Lidia Nicolai
Esto era algo tan extraordinario
que la espera se le hacía interminable. Casandra le había
confirmado que llegaría cerca del mediodía, pero ella, desde las
seis, permanecía junto a la ventana; solo de a ratos iba a vigilar
a Ignacio a la habitación. Noelia consideraba a Casandra como la persona
más maravillosa de este mundo, la única que verdaderamente la
comprendía. La consultaba con frecuencia y, en su última visita, Casandra le
había propuesto hacer una “limpieza” de la casa.
―Verás cómo, después de mi
trabajo, dejarás de vivir atormentada.
Noelia había aceptado contenta y
pensó que seguramente Casandra se refería a Ignacio: ella le había comentado
cómo había descubierto que su hijo no había crecido lo suficiente, y también
cuánto le había dolido que el doctor del departamento de al lado no hubiera
querido revisarlo.
En las seis horas de espera junto
a la ventana, Noelia tuvo mucho tiempo para pensar en Ignacio. Esto siempre
le hacía doler la cabeza: era como tener el cuerpo de su hijo enrollado dentro
de los sesos, pugnando por salir. Pero ahora Casandra podría
ayudarlo, estaba segura, porque ella hacía magia de verdad y era mejor que el
mejor médico de guardapolvo blanco.
Ignacio no caminaba, no hablaba y
sólo se comunicaba a través de sus ojos oscuros: los movía constantemente y
Noelia estaba convencida de que se trataba de un lenguaje, aunque
ella no pudiera entenderlo. Verlo así, tumbado en la cama o sentado con la
cabeza grotescamente inclinada hacia un lado, a veces la hacía desear que no
viviera mucho, que el Todopoderoso lo curara o se lo llevara consigo. ¿Qué vida
era ésa?
Ignacio ya tiene seis años, pensó
mientras descorría por enésima vez la cortina, y le volvió a la memoria la
mañana en que había visto por primera vez su carita redonda de ojos
inquietos. Ella estaba a punto de cumplir los cincuenta y ya era tiempo de
tener un hijo.
Ignacio no sólo nunca había
hablado ni caminado, sino que se babeaba y se hacía pis encima y
los ojos se le ponían en blanco y parecía que le iban a saltar de la cara.
Noelia había descubierto hacía muy poco la falta de crecimiento de su hijo. Jamás
lo había comparado con otros chicos, simplemente porque Ignacio no salía del
dormitorio. Se angustió tanto que llamó a Casandra para consultarla.
La cocinera del restaurante donde
trabajaba le había dicho:
―Te traje algo para tu hijo. Es una ropita
como para seis, y mi nene ya tiene ocho. ―Se la entregó, y como ella no atinó a
decir nada, la compañera agregó―: Está casi sin uso. Si no lo tomás a mal, te
la doy con todo cariño.
Entonces Noelia se emocionó, pero
al mismo tiempo un gran desconcierto le oprimió el pecho: no sabía qué iba a
hacer con esa ropa.
Cuando llegó a la casa extendió
sobre la cama uno de los pantaloncitos que le habían regalado. Fue un momento
horroroso: su Ignacio era mucho más chico que un nene de seis. Para
tranquilizarse se habló a sí misma en voz alta (era la mejor forma de ahuyentar
esa tremenda sensación de que la cabeza le iba a estallar). Se
arrodilló junto a la cama y rezó un padrenuestro, pero la desesperación creció
tanto que terminó gritando y golpeándose la cabeza contra la pared,
como siempre que los nervios la vencían. Solo dejó de lastimarse cuando sonó el
timbre.
Se arregló un poco el pelo
desmañado, se secó la cara con la sábana y abrió la puerta. Era el doctor que
vivía al lado, en el departamento H (hache de hospital,
pensaba ella cada vez que lo veía).
Los dos se quedaron mudos un
instante, él miró la cabeza de Noelia y ella pensó que debía estar sangrando y
se tapó con la mano. El doctor la observó con ojos bondadosos y le
preguntó si podía ayudarla. Entonces Noelia, que siempre evitaba que vieran a
Ignacio, lo hizo pasar sin pensarlo demasiado. El doctor, tan amable, enseguida
la siguió hasta el dormitorio. Ahí estaba Ignacio, tirado sobre la cama grande,
una bolsa vacía con los ojos fijos en ella (porque en ocasiones el movimiento
de los ojos cesaba y su hijo la miraba como preguntándole algo). El doctor se
quedó al costado de la cama, petrificado, mudo, al lado de la
criatura. Noelia no sabía qué decir. El doctor actuaba de un modo incomprensible: por
lo menos diez minutos estuvo plantado junto a Ignacio sin siquiera inclinarse
para revisarlo.
―¿No es lo que corresponde que haga un médico?
―le había preguntado a Casandra al día siguiente―. Tomarle el pulso, revisarle
el corazón, tomarle la temperatura…
¡Si lo sabría ella que cuando era chica había
estado más tiempo enferma que sana y la madre la llevaba al hospital
cada dos por tres! Y lo más sorprendente: el doctor del H le había
hecho un montón de preguntas a ella. ¿Qué tenía que ver con Ignacio
que ella tomara o no alguna medicación? El doctor le preguntó eso,
y no una vez, sino dos o tres. El asombro y la indignación le
impidieron contestarle. ¡Si era el pobre Ignacio el que necesitaba
algo para reponerse, para tener fuerzas, levantarse de la cama y
hacer la vida de un chico normal! ¿O acaso el doctor no se daba cuenta de que
ella ya no quería mentirle más a nadie, que quería poder decirles a todos que
su hijo hacía las mismas cosas que los demás chicos?
Casandra había escuchado todo
esto y le había sonreído con dulzura. Después había estado pensativa un buen
rato, había consultado el gran libro de tapas de cuero, ese que siempre estaba
sobre la mesita de nácar, y le había hablado de la necesidad de la limpieza.
Noelia estaba recordando todo
esto cuando vio por la ventana que la curandera estacionaba frente a la
casa. El corazón le latió más fuerte, pero no demoró en tranquilizarse.
Casandra le sonrió con
naturalidad y después, con su cuerpo de matrona y la gran cabellera enrulada,
se paró muy derecha bajo el dintel de la puerta y aspiró el aire
profundamente. Noelia pensó que olía la casa, y eso le gustó mucho. La mujer volvió
a sonreírle con sus labios anchos.
―Todo va a estar bien —dijo—, tu
deseo se hará realidad aunque aún no lo conozcas fehacientemente. ―Ella siempre
usaba palabras que Noelia entendía a medias―. Los tormentos desaparecerán y no
habrá remordimientos, habrá curación.
Noelia abrió la ventana para que
el aire frío le despejara la cabeza. Pensaba cuán extraordinaria era Casandra
y que ese día estaba más enigmática que de costumbre; la túnica
de varios tonos violetas y los labios rojos parecían agigantarla.
Noelia la condujo por el estrecho
corredor hasta el dormitorio y le mostró a Ignacio,
pero Casandra solo le dedicó una sonrisa breve desde el
vano de la puerta y, de inmediato, ahí mismo, sacó un sahumerio de su gran
bolso y lo encendió. Esparció su exquisito aroma por cada una de
las habitaciones, como si con el humo fuera bendiciéndolas. Cuando terminó,
entró en el dormitorio y se sentó junto a Ignacio.
Noelia vio cómo los ojos su hijo ya no eran para ella sino para la curandera y
la dominó una extraña alegría. Las grandes manos de
Casandra trazaron miles de círculos sobre el cuerpo flaco de
Ignacio. Noelia intentó seguir esas manos mágicas que se movían cada vez más
rápido y la hipnotizaban. ¿Cómo podría agradecerle tanta
ayuda? Casandra sí que hacía cosas por su Ignacio, no como ese
estúpido doctor.
De pronto Casandra se levantó con
brusquedad.
―Vas a tener que seguir
mis instrucciones al pie de la letra —le dijo. Noelia se sobresaltó porque no le conocía ese tono imperativo. La curandera
sacó de su bolso
sacó un ramillete de hojas y hasta la voz era diferente, honda,
oscura, cuando agregó―: Durante las próximas tres noches te harás un
té con estas hierbas. Vas a colocar en un jarro un cuarto litro de agua y la
vas a hacer hervir durante seis minutos. Luego apagarás el fuego y colocarás en
el recipiente seis hojas de té, ni una más ni una menos, y vas a tapar el jarro
con un plato. El primer día las hojas estarán sumergidas en el agua seis
minutos, después colarás el té y lo tomarás. La segunda noche deberán ser doce
minutos, y la tercera noche serán dieciocho minutos. Los tés los vas a tomar
sentada junto a Ignacio, mirándolo a los ojos y sonriéndole, tal como yo lo he
hecho hoy. ¿Hace falta que te lo deje por escrito?
Noelia no podía hablar, estaba
apabullada. Se tranquilizó cuando vio que Casandra sacaba del bolso
una libreta y anotaba las instrucciones en letra de imprenta.
―A la cuarta noche verás los
cambios ―le dijo, ahora en un tono cariñoso, acariciándole la cabeza, y Noelia
ahora sí que entendía sus palabras―. No tengas ningún temor y acepta lo que
suceda. Esto es lo que el Todopoderoso me permite hacer con mi magia para bien
de ustedes dos.
Noelia no se atrevió a preguntar
cuáles serían esos cambios.
Casandra ya estaba en la puerta
de calle, cuando se volvió para decirle con tono severo:
―Nada de hombres este mes. —Era
una orden. Aunque ella nunca le había hablado de sus dos amantes, siempre había
pensado que Casandra sabía de ellos. ¡Si lo adivinaba todo!―. La soledad no se
apaga con frustraciones ―había agregado. También sabe que nunca estuve a
gusto con ninguno de los dos, pensó Noelia. Sin duda, la maga la conocía a
fondo. Eso, en algunos momentos, le traía una cálida sensación de seguridad,
pero en otros la abrumaba: se imaginaba observada por un gran ojo, sin espacio
para la privacidad.
Al cuarto día, tal como lo
sentenciara Casandra, hubo cambios. Ocurrió lo impensable.
Ignacio se removía en la cama,
agitado. Transpiraba y se tocaba la cabeza como si le doliera mucho. Noelia
nunca lo había visto tan inquieto. Retorcía las piernas y los brazos. A Noelia
le parecía que quería comerse a sí mismo. No solo intentaba meter
las dos manos sino también los pies en su boca de labios gruesos. Ella caminaba
sin parar mordiéndose las uñas; su cuerpo temblaba sin parar. No
sabía cómo calmar a Ignacio. Pero de improviso su hijo pasó de la agitación a
la quietud; tal vez se hubiera dormido, al menos había cerrado los ojos, que
siempre tenía abiertos como platos. Noelia dejó de temblar y se sentó en la
cama, las piernas ya no la sostenían. Entonces pensó
que la vista la engañaba: la frente de Ignacio se estaba achicando. Se dijo que
no era cosa de su imaginación porque en pocos minutos la cabeza se había
convertido en la de un nene de dos años y continuaba
achicándose. Después le siguió el resto del cuerpo; más rápido,
cada vez a mayor velocidad. Al borde de las lágrimas, le suplicó ayuda a Dios,
pero la reducción no se detenía. Por último, tuvo frente a sus ojos un feto de
pocos días, rojo, gelatinoso, que llegó a convertirse en una bolita
transparente. La tomó con brusquedad y la llevó hacia la boca, como quien acerca una perla a los labios,
los ojos extraviados, luchando entre la duda y el irrefrenable impulso.
Finalmente recordó las palabras de Casandra: “Los tormentos
desaparecerán”, y supo que debía esperar, sin remordimientos.
Sostuvo la esfera hasta que fue
tan diminuta que ya no pudo verla.
Lidia Nicolai nació en Buenos Aires
el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas
de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA.
Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física
y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e
investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas
antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de
España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires.
Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE,
Delegación Bernal Quilmes, 2010.
Increíble cuento. Un desarrollo que angustia, lleno de vértigo, hasta el final sorprendente. Todo un viaje.
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