martes, 6 de febrero de 2024

ESPECIAL MICROFICCIONES (SEIS)


Lo que Rorschach no nos dice...

Jorge Carlos Barberini


Lámina Nº1:
Es un hueso. Más precisamente un sacro, parte de la columna vertebral, el techo de la pelvis en los cuadrúpedos, la pared del fondo en la nuestra.

Tiene alas y trata de volar, pero es precisamente su condición ósea, su densidad, la que no se lo permite.

Mirando en el centro, hacia arriba, aparecen dos hombres enfrentados en una discusión. Visten una especie de pesada armadura. Sus rostros se desafían, sus brazos se elevan en actitud amenazante.

Son tan densos como el propio hueso.

Quizá es también por eso que no puede levantar vuelo.

 

Fluentes e híperdensos

Daniel Alcoba

 

Un fluente es expansionista acabado, para él cualquier monte es orégano. Por eso la infantería gaseosa de Fluencia, anodina Fenicia del arrabal de Orión, llegó como una plaga al sistema Alfa de Centauro, que ocupó en una especie de Blitzkrieg, igual que una flatulencia se adueña del vacío de un recipiente, o del olfato de una criatura sensible.

Follón 8º, el sátrapa que pretendió tomarse la revancha de los hiperdensos de Macizia, cercó a los macizos en el cúmulo globular Omega Centauri. Y apenas hubo completado el sitio, o más bien situado a sus astronaves en muy aceleradas carreras orbitales alrededor de la estrella binaria Macizia y de los siete planetas que habitan los macizos, envió una avioneta fotónica que hizo sonar el himno patriótico fluente en cada globo. Los hiperdensos oyeron la campana pero sin enterarse de por qué sonaba. Y de la invasión fluente ni noticias tuvieron.

 

Suicida

Ricardo Bernal

Decido poner fin a mi vida por cansancio, hartazgo, excesivos yoes que quieren destronar al yo verdadero. Salgo al balcón: arriba hay luna, estrellas, joyas, ronroneo de aviones y nubes; abajo el ruido, las luces de los autos, muy lejos como en un inframundo inexplorado. Trepo el barandal, doy un paso, otro, sigo caminando en el aire y a cada paso cae uno de mis yoes, planea en círculos, se incorpora convertido en un ciudadano más, hormiga apurada en el callejero ruido nocturnal. Cuando llego a la mitad del trayecto soy solo yo; sudo mucho. Alzo la cabeza y te descubro: también has caminado hasta aquí desde tu balcón, estás rejuvenecida, más transparente que nunca, y despojada ya de tus otros yoes. Me miras sonriente, frunces los labios y me plantas una sonora cachetada. Caigo.

 

En la estación de tranvía

Iván Bojtor

 

El chico permanecía de pie en la parada con expresión ausente, mientras que a sus pies descansaba un perro lanudo. No había nadie cerca. El perro se levantó de repente, husmeó alrededor, dio la vuelta, tiró de la correa y habló.

—Cuando llegue el próximo definitivamente nos vamos. Hace tiempo que deberíamos estar en casa. ¿Entiendes? —Tiró de la correa de nuevo.

—Guau —respondió el chico con voz melancólica. La gente se agrupó alrededor de ambos, esperando el próximo tranvía. El perro ocasionalmente movía al chico a un lado para evitar chocar con alguien. El tranvía llegó. La multitud reunida se puso en marcha. Al principio los empujaron desde atrás, luego cada vez más personas se abrieron paso a través de ellos.

—¡Ven! ¡Ven ya! —gruñó el perro.

—Auuuu —aulló el chico y empezó a retroceder.

—¡Llévate a este perro de aquí! —le gritó al chico Alguien que ni siquiera lo miró—. Terminará mordiendo a alguien.

El perro se aferró con las uñas al escalón del tranvía, pero no pudo arrastrar al chico consigo. Antes de que la puerta se cerrara, saltó de nuevo hacia la plataforma. Otra vez quedaron solos en la parada. El perro tiró fuertemente de la correa.

—¿Por qué te niegas a subir? ¿Por qué? ¿Cómo vamos a llegar a casa así? No te llevaré a pasear nunca más. ¿Entendido? ¡Nunca más! —Tiró de la correa y, arrastrando al chico tras él, se fueron a pie en dirección a la casa.

 

Título original: Villamosmegállóban

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

 

Patrón Filo

Sebastián Borkoski

 

El investigador llegó al pueblo; muchos dormían. Deambuló por las calles hablando con noctámbulos errantes hasta quedarse solo. En los límites del poblado encontró un hombre melancólico contemplando la luna.

—Estoy buscando respuestas sobre Patrón Filo —le dijo. Nadie me dice nada.

—Poco es lo que saben.

—Sin embargo, todos aseguran que existe. Dicen que Patrón Filo tiene los ojos de un niño triste y malvado. Hace más de cien años es la ley oculta del poblado. Difícil creer tonterías. Menos cuando nadie aseguró haberlo visto.

—Es verdad, no existe quien lo haya visto.

—Los pueblerinos suelen crear personajes pintorescos.

—¡Ah! No, señor, Patrón Filo no es ninguna creación, es real. No tiene ojos de niño triste, tiene los ojos de un ángel enojado.

El investigador echó a reír y exclamó:

—¿Usted sí puede saberlo?

—Lo puedo ver reflejado en sus ojos —dijo justo antes de cortarle la garganta.

 

Escritura infinita

João Ventura


El hombre sentado en un sofá en el vestíbulo del Hotel Blau Varadero observa a los clientes ir y venir. Algunos se dirigen a la recepción, otros simplemente esperan el autobús que los llevará al aeropuerto. Mientras tanto él escribe, en un pequeño libro de tapa negra, historias sobre las personas que mira. Para ellas inventa una vida, relaciones, motivaciones, trayectorias...

En el balcón del primer piso, otro hombre observa al hombre que escribe, y a su vez escribe una historia en la que el primer escritor aparece como un personaje...

Y existe el rumor de que esta situación se prolonga, es decir, que en cada piso hay un escritor que escribe una historia sobre el escritor en el piso de abajo, incluso con un grupo extremista que argumenta que "son siempre escritores hasta arriba..."

Un argentino me aseguró que había visto a Cortázar y Borges, sentados en una mesa del Piano Bar del hotel, cada uno tratando de escribir una historia más fantástica que el otro mientras alguien, en el piano de cola, martillaba un tango...

Y, sin embargo, en el último piso del hotel, donde las plantas trepadoras abandonan sus ramas a la gravedad, Calvino, con los codos sobre el mostrador, elabora cuidadosamente una nueva teoría sobre los escritores que escriben sobre escritores en hoteles del Caribe...

 

Conocí a tu Dios

Relja Antonić

 

Realmente lo hice. No estoy mintiendo. Conocí a tu Dios. Él conocía a mis dioses. Todos se conocían entre sí. Bebían vino y hidromiel, cantaban canciones, y todo eso. Luego viniste tú. No conocías a tu Dios ni nada más. Tenías mal olor, demasiado pelo, abusabas de nuestras mujeres y niños, y luego el oro, el oro no era ese simple material que el Sol encajó en la Tierra y que usábamos como adorno para los días festivos, era el objeto de tu deseo... al igual que tu Dios, a quien nunca conociste. La imagen especular de tu propia alma vacía, anhelando ser llenada, pero aún deseando permanecer, desprovista de todo. Por tu culpa, mis hijos nunca aprendieron su propio idioma. Por tu culpa, el placer del oro desapareció. En sus ojos era ordinario, y lo codiciaron como si fuera una simple fruta. Incluso mi gente. Luego me senté con tu Dios. Bebimos, comimos, pero no cantamos, no estaba de humor para eso. No sé si alguna vez lo estaré. Ni siquiera podía llorar frente a Él. Es maravilloso, ahora y siempre. También es uno de mis amigos más antiguos, y cuando terminamos de beber, después de que colgaste a mi dios, a mi rey, a mi diosrey, a mi diosa y a mi hija... pregunté... "¿Por qué viniste aquí, tú que tenías todo? Viniste a nosotros, y ELLOS vinieron después de Ti, saquearon la tierra y mataron todo lo que se movía. ¿POR QUÉ?" ¿Sabes lo que Él dijo? Dijo que vino aquí para huir de ti.

 

Título original: Znao sam vašeg Boga

Traducción del serbio al inglés del autor

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

 

Sueños edimburgueses

Víctor Lowenstein

 

El sueño fue soñado por Borges mientras vivía en la capital escocesa. Pudo ocurrir en cualquier parte. Un edificio circular e interminable contiene un número abrumador pero limitado de habitaciones iguales; en todas se alzan altos pizarrones con números y palabras que completan el alfabeto humano, desde Aar hasta Zwingli. Las listas no cesan de rehacerse, reproduciendo nuevas series a partir de las combinaciones originales. Los hombres que han conocido el edificio enloquecieron, invariablemente. Los Dioses que lo crearon sonríen piadosamente ante las consecuencias de su monstruosa creación. El sabio ciego que llegó a imaginarlo se asemeja a esos Dioses.

 

Salvación

Maritza Macías Mosquera


Cuando abrió el cuaderno que estaba sobre la mesa de entrada supo, por el pequeño mensaje, que todo había terminado.

No sintió pesar, tampoco alegría, sólo se encogió de hombros y salió a tomar aire.

¡Hacía años que no se sentía así!

Acto seguido entró a su cuarto y sacó el cuchillo que había dejado debajo del colchón la noche anterior.

 

Otra fantasía oscura

Cristian Mitelman

 

 

Cena de camaradería de la promoción 92 organizada por el señor Anselmo Leto. A la hora y media, los huéspedes empiezan a sentir molestias en las piernas. No mucho después, agonizan.

Comprenden que Leto es un demente. Alguien alcanza a preguntarle por qué lo hizo.

—Por miedo —explica—. Siempre pensé que uno de nosotros iba a ser el primero en morir: la idea me resultaba atroz. Asesinar a uno hubiera sido lo más lógico, pero dado que todos me parecían igualmente odiosos, ¿por qué castigar más a éste o aquél? Por lo menos ahora sé que mi destino no era morir primero.

 

El pañuelo

Lidia Inés Nicolai

 

Felisa subía al subte cuando en un descuido perdió su pañuelo en el andén. Intentó regresar y, al hacerlo, quedó aprisionada entre las dos hojas de la puerta. Ahogó un grito. Entonces el pañuelo remontó vuelo y alcanzó su mano derecha. Ella lo tomó. El lienzo blanco tiró con fuerza hacia el andén y ahí la depositó. Unos metros más adelante una bomba estalló en el convoy.

 

Taxi

Gustavo Nielsen

 

Doblé, con mi taxi, en la esquina. La nena cruzó fanáticamente delante del auto; hubo frenos y un golpe. El pasajero, que había insistido en sentarse en el asiento del acompañante, se quebró, apretado contra la guantera. Zapatito en el aire.

Cerré los ojos espantado y, al abrirlos, estábamos otra vez doblando, un minuto antes. La nena había cruzado y seguía su camino, a salvo, como si el tiempo se hubiera desleído.

El pasajero, sofocado, transpirando, con la mirada roja de las instantáneas, al ver mi cara de desconcierto, pronunció la segunda frase del día (la primera había sido la indicación del lugar al que íbamos):

—Fui yo —dijo—. No soy de este planeta.

 

 

La mujer del circo

Araceli Otamendi

 

La mujer ahora cuida un baño en el restaurant de una ciudad de provincia. Nadia la mira a los ojos cuando entra al lavabo y algo de ella le recuerda al circo que conoció en su infancia. Tal vez son los leones con su pelo brillante y rojizo; o tal vez la ecuyere sobre el caballo y el traje de colores, dejándose llevar al galope. Antes de salir del recinto –un lugar casi inhóspito por lo antiguo y descuidado–, Nadia vuelve a mirar los ojos de la mujer ya anciana. Algo, algún fulgor quizá de los días pasados en el circo en sus años jóvenes, con la cara cubierta de barba para arrancar la risa o el asombro. Ahora, exhibe su barba sin ostentación, viste un guardapolvo gris, espera el tintineo de las monedas en un plato. Nadia se mira al espejo mientras lava sus manos con el agua fría. Y en el cristal ve el circo con sus luces, los equilibristas balanceándose en las hamacas, en lo alto, sin red abajo para atenuar la caída. Nadia está junto a su abuelo, quien la ha llevado al circo y ve el asombro en los ojos de la nieta y sonríe. Un momento de la infancia de Nadia ha ingresado rápido en su memoria, como una flecha; entonces se ve a sí misma reflejada en el cristal como una niña, mirando la pista de arena. La mujer barbuda está ahí, también los leones, la ecuyere, los payasos. Nadia se detiene durante un momento frente a la mujer y deja un billete en el plato.

—Gracias —dice la mujer

—Gracias, a usted —contesta Nadia. Y sale pensando que sí, muchas gracias, no sabe lo que me ha devuelto hoy, de veras.

 

Nada

Margarita Pacheco

 

Hay una enorme hoja en blanco, de la que suelen salir pequeños diamantes que salpican los contornos de la página. Alguien se decide a trazar colores sobre ella y se plasman, de la nada, un naranja recto, un azul horizontal, y un verde curvo.

Lejos del contorno, se ve un planeta que gira. Los colores juegan en el espacio, bailan y se comunican entre ellos. A veces se mezclan, pero también se separan como por arte de magia. Parecen traer la felicidad al creador anónimo. Se oye la risa de un niño. Y en ese momento los tres colores notan que pueden hablar, por lo que empiezan a alzar la voz, juguetones. Dicen:

—Hola, Verde.

—Hola, Naranja.

—Hola, Azul.

Ríen entre ellos. Alguien les dará un destino en la Tierra, según el color que le tocó. Les ponen nombres con tinta invisible, y son algo más que colores que se divierten en un mundo extraño. Al parecer las estrellas han hablado; le asignan un don único a cada uno. Y una fecha queda marcada en la frente de un niño cuando nace en una cuna y una época determinada. Son los genios de la historia que han visto la luz.

 

Museo salvaje

José María Pallaoro

 

¿Qué encierra esa dedicatoria? Un misterio. Un secreto que pienso develar. Dice así: “Para S, testigo de todos mis tiempos, en el Cielo o en el Infierno, hasta que Dios se cumpla, O”. Y cierra, debajo de la hoja, a la izquierda, con una fecha: “24 de diciembre de 1975”. Ahora, yo estuve en esa oportunidad. S recibió de manos de O el libro, vi cuando se lo dedicaba, a dos semanas de su aparición. Luego le acercó el libro y las manos, los dedos, de S y O, se tocaron. No se desprendieron de inmediato. Percibí una suerte de caricia. Caricias prodigadas mientras se miraban a los ojos, un poco más acá de cualquier posible Paraíso. No me llamó la atención porque ya lo había notado. Había notado esa electricidad, esa erosión que emanaba de sus cuerpos. ¿Eran personas libres? Según como se mire. Y a mí no me miraron. Dicen que en pueblo chico infierno grande. S y O giraban dentro de un cielo cerrado. Una especie de epifanía.

Esa Navidad en casa hubo, como en un museo, demasiado silencio. Terminó el año. Tuve que esperar un poco más.

Dios cumple. S murió en un trágico accidente camino a Luján. De O cuentan que armó sus valijas y partió hacía una isla donde nunca sale el sol. Eso dicen. Lo prometido es deuda.

 

Un viaje no autorizado en el tiempo

Patricio Peralta R.

 

El viejo devolvió el vaso de las píldoras a la enfermera. Miró la caída de la tarde en la ventana. Volvió la vista al cuadro. Sorprendido, giró su silla hacia la dirección de la enfermera y la llamó.

—Allí —dijo, señalando la pared.

Volvió a mirarlo, buscó en su mente lo que trataba de decir pero ya no recordaba. El sobreimpreso de la imagen había desaparecido, ya no rezaba “El rey del country”.

 

 

Libre albedrío

Fernando Andrés Puga

 

—¡Pero qué te has creído! ¡Insolente! ¿Cómo se te ocurre levantarme la voz?

—¿Y cómo no, si querés deshacerte de mí justo en este momento, luego de haberme hecho sufrir tanto? Por una vez que pude gozar y vos no tenés mejor idea que hacer aparecer al imbécil del marido, fuera de sí y con un arma en la mano.

—Eso no te da derecho a gritarme de esa forma. Vos sos mío y hacés lo que yo te digo y te la bancás como un señorito. ¿Qué es eso de andar cuestionando al creador?

—¡Oíme! Vos serás todo lo creador que se te dé la gana, pero yo no quiero morir. Así que o empezás a respetar mis deseos o me borro de una. En serio. Me borro y te quedás sin cuento. ¿Entendiste?

El click del gatillo lo despertó a tiempo.

 

 

La última llama

Patricio Ramos Gatti

 

En un mundo donde el sol había perdido su antiguo esplendor, la humanidad se arrastraba entre las sombras de lo que alguna vez fue una civilización pujante. En las ciudades desiertas, edificios desmoronados se alzaban como monumentos a la desesperación. La última chispa de esperanza parpadeaba en los ojos de aquellos pocos sobrevivientes, cuyas vidas se desvanecían en un crepúsculo perpetuo.

Las leyendas hablaban de un artefacto ancestral, oculto en las ruinas de la ciudad antigua, capaz de despertar la luz perdida. Un grupo de valientes se aventuró en las sombras mortales, enfrentándose a criaturas deformes que acechaban entre las sombras. Cada paso resonaba como un susurro amenazador.

Al llegar al corazón de la ciudad muerta, descubrieron un altar antiguo. Allí, entre los escombros, yacía el último resplandor de la humanidad: una pequeña lámpara de aceite. Al encenderla, una luz tenue pero reconfortante se extendió, ahuyentando las sombras que habían dominado el mundo.

Sin embargo, la victoria fue efímera. Mientras la luz se intensificaba, reveló las siluetas fantasmales de criaturas olvidadas, despertadas por la llama. En ese momento, comprendieron que la verdadera oscuridad no estaba en la ausencia de luz, sino en lo que esta iluminaba.

 

El vendedor callejero

Rogelio Ramos Signes

 

—Con esta pelota, cada tiro al arco es un gol —me dijo el vendedor callejero. Le creí y se la compré.

Esa tarde jugué con mi amigo Horacio, que es el arquero más efectivo de esta ciudad. Jugamos “a los penales”, como le decimos aquí; y el vendedor tuvo razón, cada tiro que hice fue un gol. Sin embargo Horacio, lejos de fastidiarse, estaba feliz, radiante.

—El tipo que me vendió estos guantes no me engañó —me dijo, desabrochándoselos y mirándolos con admiración-. Me aseguró que no me iban a hacer ni un solo gol, y así fue.

—¡Mentira! ¡Todo fue al revés! —protesté casi a los gritos—. No pudiste atajarme ninguno.

Esa noche no pude dormir, pensando en quién sería aquel hombrecito que vendía pelotas y guantes en la calle. Supongo que a Horacio le pasó lo mismo.

 

Fama

Carmen Belzún

 

Fabuloso circo H.R. En la pista, llovían los “Ohhhhh” y los “Ahhhhhh” de los parroquianos. El mago los dejaba boquiabiertos. Los trapecistas eran aplaudidos hasta que dolían las manos. La contorsionista provocaba murmullos admirativos. El equilibrista cortaba la respiración del público. Al encontrarlos en la carpa auxiliar comentando los elogios recibidos, tuvo la idea. Quería que la prensa solo hablara de él, que su fama superara la de sus compañeros. Sintió una descarga eléctrica subiendo desde la planta de los pies y que, al llegar a los ojos, lo encegueció. Esa sería su coartada. Entonces, el payaso celoso avanzó lanzando cuchilladas.

 

El disfraz

Anita María Riquelme Suazo

 

No era feo ni tampoco un galán, pero tenía carisma, tanto es así que el día en que terminé nuestra relación me convertí en la villana hasta con mis amigas y familiares. Ahora tengo tiempo para compartir con ellas, aunque sigan sin comprender la razón tras ello, al menos concuerdan en que me ven más feliz. 

Visito a mi vieja madre, ya no nos parecemos tanto y, sin embargo, nos entendemos mejor. Mientras ayudo a guardar las compras de la vega, escucho a la bestia retozar en el sofá.

—¿Recuerdas que el lobo se disfraza de oveja? Hagamos una prueba y preparamos cordero al palo —le digo.

Miras a papá dormir al otro lado y sonríes, no estabas loca.

 

Zoo

Iván Molina Jiménez

 

La primera vez que vi a un slecandurus fue en el Zoológico de Vida Extraterrestre de Moscú. Tenía entonces quince años y estaba enamorado de Ana. No sé por qué le fascinó esa criatura y, en vez de seguir adelante –según lo indicado por la profesora– se quedó atrás, con su nariz casi en contacto con el vidrio. Tímidamente me coloqué a su lado y su cadera quedó a milímetros de la mía.

—¿Está dormido? —pregunté en voz baja.

Sin responder ni mirarme, Ana tomó una de mis manos e inmediatamente sentí algo parecido a una descarga eléctrica, que subió por mi brazo, se detuvo en mi nuca y después se extendió por todo mi cuerpo. El dolor, que al principio me paralizó por completo, fue desplazado por una sensación extraña: lo que yo era, física y emocionalmente, se transformaba en una sustancia indefinida, viscosa, de color azul y a punto de caer en un abismo sin fondo, arrastrada por el peso insoportable de una tristeza infinita.

Ana soltó mi mano y, en el momento preciso en que volví a ser yo, atisbé cómo una lágrima oscura se desprendía del único ojo del slecandurus y se rompía en millones de partículas al estrellarse contra el piso iluminado de la jaula.

 

De monstruos y bellezas

Diego Muñoz Valenzuela

 

El monstruo llora frente al espejo de la feria de diversiones porque su imagen se deforma y adquiere una apariencia grotesca. La hermosa muchacha con ojos de océano mira divertida su figura horripilante en el mismo espejo. Ella descubre a su príncipe azul en el espejo. Él cruza una mirada de amor con la maravillosa monstrua. Se enamoran perdidamente, y desde ese instante viven felices, juntos: la bella, el monstruo y el espejo.

 

Un avance científico, con inconvenientes

Frank Roger

 

Estaba bebiendo café en una terraza cuando de repente se escuchó un terrible ladrido. Miré en la dirección del ruido, tratando de saber lo que ocurría. El hombre a mi lado vio mi reacción.

—Ese debe ser el viejo Harry, otra vez —dijo—. Mire, allí está. —Vi un montón de perros aparecer dando la vuelta a la esquina. Pasaron a nuestro lado corriendo y ladrando como si les fuera la vida en ello. Unos segundos después ya se habían ido, junto con el ruido—. Esto es cosa del viejo Harry —agregó el hombre—. Siempre vuelve locos a los perros.

—No sé de qué habla —tuve que admitir.

—A Harry le gusta experimentar con el suero de invisibilidad que inventó —explicó el hombre—. Es un gran avance científico.

—Oh, esa es la razón por la que no le vemos.

—Exactamente. Sin embargo, los perros pueden olerlo, y el olor de un hombre al que no pueden ver los vuelve locos. El pobre Harry siempre tiene que correr por su vida.

—Eso es terrible —remarqué—. Debería empezar desde ya a trabajar en el desarrollo de un suero que elimine su olor. Eso resolvería el problema.

 

Título original: A Scientific Breakthrough, with Drawbacks

Traducción del inglés: Santiago Eximeno

Publicado en Efímero Nº 123.

 

De lo que abraza la gente

María Cristina Rolnik

 

En la ciudad, por la calle, si hay sol de invierno, uno puede levantar la vista de la acera y mirar.

En el Once, un morocho petiso y fuerte espera el semáforo en una esquina. Abraza a un maniquí de mujer cubierta, sólo el torso, con polietileno. Las piernas se estiran blancas y rígidas para delante, las uñas de sus pies están pintadas de rojo. El tipo sonríe todo el tiempo.

En Palermo una chica de ojos muy abiertos y labios apretados lleva una pesada máquina de coser. Está vestida con un pantalón de bambula y, sobre él, una pollera color naranja. Parece saber muy bien hacia dónde va.

En Almagro hay un coche oscuro estacionado frente a una iglesia. En el asiento de atrás hay tres monjas que no se hablan. Las que están sentadas en los extremos, junto a las ventanillas cerradas, son ancianas y se parecen mucho. La del medio es joven y lleva una virgen de yeso en el regazo. Cuando paso junto al auto sólo la jovencita me mira. Mira como pidiendo ayuda.

 

El vestido

Yanni Tugores

 

Resbalosas caen en sus manos como babosas brillantes. No sabe cuál elegir o con cuál quedarse. Desde que entró a la tienda le fascinaron los coloridos de las telas en las estanterías. Debía elegir muy bien. Tenía poco dinero y ella tenía que lucir radiante.

Todas las sedas, el satén, el terciopelo y el raso, caían entre sus dedos destellando sus colores: rojos, verdes, amarillos, blancos y negros.

Pero, ¿cuál escoger? Debía tener en cuenta el color de su piel y su cabello.

Su mirada se posó sobre uno de los estantes más bajos de la tienda. Allí, se asomaba tímidamente un tornasolado trozo de tela. Le pidió al dueño que se lo mostrara. El tendero insistía que era viejo y estaba desgastado. Pero ella sentía que era ese, el género que estaba buscando.

Ante su porfía, el hombre lo extrajo. Le quitó el polvo y se lo entregó. Al tomarlo en sus manos, el efecto fue mágico. Todo el lugar se iluminó con aquella seda tan particular.

Lo adquirió y pensó: “¡se verá tan bella!”.

Corrió a su casa, descolgó uno de sus vestidos del guardarropa y tomó las medidas. Luego de terminado se sintió satisfecha.

Lo llevó a la funeraria y se lo entregó al encargado. Por fin su hija tendría el vestido que siempre, había soñado.

 

El hombre-roca

Tanya Tynjälä

 

El Hombre-Roca vive solo en su isla, rodeado de carteras marroquíes, cadáveres de arpas, lámparas sin terminar y restos de galletas de coco. Lo protegen cuatro sanguinarios perros calvos que desgarran hasta la sangre más fiera.

Dicen que en un reino dividido había un principito que nunca llegó a ser personaje de cuento, pues su madre le mordió el corazón. Él, adolorido, cubrió su palpitar con rocas de odio e indiferencia, buscó la isla más sucia y olvidada, se inventó recuerdos sin pasado y decidió vivir sin cerrar los ojos.

Alguna vez una ninfa se acercó a llorar entre sus brazos; sólo encontró frío y las agudas aristas le causaron dolor.

Ahora el único ser que osa visitar sus costas es el León Marino de las Nieves, quien le ha contado a los delfines que todas las noches escucha el débil llanto de un niño.

 

La broma

Mario Capasso

 

El hombre anhelaba, ya desde hacía algún tiempo, poner de relieve su belleza interior, la sabiduría que guiaba sus acciones, el desinterés personal por los bienes materiales, pero no encontraba la forma de hacerlo. Se devanaba los sesos y no había caso, la idea salvadora, aquella capaz de elevarlo a la consideración de los demás, no aparecía ni en broma.

La palabra “broma” se le cruzó por la mente y le abrió las puertas.

Salió a la calle, se subió a un árbol con medio melón en la cabeza y empezó a esperar un auto con la banderita de taxi libre que, en medio de su porteña soledad, tardó en aparecer, pero cuando lo hizo se despachó con un poema y un trombón, le puso música a la escena, y entonces los demás empezaron a rodearlo y a advertir sus valores más íntimos, aquellos que el hombre deseaba mostrar.

Cuando se cansaron de tirarle piedritas y otros elementos más contundentes, sus semejantes esperaron un rato más, a ver si el hombre se bajaba del árbol, pero al final se fueron porque ya estaban podridos, se les hacía tarde y, además, las personas de bien no entienden de locuras, dijeron.

 

Ataque suicida al enroque

Héctor Ugalde

 

A aquella torre del flanco del rey le gustaba convencer a su rey para que enrocara del otro lado y así poder lanzar a los peones en un ataque suicida a la bayoneta contra el rey enemigo que se había enrocado en ese flanco. De esa forma podía luego entrar la dama, los alfiles, caballos y ella misma al desbaratado enroque enemigo.

Ese ataque a veces funcionaba, y algunas veces no. Pero lo que inquietaba a los heroicos peones no era su sacrificio, sino el hecho de que a la torre le gustara escuchar "La cabalgata de las Valquirias" mientras lanzaba el ataque.

 

La creación del perdón

Luis Saavedra

 

Lo seguí hasta el último departamento, en el último piso. Hacía calor, estaba mal iluminado y tenía pasillos estrechos. Nos detuvimos debajo de una ampolleta que daba una luz mortecina, mientras una polilla se daba de cabezazos con ella y su proyección bailaba sobre nosotros. Se dio la vuelta, me miró duramente y pude ver su cara llena de pequeños y antiguos cráteres. “¿Está seguro?”, me preguntó y yo le dije que no, pero que no importaba. La polilla proyectó una sombra sobre su rostro y él me indicó en dirección hacia la habitación: “Entre”.

Entré. Me dejó solo y me costó algunos minutos acostumbrarme a la penumbra. Barras de luz se colaban por unas rendijas y el aire olía a humedad, aceite rancio y algo indefinible que me erizó la nuca. Adelanté un par de pasos pero solo intuía algunas sombras. Y luego algo se movió. “No me temas”, habló en mi mente. No era lenguaje, no eran palabras. “Relájate y ven, dime quién soy”. Me lo dijo con una lejana melancolía, alguien que ya hacía esto de forma automática. No respondí, tragué saliva, quise salir. Pero al fin sonó mi voz: “María”. “¿Nada más?”. Y entonces el cuerpo se iluminó y su cara fue tomando la forma de María. Sonriente, muerta desde hacía diez años. Me arrodillé y le pedí perdón por perderla y ella me dijo que la tocara. María-María-mi-dulce-María. Volví a ser quien era junto a ella.

Salí y estaba el hombre esperándome. Le di el dinero sin mirarlo a los ojos. “¿Estuvo bien?” Asentí. Le dije que me parecía que ella vivía prisionera. “No tiene opción. No puede volver. Este planeta es su cárcel”, respondió. Volví a asentir, pero no pude levantar la mirada. No regresaré jamás. Ya no tengo cuentas pendientes con el pasado.

 

El último ángel

Gonzalo Montero Lara

 

Una escuálida humana de senos colgantes, emerge de la desolación. Guarda en su regazo un disco surcado con finos canales. Trepa descalza una empinada roquería hasta el lugar donde se yergue un milenario monolito de rostro borrado. En la base lítica, destapa un foramen tallado en andesita gris, donde calza exacta la pieza que porta. Extenuada por el esfuerzo, queda tendida bajo el inclemente sol rojizo. Pasa un tiempo indescriptible. Sobre la superficie grabada del disco, empiezan a reverberar diminutas fosforescencias, al compás de una melodía extraña, donde se van pegando a las formulas del ritmo, colores y formas desprendidos de la árida superficie del planeta. Se trenzan filamentos moleculares proyectándose al cielo para envolverse con otras similares que brotan de las cúspides de los restos de ruinosas pirámides de piedra y cristal cubiertas por costras del tiempo o sumergidas en los mares grisáceos ausentes de vida. Las líneas brillantes acumulan moléculas primordiales en los compases de la melodía inaudible, proyectando una arborescencia de tronco helicoidal. Pronto el follaje palpitante de este árbol primigenio estalla proyectando un descomunal pulso de energía verdosa que impregna el reino mineral. Un filamento llega al que ser yace inerte, penetrando una capsula de cristal calcáreo, que yo construí.

 Dos sáculos de vida, hembra y macho cuyos ecos laten en la matriz reseca de Ángela; mi compañera, a quien debo ceder mis líquidos vitales para reanimarla y dejar a la progenie la máquina del maná, legado por las esencias maestras del taller de universos, antes de abandonar la tierra estéril, porque yo soy el último ángel del ciclo.

 

Escritor fantasma

Juan Manuel Montes

 

Mi sonámbulismo es raro, no camino por la casa, ni salgo al jardín. Simplemente hago el mismo trabajo que durante la vigilia: me pongo frente a la computadora y sigo escribiendo la interminable novela que, desde hace más de dos años, crece hoja tras hoja.

Cuando despierto por la mañana, leo lo que mi yo sonámbulo ha escrito. Sé que tenemos visiones diferentes sobre cómo terminará la trama. Él es clásico y como buen shakesperiano pretende matarlos a todos; aunque yo quiero salvarlos. Pero él juega con ventaja, siempre que escribe adelanta un poco más que yo que debo convivir con las tareas de la casa y con las preocupaciones del dinero.

Pero no puedo dejar que gane, odiaría tener el cargo de conciencia de haber dejado asesinar a mis personajes.

 

Espérame sentado…

Eduardo Mancilla

 

Entiendo lo que quiso decir… y era un mandato que no pensaba desobedecer. Comenzó a quitarse la ropa que, de hecho, no era demasiada. Descubrí que su cabello era parte del vestuario. Desnuda, se balanceo de manera nada sensual. No era la mujer perfecta, pero aún así, tenía al alcance de mi mano el modesto compendio de mis sueños. Luego de una rara contorsión se acuclilló y permaneció como en trance. Dos alas de piel se desataron de su espalda. Salió por el balcón. Juro que no me moví, ni siquiera pestañé, me ordenó que espere sentado, y eso hice, como vegetal. Esperé, esperé y esperé hasta el calambre de mi sangre. Al segundo amanecer perdí la voluntad del movimiento. Al cuarto, un inquilino denunció que un olor nauseabundo emanaba del departamento.

 

 

Por Mary-Claire

Hernán Bortondello

 

Conejo capitaneaba la Ray Bradbury, nave orbital insignia de búsqueda y aniquilación. Lucía el uniforme rojo de las tropas espaciales y sus peludas manos operaban la pantalla de control holográfico con velocidad asombrosa. No podía olvidar a Mary dándole el último y cariñoso saludo por el monitor, quedando luego de pie, estoica, consciente de su suerte.

—¡Malditos asesinos! —gritó con odio mostrando sus poderosos colmillos.

Tiempo atrás, la población androide se había rebelado aprovechando la espantosa pandemia que diezmó a sus creadores. Antes del año habían acabado con los debilitados supervivientes.

Sin embargo, anticipando el fin, los humanos dejaron su semilla en una especie inmune a la plaga y que, según los estudios de la experta Mary-Claire King, eran genéticamente idénticos, o casi.

Ella ordenó extraernos de la jungla, rememoró el almirante. Rompiendo reglas éticas y con presurosa alquimia, introdujo genes de los padrinos en nosotros. Contra reloj, milagrosamente, logró humanizarnos. Hubo sinergia, y la suma de especies permitió que nuestro coeficiente intelectual evolucionara; fuimos súper genios. La gran madrina capitalizó el imponderable ofreciéndonos la posibilidad de defendernos ante la amenaza que más temprano que tarde caería sobre todos los primates. Los quince mil panhumanos, como nos denominaron, nos pusimos al servicio del Comando Estratégico Central. Nos entrenaron en navegación aeroespacial y operación de armamento secreto. Solo tres meses después despegaba una flota punitiva de mil quinientas naves rumbo a la órbita terrestre. Abajo, la especie humana sobreviviría apenas ciento veinte días más.

—¡Hoy es el gran día! —sentenció Conejo—. Después de dos años de quemar la Tierra con nuestros láseres, yo, el ex chimpancé que Mary-Claire King apodara Conejo por su afición a las zanahorias, comandaré el ataque definitivo contra el último reducto de los androides.

 

Valeria y los espejos

Sandro Centurión

 

Valeria me dice que lo último que vio fue la acostumbrada ingratitud de un rostro maltrecho por la noche, por los hombres, por los años. Al fin y al cabo ese era su rostro. Entonces, sin querer, Valeria me asegura que fue sin querer, un par de lágrimas se le escaparon, como los años, y cayeron sobre su espejo, el que solía llevar en la cartera, el redondo, el de siempre, que tal vez de tanta lágrima que le había caído encima, esa noche terminó por quebrarse, de una buena vez, como su vida. Y sus restos quedaron esparcidos en la vereda. Desde entonces, dice Valeria que no ha vuelto a ver su rostro, que ya no le preocupa, que tal vez ya no quiere saber cómo la vemos los demás. Por eso se enoja y me ruega que no la mire a los ojos. Para no verse reflejada en los míos. Apaga la luz y adivino su cuerpo en la oscuridad.

 

Habitación con vistas

Mike Jansen

 

El traje me protege. Es la cosa más fuerte jamás ideada por el hombre. Después del accidente, Júpiter me atrapó. Estoy más allá del rescate. Mientras me hundo a través de las capas de atmósfera, la nieve carbónica me acompaña hacia abajo. El traje lucha pero el tirón es inexorable. El núcleo me acoge en un lecho de sustrato de diamante y una epitaxia imperecedera recubre de carbono mi cuerpo y lo comprime de modo que veo el cielo a través del diamante hasta que las luces se atenúan.

 

Título original: Room with a view

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Lanzamiento

Gareth D Jones

 

El estruendo sacudió el suelo en varios kilómetros a la redonda. Empezó tan bajo que se podía sentir más que oír. Creció en intensidad y volumen hasta hacerse casi insoportable.

Con un alivio explosivo, el enorme Gralf, una bestia tan descomunal que apenas se movía, expectoró una baba de saliva por los aires. La lanzó con tal fuerza que alcanzó rápidamente la velocidad de escape y entró en una órbita baja alrededor del planeta Ortia.

Encapsulados en su interior, protegidos de las fuerzas de aceleración por la sustancia viscosa amortiguadora, dos hombres flotaban en suspensión.

Acababan de convertirse en los primeros astronautas de su planeta.

 

Título original: Launch

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Sobre el amor

Claudia Isabel Lonfat

 

Etelvina me abandonó. Dejó una tarta de brócoli quemada, como un regalo, y a sabiendas de que no solo odio las tartas, sino el brócoli. Me pregunto quién, en su sano juicio, puede comer algo que huele a peste.

Confieso que siempre fui, y soy, un abogado conservador, por el contrario, Etelvina, una artista excéntrica, de esas que te llevan puesto ante la mínima duda. Una gata, nocturna, teatral y repleta de sorpresas; de misterios también.

Le gustaba decir que no era una “Dalton” más, sino que descendía de John Dalton, y yo aportaba la ironía de que era una pena, que ella era un derroche de colores: ojos verdes, pelo rojizo, piel de durazno. En general se enojaba porque pensaba que no la tomaba en serio. Yo creo que es bastante mitómana, pero eso nunca fue un problema para mí; estar con ella era como viajar en avión, puro vértigo, miedo, y placer.

Me doy cuenta que no puedo hablar de Etelvina sin lograr ubicarla linealmente en un tiempo verbal, que la nombro en presente y también en pasado, y tampoco puedo procesar su abandono. Si ahora mismo atravesara esa puerta, yo le preguntaría por el tiempo, si hay papas o espaguetis, si pagó la factura del teléfono, pero jamás un reproche, porque no se puede elegir en el amor, define Cortázar, en el capítulo noventa y tres de su novela “Rayuela”: “como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.”

Y yo me sentía –me siento–, exactamente así; atravesado, roto, estaqueado, y con ese olor a brócoli inundándolo todo.

 

Hacia la noche

Sandra R. Barrera

Fuma el último cigarrillo de la tarde y se acuesta con la certeza de que los vientos soplan cuando no tiene el pulóver puesto. Dispara con los sueños y admite que ciertas personas aparezcan en ellos. Triste se despide de algunos y levanta su mano y su mirada. Nerviosa se desapasiona de aquellos que no dejaron nada en su alma vieja. Lánguida se sienta y espera que alguien le explique su imposibilidad de dominar los datos. Melancólica aguarda darse cuenta de que no tiene jurisdicción sobre los sueños, pero se despierta y limita la conversación con aquellos que no se quieren ir.


Domar de nuevo el viento

Máté Zamori

 

—¡Apártate! —gritó el esclavista, mientras los guardias levantaban sus armas hacia el hombre que salió de las sombras entre los enormes peñascos al borde del camino, con las manos enguantadas en alto.

—Lo haré, en cuanto los liberen. —El hombre señaló hacia las dos docenas de personas harapientas que seguían al esclavista y a los guardias: ancianos apenas capaces de caminar, mujeres con bebés en brazos, niños pequeños y algunos hombres. Parecían una tribu o tal vez los restos de varias del sur, con cabello oscuro y piel morena y tatuada. Estaban cubiertos de suciedad por la larga marcha y la mayoría parecía a punto de desfallecer de agotamiento, con desesperación brillando en sus cansados ojos. Otro guardia cerraba la marcha. El esclavista estudió el rostro del hombre, cuya boca estaba oculta por un pañuelo contra el polvo que olía a sal, levantado por los fuertes y cálidos vientos.

—Tienes los ojos verdes de los elegidos —gruñó el esclavista—. ¿Morirías por unos paganos sin valor?

El hombre miró hacia la derecha, hacia el mar. En el agua brillante, los restos desmoronados de aerogeneradores salpicaban el horizonte, los últimos vestigios de una época en la que la humanidad al menos lo intentaba.

—Donde ves paganos, veo personas —encogió los hombros. Resonaron cuatro disparos, rompiendo el silencio de la tarde sofocante. La sangre salpicó la hierba seca mientras el esclavista y los guardias caían. Los esclavos, por un momento, parecieron impactados, luego comprendieron lo que había sucedido. Algunos soltaron risas incrédulas, los niños corrieron llorando hacia las mujeres, la gente se abrazó, un anciano lagrimeó y alcanzó la mano de su libertador. El hombre se quitó el pañuelo para revelar un rostro de barba oscura y amplia sonrisa.

—Bienvenido entre los libres.

 

Título original: To Tame the Wind Again

Traducción del ingles: Sergio Gaut vel Hartman

 

Progenie

Abrahan David Zaracho

 

Aarón Fishbourn luchó contra la muerte hasta hace dos segundos y perdió. Luchó durante diez años contra la creación de quimeras en los laboratorios estatales y la prueba de su fracaso yace a su lado, completamente desangrado. Entre la bruma de sus lágrimas, Aarón contempla la superficie pacífica de la laguna negra, que de tan oscura es el puro reflejo del cielo veraniego. En su mano hay una probeta fría que incendia su conciencia. La lucha interna es devastadora. La sangre que fluye desde las branquias del monstruo le da la respuesta. Dentro de la probeta hay vida que permanecerá viva, bajo la custodia de Aarón.

 

Sin palabras

Carolina Quiroga

 

Bajaron del auto en silencio; él abrió el portón y sacó al perro, ella entró las bolsas del supermercado; él esperó a que el animal orinara en el terreno del vecino, ella puso la carne sobre la mesada. Luego él guardó el auto y cerró el portón con violencia; cuando entró, con su cara de todos los días, ella lo miró, con la cuchilla en la mano y dijo: –Tenemos que hablar-.

Pasados unos instantes, ella siguió cortando los bifes para la cena.

Hoy los niños comerían más tarde.

 

 

Una escuela marciana

Javier López

 

El profesor Xjbjzt deambulaba entre los pupitres de los alumnos de cuarto grado.

—Chicos, atiendan. ¿Han traído sus trabajos sobre cómo imaginan la vida en la Tierra? Comience usted, Wadiyh Urki.

—He escrito un cuento profesor.

—Ah bien, puede comenzar a leerlo.

El joven marciano se levantó y desplegó un par de antenitas de lo que se suponía que era su cabeza, una enorme protuberancia viscosa de color verde azulado. Las antenas proyectaron un holograma sobre su escritorio. Entonces comenzó a leer:

—El niño terrícola iba del colegio hacia su casa, mientras pensaba...

—¡No siga, basta! ¿Pensar, ha dicho? —gritó el maestro Xjbjzt encolerizado— ¿Quiere decirme de qué está hablando? ¿Cuántas veces se ha repetido en clase que, de las miles de expediciones que hemos hecho al planeta Tierra, jamás se han encontrado vestigios de vida inteligente? ¡Siéntese y escriba otra cosa!

 

Sin escape

María Elena Rodríguez

 

Peter y Adri se habían casado en enero de 2028.

Habían esperado seis años para tener la casa perfecta en Ciudad Blanca. Su hogar, con inmunidad garantizada, se alineaba con las demás casas, separadas por jardines de dos metros cuadrados que diligentes robots mantenían desinfectados.

Para entrar al condominio pasaban de a uno por la cabina de esterilización con gas AC, último descubrimiento de la ciencia durante la gran pandemia.

Las puertas eran automáticas, también la grifería y las instalaciones eléctricas. Perfectas máquinas preparaban los alimentos, limpiaban y ordenaban. Estaban a salvo de todos los virus.

Para prevenir cualquier descuido que pudiera contaminar, ningún dispositivo podía ser accionado por la intervención humana. Por eso Peter no pudo escapar de la cabina de gas cuando el mecanismo de apertura falló.

 

Domingos de sol

Ana Cristina Rodrigues

 

En el medio de la calle, donde debería haber asfalto, hay tierra que, cuando llueve, se convierte en barro. Pero los domingos de sol se transforma en un Maracanã. En las barracas hay sueños que se han hecho realidad. Cuando llueve, tienen goteras. Pero los domingos de sol, se convierten en un lugar de concentración.

Morenos, mulatos, negros, niños de los más variados tonos, corazones latiendo al ritmo de una pelota que rebota en las aceras, que pasa por encima de los charcos de agua sucia, que cruza los postes hechos con zapatillas enterradas en el barro. Los domingos, cuando llueve, llueve mucho, las piedras ruedan por la calle, el lodo invade las casas y la gente canta. Los ojos espían a través de estrechas ventanas en busca de una señal, un rayo de sol, una esperanza.

Los años pasan; la vida se lleva a algunos y deja a otros. Los niños crecen, los hijos ocupan sus posiciones. Juegan a policías y ladrones durante el día, mientras que por la noche la broma se torna seria. Los disparos se confunden con los fuegos artificiales que estallan en los días de partido. Flamengo y Vasco, Botafogo contra Fluminense. Cuando el partido por la televisión termina, se inicia el campeonato de la calle. Gritos y hurras, victorias y derrotas se mezclan con las rodillas raspadas y los sueños construidos.

Con los muchos niños que viven el fútbol en aquella calle de la cima del morro, se podría armar un gran equipo. Crecer y vivir un sueño, cantar el himno con la selección. Porque ahí, cada vez que alguien hace un gol, llora por dentro. Porque allí, en la cima del morro, en todo domingo soleado, la calle continúa convirtiéndose en un Maracaná.

 

Título original: Domingos de sol

Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman

 

Un día una eternidad

Rolando José Di Lorenzo

 

—¿Qué hacés con ese traje de goma, te escaparás así vestido? —dijo Juan sorprendido y molesto con la actitud de su hermano.

—Bajaré al fondo de un pozo del que no se sale, solo tiene escalera de bajada y como me imagino que los bordes y paredes estarán mugrientos, sentiré asco y además, no quiero arrepentirme.

Si no fuera por el terrible momento que estaban viviendo, esa afirmación hubiera sonado como una broma macabra. Juan le gritó que ya estaba por demás sucio y que él sentía asco por lo que había hecho. ¿Pero qué era eso del pozo y la escalera? No entendía nada.

—Es cierto, debo dar asco, yo no lo siento, sé que hice lo que debía, pero tengo que sufrir el castigo y eso es lo que estoy haciendo.

—¡Y vos sos el juez y el verdugo, o Dios y el Demonio! Decidiste que había que matarlos, lo hiciste y te asignaste el castigo —Juan habló tomando a su hermano por los hombros y sacudiéndolo con rabia— ¿Consideras que un suicidio es lo justo para vos y el resto y así das por terminada la historia?

—No será tanto el dolor para ustedes y será toda la vida para mí, creo que un día en el Infierno es una eternidad y que una eternidad es un día.

 Luego se encaminó hacia el fondo del campo, hacia donde estaban aquellas tenebrosas cavernas. Juan alcanzó a ver que en la mano llevaba el revólver usado para asesinar a los padres.

 

Cuando despertó

Omar Julio Zárate

 

Cuando despertó el pez volaba enredado en la glicina ¿o sería agua? Un puente, una muralla, una pagoda, todo giraba. Abrió los ojos, las paredes blancas, los tubos en sus brazos, las vendas. A su lado alguien dormitaba sentado en una incómoda silla. Carraspeó. Esa persona se levantó inmediatamente y acarició su cabeza, ofreció agua. Ella no comprendía y no sabía que era lo que allí pasaba. “¿Quién soy?” pensó. Tomó dos sorbos del vaso que le ofrecían y apoyó nuevamente su cabeza en la almohada, sintió un pinchazo en su nuca, le dolía. Se durmió de nuevo.

Cuando despertó, el pez y la glicina no estaban, eran ahora otras cosas las que volaban, puños, cintos, palos, pero no volaban libres por el aire, golpeaban su cuerpo, impactaban en su rostro y era ella la que caía, la que sentía, la que sufría. Su acompañante llamó a los médicos por sus quejas, estos vinieron, la revisaron: “todo está bien” dijeron y le administraron una dosis más alta de calmante. Volvió al sueño profundo.

Cuando despertó, recordó todo, todo y pensó: “nunca más, no le creeré nunca más”. Quiso hablar, pero no pudo, su voz no salía. A su lado, el acompañante la miró y tranquilamente le dijo: “tranquila, querida, en pocos días nos iremos a casa. Pronto encontraran a los delincuentes que te hicieron esto en el asalto a casa” horrorizada desvió la mirada y allí, los médicos asentían, lanzó una única palabra-grito: “¡NO!”

 Y nunca más despertó.

 

Hermética

María Elena Lorenzin

 

Cuando nació la recibieron con sorpresa. La niña no había marcado convenientemente su llegada al mundo. Después de exhaustivos exámenes, los médicos la diagnosticaron. Perezosa, pero no para alarmarse. La niña, a quien los padres llamaron Hermética, fue creciendo encerrada en su propio mundo. Cuando le preguntaban su nombre Hermética se cerraba aun más. Harta de comentarios, prefería Herme o Tica de acuerdo a cómo le cayeran las personas. El desdoblamiento le daba juego y le divertía ver cómo reactionaba la gente. Y así fue jugando a acortar su nombre hasta que se le acabaron las letras y no habló nunca más.

 

El fantasma del Colón

Luciano Doti

 

El teatro Colón tuvo su propio fantasma de la ópera. Después de todo, Buenos Aires, la París sudamericana, tenía que imitar también en eso a su modelo europeo.

A diferencia del fantasma parisino, el porteño no se enamoró de una de las artistas sino de varias, e incluso de algunas damas del público. Vivió esos amores platónicos con pasión, con el ferviente anhelo de poder pasar al menos una velada con cualquiera de ellas, pero su monstruosa fealdad era un escollo insalvable. Así atravesó varias décadas, hasta que se popularizaron las cirugías estéticas.

Un día en que una de las artistas se quedó un momento sola ensayando sobre el escenario, el fantasma apareció por un recoveco que sólo él conocía y se la llevó a su guarida en los subsuelos del teatro. Luego pidió rescate. El padre de la joven, un acaudalado empresario, pagó el monto solicitado; la cantidad suficiente para que el captor de su hija costeara una intervención quirúrgica con el mejor cirujano plástico de la ciudad.

El fantasma ya no residió más en los subsuelos del teatro; su nuevo rostro le permitió exhibirse en sociedad sin ningún problema.

Una velada, regresó allí con un ramo de flores y esperó a la artista tras la función. Esa vez, volvió a llevársela con él, pero ya no fue necesario que la raptara.

 

Mr. M

Julio Ricardo Estefan

 

Jacinto Mercado era el superhéroe del barrio. Ayudaba a las viejitas a cruzar la calle, rescataba a los gatos de árboles y tejados, defendía a los más chicos de grandulones patoteros. Sin embargo, en cuanto lo veían aparecer, alguno gritaba: “Hay viene Supermercado” y él sentía que toda la temperatura del cuerpo le trepaba a la cara. “Supermercado, Supermercado” repetía el eco burlón que rebotaba en los callejones del barrio.

Cuando leyó “Zenitram”, el cuento de Sasturain, pensó en hacer lo mismo invirtiendo las letras de su apellido, pero quedó “Odacrem”. Más parecía un canto a algún producto lácteo que el nombre de un superhéroe.

Debido a las burlas, no tuvo más remedio que cambiar de vereda. “En una buena historia —se justificó— son necesarios los dos”. Y “Mr. M” resultaba un excelente nombre de villano.

 

Anacronismo crónico

Federico Schaffler

 

El cronomóvil era majestuoso, arcaico y bello. Poco a poco dejaba atrás los rascacielos de cristal, acero y cuarzo, mientras se elevaba hacia el gris cielo de la megalópolis, haciendo a un lado las partículas suspendidas que oscurecían el paso de la luz del Sol.

La nave era anacronismo puro, al ser construida a partir de los planos del globo aerostático de Montgolfier, las técnicas de Da Vinci y las ecuaciones de Einstein, pero de acuerdo a los cálculos de docenas de investigadores teóricos, conseguiría lo que hasta ese momento se creía imposible: viajar en el tiempo.

De lejos, era sólo un globo de apariencia extraña, pero en su interior tenía un tesseract, una puerta dimensional permitía el acceso a todo un laboratorio de observación y análisis, el cual esperaban generara logros científicos de incalculable valía.

Todo estaba previsto, excepto el hecho de que los residuos sólidos de carbón que flotaban en el aire entorpecían el funcionar de los delicados aparatos y el único tiempo que pudieron investigar fue el perdido en un anacrónico sueño crónico.

Pero como globo, era bello.

 

Jamón de pata negra

Manuel Serrano

 

Corrió la voz de que en una afamada mantequería de la ciudad se estaba vendiendo jamón de bellota a tres euros el kilo. No me lo pensé y me presenté al momento. Había una buena cola, pero iba rápido. Aunque solo daban uno por persona, los que salían iban muy contentos.

Cuando llegó mi turno vi un 3J de unos siete kilos que me gustó. Se lo pedí al solícito vendedor. Lo bajó, lo pesó, me pidió 21 eros y diez céntimos. Le di 25 y me entregó el jamón. No quise tomarle las vueltas, pero no me resistí a preguntarle cómo podía vender los jamones de esa calidad a tan bajo precio.

—Mire usted, mi jefe, el dueño de la tienda, está jodiendo arriba con mi mujer y yo estoy jodiéndole el negocio.

 

La sombra

David Slodky

 

“Las ánimas no existen, no sean cagones” les dice, proponiéndoles subirse a la tapia y espiar. “Sí existen, y vagan por las casas abandonadas; me lo dijo mi tía” le dice Tito, atemorizado. “Prestame una linterna, les voy a demostrar que esas son boludeces.” “Tengo un farol, si querés” le responde el dueño de casa. “¿Alguien viene conmigo?” les pregunta, entre irónico y desafiante. Sus amigos dicen mudamente que no con sus cabezas. De 10 años, Daniel no le teme a nada. Trepa la tapia; baja del otro lado. Enciende el fanal. El círculo de luz aumenta las tinieblas a su alrededor. Sobrecoge un poco el abandono y deterioro de la casa. Comienza a caminar. Sus pasos son el único ruido. Alumbra una habitación vacía, yerma, desolada. Entra a otra. Las desnudas paredes parecen amenazantes. “Menos mal que ninguno quiso venir. Se estarían meando encima”. Va a jugarles una broma: apagar el farol. Los chicos dejarán de ver el resplandor y creerán aterrados que las ánimas lo devoraron. La tenebrosa cerrazón lo turba un momento. Cree escuchar unos pasos deslizándose. Seguramente es el susurro de las hojas de los árboles, agitadas por la brisa.

Largos minutos después, salta al otro lado. Sus amigos, inquietos y temerosos, lo reciben con alegría y reverencia. El alivio del reencuentro no les permite distinguir el extraño brillo en los ojos, ni la difusa sombra que ya no es la suya.

 

 

Tiempo que no se va

Carlos Enrique Saldívar

 

Cuando despertó, el año 2023 todavía estaba allí.

Había dormido toda la noche, sin que le molestaran los ruidos de los cohetes ni de los maleantes gritando borrachos y drogados en el parque.

Tuvo un sueño profundo desde que se acostó antes de la 00:00 horas, antes de que el Año Nuevo llegara. No obstante, seguía en el año que deseaba dejar atrás. Una época muy terrible, repleta de decepciones, traiciones y violencia.

No pudo identificar en qué día se encontraba, no al inicio. Quiso salir de su casa, donde residía solo. Lo intentó. Los perros del vecino ladraban; no definía qué hora era. El reloj del celular mostraba sólo números difusos. No obstante, no podía ver la fecha. La descubrió al poco rato, cuando logró abrir la puerta de la calle.

Cuando un sujeto lo apuñaló en la panza para robarle el celular que llevaba en la mano.

Lo supo en el momento en que murió desangrado a una velocidad anómala en el umbral de su vivienda, sin que nadie lo viera y lo ayudara.

En ese instante quedó atrapado en el cruel 2023.

 

Ajedrez

Camilo Fernández

 

Recostado sobre la mesa, entrecerró los ojos disfrutando del resinoso aroma del tablero y las piezas. Tenían menos de una hora de talladas, por lo que la madera aún mostraba la rugosa belleza de lo rústico. Una por una, levantó las treinta y dos las piezas del juego. Cuidadosamente revisó la textura en busca de defectos o de la más mínima aspereza.

Comenzó con los peones, ayudándose con una lupa. A medida que se sentía satisfecho a la vista y al tacto, fue colocándolos en su sitio. Segunda línea. Se había tomado el trabajo de utilizar distintos tipos de madera para cada bando. Las blancas estaban hechas de pino, mientras que las negras habían sido trabajadas en quebracho colorado. Luego de aplicarles el barniz, el trabajo quedaría perfecto. Continuó con las piezas de la primera línea, de dos en dos hasta llegar al rey y la dama.

Consideraba el tablero como una obra de arte. Tallado en treinta y dos cuadrados perfectos de dos clases de madera y enmarcados para lograr una robusta unidad. La tarea requirió la precisión de un orfebre, pero luego de un mes de trabajo, el juego estaba completo. Sólo le faltaba aprender a jugar.

 

Deseo de intemperie

Itzel Alejandra Flores García

 

―Mañana será el día en que sentiremos de nuevo el cielo.

―¿Vendrán los albañiles que nos envió el herrero?

―Sí. El techo lleno de grietas dejará de ser nuestra cobija diaria y podremos mirar la bóveda estrellada desde nuestra colina urbana.

―Temo que nada de eso sucederá. La junta vecinal acaba de enviar un edicto de la alcaldía. “LAS CASAS NO PUEDEN CARECER DE UNA CUBIERTA PROTECTORA HECHA DE CEMENTO. LAS CONSTRUCCIONES CITADINAS DE ESTE MUNICIPIO, DEBEN SIEMPRE ESTAR AFIANZADAS EN CIMIENTOS, CASTILLOS, MUROS Y TERMINAR EN TECHOS FIRMES Y SEGUROS. CUALQUIER OTRA SITUACIÓN SERÁ SUSCEPTIBLE DE MULTAS PARA LLENAR LAS ARCAS DEL ERARIO PÚBLICO PARA BIEN DE LA SOCIEDAD ESTATAL.

Los extraños habitantes de la casa tuvieron que dejar atrás la idea de quitar el techo de su casa, las buenas costumbres de la colonia se los impidió, afortunadamente un resquebrajamiento ocasionado por un terremoto con epicentro en su colina, ayudó a hacer realidad su sueño.

Debajo de los escombros, los vecinos ya no pudieron decir nada.

 

Drácula

José Luis Zárate

 

Van Helsing encontró, entre las ruinas, los juguetes de Drácula. El científico habría pensado en murciélagos, hachas de aluminio, goterones de pintura roja. No los pulcros estuches con los muñecos de ventrílocuo. Abrió uno sorprendido de encontrarse con un modelo reciente. ¿Qué hacía un vampiro adulto con esas cosas? El muñeco vestía frac, se desmadejó en sus manos. Inconscientemente tomó los controles y lo vio sonreír, mover las cejas, abrir lentamente la boca a punto de decir algo. Con un estremecimiento Van Helsing pensó en el placer del monstruo al ver la madera inerte cobrar vida, al pensar que los muñecos son inmortales, mientras existan titiriteros.

Drácula y esta cosa se comprendían.

Casi no le sorprendió que el muñeco se lanzara a morderle el cuello.

 

 

El precio de la utopía

Roberto de Sousa Causo

 

Soy yo quien ejecuta el castigo. Los terranos me llamarían verdugo, pero no tengo nombre ni cargo oficial, aunque posea identidad y existencia biológica. Los señores del Consejo no quieren una máquina ejecutando la orden sino una conciencia viva. Desean que al pulsar el botón se cause pesar a alguien, que no sea un gesto perdido en los meandros de la burocracia de la galaxia.

La llamamos galaxia de la Rueda de la Paz. Los humanos la llamaban Vía Láctea, un recuerdo de su naturaleza biológica. ¿Retornarán al seno harto de la Tierra, a la infancia de la que nunca salieron?

Hay un precio a pagar por las ventajas de la Rueda de la Paz: la sumisión a las deliberaciones del Consejo. Entre nosotros, no hay guerra. El viaje interestelar y las energías que manipula amenazan con transformar los conflictos en una reacción en cadena de biosferas barridas por estallidos nucleares; y nada es más apreciado por el Consejo que la seguridad de las biosferas planetarias.

Más que los intereses de sus miembros.

Los humanos erraron al creer en la importancia de su posición, el peso de su comercio. Llevaron la guerra a un grupo rival. Por lo tanto aquí estoy, sobre la Tierra, con el dedo en el botón. Accionándolo, no sobrevendrá la destrucción total por la disolución de los átomos; será emitida una onda que se creó específicamente para afectar la razón humana. Los humanos perderán el recuerdo del lenguaje y de la cultura. En el caos que seguirá, los que sobrevivan retornarán a la base de la escala, para recorrer de nuevo los primeros escalones de la civilización.

Así mantenemos nuestra utopía. Enseñando a los otros que el precio es la responsabilidad.

 

Título original: O preço da utopia

Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman

 

Ojos verdes

Chelo Torres

 

Era una niña y mis padres me enviaban a la cama sola. Cada noche era una tortura. La casa era muy grande y vieja. Salía del salón y ellos cerraban unas puertas enormes de madera que lo separaban de la entrada y ahí comenzaba la odisea. El eco de mis pasos resonaba mientras subía la escalera de más de un piso de altura. A cada escalón que pisaba, escuchaba crujidos. Me asomaba por el hueco de la escalera y veía sombras que se movían. Las primeras veces que subí sola, a medio camino no soportaba la tensión y volvía a bajar a toda prisa gritando, pero ellos se enfadaban y me volvían a enviar arriba. Me explicaban que tenía que vencer el miedo, que en la casa no había nadie. En cuanto llegaba al final de la escalera, encendía la luz del pasillo y escuchaba por si me llegaba algún ruido sospechoso, solo cuando me aseguraba que no había nada extraño lo cruzaba para iluminar mi habitación. Volvía atrás, desconectaba el interruptor y me encerraba en el cuarto. Acto seguido, me dirigía a la ventana y cerraba los postigos. No quería enfrentarme a los ojos verdes que inundaban mis sueños. La ventana me separaba de una terraza y yo siempre temía encontrarme a alguien en ella. Tapaba rápido los cristales y me metía en la cama cubriéndome la cabeza con la sábana, rezando para que nadie me llevara. Al cabo de un par de horas subían mis padres a dormir. Soplaba para que mis imágenes nocturnas se fueran con ellos y me dejaran descansar. A la mañana siguiente oía contar a mi madre:

--No sé qué me sucedía anoche pero no podía dormir, cada vez que lo intentaba veía un espíritu de ojos verdes que quería entrar en la casa.

 

El vacío olvido de tus ruinas

Daniel Frini

 

La estatua está arrumbada, entre verdes oscuros y sombras que son sudarios, en lo que antes, en el principio, era un hermoso vergel; a un tiro de piedra del árbol que lo inició todo. Hoy, el jardín está abandonado; y es una maraña que tiende a la melancolía, en la que se enredan matas indisciplinadas de arbustos, grupos de árboles de ramas escuálidas, soledad, pena opresora y silencio. Hay una tristeza adormilada y atemporal, que el calor, la humedad y el abandono amortajan. No hay flores. No hay aves. Él decidió, hace tiempo, expulsarlos a todos. Yrit, esposa de Lot, estatua de sal, está allí, deshaciéndose grano a grano con el paso de los siglos. Él camina sobre hojas muertas y la ve. Recuerda y llora, con nostalgia arrepentida.

 

Octomundo

Boris Glikman

 

Desde la cima de la colina vi, para mi agudo desencanto, que esto no era en absoluto un agradable pueblo costero, sino más bien un monstruoso pulpo de algún tipo que se hacía pasar por una conglomeración urbana. Ya sabía que los pulpos eran excelentes mimetizadores con una inteligencia altamente evolucionada y que se hacían pasar, por razones defensivas y depredadoras, por serpientes marinas, medusas y mantarrayas, así como por muchas otras criaturas. Parecía que ahora habían llevado el mimetismo al siguiente nivel e imitaban ciudades enteras.

Me preguntaba cuáles eran sus motivos para hacerlo. ¿Qué estaban tratando de lograr? ¿Cuántos otros objetos o ciudades eran en realidad pulpos camuflados? ¿Quizás la Tierra misma, o incluso todo el Universo, era simplemente un cefalópodo disfrazado?

Me quedó claro ahora que todas esas teorías de conspiración locas tenían razón con su afirmación de que una organización malévola se había extendido por todo el mundo y había penetrado en todas las capas de la sociedad con su influencia perjudicial. No, iba mucho más allá. Ya no se trataba de un cónclave controlando nuestro mundo; más bien, nuestro mundo era literalmente uno y el mismo que esta criatura malévola.

¿Y si yo mismo fuera solo un idiota “chupado” en uno de sus tentáculos gigantes? Eso ciertamente explicaría por qué he sido tan crédulo y fácilmente engañado con tanta frecuencia. ¿Podría ser esta la razón por la que la Empresa me envió de vacaciones a esta "ciudad", para que fuera capaz de tomar conciencia de mi propia naturaleza, así como sobre el verdadero carácter del mundo? Pero si es así, ¿cómo podría beneficiarme de una revelación tan devastadora de quién soy realmente?

 

Título original: Octoworld

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

Inmortal

Santiago Eximeno

 

—Sólo existen cuatro personas en el mundo que posean el secreto de la inmortalidad —dije—. Una vive en un remoto lugar del Tibet, inaccesible si tu espíritu no es inmaculado. Otra recorre los lugares más desolados del mundo, tratando en vano de suicidarse, convertido en una criatura mutilada que reza por su final de forma patética. La tercera eres tú —continué, señalando al potro de tortura sobre el que había atado al Inmortal.

—¿Y qué quieres? —me espetó el Inmortal, debatiéndose contra las ligaduras de cuero que le unían al potro—. ¿Arrancarme el secreto mediante tortura?

—Oh, no, no me has entendido —respondí, sonriendo—. Yo soy el cuarto. Sólo quiero pasar un rato divertido contigo. Un rato largo, por supuesto.

 

Femme fatale

Carlos Eduardo Sánchez

 

En el bar repleto estábamos todos los muchachos del barrio. Apenas la vi cruzar la puerta, me di cuenta de quién era; sólo le faltaba la guadaña en la mano.

—¿Usted es el señor Juan Aguirre?—me preguntó sin mover los labios.

—No… no soy Juan Aguirre —mentí instintivamente.

Pareció quedar confundida.

—Qué extraño —me dijo—, yo tenía la información que se encontraba en este lugar. ¿Usted lo conoce?

Miré a mi alrededor. Le grité a Juan Pérez, que estaba en otra mesa.

—Che Juan, acá te busca una señora.

Los vi conversar y luego irse juntos.

Pobre Juan, siempre fue un gran mujeriego; no se le escapaba ninguna.

 

Acerca de Mí

Carlos A. Micca

 

Existen situaciones y necesidades que solo son aceptadas por pocos.

Quienes logran comprenderlas no son personas comunes. Son los elegidos por esquivos y vanos dioses seglares para colaborar en la difusión de su falso evangelio.

Yo soy uno de ellos.

Tengo la potestad de poder relatarte, si es de tu agrado, todas las dificultades que ha debido sortear el Cosmos para que hoy tú puedas beber el agua.

Puedo también lograr que crezca una flor en el infierno de tu mente.

Pero solo lo haré cuando lo desees.

Llámame cuando tengas el alma dispuesta para conversar cara a cara con tus propios demonios.

Yo podré comprenderte, créeme.

Pero para eso deberás llamar primero a los elegidos.

Y elegirme.

 

Atemporal

Esteban Dublín

 

Adentrándose en el valle de Anduriamenia, muy cerca del río Guapí, hay un lugar enigmático. Generalmente, todo el que llega hasta allí se sienta en una enorme piedra, encuentra unos viejos manuscritos aparentemente extraviados y movido por la curiosidad les echa un vistazo. Lo que sucede a continuación no tiene explicación alguna: mientras el caminante los va leyendo, el tiempo se va lentificando. Misteriosamente, los segundos se convierten en minutos; los minutos, en horas; las horas, en días; los días, en meses; los meses, en años y los años, en siglos. La devoción por la historia obnubila al peregrino y cuanto más desea apresurarse a conocer el final del documento, más despacio corre el reloj. Atrapado en una confabulación del tiempo, como pagando un impuesto por visitar el lugar, el ansioso viajero se queda leyendo la misma historia por toda la eternidad.

 

Biografía

José Manuel Ortiz Soto

 

La mañana del 23 de junio de 1959 tras la exhibición de la película Escupiré sobre vuestras tumbas (de la que era guionista), muere a los 39 años de edad en el Hospital Laennec en París, el ingeniero, trompetista y crítico de jazz, cantante, compositor, productor, traductor, actor, dramaturgo, patafísico, poeta, novelista, dibujante… Boris Vian.

—Eran demasiadas vidas para un cuerpo frágil y enfermo; y claro, su corazón no resistió —explicó el médico de guardia a un inexpresivo Vernon Sullivan, quien, fiel a su creador, hoy sigue por el mundo con las novelas que escribían juntos.

 

 

Ignorancia

Maru Alzugaray

 

Tenía las manos atadas a la espalda y un molesto hilo de baba bajaba lentamente hasta su cuello. Estaba apoyado contra una pared helada, a juzgar por la frialdad que sentía hasta sus huesos. Ignoraba cuánto tiempo llevaba en esa posición. Acababa de despertar de su desmayo. No quería abrir los ojos aunque sabía que era necesario saber dónde se encontraba, pero no quería…

Sin obedecer a su razón, nublada por el aturdimiento, la voluntad le levantó los párpados.

Cuatro paredes azules demarcaban un territorio vacío, solamente ocupado por él en ese estado de semiinconsciencia en el que se encontraba. Eso lo desconcertó.

Un estornudo profundo salió de su cuerpo y se expandió por el espacio.

Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos, mientras su mente se interrogaba. ¿Qué es este lugar? ¿Cómo llegué hasta acá? ¿Qué me pasó? ¿Quién soy yo, por dios, quién soy?

 

 

 

 

Lucifer

Dora Gómez Q

 

—¿Ustedes sabían que Lucifer era músico? —preguntó el pastor de Adoración a la banda—. Deben cuidarse más que nadie, fueron elegidos para tener el don de un buen oído o una voz angelical para nuestro coro. Lucifer les tiene envidia, él ya no puede estar en la adoración por engreído, por eso fue expulsado. Así que manténgase humildes. El próximo domingo daremos lo mejor de nosotros, pero tenemos que venir a adorar en santidad. ¿Qué quiere decir “en santidad”? Quiere decir libres de pecado. Repitan conmigo.

—Libres de pecado —dijeron al unísono.

La cantante, que tenía relaciones sexuales con el pastor de los jóvenes, dudó que pudiera permanecer en santidad hasta el domingo.

—Recuerden que cantantes extraordinarios, que terminaron suicidándose o muriendo por sobredosis, antes de ser mundanos eran integrantes del coro de la iglesia. Por eso les pido santidad y recuerden que nosotros no somos del mundo.

El joven que tocaba la batería tenía una cita el sábado con una chica que no era de la iglesia, de ninguna iglesia. ¿Sería el mismo Satanás el que habría hecho que se enamore perdidamente de ella?, se preguntaba buscando en su mente alguna excusa para cancelar la cita.

Al músico que tocaba el bajo le gustaba la mujer del pastor, motivo por el que varias veces había pecado con el pensamiento.

—Si todos estamos en santidad, el domingo será maravilloso, veremos prodigios y milagros en nuestra iglesia —concluyó el pastor

Al fin el domingo llegó. Los músicos estaban ensayando desde muy temprano.

A las diez de la mañana comenzó el culto con la música de alabanza, y justo antes de la adoración, se cortó la luz.

Frustrado, el pastor de la adoración miro a la banda y los interrogó:

—Díganme la verdad: ¿están en pecado?

 

Incompatibilidades

Juan Pablo Goñi Capurro

 

Llegué a casa tipo cinco y media, ella estaba tendida, concentrada en el celular. Sobre la mesa, las entradas al teatro. Me apresuré a darme una ducha, aliviado porque ella se veía recién salida del baño. Una semana y muchas influencias me había costado obtener las plateas, sin numerar, para la comedia del año.

A las siete, bañado y afeitado, le recordé que la función comenzaba a las nueve. Me dirigió una breve mirada y siguió interactuando con el telefonito.

Tipo ocho de la noche, le dije que llegaríamos tarde si se preocupaba tanto por la apariencia. Sin inmutarse, continuó probándose ropa, sobre la cama había montado una feria americana de vestidos y pantalones.

Aseguré que no obtendríamos un buen lugar si entrábamos a último momento. Ni me respondió, era el turno del maquillaje, la vi pasar con un neceser repleto de cremas, rímel y labiales rumbo al cambiador.

Le juré que no tendríamos posibilidad de conseguir entradas otra vez, la compañía salía de gira tras esa función. Era el turno de las uñas de los pies, tenían que combinar con los zapatos. ¡Zapatos cerrados!

Rendido ante la evidencia, me tendí en el sillón. Era inútil, las extraterrestres no entendían; maldito el día en que me fui de crucero por Júpiter y volví con ella.

 

Fábula de fábulas

Alejandro Marcelo Guarino

 

Cierta tarde, descansaba una ranita a la vera de un estanque. Extasiado por el verde y la paz que lo circundaba, el batracio se sobresaltó al escuchar la voz del escorpión, al que no había visto llegar.

—Buenas tardes —dijo el visitante—, ¿podría hacerte una pregunta?

—No encuentro objeción alguna —respondió la rana.

—Tengo que llegar hasta la otra orilla de este lago pero no sé nadar —continuó el ortóptero—; ¿podrías llevarme hasta allí, sobre tu lomo?

La rana estiró la lengua y atrapó un insecto que se hallaba sobre una piedra, antes de contestar.

—No hallo ningún inconveniente en ello, pero…

—¿Pero qué? —inquirió el escorpión.

—¿Qué pasaría si cuando te estuviera transportando te aprovecharas de mi concentración y me picaras?

—Tonto sería —respondió el escorpión— pues, en ese caso, también estaría provocando mi exterminio debido a que lo ignoro todo acerca de las artes de la natación.

Fue así que ambos, rana y escorpión, cruzaron las aguas, el uno montado sobre el lomo de la otra

—Gracias —dijo el pasajero al llegar al otro lado, y a continuación preguntó—, ¿pero no sentiste un picotazo en tu espalda a mitad del recorrido?

—Sí —respondió la rana— pero como en una fábula anterior un pariente tuyo me aguijoneó, su veneno desarrolló, en mí, un antídoto contra la sustancia que producen los de tu especie.

El escorpión permaneció observando a la rana por un rato antes de proseguir.

—¿Por casualidad no viste por aquí a una liebre y una tortuga? Debo decirle algo a la liebre. —La rana permaneció en silencio sin agregar palabra, por lo que fue el escorpión el que cerró el diálogo—. Perdón, es que no puedo con mi naturaleza.

 

Elogio de la lentitud

Lucila Adela Guzmán

 

Salvar al planeta, para él, era cosa de todos los días, pero su problema era la velocidad, los salvatajes ocurrían tan rápido que los demás, comunes y mortales, ni se enteraban. Próximo a cumplir los cuarenta, Flash fue presa de la típica crisis que deviene del número que da a entender el fin de una cuarentena; de la cual, uno supone, debería resurgir más sabio, más inteligente, más sexy, en definitiva más algo. Un día, en plena crisis existencial, luego de probar con diversas terapias y leer varios libros de autoayuda, Flash se topó con el libro que cambiaría su vida: Elogio de la lentitud de Carl Honoré. Frases como: “La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros” lo conmovieron y antes de llegar al epílogo del libro ya se había hecho adepto al movimiento que proclamaba una vuelta a la lentitud. Hoy el superhéroe practica Tai Chi Chuan en una plaza y su amado planeta sucumbe desahuciado ante la espera de un salvador.

 

                                                                    Lucha

Ricardo Guzmán Wolffer

 

Ensangrentado, tres moretones nuevos en la espalda, una costilla rota, el Milanesas voló por encima de las cuerdas para caerle encima al Jefe de Zacatecas. El Perro Aguayo estaba bañado en sangre. Se tambaleaba. Al lado, Canek y Ray Mendoza yacían inconscientes. "La lucha del siglo", se había anunciado por meses en la televisión. Las cámaras mostraban los rostros rajados y chorreantes. Incluso los espectadores estaban salpicados de sangre. Ciento veinte kilos de musculatura volaban con odio: dos metros para el impacto. El Milanesas cerró los ojos. No podía fallar. Por fin caería su enemigo. Pero el Perro, con magníficos reflejos, se hizo a un lado. En la primera fila estaba el jefe Godínez con su secretaria, su amante ocasional. Un instante antes de ser arrollados, él pensó: "espero que mi esposa no esté viendo las luchas". Ella murmuró: "me hubiera ido con el taquero". Pero recordó que traía su vestido nuevo y empujó al jefe. El Milanesas les pasó rozando. Atrás, la anciana que había estado gritando quedó muda. Para siempre.

 

El paquete

J. J. Haas

 

El paquete debió de llegar durante la noche, porque a primera hora de la mañana descansaba sobre el felpudo de bienvenida de Jacob Osbourne. Jacob, que tenía el sueño más ligero, se levantó con el sol y pudo ver una pequeña caja envuelta en papel marrón grueso en el porche de su casa. Giró la cabeza para ver mejor a través de la ventana de la puerta principal, pero lo único que vio fue la gruesa cuerda que sujetaba el paquete.

No sabía qué hacer.

Tras diez minutos de indecisión, fue al garaje y cogió sus tijeras de podar extendidas, después se puso el chaleco de Kevlar y los guantes. Apagó la alarma de seguridad y abrió tres cerrojos, forzó la puerta principal y se asomó.

Hasta ahí todo bien.

Se apartó de la puerta, introdujo las tijeras de podar por la abertura y empujó el paquete con la punta, luego lo empujó un poco más. Cuando hubo empujado el paquete varios centímetros sin incidentes, se sintió aliviado. Al menos temporalmente.

Ahora tenía que recoger la maldita cosa.

Jacob dejó las tijeras en el vestíbulo, abrió más la puerta principal, asomó la cabeza por la abertura y miró el paquete. Su nombre y su dirección eran correctos, pero no había remitente. Sabía que era arriesgado, pero antes de que pudiera contenerse, abrió la puerta de par en par y cogió el paquete.

Para su sorpresa, no pasó nada.

Tomó confianza, llevó el paquete a la cocina y lo dejó sobre la isla. Quitó con cuidado el cordel, desenvolvió lentamente el paquete y sacó el papel de una caja blanca y resbaladiza. En la parte superior de la caja estaba escrito el nombre de una empresa conocida.

Gracias a Dios, sólo era su medicina.

 

Título original: The Package

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman

 

El coleccionista

Michael Haulica

 

No sé por qué lo hice. Probablemente porque el control remoto entró en mi vida al igual que la máquina de afeitar o la aspiradora. Con el tiempo, mis reacciones se han vuelto rutinarias. Así fue como hice ese gesto automático. Melinda dijo algo que no me gustó, apunté hacia ella el control remoto, presioné el botón rojo y... no la he vuelto a ver desde entonces.

La campana suena como una gata en celo. Es el cartero. Me da un paquete y una módica propina se desliza hacia su bolsillo. En cuanto el cartero se va rasgo excitado el envoltorio. ¡Finalmente! El nuevo modelo de control remoto PX-686 brilla en mi mano.

Juego con los botones durante media hora y después, con la tristeza habitual, lo pongo junto a los otros doscientos sesenta y cuatro controles. Una nube con el perfil de una mujer pasa por delante de mi ventana y sigo estando solo, tan solo...


Título original: Colecționarul

Traducción del rumano: Sergio Gaut vel Hartman

 

Proemio

Omar Hebertt

 

Allí, a la derecha, hay un cigarro; es lo primero que veo. Prácticamente sin consumir. Un lujo desperdiciado sobre el cemento y un espejo cruel.

Es la una de la mañana, camino hacia mi casa pero hambriento. No he hecho una comida decente en más de una semana, ni he conciliado el sueño por más tiempo. Tampoco tengo dinero para fumar. He sobrevivido gracias a un tarro de miel silvestre que me quita el hambre, aunque temporalmente. Además, hay una cuarentena global. El planeta zozobra por culpa del nuevo virus.

La ciudad se ha convertido en una película de ciencia ficción: extintores cargados con polvo desinfectante para rociar estaciones y trenes del metro; monitores térmicos para detectar órganos comprometidos por el virus; cubrebocas de distintas apariencias y colores; carteles con instrucciones para prevenir el contagio; alcohol en gel en los espacios públicos todavía en servicio... México está en la mira de la oms porque aquí se detectó el brote de la enfermedad y nadie sabe con certeza la magnitud del daño que provocará. Me apoyo contra la lámina de una parada de peseros, sin quitar la mirada del cigarro.

Lo levanto del suelo y rompo el filtro para dejar un extremo asomando papel roto y otro quemado. Enciendo mi cigarro con los cabos de cerillo que masco para apaciguar la ansiedad, sorbiendo el humo desde la brasa apagada.

Sigo mi camino, sonriendo con la sensación de haber mordido un pezón de las tetas de la noche.

 

Alquimia del dolor

Ernesto Antonio Parrilla

 

Las manos van y vienen sobre el piano, mientras los dedos despiertan pinceladas armónicas arrancadas al silencio, a esa habitación vacía ocupada solo por él, ese cuerpo en pena, que encorvado sobre los dientes blancos y negros del colosal instrumento destierran al olvido los dolores del pasado.

Eso en realidad desea, anhela, casi como una súplica, pero sin darse cuenta de que lo único que está logrando es un principio de la alquimia, transformando las heridas en notas, los crudos recuerdos en melodías que ahora envuelven la sala, recorren los rincones y penetran en sus oídos, regresando consigo el ayer que quería olvidar.

Y de esa manera descubre algo más, una revelación que lo asfixia, lo deja sin consuelo: el dolor no tiene final. Partitura eterna de la vida, ni siquiera muere en la muerte. Se transmuta, escapa, vuela, sin que nadie sepa adónde irá a detenerse la próxima vez.

 

La coma invertida

Rhys Hughes

 

La coma ordinaria crea pausas en el texto; se deduce lógicamente que la coma invertida da un empujón a la prosa, acelerándola a veces más allá del punto en que se queda sin aliento, hasta convertirla en un borrón o un grito. Una caja de estos rarísimos signos de puntuación apareció en el interior de un volumen sobre las leyes del movimiento: las páginas de aquel grueso tomo habían sido recortadas para hacer un hueco secreto lo suficientemente grande como para albergar con seguridad la caja.

Thornton Excelsior no recuerda cómo llegó a sus manos el libro y, por tanto, la caja. Pero sabemos que una vez esparció un puñado de comas invertidas en un ejemplar amarillento del Código de la Circulación: el texto infringió inmediatamente sus propias leyes al sobrepasar el límite de velocidad obligatorio en una zona urbana. Las comas invertidas son más propiamente conocidas como ammocs, de ahí la frase "correr ammoc".

Los intentos serios de crear motores interestelares componiendo novelas enteras exclusivamente con comas invertidas están destinados al fracaso: nada puede superar la velocidad de entretenimiento de la luz.

 

Título original: The Reversed Comma

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman


Siempre he sido precoz

Stefano Valente

 

Siempre he sido, ¿cómo se dice?... precoz.

Cuando nací, mi madre ya llevaba veinte años muerta. Luego, obtuve mi grado universitario en la escuela primaria. En mi primera boda, mis hijos del tercer matrimonio fueron los testigos. Consigo trabajo, primer día, me siento en el escritorio, ¡buenos días!, los compañeros con los ojos desorbitados: “¿Pero no hace tres años que te jubilaste?”.

Basta. Esto no es vida. Cuando besé por primera vez a una mujer, sentí en los labios el frío de su tumba...

Me gustaría parar. Respirar profundamente. Reflexionar sobre los segundos que transcurren lentamente. Pero sé que es una ilusión. También esta pistola en la sien es inútil.

Apretar el gatillo no sirve de nada.

Y no es por cobardía.

Lo hago siempre, en cada reencarnación.

 

Hibernación

Gabriela Vilardo

 

Raquel sintió el frío pegoteo de telarañas en su cara. Malena, su vecina, rengueaba en la vereda. Cerró los ojos y los volvió a abrir. En el bolsillo de su delantal, la foto de aquel hombre que se mantenía joven, como Malena antes de que la propia Raquel se acostara a dormir para no matarlo. Habían pasado cincuenta años.

 

 

Revelaciones sobre la fama

José Luis Velarde

 

Los noticiarios informan el aparecimiento de un frenesí vicioso capaz de supurar lujuria durante días enteros. Acompaña sus manifestaciones con piezas de oratoria insuperable. Repite un síndrome advertido en Juan Tenorio, Casanova y otros parranderos de mayor o menor renombre según el anonimato disponible o el afán exhibicionista de cada uno de ellos.

Al anonimato contribuye la actitud asumida por los afectados, pues no siempre desean endilgar quejas tras concluir sus encuentros con un frenesí acompañado de oratoria insuperable. Resulta obvio que algunos se avergüenzan, otros manifiestan conformidad con lo conseguido y que son muchos los que consideran injusto pelear por un hallazgo que los ha hecho tan felices como nunca soñaron.

Otro factor influyente para que prevalezca el anonimato es la presencia de reporteros, cronistas de la vida social, historiadores, paparazos, detectives, comadres o chismosos; cada época les concede nombres diferentes, empeñados en saber cómo un frenesí vicioso llega a adentrarse en una persona para afectar a determinado sector de la humanidad. Es lógico suponer que ciertos cargos y posiciones cuentan con más analistas. Entre ellos uno puede referir los relacionados con la nobleza, los otorgados por la fama, el mundo del cine, los gobernantes y el monto de las fortunas involucradas.

No suelen difundirse las historias surgidas en otros estratos sociales a menos que devengan en hechos delictivos enredados con historias patibularias.

¿A quién le importa saber la vida de un miserable por más seductor que sea?

 

Huérfano

César Klauer

 

La agente de policía encontró al niño oculto en el closet. La fetidez que había alertado a los vecinos era más penetrante en el dormitorio, cerca del cuerpo apuñalado al pie de la cama.

El terror envolvió la magullada cara del niño como una careta sombría. Levantó la mirada, una mancha de sangre seca resaltó en su pómulo: ¿Está muerta? Aguantó la respiración, ¿Mi mamá está muerta? La agente lo sentía mucho. Él suspiró, su expresión se suavizó en una mueca que la agente interpretó como una sonrisa. El niño miró el cadáver: ¡La muy hija de puta!

 

El trueque

Oscar Luis De Los Ríos

 

Nunca valoramos nuestra estancia en la Tierra, vivíamos en el paraíso; después de la gran guerra debimos abandonarlo y partimos en busca de otro mundo para habitar. Deberían pasar miles de años antes de que nuestro amado planeta sanara. ¡Tanto daño le habíamos hecho! Sin embargo, nos seguimos aferrando a la vida. Viajamos por el espacio añorando el pasado que dejamos atrás, en busca un futuro para la humanidad. Teníamos la tecnología y los medios para buscar otro lugar donde resurgir y aprender de nuestros errores. Fue entonces que llegaron los alienígenas, eran seres de luz y energía; nos ofrecieron la inmortalidad a cambio de nuestros cuerpos mortales. Aceptamos, creyéndolos tan inteligentes y evolucionados como ingenuos, e intercambiamos esencias.

Nuestras almas salieron del cuerpo y fuimos seres de luz. A cambio ellos, tomando nuestros cuerpos, volvieron a vivir y se marcharon. No pasó mucho tiempo antes de que comprendiéramos que los ingenuos fuimos nosotros.

Pasaron años, siglos… milenios. Recorrimos el universo en naves cada vez más sofisticadas. Evolucionó nuestra ciencia y nuestra tecnología al límite de ser dioses. Sin embargo, seguimos buscando, sabemos que ellos se han de olvidar de que alguna vez fueron seres de luz y, cuando los encontremos, tendremos la oportunidad de ofrecerles la inmortalidad a cambio de nuestros cuerpos mortales y de esta forma volver a nuestro pequeño paraíso en la Tierra.

 

El puntilloso

Cristina Chiesa

 

Evelio no era un hombre de decisiones apresuradas, no obstante su innata generosidad. Y este caso era especial.

Se trataba de sus órganos, no de cualquier cosa. Su hígado cuidado desde siempre con alimentos bajos en grasas y abundantes litros de agua, sus retinas jamás profanadas por lujuriosas miradas, sus pulmones que habían rechazado sistemáticamente el tabaco o alguna que otra sustancia non tan sancta y finalmente su corazón, bien a resguardo de cualquier contratiempo emocionalmente desestabilizador.

Todo estaba en orden, a punto, casi perfecto, y por eso Evelio, que en su vida se había apresurado en una sola determinación, estaba preocupado.

¿A quién irían a parar esos sus cuidados órganos? ¿A qué descuidado, negligente, desaseado sujeto serían trasmitidas las poderosas y saludables cualidades de sus porciones interiores?

Por eso, cuando lo acostaron en la camilla aquella mañana, se sintió tan inquieto, tan resentido y disgustado con su prematura muerte que, en un supremo esfuerzo, juntando todas las fuerzas de su perseverante vida, desconectó el cerebro, primero de las córneas, después del hígado y su jugos, y finalmente de los pulmones y el corazón, tan preciado, tan cuidadosamente resguardado de cualquier trasgresora contrariedad.

Cuando el médico constató la muerte cerebral y decidió abrirlo, horrorizado contemplo la visión de la catástrofe.

En lugar de los habituales órganos sanguinolentos, no había más que un ordenado sistema de cajas y circuitos, gelatinosos, inodoros y trasparentes. Todos ellos en absoluta concordancia con la escrupulosa vida que Evelio se había empeñado en llevar.

 

Posibilidades

Rosa Lía Cuello

 

La tarde remoloneaba. La calidez del sol acariciaba los rincones. En el banco de la plaza una mujer enjugaba sus lágrimas. De repente irguió su cabeza buscando una esperanza. Vio el edificio. Observó al hombre que se secaba la transpiración.

En el edificio en construcción un hombre dejó de trabajar, se limpió la cara con un pañuelo y buscó el verde. Suspiró hondamente su cansancio. Entonces la vio levantar la cabeza y decidió bajar con cualquier excusa.

Un suspiro y una lágrima fueron el detonante de un posible futuro. El mundo estaba abierto a infinitas decisiones.

 

El destino del perro

Christopher T. Dabrowski

 

Fafik se acerca a su dueño moviendo la cola. Su dueño no se fija en él. Como siempre. Solía ser una buena persona, jugaba con él, pero ya no lo hace.

 Fafik escucha su nombre. El hombre se lleva algo a la oreja.

 —Extraño a Fafik —dice al aire—. Tienes razón; fin del luto. Es hora de una nueva mascota.

Va al refugio.

Fafik entra en el cuerpo de un perro del refugio y saluda a su antiguo dueño.

 —Me llevo a este.

Volviendo a la casa, el hombre le dice al nuevo perro:

—¿Sabes una cosa?, realmente me recuerdas a alguien.

 

Desborde

Rogelio Dalmaroni

 

Durante siglos los peones al llegar al casillero 8 se coronaban reina.

En abril de 1789 durante un torneo en las afueras de París, en un clima de revuelta popular, dijeron basta. Decidieron seguir siendo peones.

El tablero fue tomado y los reyes hechos rehenes.

El comité internacional suspendió el torneo y amenazó con eliminar a los peones del juego.

Fue la chispa que encendió los tableros.

En los torneos alrededor del mundo los peones exigieron la reforma y los jugadores se solidarizaron con ellos.

El comité prohibió el ajedrez.

La rebelión se extendió como reguero de pólvora a toda Europa.

Surgió entonces con una fuerza inusitada un nuevo reclamo: la abolición de las coronas.

El 14 de julio de ese año se produjo la toma de la Bastilla en París.

 

Silencio

Miriam Cairo

 

Andá a ver si he muerto, dije. Él vino al minuto y dijo: parece que sí. ¿Morí de día o de noche? No sé, había niebla, dijo. ¿Estaba muy pálida? No, no, dijo. Qué raro, dije. Andá a ver si lloro. El vino a los dos minutos y dijo: parece que no. Entonces estoy muerta. Parece que sí, dijo. Me pregunto por qué habré tardado tanto. No sé, dijo. ¿Qué haré ahora que estoy muerta? No sé, volvió a decir. Dame tres vueltitas de llave así nadie entra. El volvió a los tres minutos y dijo: ya estás cerrada. ¿Me dolía la garganta? Parece que no, dijo. Mmmm. Nunca estuve tan callada. Nunca, dijo. ¿Habré muerto de silencio o de oscuridad? Tal vez de ambas cosas, dijo. Andá a ver si estoy justo en el centro. El volvió a los cuatro minutos: sí, en un centro estás, dijo. ¿Necesitaría un telescopio para encontrarme? Sí, si fuera necesario encontrarte, dijo. Yo prefiero decir que he muerto de oscuridad y de silencio, porque morir de soledad es poca cosa. Sí, es cosa de los muertos, dijo.

 

Noches del Soho

Patricio G. Bazán

 

Expulso el aire a través de la aguja y contemplo la tibia solución en la jeringa. ¿Habrá suerte esta vez? Armado de arrojo, me encierro en el baño de una desconocida que ya agoniza en su cámara y hundo la plateada lanza en mi vena.

Esta tarde he vuelto al laboratorio a revisar con empeño cada muestra, cada nota, cada tabla escrita con esa letra que ahora no registro como propia, en busca de mi salvación. ¡Santa madre, debe funcionar! Mientras espero que haga efecto, echo una vista a mi figura en el espejo: el pelo indomable, un ojo amoratado (último golpe de la dama, al menos le concedo ese inesperado gancho de izquierda), una manga de mi chaqueta tinta en sangre… La apariencia física de un depredador, una bestia recién salida del monte para saciar sus apetitos inconfesables.

Imagino que hasta el último agente del orden debe estar tras mi huella, registrando cada sitio en el que he estado, y me río sin motivo ni razón.

En el fondo, sospecho que ya nunca volveré a ser el respetable, correcto, odioso doctor Henry Jekyll, y una honda carcajada brota de mi pecho como saludo al cielo de un nuevo amanecer.

 

Recordar lo importante

Alejandro Bentivoglio

 

En ocasiones me aborda una melancolía irrefrenable, pero luego mi adorable mujercita me recuerda que somos felices y que tenemos una familia grande y sana y que mi empleo es estable y que me asegurará una vejez tranquila.

Entonces, suspiro agradecido, me coloco mi capucha de verdugo y me voy a trabajar silbando, con el hacha al hombro.

 

Del paso

Armando Azeglio

 

El cielo –seguro– auguraba un estrago. Estaba nublado y fértil. Se me antojó que se venía una tormenta de salmuera. Era junio. Un grajo chirrió distante. Ningún campo había florecido y los postes del telégrafo emergían de la tierra como mástiles de barcos sepultados. Yo veía todo con los ojos híbridos de un adicto. Con la picara estulticia de un descreído geronte. Entonces, me propuse jugar sin enjuiciar la realidad; aunque el espectáculo me supiera a recipiente vacío, a sepultura, a bolso desfondado, a máquina de picar asombros. El hombre mítico necesita recrear mitos para darle sentido a su existencia citó una parte lúcida de mi cerebro, y mis pies llegaron a ese viejo buzón, metí mi mano en su profundidad, y como si se tratase del antiguo baúl del mundo (que es lo mismo que decir la vieja galera de un mago) fueron saliendo palabras, pensamientos, fantasías: uvas incircuncisas, manzanas multicolores, colibríes, flores indecibles. Y con ello comencé la historia siempre trunca, o aún no comenzada, y siempre detenida en los momentos en que la realidad y el sueño se confunden.

 

Una absurda estocada al corazón del mal

Guillermo Corte

 

Me tomó años alcanzar la meta de ser miembro, ingresar a ese abyecto círculo. Hacer el contacto, adentrarme en sus filas, ganarme su confianza. Tuvo un costo, por supuesto; mutar mi especie, bajar al infierno y pudrirme las tripas en ese sitio hasta sentir el ardor; hacerlo familiar, vivir con un elástico, tirante, apretándote el corazón, pero sin soltar esa delgada voluntad. Es un maldito arte, chico. Marchar por ese surco que media entre la luz y la oscuridad. Dejar morir la gracia poco a poco, sin llegar al punto de no retorno.

Creí tener las agallas y compré el billete. Atravesé el arco hacia este mundo calamitoso sin mirar atrás, sabiendo que no volvería en una pieza.

¿Que si logré mi objetivo? Sí. Les di donde más les dolía. El sujeto era un tipo importante.

Sabía desde un principio que el mal nunca se destruye, solo se reconfigura. Un miserable tirador militar no puede cambiar eso. Siempre fue solo una inútil misión suicida, muchacho.

No me des las gracias. El alba marca el breve tiempo de mi victoria pírrica. La gozaré mientras todo llega a su fin. El destino firmó y certificó su firma. Ya suena la alarma. Adiós.

 

El actor

Joyce Barker

 

Paseaba por las calles de este lugar sin nombre, y empezaba a sentir el calor insoportable de los adoquines en las suelas de mis zapatos. A pesar del sol, aún quedaban rincones húmedos en las veredas, olvidados por la neblina de la madrugada.

Caminé hacia el parque. A lo lejos se veía el túnel, del que alguna vez me hablaron; y ahí estaban ustedes, apoyados en el murete que dibujaba su acceso de dos vías. Nos miramos, sonreímos y entramos; elegimos el camino de la izquierda.

Dentro del túnel, apenas lográbamos estirar los brazos más allá de los codos, pero no nos importó mucho y, aguantando un poco la respiración y la ansiedad, continuamos avanzando, guiados por nuestro instinto. La salida apareció inmediatamente después de la curva, segundos eternos; y salimos a un claro pétreo y soleado. Te acercaste, dijiste que eras un actor y que me llamarías a las 6:30 de la tarde. Tomé un papel y escribí mi nombre y mi número. Nos miramos y luego nos despedimos.

“Estamos juntos en el muelle”, pensé, mientras miraba tu cara serena.

 El mar estaba congelado, a pesar de ser un día de sol; y flotaban focos de fuego, que alumbraban a los hielos quebradizos de la superficie.

 

 

Ave

Ricardo Acevedo Esplugas

 

Todo comenzó antes de ti.....

(Anónimo).

—Estoy a nueve parsecs de ti, puedo sentir tu aliento.

Ave, Ave, Ave

Luego de billones de años, estamos juntos otra vez, como al principio.

—Recuerdo (esa era mi función) lo molesta que te pusiste cuando fui elegido Explorador. ¿Tenías que ser tu?, dijiste.

Mientras yo te hablaba de...." Privilegios", "de la comunicación con otras civilizaciones", "del conocimiento".... y era nuestra última noche. Porque al otro día (EL DÍA DE LA PARTIDA), cuando todos celebraban, mi mente superaba la velocidad de la luz, en el interior de una semiesfera indestructible."La memoria de los Dioses", en todo mi ser bulle la sabiduría de un universo que desapareció, hace ya mucho tiempo. Mas yo existo en cualquier dimensión y la duda me es ajena. Aún así el Cosmos no responde al grito, ecos tatuados de pirámides; monolitos, rostros herméticos, párrafos de un mismo pasado por los que no corre ni una gota de vida. Es así, que ubico tu canto (que existió siempre), y me dejo conducir.

Ave, Ave, Ave

Entro en la atmósfera, la fricción quema la celda protectora. ¡LIBRE!

Y estoy junto al árbol. Ahora debo ser cuidadoso, camuflaje perfecto, el más atractivo de sus frutos. Ella aparece por el camino, leo claramente sus pensamientos:

".... mas del árbol de la Ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieras, ciertamente morirás".

Repito su nombre, y este devuelve su reflejo.

Ave, Ave, Ave.

Eva, Eva, Eva.

La última clave ha sido conjurada y sus dientes clavan mis carnes en placentero dolor.

 

Voyeurismo

Alejandro Fabian Alberto Aguirre

 

Miró con un telescopio a su mujer que estaba haciendo el amor con su amante. Mientras maldecía entre dientes, recordó las veces en que él le fue infiel. De pronto vio como gozaba su mujer como nunca antes, entonces el enojo se convirtió en un torbellino de sensaciones, una sorpresiva pena, angustia, furia, envidia, celos y una profunda laceración al amor propio.

Entonces, cuando vio que a su mujer le tiritaba el piecito izquierdo, tuvo temor, supo que estaba gozando porque cuando hacían el amor ella tenía ese síntoma. Pero cuando observó que le tiritó el otro pie, su termómetro interno llegó a ebullición, sus dos ojos se desbordaron y saltaron hacia adelante.

Ciego, esperó a su esposa, no para castigarla con violencia, sino para tratar de hacerla tiritar por completo…

 

El otro cuento

Giraldo Aice

 

Cada noche venía a este bar, se acomodaba en la banqueta de la esquina y comenzaba a relatar sus hazañas.

Tenía el rostro surcado de viejas heridas y su complexión de hombre rudo parecían suficientes para hacerlo creíble.

Mientras hacía el relato, los parroquianos le pagaban un trago tras otro y el barman le ponía entremeses y saladitos.

Con el tiempo, la gente le pedía algunos relatos, pero el más solicitado era el del bar Mónica.

Había sido una pelea memorable. El otro era una fiera, que los dueños detestaban porque espantaba a la clientela.

Se dieron con todo. Ambos sangraban por narices y cejas. El otro agarró una silla de caoba y se la hizo astillas en la cabeza.

Ahí se quedó esperando a que él cayera, pero lo que pasó fue que se le fue arriba con todo, y comenzó a golpearlo como si no hubiera pasado nada.

Lo fue arrinconando y pegándole con tanta furia, que el otro perdió el control de los esfínteres, y la peste a mierda y orina terminaron la pelea.

Esto, contado con lujo de detalles, embobecía al público. Y le acarreaba más tragos y palmadas en los hombros.

La última vez, se le acercó un tipo grande y fornido, que lo miró con fijeza y le dijo:

—Yo estaba en el Mónica, ese día.

Entonces lo vimos desinflarse, enmudecer y escurrirse del bar hasta el sol o la luna de hoy.

 

El día antes

Julio Nicolás Camacho

 

Un astrónomo aficionado avistó a la criatura en un sistema solar ubicado a centenares de años luz, mientras esta iba devorando planeta por planeta, cada uno de un solo bocado, en su camino al nuestro, según los cálculos de su trayectoria. Bastaron unos pocos siglos para que un culto religioso fuese articulado en torno al devorador de mundos, en cuyas fauces ya estaba escrito nuestro propio apocalipsis. Las religiones organizadas tradicionales, amparadas por no pocos estados, emprendieron cada una su propia cruzada contra el nuevo culto, hasta que no hubo ninguna nación que escapase del conflicto globalizado. El día antes que el monstruo interestelar terminase de alcanzarnos, ya había pasado un milenio desde la caída de nuestras civilizaciones, con las cicatrices de todas las guerras enteramente curadas. La criatura, durante la mañana del fin del mundo, nos pasó de largo, mientras que sus ojos manifestaban desdén a causa de un planeta que tal vez se le antojaba demasiado verde.

 

Diálogo a bordo de un taxi

Sergio Gaut vel Hartman

 

—Tengo una curiosidad, querido amigo Borges —dijo Franz Kafka—: y ahora que todo ha pasado me permito hacerle la siguiente pregunta, impertinente, y quizá hasta inadecuada.

—Hágala; soy todo oídos.

—En su fructífera carrera, ¿alguna vez ha incursionado en los procelosos pantanos de la metamicroficción?

—Aunque desconozco por completo el término, sospecho a qué se refiere con ese neologismo —repuso el autor de “El Aleph”—, pero debo responderle que no; para internarse en esos territorios habría que poseer una audacia de la que carezco.

—No obstante, alguien me comentó que en una quimérica velada, a la que asistieron Augusto Monterroso, Ambrose Bierce, Ramón Gómez de la Serna y Ernest Hemingway, entre muchos otros grandes microficcionistas, se desarrolló una suerte de competencia en la que usted logró…

—Perdón —interrumpió el taxista—. Estamos frente a Gregor Samsa 1915. ¿Querían llegar a esta dirección o no? —Hizo una pausa que puso incómodos a los escritores y prosiguió—. ¿Pueden pagar, descender de mi vehículo y seguir la charla en la vereda? Yo no tengo la eternidad por delante, como ustedes, y debo seguir trabajando porque aún no he cubierto el alquiler que me cobra el patrón del auto.


Los autores: Jorge Carlos Barberini (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Ricardo Bernal (México), Iván Bojtor (Hungría), Sebastián Borkoski (Argentina), João Ventura (Portugal), Relja Antonić (Serbia), Víctor Lowenstein (Argentina), Maritza Macías Mosquera (Chile), Cristian Mitelman (Argentina), Lidia Inés Nicolai (Argentina), Gustavo Nielsen (Argentina), Araceli Otamendi (Argentina), Margarita Pacheco (México), José María Pallaoro (Argentina), Patricio Peralta R. (Argentina), Fernando Andrés Puga (Argentina), Patricio Ramos Gatti (Argentina), Rogelio Ramos Signes (Argentina), Carmen Belzún (Argentina), Anita María Riquelme Suazo (Chile), Iván Molina Jiménez (Costa Rica), Diego Muñoz Valenzuela (Chile), Frank Roger (Bélgica), María Cristina Rolnik (Argentina), Yanni Tugores (Uruguay), Tanya Tynjälä (Perú/Finlandia), Mario Capasso (Argentina), Héctor Ugalde (México), Luis Saavedra (Chile), Gonzalo Montero Lara (Bolivia), Juan Manuel Montes (Argentina), Eduardo Mancilla (Argentina), Hernán Bortondello (Argentina), Sandro Centurión (Argentina), Mike Jansen (Países Bajos), Gareth D Jones (Inglaterra), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Sandra Barrera (Argentina), Máté Zamori (Hungría), Abrahan David Zaracho (Argentina), Carolina Quiroga (Argentina), Javier López (España), María Elena Rodríguez (Uruguay), Ana Cristina Rodrigues (Brasil), Rolando José Di Lorenzo (Argentina), Omar Julio Zárate (Argentina), María Elena Lorenzin (Argentina/Australia), Luciano Doti (Argentina), Julio Ricardo Estefan (Argentina), Federico Schaffler (México), Manuel Serrano (España), David Slodky (Argentina), Carlos Enrique Saldívar (Perú), Camilo Fernández (Argentina), Itzel Alejandra Flores García (México), José Luis Zárate (México), Roberto de Sousa Causo (Brasil), Chelo Torres (España), Daniel Frini (Argentina), Boris Glikman (Australia), Santiago Eximeno (España), Carlos Eduardo Sánchez (Argentina), Carlos A. Micca (Argentina), Esteban Dublín (Colombia), José Manuel Ortiz Soto (México), Maru Alzugaray (Argentina), Dora Gómez Q (Argentina), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Alejandro Marcelo Guarino (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), Ricardo Guzmán Wolffer (México), J. J. Haas (Estados Unidos), Michael Haulica (Rumania), Omar Hebertt (México), Ernesto Antonio Parrilla (Argentina), Rhys Hughes (Gales), Stefano Valente (Italia), (Argentina), Gabriela Vilardo (Argentina), José Luis Velarde (México), César Klauer (Perú), Oscar Luis De Los Ríos (Argentina), Cristina Chiesa (Argentina), Rosa Lía Cuello (Argentina), Christopher T. Dąbrowski (Polonia), Rogelio Dalmaroni (Argentina), Miriam Cairo (Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Armando Azeglio (Argentina), Guillermo Corte (Argentina), Joyce Barker (Chile), Ricardo Acevedo Esplugas (Cuba/España), Alejandro Fabian Alberto Aguirre (Argentina), Giraldo Aice (Cuba), Julio Nicolás Camacho (Venezuela), Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).

 


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