes de partir.
—¿Y vos?
—Lo cuido, para eso vinimos a este mundo. Vos y yo.
Josito asintió. Lo mismo pensaba de su padre: todo el día con la botella, repitiendo: “¿por qué a mí?”.
—Los seres como nosotros tampoco duramos mucho, así que volvé con tu padre y abrazalo fuerte. ¿Entendiste?
Desde entonces, Josito cuidó a su papá, apartándole la ginebra y mirándolo con ojos de perro, hasta que dejó de beber y lo aceptó como hijo.
Quiso contárselo al perro, pero este había desaparecido cuando murió Arnaldo.
EL PRESO
María Jesús
Valenzuela & Ada Inés Lerner
De un empujón
entró a la celda. Lo recibieron las risotadas burlonas de los compañeros que
gritaban barbaridades. Cerró los ojos y se tapó los oídos. Recibió puntapiés
por todo el cuerpo y adolorido quedó allí tirado. Su conciencia empezó a
rebobinar. ¿Cómo había llegado a ese infierno de demonios hacinados?, se
preguntó
—¿Quién es ese
chico? ¿De dónde lo conoces? —preguntaba la madre.
—¡Basta mamá!
¡Dejame crecer! —Había respondido exaltado. Si hubiera dudado al menos. Agustín
era su ídolo y estaba dispuesto a jugarse por él, como aquella vez que le había
dicho que llevara la mochila con ropa a su hermano que se iba al sur ese mismo
día. —Y él, confiado, había obedecido.
En la bolsa había
casi un kilo de coca. Lo paró la poli. Ahí estaba ahora preso y acusado de dealer, vendedor, y unas cuantas más que
ni entendió. Los otros eran como él, pobres, víctimas de su miseria, ladrones
de gallinas; todos contaban la misma historia con diferencias de detalle, diferencias
insignificantes.
—Mi vieja cocina
la pasta y el patrón me dio laburo —decían unos.
—Un amigo me
traicionó —dijo él.
—Trabajito fácil
por unos mangos, sin fierro —dijeron otros Los buenos laburos no eran para
ellos, que habían largado la escuela demasiado rápido. No todos eran del pueblo
y eso hacía la diferencia. Se agrupaban según el lugar donde habían nacido y
claro, las villas de pertenencia y con qué se daban, esa mierda en la que iban
dejando la vida.
—Mañana salís,
pibe, sos menor y tu patrón… tu patrón te va a sacar —le aclaró un veterano
imberbe.
Tenía razón la
vieja, después de todo, y ya estaba fichado.
LAPA
Víctor
Lowenstein & Lu Evans
De
pie sobre la plataforma petrolífera y con las manos embutidas en los bolsillos
de su impermeable, el ingeniero en jefe Belinsky supervisaba las tareas de la
torre de perforación, a pocos metros de distancia. A su lado, el cadete Parsons
era testigo de los desvelos de su superior.
—Solo Dios sabrá por qué nos mandan a un mar tan remoto para
perforar un lecho marino que no da indicios de albergar yacimiento alguno,
Parsons. Hace semanas que taladramos el fondo, a casi mil metros de
profundidad; quién sabe que encontremos allí debajo.
—Son profundidades abismales —acotó el cadete.
—Abisales, Parsons. No conoces mucho de oceanografía.
En ese momento emergía la barrena rotatoria, arrastrando en
su ascenso carradas de barro y roca partida. Sobre su superficie había quedado
adherida una sustancia extraña, de color blanco y del tamaño de una lapa.
Probablemente un molusco.
Sobrepasando la franja de seguridad, el cadete se aventuró
hasta la torre y palpó con los dedos la piel de la pequeña criatura, que notó
palpitante.
—¡Parsons, regrese inmediatamente! —bramó Belinsky. El
cadete obedeció y volvió a su lado debiendo soportar una reprimenda—. ¡Pudiste
sufrir un accidente en las bombas de succión! Tocaste un espécimen desconocido,
que bien podría ser venenoso. Desinféctate las manos y vete. No quiero verte
por varias horas.
Humillado, Parsons fue al “búnker” dormitorio compartido por
la tripulación, y se arrojó vestido sobre su litera sin haberse lavado las
manos siquiera. Cayó en un sueño ligero…
A menos de una hora lo despertó un hormigueo en su mano
izquierda, aquella con la que había palpado esa cosa. Le restó importancia. A
las dos horas el hormigueo se había vuelto comezón, y poco después era un
principio de parálisis a lo largo del brazo. Parsons intentó levantarse, pero
su visión se oscureció, poniéndole tan nervioso que su corazón se aceleró. Un
mareo se apoderó de él y se desplomó sobre la cama, con la respiración
entrecortada, gimiendo.
—Parsons, idiota. Queremos dormir. ¿Qué demonios haces en
esa cama? Búscate un sitio más discreto —dijo el cadete que ocupaba la litera
de arriba.
Y otro, desde la cama de al lado, se rió, sin volverse
siquiera.
—Todos echamos de menos a nuestras novias, Parsons, pero no
despertamos a los demás en mitad de la noche. ¡A dormir, hombre!
Parsons incluso quiso pedir ayuda, pero se le atascó la voz
en la garganta. De hecho, era como si ya no tuviera voz. Intentó levantar el
brazo herido para llamar la atención de su colega, pero se dio cuenta de que
seguía paralizado. En realidad, no se trataba tanto de parálisis como de
debilidad, de falta de movimientos. Era como si no hubiera huesos dentro de la
carne. La única solución era utilizar el otro brazo. Sin embargo, para su
desgracia, su brazo derecho tampoco obedecía las órdenes de su cerebro.
¡Mis piernas! Intentó usar la parte inferior de su cuerpo,
sacudir las piernas, pero todo estaba tan flácido como sus brazos. ¿Qué me está
pasando?, se preguntó, presa del pánico. Fue la lapa que toqué. ¿Qué otra cosa
podría ser? Belinsky tenía razón. El bicho debe tener algún tipo de toxina que
me está afectando. ¿Podría ser que los efectos fueran temporales? Prestó
atención y se dio cuenta de que lo único que podía hacer era respirar y pensar.
Todo lo demás estaba comprometido. No podía hablar, ver, ni moverse. Sus
síntomas no hacían más que empeorar, ya que ni siquiera sentía que tuviera
cuerpo. Era imposible podía pedir ayuda a los demás.
Deseó seguir durmiendo. Si la situación no era más que un
sueño, se despertaría y se reiría a carcajadas. Intentó concentrarse en
despertar del supuesto sueño. Esto solía funcionar cuando era pequeño y tenía
una pesadilla, y sabía que también funcionaba con otras personas. Hizo un gran
esfuerzo por despertarse, pero finalmente se vio obligado a rendirse a la
evidencia. Lo que le estaba ocurriendo era la realidad.
Quería llorar. Ni siquiera pudo hacerlo. Su frustración no
era rival para su miedo, un miedo brutal a que le ocurriera algo terrible.
A su alrededor, sus compañeros dormían y roncaban.
Él también quería dormir. No tenía sentido seguir despierto,
sufriendo. Si iba a morir, prefería que fuera estando inconsciente y, a decir
verdad, se sentía mentalmente agotado.
Entonces intentó calmar sus nervios agitados, buscando en su
memoria momentos agradables de la infancia con su familia y sus amigos del
barrio y del colegio. Su respiración, antes irregular, empezó a ralentizarse.
Pocos minutos después, cayó en un profundo sueño, que en
cualquier otra ocasión habría sido muy reparador.
Al día siguiente, a Belinsky le pareció extraña la ausencia del cadete. De hecho, se dio cuenta de que todos los hombres que compartían dormitorio con Parsons no habían aparecido. Entonces tuvo un mal presentimiento y corrió al dormitorio. Cuando abrió la puerta, fue abrazado y aplastado por un tentáculo blanco y viscoso.
CELESTE Y EL MONSTRUO
Claudia Lonfat & Juan Pablo Goñi Capurro
La niña
insistió. Los deditos aferrados a mi mano me forzaron a echar un nuevo
vistazo. Decrepitud y abandono, en
cantidad; monstruos, ninguno, a menos que contáramos las ratas que debían cobijarse
en el yuyal. La maleza ocultaba en parte el cerco de maderas heridas por la
intemperie; cerraba por tres lados el terreno, dejando libre el frente ante el
cual estábamos. A modo de un relator, mencioné en alta voz las cosas que veía;
ella me interrumpió.
—¡Ahí,
ahí! —gritó, apuntando al centro del erial.
Según
ella, el monstruo era un animal grande, oscuro y peludo; afirmó que estaba
tendido, durmiendo, en el medio del terreno. Impotente, cometí el error de
subir el tono de voz; hombre poco habituado a los niños, me comporté como si
discutiera con un adulto empecinado en sostener un error grosero.
—¡No hay
ningún monstruo!
—¿Por qué
no vas hasta ahí? Total, no hay nada —me desafió. No tenía opciones tratándose
de Celeste.
Además de
la maleza seca por las continuas sequías, y de vehículos abandonados cubiertos
de óxido, se veían algunos montículos indescifrables. Me fui aproximando con la
mano en la frente, como para protegerme del sol y poder ver bien de lejos,
fingiendo cautela para crear un clima más interesante para Celeste, que
esperaba un poco de aventura. Cuando estaba a unos metros, me di cuenta que uno
de los montículos no era solo un montón de objetos en desuso y plantas secas;
un olor a podrido empezó a invadir mis fosas nasales hasta provocarme arcadas.
—¡La puta
madre! ¿Qué es esa apestosidad? —dije asqueado
—Es el
monstruo que está morido —contestó Celeste, corriendo hasta donde yo estaba.
—¡Stop
niña! Además, no se dice morido, se dice muerto… te quedás ahí, ni un solo paso
más, voy a tener que decirle a tu madre que controle lo que ves por TV.
Mi
sobrina obedeció. Se puso en puntas de pie, como si con ello lograra una mejor
perspectiva. Pocas ganas tenía de ir junto a la fuente de tamaña pestilencia;
apreté mi nariz, aparté con cuidado unas pajas de hojas filosas y di tres pasos
lentos. Entonces, la mole se sacudió. Retrocedí, por instinto, y sentí la aguda
voz de Celeste.
—¡Te lo
dije, es un monstruo!
La cosa
no cambió de postura, me resultaba imposible ver si tenía cabeza o patas.
Prestando más atención, advertí que se inflaba y desinflaba; deduje que era la
respiración. La conclusión no me tranquilizó; esa cosa estaba viva. Tomé la
mano de Celeste y, pese a sus protestas, la conduje conmigo a la vereda. La niña hizo un berrinche, dio patadas y
simuló llorar. La dejé, estaba pensando a quién llamar para que vinieran a
comprobar qué sucedía; la opción más lógica era la policía, pero temí que se
rieran de mí si terminaba siendo algún animal pacífico. Aprovechando mi
concentración, la pequeña se introdujo en el erial.
Había
llegado a llamar a la policía y hacerles un relato muy breve de la situación,
cuando la vi aproximarse a la bestia. No quise gritar por temor a la reacción
de ambas, así es que me fui arrimando en silencio. La manito de Celeste se
acercaba al bulto palpitante y un sinfín de situaciones pasaron ante mis
azorados ojos, y en todas, la bestia se comía a la niña. Fueron apenas segundos
que sentí horas. Pensé en mi hermana preparando el almuerzo, esperando que
volviéramos de la exploración con Celeste, y yo regresando solo.
—¡Tío!
—exclamó Celeste, sonriente —. Mirá, dale, vení rápido, también hay un mostrito
y no están moridos… ufff… digo mu-er-tos —completó, entusiasmada.
—No toques
nada que ya llego —le dije con cierto alivio.
Al rato
llegó la policía y una camioneta de zoonosis.
Para
Celeste seguirá siendo un mostro y su mostrito, y yo seguiré
alimentando esa fantasía en cada reunión familiar, cuando recordemos nuestra
aventura de exploradores.
Nunca
contaré que, el monstruo, era una jabalina salvaje con su jabato, y que el olor
a podrido no provenía de ella, sino de un gato salvaje que, aparentemente, la
madre había matado defendiendo a su cría. Eso se pudo deducir de las heridas
infectadas, de allí que la jabalina estuviera tirada y con mucha fiebre. Según
lo que me transmitieron de zoonosis, ambas ya estaban en perfecto estado y
serían trasladadas a un lugar seguro.
—Tío,
¿sabés dónde están la mostra y el mostrito? —preguntó la pequeña
en la cena de Nochebuena, haciendo un pucherito.
—En la
cueva, Celeste… en la cueva.
IDONEIDAD EN RECURSOS HUMANOS
Sebastián
Fontanarrosa & Oscar De Los Ríos
El lungo recibió el currículo. Después de leerlo lo
hizo un bollo y logró encestarlo en la papelera, ubicada en la otra punta de la
oficina.
—Un fenómeno, ¿no? —le pregunté.
—Yo, de pibe, la rompía jugando al básquet. Lástima
que mis viejos me metieron en esta empresa de mierda.
—No sabía que jugabas al básquet, es más no sé nada
de tu vida. Siempre estás metido en tu laburo y ni siquiera levantás la vista
de la computadora.
—Vengo con tanta bronca a trabajar, que prefiero no
relacionarme con nadie; pero ya no me queda mucho tiempo aquí, lo tengo
decidido.
Lo miré extrañado, sin saber que contestar. Hacía
diez años que trabajaba en el departamento de cobranzas y el lungo ni siquiera
me dirigía el saludo. Y entonces, de la nada, me dijo que iba a dejar la
empresa. Seguro que me estaba agarrando para la joda. Ya me iba, cuando me hizo
un gesto para que me acercara.
—¿Querés saber por qué soy incomunicativo, de cutis
aporcelanado y con un corte de pelo perfecto? —Su cara exhibió una dualidad
expresiva desconcertante—. Dentro de este estuche hay un pibe alegre que juega
al básquet y disfruta la vida; también está el que proyectaron mis viejos,
serio y cabizbajo, que se esconde para pasar desapercibido.
—Claro: los padres, la escuela y la sociedad nos van
cambiando. Nos moldean a su antojo, somos arcilla en sus manos. Por suerte
llega la adolescencia y la rebelión; pero no te preocupes, nunca es tarde para
cambiar.
—Ya veo que no entendés nada. No sé por qué sigo
hablando con vos. No importa, escuchame bien: recién, cuando me viste encestar,
tus palabras sonaron como un conjuro, pude aflorar entre los dos, y me voy a
quedar. Esto se termina esta noche.
—¡Qué decís, Fabio?
¿Qué vas a hacer? ―lo llamé por su nombre para demostrar mayor empatía.
Sin esperar respuesta me acerqué despacio.
—Relajate —le dije.
Cuando vi su
perfil enjuto y afilado, practicando una sonrisita, extendí la trincheta que
siempre llevaba en el bolsillo. Cara a cara apoyé una mano en su hombro. Con la
otra mano espanté de derecha a izquierda y viceversa una maldita mosca que
rondaba a la altura de su pronunciado cuello.
—Ayudame... —dijo con voz adolorida. Tal vez algo
estaba sucediendo con su garganta. Luego
ladeó la cabeza quedándose como dormido.
Al instante la oficina quedó en penumbras. Prendí el
celular para alumbrarme, descolgué mi mochila de la silla y comencé a correr.
Había una línea de luz bajo la puerta, pero estaba cerrada. Dando gritos y
patadas tampoco logré abrirla. Escuchaba el picar de una pelota de básquet
aproximándose. Volví sobre mis pasos y lo increpé al lungo.
―De una forma u otra vendrás conmigo.
Nunca pensé que de golpe la realidad se transformaría
en un laberinto inexplicable, adonde había entrado, pero no podía salir. El
ruido de la pelota me perseguía, y yo corría cada vez más rápido. Pude abrir
una ventana y bajé por la escalera de incendio hacia la planta baja, con la
esperanza, una vez en la calle, de poder escapar entre tanta gente que salía de
las oficinas a almorzar. Parecía que de golpe todos a mí alrededor perdían sus
rostros, y sus brazos se transformaban en tentáculos. Todo me era hostil.
Cuanto más corría más cerca escuchaba el tac, tac de la pelota. Y la cara del
lungo se desdoblaba. De golpe eran dos, tres, cuatro en uno. Ya no lo
soportaba, si seguía así me arrojaría debajo de un auto; me detuve y, asombrado,
me encontré frente a la puerta de la empresa. Miré a un lado y a otro, solo
veía el rostro del lungo acercándose cada vez más. Debía huir a como diera
lugar y el único refugio era el edificio que había dejado. Entré y no había
nadie, la luz tampoco había regresado, sin mucha convicción intenté ganar la
terraza, pero los ascensores no funcionaban. Entré en pánico y comencé a subir
por las escaleras, de pronto la batería del celular se agotó y quedé a oscuras.
Tanteando las paredes encontré una puerta y la abrí. Se hizo el silencio. Lo
sentí como una bofetada en la cara. Hice veinticinco pasos y me detuve. De
repente las luces se encendieron y me encontré en el gimnasio de la empresa, en
medio de la cancha de básquet en la cual había un empleado de limpieza
festejando la vuelta del suministro eléctrico, para después huir aterrorizado
por mí presencia. Mi ropa estaba ensangrentada. Libré un suspiro al comprobar
que la sangre no era mía. Abrí la
mochila… Avancé hasta el área, medí, arrojé, pero no encesté. Levanté la cabeza...
la del lungo, la de Fabio, por los pelos, y la puse frente a mi cara.
—¡¿Entonces?! —le pregunté llorando—. ¡¿Por qué está pasándome todo
esto, Fabio?! ¡Contestame, mirame cuando te hablo!
La cabeza del lungo se sacudió entre mis manos,
abrió los ojos… y escuché su voz.
“Media
hora antes, te confesé mi problema, pero vos corroído por una envidia de años,
encendido por tú espíritu demencial ultra competitivo, no toleraste que tuviera
dos personalidades; a diferencia de la tuya, programada solo para cumplir y
mantener los 365 días del año esa intachable idoneidad en recursos humanos”.
GASTON, SOFÍA,
JULIA Y UNO MÁS
Alejandro
Aguirre & Guillermo Corte
Gastón aumentaba cada vez más la
velocidad de la cinta, procurando olvidar el mensaje que había recibido unos
minutos antes. Se había prometido a sí mismo que aquel encuentro con Julia
había sido el último; sin embargo, no podía quitársela de la cabeza.
De pronto, su móvil volvió a vibrar:
JULY32_18:22
¿Pasa algo? No
me respondés...
Estoy pensando
en vos.
Gastón se mordió los labios. Una épica
batalla se desarrollaba en su interior: por un lado, la culpa de haber
traicionado a Sofía le carcomía el corazón; y, por el otro, los recuerdos de
aquellas noches de pasión irrefrenable le causaban un poderoso vértigo en el
estómago. La química con Julia había sido tal, que revivir cada recuerdo le
generaba una especie de goce tardío que se multiplicaba infinitamente, haciendo
que sus pensamientos sobre la muchacha se tornasen recurrentes.
Entreverado en sus dudas, súbitamente,
recordó el consejo de Mateo:
—Salí un par de veces, pero después
córtala... si seguís, vas a arruinar lo de Sofí.
La última visita había sido la cuarta, sobrepasando
el límite establecido por la filosofía de su amigo. Su razón dominó por unos
breves instantes:
YO_18:33
No puedo, charlamos
la otra semana.
JULY32_18:34
Buaaaa. ¡Estoy llorando!
Parecía que Julia no iba a ponérselo
fácil, a pesar de que sabía perfectamente acerca de la relación que mantenía
con Sofía:
JULY32_18:38
Pensando en vos...
Junto con el mensaje, contempló una
foto. No se veía su rosto, pero se trataba claramente del cuerpo de su amante,
bañándose, con la espuma cubriendo parcialmente su físico, dejando ver
únicamente sus pechos. El joven respiró hondo. Intentó, en vano, distraerse con
el partido de fútbol que podía verse en el televisor del gimnasio. Luego, otro
más:
JULY32_18:42
Hoy quiero ver las estrellas...
En este caso, era una selfie Julia en la cama, con un
sugerente body. La imagen tenía un
filtro blanco y negro, que impedía identificar fácilmente a la muchacha. Pero Gastón
no tenía dudas: conocía perfectamente esa mueca característica. La última vez
que la había visto estaba haciéndole el amor. Recordó su rostro, su cabello
rubio, sus grandes ojos y su boca perfecta. Revivió el encantador orgasmo de
ella y también sus palabras posteriores:
—Wow, esto sí que es acabar.
Embobado por su propio recuerdo, pisó
en falso y casi es arrastrado por la cinta, que se movía ya a toda velocidad.
Recibió entonces un nuevo mensaje, pero
esta vez de Sofía:
AMOR_18:57
¿Hoy pizza? Tengo antojo...
¿Podemos abrir el vinito que guardas?
La vida es hoy, ¿no es verdad, bebé?
El remordimiento recorrió todo su
cuerpo fue como un vendaval pesado y oscuro. Desde que había conocido a Julia no
había sido sino una fábrica de falsedades, elaboradas cuidadosamente. Se sentía
sucio, hipócrita.
YO _ 18: 59
Hola amor, lo
que quieras.
Desperdiciar un Chañar Punco 2015 en
comida chatarra era casi un sacrilegio, pero la culpa le impedía negarse.
AMOR_ 19:01
Eres un amor. Te espero, no te
demores.
YO_19:02
En un rato voy
para allá.
Gastón dejó el aparato y se dirigió al
vestuario. Se desvistió para bañarse. El agua fría aclaró sus pensamientos:
toda la situación se estaba saliendo de control, debía reunirse con Julia y
terminar todo cuanto antes. Concluyó que había tenido suerte: Sofía no
sospechaba nada, a pesar de ser muy inteligente y haber sufrido numerosos
desengaños amorosos en el pasado.
Mantuvo la cara un buen rato bajo de la
ducha, intentando domar las malévolas y excitantes imágenes que cada tanto aparecían
ante su conciencia sin pedir permiso. La doma incluía una serie de insultos proferidos
hacia sí mismo: evidentemente su superyó, forjado en el seno de una familia
ultraconservadora, tenía cuentas pendientes con sus conductas libertinas.
El maltrato hacia sí mismo se vio
forzado a cesar cuando notó que otro sujeto, enorme y musculoso, lo observaba
con cara de pocos amigos.
—¿Qué mirás? —le dijo Gastón,
desafiante. No tuvo respuesta.
Mientras se secaba, el móvil vibró de
nuevo. «Tengo que cortar esto ya», pensó.
JULY32_ 19: 12
Estoy muerta por vos.
La foto estaba borrosa, la señal en el
vestuario era mala y no se había cargado la imagen. Presionó con su dedo húmedo
una y otra vez hasta que finalmente se descargó. Lo que vio lo perturbó hasta
el último de sus huesos: el cuerpo de Julia, pálida, con una soga alrededor de
su cuello.
Comenzaron a temblarle las piernas. Al
advertir esto, el otro sujeto se acercó hacia él.
—Estoy bien, estoy bien —ensayó Gastón,
lo mejor que pudo.
—No, no estás bien —dijo el grandote.
Luego, tomó su móvil e inició una videollamada,
mientras lo colocaba, prolijamente sobre el banco, en forma vertical.
—No, no hace falta que llames a
emergencias, estoy bien.
De pronto, contempló atónito cómo la
imagen de Sofía aparecía en el móvil del sujeto.
—¡Hola Bebé! Muy rico el vinito...
justo para celebrar esta ocasión especial —dijo ella, con tono irónico.
Asombrado y espantado, intentó salir de
ahí. Pero era muy tarde: la soga se contrajo alrededor de su cuello con una
fuerza tremenda, insuperable. Instintivamente, intentó tomarla, mientras su
cuerpo se sacudía caóticamente. El espanto que sintió no tuvo límites.
Antes de quedar inconsciente, alcanzó a
escuchar a Sofía, que observaba impasible su agonía:
—Listo, ya lo vi, gracias. Proceda.
Y tras recibir la orden, el sicario apretó
la cuerda con todas sus fuerzas.
LA CUEVA
Chelo Torres & Gastón Caglia
Llevaban varias horas caminando bajo un sol abrasador
para poder acceder a la entrada de aquella cueva. Un agujero en la roca dejaba
pasar un rayo de luz hasta el fondo, donde se vislumbraba un pequeño altar tallado
en la piedra.
La misión consistía en averiguar todo lo que estuviese
al alcance de los especialistas sobre aquel hallazgo: en qué época había sido
construido, quiénes fueron los posibles usuarios y con qué finalidad se
realizó.
Se observaba un banco de piedra que podía ser
utilizado para sentarse o como altar y un hueco de medio metro a la altura de
la vista. Hasta ahí todo bastante normal. Ya lo habían estudiado en otras
cuevas. Lo sorprendente de aquella era el material que rodeaba al hueco de la pared.
Les habían dicho que tras los análisis realizados no respondía a ningún mineral
conocido hasta el momento, por eso los habían llamado.
—Saca la cámara, Carmen —le propuso Luis a su
compañera—, empezaremos con las fotos antes de que el rayo desaparezca.
—Espero que tarde un rato —contestó Carmen—, tengo que
desempaquetar el equipo, ya sabes que me gusta llevarlo bien protegido.
—¿Has traído el objetivo para macro? Fíjate en estas
señales, parecen símbolos, pero apenas se aprecian a simple vista.
—Déjame ver. Tienes razón. Son muy pequeños pero
parecen tallados adrede. No te preocupes, llevo todos los objetivos. Sabes que
soy previsora con este tema.
Luis está convencido que el material era
extraterrestre, como casi todas las cosas que no tienen explicación racional. Carmen,
que durante el trayecto a la cueva manifestó que estaba plenamente convencida
de que aquello era un bluf, una broma
pesada de algún antropólogo resentido, al cabo de unos minutos comenzó a tomar
fotos desde distintos ángulos, alturas y distancias. Eran imágenes de rutina,
semejantes a las que se toman en otros lugares.
Luis, ocioso mientras Carmen disparaba el flash sin descansar un segundo, recorrió
el recinto a espaldas de ella para no interponerse y aparecer en las imágenes. Uno
de los símbolos, un asterisco o quizás una estrella, lo atrajo con fuerza, como
si ese diminuto objeto tallado en la piedra hiciera conexión con él. Sin pensarlo
dos veces, y contra lo que dicta el protocolo de actuación, se retiró el guante
y acercó sus finos y delicados dedos hacia la estrella. Ya no cabía duda en él:
era una estrella, tosca o desgastada por el paso del tiempo, pero una estrella
al fin. La tocó y, como si estuviese en un trance, los minúsculos símbolos
aledaños a la representación de la estrella comenzaron a generar pequeñas
descargas eléctricas, a interconectarse. Pese a ello, a ese insistente
cosquilleo, no pudo retirar la mano, algo más fuerte que él se lo impedía. El
lugar comenzó a dar vueltas, pero todo ocurría dentro de Luis, pues este podía
observar a Carmen que estaba impresionada con una sección del altar. El flash de su máquina pareció haber
quedado trabado, ya que el fogonazo quedó suspendido en el aire y se negaba a
desaparecer. Un instante de silencio y luz le permitió percatarse de que el
tiempo se había detenido.
—Hijo —una voz metálica sonó en su mente—, somos tus
padres, los padres de esta civilización. Te hemos elegido porque entiendes
nuestro mensaje.
—No entiendo. —Luis advirtió que estaba hablando desde
su mente, sin advertir que tenía los labios sellados.
—No importa eso ahora; Enós, Gilgamesh, Noé,
Dasharatha y Matusalén fueron algunos de los que recibieron nuestro mensaje,
que es el siguiente: “Y dijo
Shreyansanath.. No contenderá mi espíritu con el hombre para
siempre, porque ciertamente él es carne; mas serán sus días cien mil año".
Ve y aguarda a que otros Viajeros te contacten, hijo.
—Luis, ¿estás bien? —dijo inquieta Carmen— ¿Por qué
tienes esa cara?
Su compañero se recompuso al instante y sonrió. Habían
estado un par de horas en esa cueva, lapso durante el cual su mente vagó por
las estrellas. Ese tiempo le pareció una eternidad pero también un instante.
—Estoy bien, recoge tus cosas y vámonos, en este lugar
no hay nada de importancia, sellemos la entrada. —Y dándole la espalda a su
compañera comenzó a desandar el camino de regreso.
MALOS DISFRACES
Joyce Barker Bucat & Sergio Gaut
vel Hartman
Se les había hecho tarde entre pequeñas
discusiones y malentendidos, pero ya estaban en camino al recital por la
avenida, que ese día y a esa hora, estaba casi vacía. Caminando en contra venía
una mujer madura, de pelo rojo, crespo y corto; y una mirada inusual: era
turnia. La mujer fijó sus ojos en ella; y ella, por curiosidad, no quitó la
vista. Siguieron mirándose a medida que se acercaban, y pronto llegó el momento
de cruzarse en el camino. La mujer, al pasar, se dio vuelta; y ella también.
Quedaron de frente, pero dando la espalda a sus respectivos trayectos.
—¡Tú, esa pelota! —dijo la mujer, sin
quitarle la vista y apuntando algo arriba de su cabeza. Luego levantó el puño y
exclamó—: ¡Venceremos! —Dio media vuelta y se fue con paso lento.
La pareja, que no se hablaba desde el
almuerzo, siguió caminando.
—¿Te fijaste en lo que me dijo esa
loca?
—¿Quién?
—¡La mujer turnia! ¡Hasta giramos
mirándonos!
—Bueno, vi a una persona caminando en
contra, ¿Te diste vuelta para mirarla? Qué estupidez. No escuché ni vi nada. ¿Nos
apuramos? Estamos sobre la hora del recital.
No hablaron más y continuaron la marcha;
sus amigos los esperaban con las entradas.
Acostado en la vereda y apoyado contra
un muro dormía un mendigo que, al verlos pasar, olvidó su letargo y levantó la
cabeza. Los observó: primero a ella, a quien miró ligeramente para luego
detenerse en él. Fue ahí donde su cara de alcohólico destruido cambió a la de
un hombre furioso y violento en cosa de segundos.
—¡Tú, asqueroso! —exclamó apuntando con
el dedo y sin levantarse de la vereda—. ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —concluyó
escupiéndolo.
La pareja se alejó rápidamente.
—¿Qué fue eso? —dijo el hombre.
—Están todos locos —insistió la mujer—.
¿Qué les hicimos para que nos agredan así?
—¿Acaso…? —El hombre se arrepintió de
haber iniciado la frase con esa palabra.
—¡No es posible! —replicó ella—.
Nuestro disfraz es perfecto.
Alcanzaron la posición en la que los
esperaban los tres amigos con las entradas en la mano.
—¿Por qué demoraron tanto? —preguntó
uno de ellos, la mujer, que había tomado el nombre de Narda.
—Una turnia, me miró y me insultó. No
es posible que se haya dado cuenta —insistió Geneva, repitiéndose.
—Pero, ¿y el mendigo que me agredió y
escupió? —El hombre, Lokix, buscó la mirada de los amigos en busca de
aprobación.
—¿Los insultaron? —Una turbulenta
perplejidad empezó a crecer en el grupo.
—La turnia levantó el puño y exclamó: “¡Venceremos!”.
—Tenemos que analizar esto con
detenimiento y en profundidad —dijo Narda—. Tal vez nuestros disfraces no son
absolutamente efectivos. Es posible que el estrabismo permita una mirada de
soslayo que detecta las incongruencias de nuestras máscaras.
—Y una dosis desmedida de alcohol
—agregó Kalender, otro de los del grupo—, puede ser también efectiva para
revelar fallas que nosotros no somos capaces de descubrir.
—Tendremos que informar esto —concluyó
Fuzzal, el jefe del comando de los invasores ju’iz—. No podemos correr el
riesgo de que los gobiernos de la Tierra activen las defensas antes de tiempo.
—El recital puede esperar. —Narda rompió las entradas en cientos de minúsculos fragmentos y las dejó caer como una lluvia de maliciosas estrellas.
Los autores: Ada Inés Lerner (Argentina), Alejandro Aguirre (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Carlos Enrique Saldívar (Perú), Carmen Belzún (Argentina), Chelo Torres (España), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Fernando Andrés Puga (Argentina), Gastón Caglia (Argentina), Guillermo Corte (Argentina), Javier López (España), José Luis Velarde (México), José Manuel Ortiz Soto (México), Joyce Barker Bucat (Chile), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Lu Evans (Brasil), Luciano Doti (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), María Jesús Valenzuela (Argentina), Oscar De Los Ríos (Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Rolando José di Lorenzo (Argentina), Sebastián Fontanarrosa (Argentina), Víctor Lowenstein (Argentina) y Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).
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