Lo que Rorschach no nos dice...
Jorge Carlos Barberini
Lámina Nº1:
Es un hueso. Más precisamente un sacro, parte de
la columna vertebral, el techo de la pelvis en los cuadrúpedos, la pared del
fondo en la nuestra.
Tiene alas
y trata de volar, pero es precisamente su condición ósea, su densidad, la que
no se lo permite.
Mirando en
el centro, hacia arriba, aparecen dos hombres enfrentados en una discusión.
Visten una especie de pesada armadura. Sus rostros se desafían, sus brazos se
elevan en actitud amenazante.
Son tan
densos como el propio hueso.
Quizá es
también por eso que no puede levantar vuelo.
Fluentes
e híperdensos
Daniel Alcoba
Un
fluente es expansionista acabado, para él cualquier monte es orégano. Por eso
la infantería gaseosa de Fluencia, anodina Fenicia del arrabal de Orión, llegó
como una plaga al sistema Alfa de Centauro, que ocupó en una especie de Blitzkrieg, igual que una flatulencia se
adueña del vacío de un recipiente, o del olfato de una criatura sensible.
Follón 8º, el sátrapa que pretendió tomarse la revancha de
los hiperdensos de Macizia, cercó a los macizos en el cúmulo globular Omega
Centauri. Y apenas hubo completado el sitio, o más bien situado a sus
astronaves en muy aceleradas carreras orbitales alrededor de la estrella binaria
Macizia y de los siete planetas que habitan los macizos, envió una avioneta
fotónica que hizo sonar el himno patriótico fluente en cada globo. Los
hiperdensos oyeron la campana pero sin enterarse de por qué sonaba. Y de la
invasión fluente ni noticias tuvieron.
Suicida
Ricardo Bernal
Decido poner fin a mi vida por
cansancio, hartazgo, excesivos yoes que quieren destronar al yo verdadero.
Salgo al balcón: arriba hay luna, estrellas, joyas, ronroneo de aviones y
nubes; abajo el ruido, las luces de los autos, muy lejos como en un inframundo
inexplorado. Trepo el barandal, doy un paso, otro, sigo caminando en el aire y
a cada paso cae uno de mis yoes, planea en círculos, se incorpora convertido en
un ciudadano más, hormiga apurada en el callejero ruido nocturnal. Cuando llego
a la mitad del trayecto soy solo yo; sudo mucho. Alzo la cabeza y te descubro:
también has caminado hasta aquí desde tu balcón, estás rejuvenecida, más
transparente que nunca, y despojada ya de tus otros yoes. Me miras sonriente,
frunces los labios y me plantas una sonora cachetada. Caigo.
En
la estación de tranvía
Iván Bojtor
El chico
permanecía de pie en la parada con expresión ausente, mientras que a sus pies
descansaba un perro lanudo. No había nadie cerca. El perro se levantó de repente,
husmeó alrededor, dio la vuelta, tiró de la correa y habló.
—Cuando llegue el
próximo definitivamente nos vamos. Hace tiempo que deberíamos estar en casa.
¿Entiendes? —Tiró de la correa de nuevo.
—Guau —respondió el
chico con voz melancólica. La gente se agrupó alrededor de ambos, esperando el
próximo tranvía. El perro ocasionalmente movía al chico a un lado para evitar
chocar con alguien. El tranvía llegó. La multitud reunida se puso en marcha. Al
principio los empujaron desde atrás, luego cada vez más personas se abrieron
paso a través de ellos.
—¡Ven! ¡Ven ya! —gruñó
el perro.
—Auuuu —aulló el chico
y empezó a retroceder.
—¡Llévate a este perro
de aquí! —le gritó al chico Alguien que ni siquiera lo miró—. Terminará
mordiendo a alguien.
El perro se aferró con
las uñas al escalón del tranvía, pero no pudo arrastrar al chico consigo. Antes
de que la puerta se cerrara, saltó de nuevo hacia la plataforma. Otra vez
quedaron solos en la parada. El perro tiró fuertemente de la correa.
—¿Por qué te niegas a
subir? ¿Por qué? ¿Cómo vamos a llegar a casa así? No te llevaré a pasear nunca
más. ¿Entendido? ¡Nunca más! —Tiró de la correa y, arrastrando al chico tras
él, se fueron a pie en dirección a la casa.
Título original: Villamosmegállóban
Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel
Hartman
Patrón
Filo
Sebastián Borkoski
El
investigador llegó al pueblo; muchos dormían. Deambuló por las calles hablando
con noctámbulos errantes hasta quedarse solo. En los límites del poblado
encontró un hombre melancólico contemplando la luna.
—Estoy buscando respuestas sobre Patrón
Filo —le dijo. Nadie me dice nada.
—Poco es lo que saben.
—Sin embargo, todos aseguran que existe.
Dicen que Patrón Filo tiene los ojos de un niño triste y malvado. Hace más de
cien años es la ley oculta del poblado. Difícil creer tonterías. Menos cuando
nadie aseguró haberlo visto.
—Es verdad, no existe quien lo haya
visto.
—Los pueblerinos suelen crear personajes
pintorescos.
—¡Ah! No, señor, Patrón Filo no es
ninguna creación, es real. No tiene ojos de niño triste, tiene los ojos de un
ángel enojado.
El investigador echó a reír y exclamó:
—¿Usted sí puede saberlo?
—Lo puedo ver reflejado en sus ojos
—dijo justo antes de cortarle la garganta.
Escritura infinita
João Ventura
El hombre sentado en un sofá en el vestíbulo del Hotel Blau Varadero observa a
los clientes ir y venir. Algunos se dirigen a la recepción, otros simplemente
esperan el autobús que los llevará al aeropuerto. Mientras tanto él escribe, en
un pequeño libro de tapa negra, historias sobre las personas que mira. Para
ellas inventa una vida, relaciones, motivaciones, trayectorias...
En el balcón
del primer piso, otro hombre observa al hombre que escribe, y a su vez escribe
una historia en la que el primer escritor aparece como un personaje...
Y existe el
rumor de que esta situación se prolonga, es decir, que en cada piso hay un
escritor que escribe una historia sobre el escritor en el piso de abajo,
incluso con un grupo extremista que argumenta que "son siempre escritores
hasta arriba..."
Un argentino me
aseguró que había visto a Cortázar y Borges, sentados en una mesa del Piano Bar
del hotel, cada uno tratando de escribir una historia más fantástica que el
otro mientras alguien, en el piano de cola, martillaba un tango...
Y, sin embargo,
en el último piso del hotel, donde las plantas trepadoras abandonan sus ramas a
la gravedad, Calvino, con los codos sobre el mostrador, elabora cuidadosamente
una nueva teoría sobre los escritores que escriben sobre escritores en hoteles
del Caribe...
Conocí
a tu Dios
Relja Antonić
Realmente lo hice. No estoy mintiendo.
Conocí a tu Dios. Él conocía a mis dioses. Todos se conocían entre sí. Bebían
vino y hidromiel, cantaban canciones, y todo eso. Luego viniste tú. No conocías
a tu Dios ni nada más. Tenías mal olor, demasiado pelo, abusabas de nuestras
mujeres y niños, y luego el oro, el oro no era ese simple material que el Sol
encajó en la Tierra y que usábamos como adorno para los días festivos, era el
objeto de tu deseo... al igual que tu Dios, a quien nunca conociste. La imagen
especular de tu propia alma vacía, anhelando ser llenada, pero aún deseando
permanecer, desprovista de todo. Por tu culpa, mis hijos nunca aprendieron su
propio idioma. Por tu culpa, el placer del oro desapareció. En sus ojos era
ordinario, y lo codiciaron como si fuera una simple fruta. Incluso mi gente.
Luego me senté con tu Dios. Bebimos, comimos, pero no cantamos, no estaba de
humor para eso. No sé si alguna vez lo estaré. Ni siquiera podía llorar frente
a Él. Es maravilloso, ahora y siempre. También es uno de mis amigos más
antiguos, y cuando terminamos de beber, después de que colgaste a mi dios, a mi
rey, a mi diosrey, a mi diosa y a mi hija... pregunté... "¿Por qué viniste
aquí, tú que tenías todo? Viniste a nosotros, y ELLOS vinieron después de Ti,
saquearon la tierra y mataron todo lo que se movía. ¿POR QUÉ?" ¿Sabes lo
que Él dijo? Dijo que vino aquí para huir de ti.
Título original: Znao sam vašeg Boga
Traducción del serbio al inglés del
autor
Traducción del inglés: Sergio Gaut vel
Hartman
Sueños
edimburgueses
Víctor Lowenstein
El sueño fue soñado por Borges mientras
vivía en la capital escocesa. Pudo ocurrir en cualquier parte. Un edificio
circular e interminable contiene un número abrumador pero limitado de habitaciones
iguales; en todas se alzan altos pizarrones con números y palabras que
completan el alfabeto humano, desde Aar hasta Zwingli. Las listas
no cesan de rehacerse, reproduciendo nuevas series a partir de las
combinaciones originales. Los hombres que han conocido el edificio
enloquecieron, invariablemente. Los Dioses que lo crearon sonríen piadosamente
ante las consecuencias de su monstruosa creación. El sabio ciego que llegó a
imaginarlo se asemeja a esos Dioses.
Salvación
Maritza Macías Mosquera
Cuando abrió el cuaderno que estaba sobre la mesa de entrada supo, por el
pequeño mensaje, que todo había terminado.
No sintió pesar,
tampoco alegría, sólo se encogió de hombros y salió a tomar aire.
¡Hacía años que no se
sentía así!
Acto seguido entró a su
cuarto y sacó el cuchillo que había dejado debajo del colchón la noche
anterior.
Otra fantasía oscura
Cristian
Mitelman
Cena
de camaradería de la promoción 92 organizada por el señor Anselmo Leto. A la
hora y media, los huéspedes empiezan a sentir molestias en las piernas. No
mucho después, agonizan.
Comprenden que Leto es un demente. Alguien alcanza a
preguntarle por qué lo hizo.
—Por miedo —explica—. Siempre pensé que uno de
nosotros iba a ser el primero en morir: la idea me resultaba atroz. Asesinar a
uno hubiera sido lo más lógico, pero dado que todos me parecían igualmente
odiosos, ¿por qué castigar más a éste o aquél? Por lo menos ahora sé que mi
destino no era morir primero.
El pañuelo
Lidia
Inés Nicolai
Felisa subía
al subte cuando en un descuido perdió su pañuelo en el andén. Intentó regresar
y, al hacerlo, quedó aprisionada entre las dos hojas de la puerta. Ahogó un
grito. Entonces el pañuelo remontó vuelo y alcanzó su mano derecha. Ella lo
tomó. El lienzo blanco tiró con fuerza hacia el andén y ahí la depositó. Unos
metros más adelante una bomba estalló en el convoy.
Taxi
Gustavo Nielsen
Doblé,
con mi taxi, en la esquina. La nena cruzó fanáticamente delante del auto; hubo
frenos y un golpe. El pasajero, que había insistido en sentarse en el asiento
del acompañante, se quebró, apretado contra la guantera. Zapatito en el aire.
Cerré
los ojos espantado y, al abrirlos, estábamos otra vez doblando, un minuto
antes. La nena había cruzado y seguía su camino, a salvo, como si el tiempo se
hubiera desleído.
El
pasajero, sofocado, transpirando, con la mirada roja de las instantáneas, al
ver mi cara de desconcierto, pronunció la segunda frase del día (la primera
había sido la indicación del lugar al que íbamos):
—Fui
yo —dijo—. No soy de este planeta.
La mujer del circo
Araceli
Otamendi
La mujer ahora cuida un
baño en el restaurant de una ciudad de provincia. Nadia la mira a los ojos
cuando entra al lavabo y algo de ella le recuerda al circo que conoció en su
infancia. Tal vez son los leones con su pelo brillante y rojizo; o tal vez la
ecuyere sobre el caballo y el traje de colores, dejándose llevar al galope.
Antes de salir del recinto –un lugar casi inhóspito por lo antiguo y
descuidado–, Nadia vuelve a mirar los ojos de la mujer ya anciana. Algo, algún
fulgor quizá de los días pasados en el circo en sus años jóvenes, con la cara
cubierta de barba para arrancar la risa o el asombro. Ahora, exhibe su barba
sin ostentación, viste un guardapolvo gris, espera el tintineo de las monedas
en un plato. Nadia se mira al espejo mientras lava sus manos con el agua fría.
Y en el cristal ve el circo con sus luces, los equilibristas balanceándose en
las hamacas, en lo alto, sin red abajo para atenuar la caída. Nadia está junto
a su abuelo, quien la ha llevado al circo y ve el asombro en los ojos de la
nieta y sonríe. Un momento de la infancia de Nadia ha ingresado rápido en su
memoria, como una flecha; entonces se ve a sí misma reflejada en el cristal
como una niña, mirando la pista de arena. La mujer barbuda está ahí, también
los leones, la ecuyere, los payasos. Nadia se detiene durante un momento frente
a la mujer y deja un billete en el plato.
—Gracias —dice
la mujer
—Gracias, a
usted —contesta Nadia. Y sale pensando que sí, muchas gracias, no sabe lo que me
ha devuelto hoy, de veras.
Nada
Margarita Pacheco
Hay una enorme hoja en blanco, de la que
suelen salir pequeños diamantes que salpican los contornos de la página.
Alguien se decide a trazar colores sobre ella y se plasman, de la nada, un
naranja recto, un azul horizontal, y un verde curvo.
Lejos del contorno, se
ve un planeta que gira. Los colores juegan en el espacio, bailan y se comunican
entre ellos. A veces se mezclan, pero también se separan como por arte de
magia. Parecen traer la felicidad al creador anónimo. Se oye la risa de un
niño. Y en ese momento los tres colores notan que pueden hablar, por lo que
empiezan a alzar la voz, juguetones. Dicen:
—Hola, Verde.
—Hola, Naranja.
—Hola, Azul.
Ríen entre ellos.
Alguien les dará un destino en la Tierra, según el color que le tocó. Les ponen
nombres con tinta invisible, y son algo más que colores que se divierten en un
mundo extraño. Al parecer las estrellas han hablado; le asignan un don único a
cada uno. Y una fecha queda marcada en la frente de un niño cuando nace en una
cuna y una época determinada. Son los genios de la historia que han visto la
luz.
Museo
salvaje
José María Pallaoro
¿Qué encierra esa dedicatoria? Un
misterio. Un secreto que pienso develar. Dice así: “Para S, testigo de todos
mis tiempos, en el Cielo o en el Infierno, hasta que Dios se cumpla, O”. Y
cierra, debajo de la hoja, a la izquierda, con una fecha: “24 de diciembre de
1975”. Ahora, yo estuve en esa oportunidad. S recibió de manos de O el libro,
vi cuando se lo dedicaba, a dos semanas de su aparición. Luego le acercó el
libro y las manos, los dedos, de S y O, se tocaron. No se desprendieron de
inmediato. Percibí una suerte de caricia. Caricias prodigadas mientras se
miraban a los ojos, un poco más acá de cualquier posible Paraíso. No me llamó
la atención porque ya lo había notado. Había notado esa electricidad, esa
erosión que emanaba de sus cuerpos. ¿Eran personas libres? Según como se mire.
Y a mí no me miraron. Dicen que en pueblo chico infierno grande. S y O giraban
dentro de un cielo cerrado. Una especie de epifanía.
Esa Navidad en casa
hubo, como en un museo, demasiado silencio. Terminó el año. Tuve que esperar un
poco más.
Dios cumple. S murió en
un trágico accidente camino a Luján. De O cuentan que armó sus valijas y partió
hacía una isla donde nunca sale el sol. Eso dicen. Lo prometido es deuda.
Un
viaje no autorizado en el tiempo
Patricio Peralta R.
El viejo devolvió el vaso de las
píldoras a la enfermera. Miró la caída de la tarde en la ventana. Volvió la
vista al cuadro. Sorprendido, giró su silla hacia la dirección de la enfermera
y la llamó.
—Allí —dijo, señalando
la pared.
Volvió a mirarlo, buscó
en su mente lo que trataba de decir pero ya no recordaba. El sobreimpreso de la
imagen había desaparecido, ya no rezaba “El rey del country”.
Libre
albedrío
Fernando Andrés Puga
—¡Pero qué te has creído! ¡Insolente!
¿Cómo se te ocurre levantarme la voz?
—¿Y cómo no, si querés
deshacerte de mí justo en este momento, luego de haberme hecho sufrir tanto?
Por una vez que pude gozar y vos no tenés mejor idea que hacer aparecer al
imbécil del marido, fuera de sí y con un arma en la mano.
—Eso no te da derecho a
gritarme de esa forma. Vos sos mío y hacés lo que yo te digo y te la bancás
como un señorito. ¿Qué es eso de andar cuestionando al creador?
—¡Oíme! Vos serás todo
lo creador que se te dé la gana, pero yo no quiero morir. Así que o empezás a
respetar mis deseos o me borro de una. En serio. Me borro y te quedás sin
cuento. ¿Entendiste?
El click del gatillo lo
despertó a tiempo.
La última llama
Patricio Ramos Gatti
En un mundo donde el sol había
perdido su antiguo esplendor, la humanidad se arrastraba entre las sombras de
lo que alguna vez fue una civilización pujante. En las ciudades desiertas,
edificios desmoronados se alzaban como monumentos a la desesperación. La última
chispa de esperanza parpadeaba en los ojos de aquellos pocos sobrevivientes,
cuyas vidas se desvanecían en un crepúsculo perpetuo.
Las leyendas
hablaban de un artefacto ancestral, oculto en las ruinas de la ciudad antigua,
capaz de despertar la luz perdida. Un grupo de valientes se aventuró en las
sombras mortales, enfrentándose a criaturas deformes que acechaban entre las
sombras. Cada paso resonaba como un susurro amenazador.
Al llegar al
corazón de la ciudad muerta, descubrieron un altar antiguo. Allí, entre los
escombros, yacía el último resplandor de la humanidad: una pequeña lámpara de
aceite. Al encenderla, una luz tenue pero reconfortante se extendió,
ahuyentando las sombras que habían dominado el mundo.
Sin embargo, la
victoria fue efímera. Mientras la luz se intensificaba, reveló las siluetas
fantasmales de criaturas olvidadas, despertadas por la llama. En ese momento,
comprendieron que la verdadera oscuridad no estaba en la ausencia de luz, sino
en lo que esta iluminaba.
El
vendedor callejero
Rogelio Ramos Signes
—Con esta pelota, cada tiro al arco es
un gol —me dijo el vendedor callejero. Le creí y se la compré.
Esa tarde jugué con mi
amigo Horacio, que es el arquero más efectivo de esta ciudad. Jugamos “a los
penales”, como le decimos aquí; y el vendedor tuvo razón, cada tiro que hice
fue un gol. Sin embargo Horacio, lejos de fastidiarse, estaba feliz, radiante.
—El tipo que me vendió
estos guantes no me engañó —me dijo, desabrochándoselos y mirándolos con
admiración-. Me aseguró que no me iban a hacer ni un solo gol, y así fue.
—¡Mentira! ¡Todo fue al
revés! —protesté casi a los gritos—. No pudiste atajarme ninguno.
Esa noche no pude
dormir, pensando en quién sería aquel hombrecito que vendía pelotas y guantes
en la calle. Supongo que a Horacio le pasó lo mismo.
Fama
Carmen Belzún
Fabuloso circo H.R. En la pista, llovían
los “Ohhhhh” y los “Ahhhhhh” de los parroquianos. El mago los dejaba
boquiabiertos. Los trapecistas eran aplaudidos hasta que dolían las manos. La
contorsionista provocaba murmullos admirativos. El equilibrista cortaba la
respiración del público. Al encontrarlos en la carpa auxiliar comentando los
elogios recibidos, tuvo la idea. Quería que la prensa solo hablara de él, que
su fama superara la de sus compañeros. Sintió una descarga eléctrica subiendo
desde la planta de los pies y que, al llegar a los ojos, lo encegueció. Esa
sería su coartada. Entonces, el payaso celoso avanzó lanzando cuchilladas.
El
disfraz
Anita María
Riquelme Suazo
No era feo ni tampoco un galán, pero
tenía carisma, tanto es así que el día en que terminé nuestra relación me
convertí en la villana hasta con mis amigas y familiares. Ahora tengo tiempo
para compartir con ellas, aunque sigan sin comprender la razón tras ello, al
menos concuerdan en que me ven más feliz.
Visito a mi vieja
madre, ya no nos parecemos tanto y, sin embargo, nos entendemos mejor. Mientras
ayudo a guardar las compras de la vega, escucho a la bestia retozar en el sofá.
—¿Recuerdas que el lobo
se disfraza de oveja? Hagamos una prueba y preparamos cordero al palo —le digo.
Miras a papá dormir al
otro lado y sonríes, no estabas loca.
Zoo
Iván Molina
Jiménez
La primera vez que vi a un slecandurus fue en el Zoológico de Vida
Extraterrestre de Moscú. Tenía entonces quince años y estaba enamorado de Ana.
No sé por qué le fascinó esa criatura y, en vez de seguir adelante –según lo
indicado por la profesora– se quedó atrás, con su nariz casi en contacto con el
vidrio. Tímidamente me coloqué a su lado y su cadera quedó a milímetros de la
mía.
—¿Está dormido? —pregunté
en voz baja.
Sin responder ni
mirarme, Ana tomó una de mis manos e inmediatamente sentí algo parecido a una
descarga eléctrica, que subió por mi brazo, se detuvo en mi nuca y después se
extendió por todo mi cuerpo. El dolor, que al principio me paralizó por
completo, fue desplazado por una sensación extraña: lo que yo era, física y
emocionalmente, se transformaba en una sustancia indefinida, viscosa, de color
azul y a punto de caer en un abismo sin fondo, arrastrada por el peso
insoportable de una tristeza infinita.
Ana soltó mi mano y, en
el momento preciso en que volví a ser yo, atisbé cómo una lágrima oscura se
desprendía del único ojo del slecandurus y se rompía en millones de partículas
al estrellarse contra el piso iluminado de la jaula.
De
monstruos y bellezas
Diego Muñoz Valenzuela
El monstruo llora frente al espejo de la
feria de diversiones porque su imagen se deforma y adquiere una apariencia
grotesca. La hermosa muchacha con ojos de océano mira divertida su figura
horripilante en el mismo espejo. Ella descubre a su príncipe azul en el espejo.
Él cruza una mirada de amor con la maravillosa monstrua. Se enamoran
perdidamente, y desde ese instante viven felices, juntos: la bella, el monstruo
y el espejo.
Un avance científico, con inconvenientes
Frank
Roger
Estaba
bebiendo café en una terraza cuando de repente se escuchó un terrible ladrido.
Miré en la dirección del ruido, tratando de saber lo que ocurría. El hombre a
mi lado vio mi reacción.
—Ese debe ser el viejo Harry, otra vez —dijo—. Mire, allí está. —Vi un
montón de perros aparecer dando la vuelta a la esquina. Pasaron a nuestro lado
corriendo y ladrando como si les fuera la vida en ello. Unos segundos después
ya se habían ido, junto con el ruido—. Esto es cosa del viejo Harry —agregó el
hombre—. Siempre vuelve locos a los perros.
—No sé de qué habla —tuve que admitir.
—A Harry le gusta experimentar con el suero de invisibilidad que inventó
—explicó el hombre—. Es un gran avance científico.
—Oh, esa es la razón por la que no le vemos.
—Exactamente. Sin embargo, los perros pueden olerlo, y el olor de un hombre
al que no pueden ver los vuelve locos. El pobre Harry siempre tiene que correr
por su vida.
—Eso es terrible —remarqué—. Debería empezar desde ya a trabajar en el
desarrollo de un suero que elimine su olor. Eso resolvería el problema.
Título original: A
Scientific Breakthrough, with Drawbacks
Traducción del inglés: Santiago Eximeno
Publicado en Efímero Nº 123.
De lo que abraza la gente
María
Cristina Rolnik
En
la ciudad, por la calle, si hay sol de invierno, uno puede levantar la vista de
la acera y mirar.
En el Once, un morocho petiso y fuerte espera el
semáforo en una esquina. Abraza a un maniquí de mujer cubierta, sólo el torso,
con polietileno. Las piernas se estiran blancas y rígidas para delante, las
uñas de sus pies están pintadas de rojo. El tipo sonríe todo el tiempo.
En
Palermo una chica de ojos muy abiertos y labios apretados lleva una pesada
máquina de coser. Está vestida con un pantalón de bambula y, sobre él, una
pollera color naranja. Parece saber muy bien hacia dónde va.
En
Almagro hay un coche oscuro estacionado frente a una iglesia. En el asiento de
atrás hay tres monjas que no se hablan. Las que están sentadas en los extremos,
junto a las ventanillas cerradas, son ancianas y se parecen mucho. La del medio
es joven y lleva una virgen de yeso en el regazo. Cuando paso junto al auto
sólo la jovencita me mira. Mira como pidiendo ayuda.
El vestido
Yanni
Tugores
Resbalosas
caen en sus manos como babosas brillantes. No sabe cuál elegir o con cuál
quedarse. Desde que entró a la tienda le fascinaron los coloridos de las telas
en las estanterías. Debía elegir muy bien. Tenía poco dinero y ella tenía que
lucir radiante.
Todas las sedas, el satén, el terciopelo y el raso, caían entre sus dedos
destellando sus colores: rojos, verdes, amarillos, blancos y negros.
Pero, ¿cuál escoger? Debía tener en cuenta el color de su piel y su
cabello.
Su mirada se posó sobre uno de los estantes más bajos de la tienda. Allí,
se asomaba tímidamente un tornasolado trozo de tela. Le pidió al dueño que se
lo mostrara. El tendero insistía que era viejo y estaba desgastado. Pero ella
sentía que era ese, el género que estaba buscando.
Ante su porfía, el hombre lo extrajo. Le quitó el polvo y se lo entregó. Al
tomarlo en sus manos, el efecto fue mágico. Todo el lugar se iluminó con
aquella seda tan particular.
Lo adquirió y pensó: “¡se verá tan bella!”.
Corrió a su casa, descolgó uno de sus vestidos del guardarropa y tomó las
medidas. Luego de terminado se sintió satisfecha.
Lo llevó a la funeraria y se lo entregó al encargado. Por fin su hija
tendría el vestido que siempre, había soñado.
El hombre-roca
Tanya Tynjälä
El Hombre-Roca vive solo en su isla, rodeado de
carteras marroquíes, cadáveres de arpas, lámparas sin terminar y restos de
galletas de coco. Lo protegen cuatro sanguinarios perros calvos que desgarran
hasta la sangre más fiera.
Dicen que en un reino
dividido había un principito que nunca llegó a ser personaje de cuento, pues su
madre le mordió el corazón. Él, adolorido, cubrió su palpitar con rocas de odio
e indiferencia, buscó la isla más sucia y olvidada, se inventó recuerdos sin
pasado y decidió vivir sin cerrar los ojos.
Alguna vez una ninfa se
acercó a llorar entre sus brazos; sólo encontró frío y las agudas aristas le
causaron dolor.
Ahora el único ser que osa
visitar sus costas es el León Marino de las Nieves, quien le ha contado a los
delfines que todas las noches escucha el débil llanto de un niño.
La
broma
Mario Capasso
El hombre anhelaba, ya desde hacía algún
tiempo, poner de relieve su belleza interior, la sabiduría que guiaba sus
acciones, el desinterés personal por los bienes materiales, pero no encontraba
la forma de hacerlo. Se devanaba los sesos y no había caso, la idea salvadora,
aquella capaz de elevarlo a la consideración de los demás, no aparecía ni en
broma.
La palabra “broma” se
le cruzó por la mente y le abrió las puertas.
Salió a la calle, se
subió a un árbol con medio melón en la cabeza y empezó a esperar un auto con la
banderita de taxi libre que, en medio de su porteña soledad, tardó en aparecer,
pero cuando lo hizo se despachó con un poema y un trombón, le puso música a la
escena, y entonces los demás empezaron a rodearlo y a advertir sus valores más
íntimos, aquellos que el hombre deseaba mostrar.
Cuando se cansaron de
tirarle piedritas y otros elementos más contundentes, sus semejantes esperaron
un rato más, a ver si el hombre se bajaba del árbol, pero al final se fueron
porque ya estaban podridos, se les hacía tarde y, además, las personas de bien
no entienden de locuras, dijeron.
Ataque
suicida al enroque
Héctor Ugalde
A aquella torre del flanco del rey le
gustaba convencer a su rey para que enrocara del otro lado y así poder lanzar a
los peones en un ataque suicida a la bayoneta contra el rey enemigo que se
había enrocado en ese flanco. De esa forma podía luego entrar la dama, los
alfiles, caballos y ella misma al desbaratado enroque enemigo.
Ese ataque a veces
funcionaba, y algunas veces no. Pero lo que inquietaba a los heroicos peones no
era su sacrificio, sino el hecho de que a la torre le gustara escuchar "La
cabalgata de las Valquirias" mientras lanzaba el ataque.
La creación del perdón
Luis Saavedra
Lo
seguí hasta el último departamento, en el último piso. Hacía calor, estaba mal
iluminado y tenía pasillos estrechos. Nos detuvimos debajo de una ampolleta que
daba una luz mortecina, mientras una polilla se daba de cabezazos con ella y su
proyección bailaba sobre nosotros. Se dio la vuelta, me miró duramente y pude
ver su cara llena de pequeños y antiguos cráteres. “¿Está seguro?”, me preguntó
y yo le dije que no, pero que no importaba. La polilla proyectó una sombra
sobre su rostro y él me indicó en dirección hacia la habitación: “Entre”.
Entré. Me dejó solo y me costó algunos minutos
acostumbrarme a la penumbra. Barras de luz se colaban por unas rendijas y el
aire olía a humedad, aceite rancio y algo indefinible que me erizó la nuca.
Adelanté un par de pasos pero solo intuía algunas sombras. Y luego algo se
movió. “No me temas”, habló en mi mente. No era lenguaje, no eran palabras.
“Relájate y ven, dime quién soy”. Me lo dijo con una lejana melancolía, alguien
que ya hacía esto de forma automática. No respondí, tragué saliva, quise salir.
Pero al fin sonó mi voz: “María”. “¿Nada más?”. Y entonces el cuerpo se iluminó
y su cara fue tomando la forma de María. Sonriente, muerta desde hacía diez
años. Me arrodillé y le pedí perdón por perderla y ella me dijo que la tocara.
María-María-mi-dulce-María. Volví a ser quien era junto a ella.
Salí y estaba el hombre esperándome. Le di el dinero
sin mirarlo a los ojos. “¿Estuvo bien?” Asentí. Le dije que me parecía que ella
vivía prisionera. “No tiene opción. No puede volver. Este planeta es su
cárcel”, respondió. Volví a asentir, pero no pude levantar la mirada. No
regresaré jamás. Ya no tengo cuentas pendientes con el pasado.
El
último ángel
Gonzalo Montero Lara
Una escuálida humana de senos colgantes,
emerge de la desolación. Guarda en su regazo un disco surcado con finos
canales. Trepa descalza una empinada roquería hasta el lugar donde se yergue un
milenario monolito de rostro borrado. En la base lítica, destapa un foramen
tallado en andesita gris, donde calza exacta la pieza que porta. Extenuada por
el esfuerzo, queda tendida bajo el inclemente sol rojizo. Pasa un tiempo
indescriptible. Sobre la superficie grabada del disco, empiezan a reverberar
diminutas fosforescencias, al compás de una melodía extraña, donde se van
pegando a las formulas del ritmo, colores y formas desprendidos de la árida
superficie del planeta. Se trenzan filamentos moleculares proyectándose al
cielo para envolverse con otras similares que brotan de las cúspides de los
restos de ruinosas pirámides de piedra y cristal cubiertas por costras del tiempo
o sumergidas en los mares grisáceos ausentes de vida. Las líneas brillantes
acumulan moléculas primordiales en los compases de la melodía inaudible, proyectando
una arborescencia de tronco helicoidal. Pronto el follaje palpitante de este
árbol primigenio estalla proyectando un descomunal pulso de energía verdosa que
impregna el reino mineral. Un filamento llega al que ser yace inerte,
penetrando una capsula de cristal calcáreo, que yo construí.
Dos sáculos de vida, hembra y macho cuyos ecos
laten en la matriz reseca de Ángela; mi compañera, a quien debo ceder mis
líquidos vitales para reanimarla y dejar a la progenie la máquina del maná,
legado por las esencias maestras del taller de universos, antes de abandonar la
tierra estéril, porque yo soy el último ángel del ciclo.
Escritor fantasma
Juan
Manuel Montes
Mi
sonámbulismo es raro, no camino por la casa, ni salgo al jardín. Simplemente
hago el mismo trabajo que durante la vigilia: me pongo frente a la computadora
y sigo escribiendo la interminable novela que, desde hace más de dos años,
crece hoja tras hoja.
Cuando despierto por la mañana, leo lo que mi yo sonámbulo
ha escrito. Sé que tenemos visiones diferentes sobre cómo terminará la trama.
Él es clásico y como buen shakesperiano pretende matarlos a todos; aunque yo
quiero salvarlos. Pero él juega con ventaja, siempre que escribe adelanta un
poco más que yo que debo convivir con las tareas de la casa y con las
preocupaciones del dinero.
Pero no puedo dejar que gane, odiaría tener el cargo de conciencia
de haber dejado asesinar a mis personajes.
Espérame sentado…
Eduardo
Mancilla
Entiendo lo que quiso decir… y era un
mandato que no pensaba desobedecer. Comenzó a quitarse la ropa que, de hecho,
no era demasiada. Descubrí que su cabello era parte del vestuario. Desnuda, se
balanceo de manera nada sensual. No era la mujer perfecta, pero aún así, tenía
al alcance de mi mano el modesto compendio de mis sueños. Luego de una rara
contorsión se acuclilló y permaneció como en trance. Dos alas de piel se desataron
de su espalda. Salió por el balcón. Juro que no me moví, ni siquiera pestañé,
me ordenó que espere sentado, y eso hice, como vegetal. Esperé, esperé y esperé
hasta el calambre de mi sangre. Al segundo amanecer perdí la voluntad del
movimiento. Al cuarto, un inquilino denunció que un olor nauseabundo emanaba
del departamento.
Por
Mary-Claire
Hernán
Bortondello
Conejo
capitaneaba la Ray Bradbury, nave orbital insignia de búsqueda y aniquilación.
Lucía el uniforme rojo de las tropas espaciales y sus peludas manos operaban la
pantalla de control holográfico con velocidad asombrosa. No podía olvidar a
Mary dándole el último y cariñoso saludo por el monitor, quedando luego de pie,
estoica, consciente de su suerte.
—¡Malditos asesinos! —gritó con odio mostrando sus poderosos colmillos.
Tiempo atrás, la población androide se había rebelado aprovechando la
espantosa pandemia que diezmó a sus creadores. Antes del año habían acabado con
los debilitados supervivientes.
Sin embargo, anticipando el fin, los humanos dejaron su semilla en una
especie inmune a la plaga y que, según los estudios de la experta Mary-Claire
King, eran genéticamente idénticos, o casi.
Ella ordenó extraernos de la jungla, rememoró el almirante. Rompiendo
reglas éticas y con presurosa alquimia, introdujo genes de los padrinos en
nosotros. Contra reloj, milagrosamente, logró humanizarnos. Hubo sinergia, y la
suma de especies permitió que nuestro coeficiente intelectual evolucionara;
fuimos súper genios. La gran madrina capitalizó el imponderable ofreciéndonos
la posibilidad de defendernos ante la amenaza que más temprano que tarde caería
sobre todos los primates. Los quince mil panhumanos, como nos denominaron, nos
pusimos al servicio del Comando Estratégico Central. Nos entrenaron en navegación
aeroespacial y operación de armamento secreto. Solo tres meses después
despegaba una flota punitiva de mil quinientas naves rumbo a la órbita
terrestre. Abajo, la especie humana sobreviviría apenas ciento veinte días más.
—¡Hoy es el gran día! —sentenció Conejo—. Después de dos años de quemar la
Tierra con nuestros láseres, yo, el ex chimpancé que Mary-Claire King apodara
Conejo por su afición a las zanahorias, comandaré el ataque definitivo contra
el último reducto de los androides.
Valeria
y los espejos
Sandro Centurión
Valeria me dice que lo último que vio
fue la acostumbrada ingratitud de un rostro maltrecho por la noche, por los
hombres, por los años. Al fin y al cabo ese era su rostro. Entonces, sin
querer, Valeria me asegura que fue sin querer, un par de lágrimas se le
escaparon, como los años, y cayeron sobre su espejo, el que solía llevar en la
cartera, el redondo, el de siempre, que tal vez de tanta lágrima que le había
caído encima, esa noche terminó por quebrarse, de una buena vez, como su vida.
Y sus restos quedaron esparcidos en la vereda. Desde entonces, dice Valeria que
no ha vuelto a ver su rostro, que ya no le preocupa, que tal vez ya no quiere
saber cómo la vemos los demás. Por eso se enoja y me ruega que no la mire a los
ojos. Para no verse reflejada en los míos. Apaga la luz y adivino su cuerpo en
la oscuridad.
Habitación con vistas
Mike
Jansen
El traje me protege. Es la cosa más
fuerte jamás ideada por el hombre. Después del accidente, Júpiter me atrapó.
Estoy más allá del rescate. Mientras me hundo a través de las capas de
atmósfera, la nieve carbónica me acompaña hacia abajo. El traje lucha pero el
tirón es inexorable. El núcleo me acoge en un lecho de sustrato de diamante y
una epitaxia imperecedera recubre de carbono mi cuerpo y lo comprime de modo
que veo el cielo a través del diamante hasta que las luces se atenúan.
Título
original: Room with a view
Traducción
del inglés: Sergio Gaut vel Hartman
Lanzamiento
Gareth D Jones
El estruendo sacudió el suelo en varios
kilómetros a la redonda. Empezó tan bajo que se podía sentir más que oír. Creció
en intensidad y volumen hasta hacerse casi insoportable.
Con un alivio
explosivo, el enorme Gralf, una bestia tan descomunal que apenas se movía,
expectoró una baba de saliva por los aires. La lanzó con tal fuerza que alcanzó
rápidamente la velocidad de escape y entró en una órbita baja alrededor del
planeta Ortia.
Encapsulados en su
interior, protegidos de las fuerzas de aceleración por la sustancia viscosa
amortiguadora, dos hombres flotaban en suspensión.
Acababan de convertirse
en los primeros astronautas de su planeta.
Título original: Launch
Traducción del inglés: Sergio Gaut vel
Hartman
Sobre
el amor
Claudia
Isabel Lonfat
Etelvina me
abandonó. Dejó una tarta de brócoli quemada, como un regalo, y a sabiendas de
que no solo odio las tartas, sino el brócoli. Me pregunto quién, en su sano
juicio, puede comer algo que huele a peste.
Confieso que siempre fui, y soy, un abogado conservador, por el contrario,
Etelvina, una artista excéntrica, de esas que te llevan puesto ante la mínima
duda. Una gata, nocturna, teatral y repleta de sorpresas; de misterios también.
Le gustaba decir que no era una “Dalton” más, sino que descendía de John
Dalton, y yo aportaba la ironía de que era una pena, que ella era un derroche
de colores: ojos verdes, pelo rojizo, piel de durazno. En general se enojaba
porque pensaba que no la tomaba en serio. Yo creo que es bastante mitómana,
pero eso nunca fue un problema para mí; estar con ella era como viajar en avión,
puro vértigo, miedo, y placer.
Me doy cuenta que no puedo hablar de Etelvina sin lograr ubicarla
linealmente en un tiempo verbal, que la nombro en presente y también en pasado,
y tampoco puedo procesar su abandono. Si ahora mismo atravesara esa puerta, yo
le preguntaría por el tiempo, si hay papas o espaguetis, si pagó la factura del
teléfono, pero jamás un reproche, porque no se puede elegir en el amor, define
Cortázar, en el capítulo noventa y tres de su novela “Rayuela”: “como si no
fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del
patio.”
Y yo me sentía –me siento–, exactamente así; atravesado, roto, estaqueado,
y con ese olor a brócoli inundándolo todo.
Hacia la noche
Sandra
R. Barrera
Fuma el último
cigarrillo de la tarde y se acuesta con la certeza de que los vientos soplan
cuando no tiene el pulóver puesto. Dispara con los sueños y admite que ciertas
personas aparezcan en ellos. Triste se despide de algunos y levanta su mano y
su mirada. Nerviosa se desapasiona de aquellos que no dejaron nada en su alma
vieja. Lánguida se sienta y espera que alguien le explique su imposibilidad de
dominar los datos. Melancólica aguarda darse cuenta de que no tiene
jurisdicción sobre los sueños, pero se despierta y limita la conversación con aquellos
que no se quieren ir.
Domar de nuevo el viento
Máté Zamori
—¡Apártate! —gritó el esclavista,
mientras los guardias levantaban sus armas hacia el hombre que salió de las
sombras entre los enormes peñascos al borde del camino, con las manos enguantadas
en alto.
—Lo haré, en cuanto los
liberen. —El hombre señaló hacia las dos docenas de personas harapientas que
seguían al esclavista y a los guardias: ancianos apenas capaces de caminar,
mujeres con bebés en brazos, niños pequeños y algunos hombres. Parecían una
tribu o tal vez los restos de varias del sur, con cabello oscuro y piel morena
y tatuada. Estaban cubiertos de suciedad por la larga marcha y la mayoría
parecía a punto de desfallecer de agotamiento, con desesperación brillando en
sus cansados ojos. Otro guardia cerraba la marcha. El esclavista estudió el
rostro del hombre, cuya boca estaba oculta por un pañuelo contra el polvo que
olía a sal, levantado por los fuertes y cálidos vientos.
—Tienes los ojos verdes
de los elegidos —gruñó el esclavista—. ¿Morirías por unos paganos sin valor?
El hombre miró hacia la
derecha, hacia el mar. En el agua brillante, los restos desmoronados de
aerogeneradores salpicaban el horizonte, los últimos vestigios de una época en
la que la humanidad al menos lo intentaba.
—Donde ves paganos, veo
personas —encogió los hombros. Resonaron cuatro disparos, rompiendo el silencio
de la tarde sofocante. La sangre salpicó la hierba seca mientras el esclavista
y los guardias caían. Los esclavos, por un momento, parecieron impactados,
luego comprendieron lo que había sucedido. Algunos soltaron risas incrédulas,
los niños corrieron llorando hacia las mujeres, la gente se abrazó, un anciano
lagrimeó y alcanzó la mano de su libertador. El hombre se quitó el pañuelo para
revelar un rostro de barba oscura y amplia sonrisa.
—Bienvenido entre los
libres.
Título original: To Tame the Wind Again
Traducción del ingles: Sergio Gaut vel Hartman
Progenie
Abrahan David Zaracho
Aarón Fishbourn luchó contra la muerte
hasta hace dos segundos y perdió. Luchó durante diez años contra la creación de
quimeras en los laboratorios estatales y la prueba de su fracaso yace a su
lado, completamente desangrado. Entre la bruma de sus lágrimas, Aarón contempla
la superficie pacífica de la laguna negra, que de tan oscura es el puro reflejo
del cielo veraniego. En su mano hay una probeta fría que incendia su
conciencia. La lucha interna es devastadora. La sangre que fluye desde las
branquias del monstruo le da la respuesta. Dentro de la probeta hay vida que
permanecerá viva, bajo la custodia de Aarón.
Sin
palabras
Carolina Quiroga
Bajaron del auto en silencio; él abrió
el portón y sacó al perro, ella entró las bolsas del supermercado; él esperó a
que el animal orinara en el terreno del vecino, ella puso la carne sobre la
mesada. Luego él guardó el auto y cerró el portón con violencia; cuando entró,
con su cara de todos los días, ella lo miró, con la cuchilla en la mano y dijo:
–Tenemos que hablar-.
Pasados unos instantes,
ella siguió cortando los bifes para la cena.
Hoy los niños comerían
más tarde.
Una
escuela marciana
Javier López
El profesor Xjbjzt deambulaba entre los
pupitres de los alumnos de cuarto grado.
—Chicos, atiendan. ¿Han
traído sus trabajos sobre cómo imaginan la vida en la Tierra? Comience usted,
Wadiyh Urki.
—He escrito un cuento
profesor.
—Ah bien, puede
comenzar a leerlo.
El joven marciano se
levantó y desplegó un par de antenitas de lo que se suponía que era su cabeza,
una enorme protuberancia viscosa de color verde azulado. Las antenas
proyectaron un holograma sobre su escritorio. Entonces comenzó a leer:
—El niño terrícola iba
del colegio hacia su casa, mientras pensaba...
—¡No siga, basta!
¿Pensar, ha dicho? —gritó el maestro Xjbjzt encolerizado— ¿Quiere decirme de
qué está hablando? ¿Cuántas veces se ha repetido en clase que, de las miles de
expediciones que hemos hecho al planeta Tierra, jamás se han encontrado
vestigios de vida inteligente? ¡Siéntese y escriba otra cosa!
Sin
escape
María Elena Rodríguez
Peter y Adri se habían
casado en enero de 2028.
Habían esperado seis
años para tener la casa perfecta en Ciudad Blanca. Su hogar, con inmunidad
garantizada, se alineaba con las demás casas, separadas por jardines de dos
metros cuadrados que diligentes robots mantenían desinfectados.
Para entrar al
condominio pasaban de a uno por la cabina de esterilización con gas AC, último
descubrimiento de la ciencia durante la gran pandemia.
Las puertas eran
automáticas, también la grifería y las instalaciones eléctricas. Perfectas
máquinas preparaban los alimentos, limpiaban y ordenaban. Estaban a salvo de
todos los virus.
Para prevenir cualquier
descuido que pudiera contaminar, ningún dispositivo podía ser accionado por la
intervención humana. Por eso Peter no pudo escapar de la cabina de gas cuando
el mecanismo de apertura falló.
Domingos de sol
Ana Cristina Rodrigues
En el medio de la calle,
donde debería haber asfalto, hay tierra que, cuando llueve, se convierte en
barro. Pero los domingos de sol se transforma en un Maracanã. En las barracas
hay sueños que se han hecho realidad. Cuando llueve, tienen goteras. Pero los
domingos de sol, se convierten en un lugar de concentración.
Morenos,
mulatos, negros, niños de los más variados tonos, corazones latiendo al ritmo
de una pelota que rebota en las aceras, que pasa por encima de los charcos de
agua sucia, que cruza los postes hechos con zapatillas enterradas en el barro.
Los domingos, cuando llueve, llueve mucho, las piedras ruedan por la calle, el
lodo invade las casas y la gente canta. Los ojos espían a través de estrechas
ventanas en busca de una señal, un rayo de sol, una esperanza.
Los años
pasan; la vida se lleva a algunos y deja a otros. Los niños crecen, los hijos
ocupan sus posiciones. Juegan a policías y ladrones durante el día, mientras
que por la noche la broma se torna seria. Los disparos se confunden con los
fuegos artificiales que estallan en los días de partido. Flamengo y Vasco,
Botafogo contra Fluminense. Cuando el partido por la televisión termina, se
inicia el campeonato de la calle. Gritos y hurras, victorias y derrotas se
mezclan con las rodillas raspadas y los sueños construidos.
Con los
muchos niños que viven el fútbol en aquella calle de la cima del morro, se
podría armar un gran equipo. Crecer y vivir un sueño, cantar el himno con la
selección. Porque ahí, cada vez que alguien hace un gol, llora por dentro.
Porque allí, en la cima del morro, en todo domingo soleado, la calle continúa convirtiéndose
en un Maracaná.
Título original: Domingos de sol
Traducción del portugués: Sergio Gaut
vel Hartman
Un
día una eternidad
Rolando José Di
Lorenzo
—¿Qué hacés con ese traje de goma, te
escaparás así vestido? —dijo Juan sorprendido y molesto con la actitud de su
hermano.
—Bajaré al fondo de un
pozo del que no se sale, solo tiene escalera de bajada y como me imagino que
los bordes y paredes estarán mugrientos, sentiré asco y además, no quiero
arrepentirme.
Si no fuera por el
terrible momento que estaban viviendo, esa afirmación hubiera sonado como una
broma macabra. Juan le gritó que ya estaba por demás sucio y que él sentía asco
por lo que había hecho. ¿Pero qué era eso del pozo y la escalera? No entendía
nada.
—Es cierto, debo dar
asco, yo no lo siento, sé que hice lo que debía, pero tengo que sufrir el
castigo y eso es lo que estoy haciendo.
—¡Y vos sos el juez y
el verdugo, o Dios y el Demonio! Decidiste que había que matarlos, lo hiciste y
te asignaste el castigo —Juan habló tomando a su hermano por los hombros y
sacudiéndolo con rabia— ¿Consideras que un suicidio es lo justo para vos y el
resto y así das por terminada la historia?
—No será tanto el dolor
para ustedes y será toda la vida para mí, creo que un día en el Infierno es una
eternidad y que una eternidad es un día.
Luego se encaminó hacia el fondo del campo,
hacia donde estaban aquellas tenebrosas cavernas. Juan alcanzó a ver que en la
mano llevaba el revólver usado para asesinar a los padres.
Cuando
despertó
Omar Julio Zárate
Cuando despertó el pez volaba enredado
en la glicina ¿o sería agua? Un puente, una muralla, una pagoda, todo giraba. Abrió
los ojos, las paredes blancas, los tubos en sus brazos, las vendas. A su lado
alguien dormitaba sentado en una incómoda silla. Carraspeó. Esa persona se
levantó inmediatamente y acarició su cabeza, ofreció agua. Ella no comprendía y
no sabía que era lo que allí pasaba. “¿Quién soy?” pensó. Tomó dos sorbos del
vaso que le ofrecían y apoyó nuevamente su cabeza en la almohada, sintió un
pinchazo en su nuca, le dolía. Se durmió de nuevo.
Cuando despertó, el pez
y la glicina no estaban, eran ahora otras cosas las que volaban, puños, cintos,
palos, pero no volaban libres por el aire, golpeaban su cuerpo, impactaban en
su rostro y era ella la que caía, la que sentía, la que sufría. Su acompañante
llamó a los médicos por sus quejas, estos vinieron, la revisaron: “todo está
bien” dijeron y le administraron una dosis más alta de calmante. Volvió al
sueño profundo.
Cuando despertó,
recordó todo, todo y pensó: “nunca más, no le creeré nunca más”. Quiso hablar,
pero no pudo, su voz no salía. A su lado, el acompañante la miró y
tranquilamente le dijo: “tranquila, querida, en pocos días nos iremos a casa.
Pronto encontraran a los delincuentes que te hicieron esto en el asalto a casa”
horrorizada desvió la mirada y allí, los médicos asentían, lanzó una única
palabra-grito: “¡NO!”
Y nunca más despertó.
Hermética
María Elena Lorenzin
Cuando nació la recibieron con sorpresa.
La niña no había marcado convenientemente su llegada al mundo. Después de
exhaustivos exámenes, los médicos la diagnosticaron. Perezosa, pero no para
alarmarse. La niña, a quien los padres llamaron Hermética, fue creciendo
encerrada en su propio mundo. Cuando le preguntaban su nombre Hermética se
cerraba aun más. Harta de comentarios, prefería Herme o Tica de acuerdo a cómo
le cayeran las personas. El desdoblamiento le daba juego y le divertía ver cómo
reactionaba la gente. Y así fue jugando a acortar su nombre hasta que se le
acabaron las letras y no habló nunca más.
El
fantasma del Colón
Luciano Doti
El teatro Colón tuvo su propio fantasma
de la ópera. Después de todo, Buenos Aires, la París sudamericana, tenía que
imitar también en eso a su modelo europeo.
A diferencia del
fantasma parisino, el porteño no se enamoró de una de las artistas sino de
varias, e incluso de algunas damas del público. Vivió esos amores platónicos
con pasión, con el ferviente anhelo de poder pasar al menos una velada con
cualquiera de ellas, pero su monstruosa fealdad era un escollo insalvable. Así
atravesó varias décadas, hasta que se popularizaron las cirugías estéticas.
Un día en que una de
las artistas se quedó un momento sola ensayando sobre el escenario, el fantasma
apareció por un recoveco que sólo él conocía y se la llevó a su guarida en los
subsuelos del teatro. Luego pidió rescate. El padre de la joven, un acaudalado
empresario, pagó el monto solicitado; la cantidad suficiente para que el captor
de su hija costeara una intervención quirúrgica con el mejor cirujano plástico
de la ciudad.
El fantasma ya no
residió más en los subsuelos del teatro; su nuevo rostro le permitió exhibirse
en sociedad sin ningún problema.
Una velada, regresó
allí con un ramo de flores y esperó a la artista tras la función. Esa vez,
volvió a llevársela con él, pero ya no fue necesario que la raptara.
Jacinto Mercado era el superhéroe del
barrio. Ayudaba a las viejitas a cruzar la calle, rescataba a los gatos de
árboles y tejados, defendía a los más chicos de grandulones patoteros. Sin
embargo, en cuanto lo veían aparecer, alguno gritaba: “Hay viene Supermercado”
y él sentía que toda la temperatura del cuerpo le trepaba a la cara.
“Supermercado, Supermercado” repetía el eco burlón que rebotaba en los callejones
del barrio.
Cuando leyó “Zenitram”,
el cuento de Sasturain, pensó en hacer lo mismo invirtiendo las letras de su
apellido, pero quedó “Odacrem”. Más parecía un canto a algún producto lácteo
que el nombre de un superhéroe.
Debido a las burlas, no
tuvo más remedio que cambiar de vereda. “En una buena historia —se justificó—
son necesarios los dos”. Y “Mr. M” resultaba un excelente nombre de villano.
Anacronismo
crónico
Federico Schaffler
El cronomóvil era majestuoso, arcaico y
bello. Poco a poco dejaba atrás los rascacielos de cristal, acero y cuarzo,
mientras se elevaba hacia el gris cielo de la megalópolis, haciendo a un lado
las partículas suspendidas que oscurecían el paso de la luz del Sol.
La nave era anacronismo
puro, al ser construida a partir de los planos del globo aerostático de
Montgolfier, las técnicas de Da Vinci y las ecuaciones de Einstein, pero de
acuerdo a los cálculos de docenas de investigadores teóricos, conseguiría lo
que hasta ese momento se creía imposible: viajar en el tiempo.
De lejos, era sólo un
globo de apariencia extraña, pero en su interior tenía un tesseract, una puerta
dimensional permitía el acceso a todo un laboratorio de observación y análisis,
el cual esperaban generara logros científicos de incalculable valía.
Todo estaba previsto,
excepto el hecho de que los residuos sólidos de carbón que flotaban en el aire
entorpecían el funcionar de los delicados aparatos y el único tiempo que
pudieron investigar fue el perdido en un anacrónico sueño crónico.
Pero como globo, era
bello.
Jamón
de pata negra
Manuel Serrano
Corrió la voz de que en una afamada
mantequería de la ciudad se estaba vendiendo jamón de bellota a tres euros el
kilo. No me lo pensé y me presenté al momento. Había una buena cola, pero iba
rápido. Aunque solo daban uno por persona, los que salían iban muy contentos.
Cuando llegó mi turno
vi un 3J de unos siete kilos que me gustó. Se lo pedí al solícito vendedor. Lo
bajó, lo pesó, me pidió 21 eros y diez céntimos. Le di 25 y me entregó el
jamón. No quise tomarle las vueltas, pero no me resistí a preguntarle cómo
podía vender los jamones de esa calidad a tan bajo precio.
—Mire usted, mi jefe,
el dueño de la tienda, está jodiendo arriba con mi mujer y yo estoy jodiéndole
el negocio.
La sombra
David
Slodky
“Las ánimas no existen, no sean
cagones” les dice, proponiéndoles subirse a la tapia y espiar. “Sí existen, y
vagan por las casas abandonadas; me lo dijo mi tía” le dice Tito, atemorizado.
“Prestame una linterna, les voy a demostrar que esas son boludeces.” “Tengo un
farol, si querés” le responde el dueño de casa. “¿Alguien viene conmigo?” les
pregunta, entre irónico y desafiante. Sus amigos dicen mudamente que no con sus
cabezas. De 10 años, Daniel no le teme a nada. Trepa la tapia; baja del otro
lado. Enciende el fanal. El círculo de luz aumenta las tinieblas a su
alrededor. Sobrecoge un poco el abandono y deterioro de la casa. Comienza a
caminar. Sus pasos son el único ruido. Alumbra una habitación vacía, yerma,
desolada. Entra a otra. Las desnudas paredes parecen amenazantes. “Menos mal
que ninguno quiso venir. Se estarían meando encima”. Va a jugarles una broma:
apagar el farol. Los chicos dejarán de ver el resplandor y creerán aterrados
que las ánimas lo devoraron. La tenebrosa cerrazón lo turba un momento. Cree
escuchar unos pasos deslizándose. Seguramente es el susurro de las hojas de los
árboles, agitadas por la brisa.
Largos minutos
después, salta al otro lado. Sus amigos, inquietos y temerosos, lo reciben con
alegría y reverencia. El alivio del reencuentro no les permite distinguir el
extraño brillo en los ojos, ni la difusa sombra que ya no es la suya.
Tiempo que no se va
Carlos Enrique Saldívar
Cuando
despertó, el año 2023 todavía estaba allí.
Había dormido toda la noche, sin que le molestaran los ruidos de los
cohetes ni de los maleantes gritando borrachos y drogados en el parque.
Tuvo un sueño profundo desde que se acostó antes de la 00:00 horas,
antes de que el Año Nuevo llegara. No obstante, seguía en el año que deseaba
dejar atrás. Una época muy terrible, repleta de decepciones, traiciones y
violencia.
No pudo identificar en qué día se encontraba, no al inicio. Quiso salir
de su casa, donde residía solo. Lo intentó. Los perros del vecino ladraban; no
definía qué hora era. El reloj del celular mostraba sólo números difusos. No
obstante, no podía ver la fecha. La descubrió al poco rato, cuando logró abrir
la puerta de la calle.
Cuando un sujeto lo apuñaló en la panza para robarle el celular que
llevaba en la mano.
Lo supo en el momento en que murió desangrado a una velocidad anómala en
el umbral de su vivienda, sin que nadie lo viera y lo ayudara.
En ese instante quedó atrapado en el cruel 2023.
Ajedrez
Camilo Fernández
Recostado sobre la mesa, entrecerró los
ojos disfrutando del resinoso aroma del tablero y las piezas. Tenían menos de
una hora de talladas, por lo que la madera aún mostraba la rugosa belleza de lo
rústico. Una por una, levantó las treinta y dos las piezas del juego.
Cuidadosamente revisó la textura en busca de defectos o de la más mínima
aspereza.
Comenzó con los peones,
ayudándose con una lupa. A medida que se sentía satisfecho a la vista y al
tacto, fue colocándolos en su sitio. Segunda línea. Se había tomado el trabajo
de utilizar distintos tipos de madera para cada bando. Las blancas estaban
hechas de pino, mientras que las negras habían sido trabajadas en quebracho
colorado. Luego de aplicarles el barniz, el trabajo quedaría perfecto. Continuó
con las piezas de la primera línea, de dos en dos hasta llegar al rey y la
dama.
Consideraba el tablero
como una obra de arte. Tallado en treinta y dos cuadrados perfectos de dos
clases de madera y enmarcados para lograr una robusta unidad. La tarea requirió
la precisión de un orfebre, pero luego de un mes de trabajo, el juego estaba completo.
Sólo le faltaba aprender a jugar.
Deseo de intemperie
Itzel
Alejandra Flores García
―Mañana será el día en que sentiremos de
nuevo el cielo.
―¿Vendrán los albañiles
que nos envió el herrero?
―Sí. El techo lleno de
grietas dejará de ser nuestra cobija diaria y podremos mirar la bóveda
estrellada desde nuestra colina urbana.
―Temo que nada de eso
sucederá. La junta vecinal acaba de enviar un edicto de la alcaldía. “LAS CASAS
NO PUEDEN CARECER DE UNA CUBIERTA PROTECTORA HECHA DE CEMENTO. LAS
CONSTRUCCIONES CITADINAS DE ESTE MUNICIPIO, DEBEN SIEMPRE ESTAR AFIANZADAS EN
CIMIENTOS, CASTILLOS, MUROS Y TERMINAR EN TECHOS FIRMES Y SEGUROS. CUALQUIER
OTRA SITUACIÓN SERÁ SUSCEPTIBLE DE MULTAS PARA LLENAR LAS ARCAS DEL ERARIO
PÚBLICO PARA BIEN DE LA SOCIEDAD ESTATAL.
Los extraños habitantes
de la casa tuvieron que dejar atrás la idea de quitar el techo de su casa, las
buenas costumbres de la colonia se los impidió, afortunadamente un
resquebrajamiento ocasionado por un terremoto con epicentro en su colina, ayudó
a hacer realidad su sueño.
Debajo de los
escombros, los vecinos ya no pudieron decir nada.
Drácula
José Luis Zárate
Van Helsing encontró, entre las ruinas, los juguetes de
Drácula. El científico habría pensado en murciélagos, hachas de aluminio,
goterones de pintura roja. No los pulcros estuches con los muñecos de
ventrílocuo. Abrió uno sorprendido de encontrarse con un modelo reciente. ¿Qué
hacía un vampiro adulto con esas cosas? El muñeco vestía frac, se desmadejó en
sus manos. Inconscientemente tomó los controles y lo vio sonreír, mover las
cejas, abrir lentamente la boca a punto de decir algo. Con un estremecimiento
Van Helsing pensó en el placer del monstruo al ver la madera inerte cobrar
vida, al pensar que los muñecos son inmortales, mientras existan titiriteros.
Drácula y esta cosa se comprendían.
Casi no le sorprendió que el muñeco
se lanzara a morderle el cuello.
El precio de la utopía
Roberto
de Sousa Causo
Soy yo quien ejecuta el castigo. Los
terranos me llamarían verdugo, pero no tengo nombre ni cargo oficial, aunque
posea identidad y existencia biológica. Los señores del Consejo no quieren una
máquina ejecutando la orden sino una conciencia viva. Desean que al pulsar el
botón se cause pesar a alguien, que no sea un gesto perdido en los meandros de
la burocracia de la galaxia.
La llamamos galaxia de la Rueda de
la Paz. Los humanos la llamaban Vía Láctea, un recuerdo de su naturaleza
biológica. ¿Retornarán al seno harto de la Tierra, a la infancia de la que
nunca salieron?
Hay un precio a pagar
por las ventajas de la Rueda de la Paz: la sumisión a las deliberaciones del
Consejo. Entre nosotros, no hay guerra. El viaje interestelar y las energías
que manipula amenazan con transformar los conflictos en una reacción en cadena
de biosferas barridas por estallidos nucleares; y nada es más apreciado por el
Consejo que la seguridad de las biosferas planetarias.
Más que los intereses
de sus miembros.
Los humanos erraron al
creer en la importancia de su posición, el peso de su comercio. Llevaron la
guerra a un grupo rival. Por lo tanto aquí estoy, sobre la Tierra, con el dedo
en el botón. Accionándolo, no sobrevendrá la destrucción total por la
disolución de los átomos; será emitida una onda que se creó específicamente
para afectar la razón humana. Los humanos perderán el recuerdo del lenguaje y
de la cultura. En el caos que seguirá, los que sobrevivan retornarán a la base
de la escala, para recorrer de nuevo los primeros escalones de la civilización.
Así mantenemos nuestra
utopía. Enseñando a los otros que el precio es la responsabilidad.
Título original: O
preço da utopia
Traducción del portugués:
Sergio Gaut vel Hartman
Ojos
verdes
Chelo Torres
Era una niña y mis padres me enviaban a
la cama sola. Cada noche era una tortura. La casa era muy grande y vieja. Salía
del salón y ellos cerraban unas puertas enormes de madera que lo separaban de la
entrada y ahí comenzaba la odisea. El eco de mis pasos resonaba mientras subía
la escalera de más de un piso de altura. A cada escalón que pisaba, escuchaba
crujidos. Me asomaba por el hueco de la escalera y veía sombras que se movían.
Las primeras veces que subí sola, a medio camino no soportaba la tensión y
volvía a bajar a toda prisa gritando, pero ellos se enfadaban y me volvían a
enviar arriba. Me explicaban que tenía que vencer el miedo, que en la casa no
había nadie. En cuanto llegaba al final de la escalera, encendía la luz del
pasillo y escuchaba por si me llegaba algún ruido sospechoso, solo cuando me
aseguraba que no había nada extraño lo cruzaba para iluminar mi habitación.
Volvía atrás, desconectaba el interruptor y me encerraba en el cuarto. Acto
seguido, me dirigía a la ventana y cerraba los postigos. No quería enfrentarme
a los ojos verdes que inundaban mis sueños. La ventana me separaba de una
terraza y yo siempre temía encontrarme a alguien en ella. Tapaba rápido los
cristales y me metía en la cama cubriéndome la cabeza con la sábana, rezando
para que nadie me llevara. Al cabo de un par de horas subían mis padres a
dormir. Soplaba para que mis imágenes nocturnas se fueran con ellos y me
dejaran descansar. A la mañana siguiente oía contar a mi madre:
--No sé qué me sucedía
anoche pero no podía dormir, cada vez que lo intentaba veía un espíritu de ojos
verdes que quería entrar en la casa.
Daniel Frini
La
estatua está arrumbada, entre verdes oscuros y sombras que son sudarios, en lo
que antes, en el principio, era un hermoso vergel; a un tiro de piedra del
árbol que lo inició todo. Hoy, el jardín está abandonado; y es una maraña que
tiende a la melancolía, en la que se enredan matas indisciplinadas de arbustos,
grupos de árboles de ramas escuálidas, soledad, pena opresora y silencio. Hay
una tristeza adormilada y atemporal, que el calor, la humedad y el abandono
amortajan. No hay flores. No hay aves. Él decidió, hace tiempo, expulsarlos a
todos. Yrit, esposa de Lot, estatua de sal, está allí, deshaciéndose grano a
grano con el paso de los siglos. Él camina sobre hojas muertas y la ve.
Recuerda y llora, con nostalgia arrepentida.
Octomundo
Boris Glikman
Desde la cima de la colina vi, para mi
agudo desencanto, que esto no era en absoluto un agradable pueblo costero, sino
más bien un monstruoso pulpo de algún tipo que se hacía pasar por una
conglomeración urbana. Ya sabía que los pulpos eran excelentes mimetizadores
con una inteligencia altamente evolucionada y que se hacían pasar, por razones
defensivas y depredadoras, por serpientes marinas, medusas y mantarrayas, así
como por muchas otras criaturas. Parecía que ahora habían llevado el mimetismo
al siguiente nivel e imitaban ciudades enteras.
Me preguntaba cuáles eran
sus motivos para hacerlo. ¿Qué estaban tratando de lograr? ¿Cuántos otros
objetos o ciudades eran en realidad pulpos camuflados? ¿Quizás la Tierra misma,
o incluso todo el Universo, era simplemente un cefalópodo disfrazado?
Me quedó claro ahora
que todas esas teorías de conspiración locas tenían razón con su afirmación de
que una organización malévola se había extendido por todo el mundo y había
penetrado en todas las capas de la sociedad con su influencia perjudicial. No,
iba mucho más allá. Ya no se trataba de un cónclave controlando nuestro mundo;
más bien, nuestro mundo era literalmente uno y el mismo que esta criatura
malévola.
¿Y si yo mismo fuera
solo un idiota “chupado” en uno de sus tentáculos gigantes? Eso ciertamente
explicaría por qué he sido tan crédulo y fácilmente engañado con tanta
frecuencia. ¿Podría ser esta la razón por la que la Empresa me envió de
vacaciones a esta "ciudad", para que fuera capaz de tomar conciencia
de mi propia naturaleza, así como sobre el verdadero carácter del mundo? Pero
si es así, ¿cómo podría beneficiarme de una revelación tan devastadora de quién
soy realmente?
Título original: Octoworld
Traducción del inglés:
Sergio Gaut vel Hartman
Inmortal
Santiago
Eximeno
—Sólo
existen cuatro personas en el mundo que posean el secreto de la inmortalidad
—dije—. Una vive en un remoto lugar del Tibet, inaccesible si tu espíritu no es
inmaculado. Otra recorre los lugares más desolados del mundo, tratando en vano
de suicidarse, convertido en una criatura mutilada que reza por su final de
forma patética. La tercera eres tú —continué, señalando al potro de tortura
sobre el que había atado al Inmortal.
—¿Y qué quieres? —me espetó el Inmortal,
debatiéndose contra las ligaduras de cuero que le unían al potro—. ¿Arrancarme
el secreto mediante tortura?
—Oh, no, no me has entendido —respondí, sonriendo—.
Yo soy el cuarto. Sólo quiero pasar un rato divertido contigo. Un rato largo,
por supuesto.
Femme fatale
Carlos
Eduardo Sánchez
En el bar
repleto estábamos todos los muchachos del barrio. Apenas la vi cruzar la
puerta, me di cuenta de quién era; sólo le faltaba la guadaña en la mano.
—¿Usted es el señor Juan Aguirre?—me preguntó sin mover los labios.
—No… no soy Juan Aguirre —mentí instintivamente.
Pareció quedar confundida.
—Qué extraño —me dijo—, yo tenía la información que se encontraba en este
lugar. ¿Usted lo conoce?
Miré a mi alrededor. Le grité a Juan Pérez, que estaba en otra mesa.
—Che Juan, acá te busca una señora.
Los vi conversar y luego irse juntos.
Pobre Juan, siempre fue un gran mujeriego; no se le escapaba ninguna.
Acerca de Mí
Carlos A. Micca
Existen situaciones y necesidades que solo son aceptadas por pocos.
Quienes logran comprenderlas no son personas comunes. Son los elegidos por
esquivos y vanos dioses seglares para colaborar en la difusión de su falso
evangelio.
Yo soy uno de ellos.
Tengo la potestad de poder relatarte, si es de tu agrado, todas las
dificultades que ha debido sortear el Cosmos para que hoy tú puedas beber el
agua.
Puedo también lograr que crezca una flor en el infierno de tu mente.
Pero solo lo haré cuando lo desees.
Llámame cuando tengas el alma dispuesta para conversar cara a cara con tus
propios demonios.
Yo podré comprenderte, créeme.
Pero para eso deberás llamar primero a los elegidos.
Y elegirme.
Atemporal
Esteban
Dublín
Adentrándose
en el valle de Anduriamenia, muy cerca del río Guapí, hay un lugar enigmático.
Generalmente, todo el que llega hasta allí se sienta en una enorme piedra,
encuentra unos viejos manuscritos aparentemente extraviados y movido por la
curiosidad les echa un vistazo. Lo que sucede a continuación no tiene
explicación alguna: mientras el caminante los va leyendo, el tiempo se va
lentificando. Misteriosamente, los segundos se convierten en minutos; los
minutos, en horas; las horas, en días; los días, en meses; los meses, en años y
los años, en siglos. La devoción por la historia obnubila al peregrino y cuanto
más desea apresurarse a conocer el final del documento, más despacio corre el
reloj. Atrapado en una confabulación del tiempo, como pagando un impuesto por
visitar el lugar, el ansioso viajero se queda leyendo la misma historia por
toda la eternidad.
Biografía
José
Manuel Ortiz Soto
La
mañana del 23 de junio de 1959 tras la exhibición de la película Escupiré sobre vuestras tumbas (de la
que era guionista), muere a los 39 años de edad en el Hospital Laennec en
París, el ingeniero, trompetista y crítico de jazz, cantante, compositor,
productor, traductor, actor, dramaturgo, patafísico, poeta, novelista,
dibujante… Boris Vian.
—Eran demasiadas vidas para un cuerpo frágil y
enfermo; y claro, su corazón no resistió —explicó el médico de guardia a un
inexpresivo Vernon Sullivan, quien, fiel a su creador, hoy sigue por el mundo
con las novelas que escribían juntos.
Ignorancia
Maru Alzugaray
Tenía
las manos atadas a la espalda y un molesto hilo de baba bajaba lentamente hasta
su cuello. Estaba apoyado contra una pared helada, a juzgar por la frialdad que
sentía hasta sus huesos. Ignoraba cuánto tiempo llevaba en esa posición.
Acababa de despertar de su desmayo. No quería abrir los ojos aunque sabía que
era necesario saber dónde se encontraba, pero no quería…
Sin obedecer a su razón, nublada por el
aturdimiento, la voluntad le levantó los párpados.
Cuatro paredes azules demarcaban un
territorio vacío, solamente ocupado por él en ese estado de semiinconsciencia
en el que se encontraba. Eso lo desconcertó.
Un estornudo profundo salió de su cuerpo
y se expandió por el espacio.
Apoyó la cabeza contra la pared y cerró
los ojos, mientras su mente se interrogaba. ¿Qué es este lugar? ¿Cómo llegué
hasta acá? ¿Qué me pasó? ¿Quién soy yo, por dios, quién soy?
Lucifer
Dora
Gómez Q
—¿Ustedes sabían que Lucifer era músico?
—preguntó el pastor de Adoración a la banda—. Deben cuidarse más que nadie, fueron elegidos para tener el don de un
buen oído o una voz angelical para nuestro coro. Lucifer les tiene envidia, él
ya no puede estar en la adoración por engreído, por eso fue expulsado. Así que
manténgase humildes. El próximo domingo daremos lo mejor de nosotros, pero
tenemos que venir a adorar en santidad. ¿Qué quiere decir “en santidad”? Quiere
decir libres de pecado. Repitan conmigo.
—Libres de pecado —dijeron al unísono.
La cantante, que tenía relaciones sexuales con el pastor de los jóvenes,
dudó que pudiera permanecer en santidad hasta el domingo.
—Recuerden que cantantes extraordinarios, que
terminaron suicidándose o muriendo por sobredosis, antes de ser mundanos eran
integrantes del coro de la iglesia. Por eso les pido santidad y recuerden que
nosotros no somos del mundo.
El joven que tocaba la batería tenía una cita el sábado con una chica que
no era de la iglesia, de ninguna iglesia. ¿Sería el mismo Satanás el que habría
hecho que se enamore perdidamente de ella?, se preguntaba buscando en su mente
alguna excusa para cancelar la cita.
Al músico que tocaba el bajo le gustaba la mujer del pastor, motivo por el
que varias veces había pecado con el pensamiento.
—Si todos estamos en santidad, el domingo será
maravilloso, veremos prodigios y milagros en nuestra iglesia —concluyó el pastor
Al fin el domingo llegó. Los músicos estaban ensayando desde muy temprano.
A las diez de la mañana comenzó el culto con la música de alabanza, y justo
antes de la adoración, se cortó la luz.
Frustrado, el pastor de la adoración miro a la banda y los interrogó:
—Díganme la verdad: ¿están en pecado?
Incompatibilidades
Juan Pablo Goñi
Capurro
Llegué a casa tipo cinco y media, ella
estaba tendida, concentrada en el celular. Sobre la mesa, las entradas al
teatro. Me apresuré a darme una ducha, aliviado porque ella se veía recién
salida del baño. Una semana y muchas influencias me había costado obtener las
plateas, sin numerar, para la comedia del año.
A las siete, bañado y
afeitado, le recordé que la función comenzaba a las nueve. Me dirigió una breve
mirada y siguió interactuando con el telefonito.
Tipo ocho de la noche,
le dije que llegaríamos tarde si se preocupaba tanto por la apariencia. Sin
inmutarse, continuó probándose ropa, sobre la cama había montado una feria
americana de vestidos y pantalones.
Aseguré que no
obtendríamos un buen lugar si entrábamos a último momento. Ni me respondió, era
el turno del maquillaje, la vi pasar con un neceser repleto de cremas, rímel y
labiales rumbo al cambiador.
Le juré que no
tendríamos posibilidad de conseguir entradas otra vez, la compañía salía de
gira tras esa función. Era el turno de las uñas de los pies, tenían que
combinar con los zapatos. ¡Zapatos cerrados!
Rendido ante la
evidencia, me tendí en el sillón. Era inútil, las extraterrestres no entendían;
maldito el día en que me fui de crucero por Júpiter y volví con ella.
Fábula de fábulas
Alejandro
Marcelo Guarino
Cierta tarde,
descansaba una ranita a la vera de un estanque. Extasiado por el verde y la paz
que lo circundaba, el batracio se sobresaltó al escuchar la voz del escorpión,
al que no había visto llegar.
—Buenas tardes —dijo el visitante—, ¿podría hacerte una pregunta?
—No encuentro objeción alguna —respondió la rana.
—Tengo que llegar hasta la otra orilla de este lago pero no sé nadar
—continuó el ortóptero—; ¿podrías llevarme hasta allí, sobre tu lomo?
La rana estiró la lengua y atrapó un insecto que se hallaba sobre una
piedra, antes de contestar.
—No hallo ningún inconveniente en ello, pero…
—¿Pero qué? —inquirió el escorpión.
—¿Qué pasaría si cuando te estuviera transportando te aprovecharas de
mi concentración y me picaras?
—Tonto sería —respondió el escorpión— pues, en ese caso, también
estaría provocando mi exterminio debido a que lo ignoro todo acerca de las
artes de la natación.
Fue así que ambos, rana y escorpión, cruzaron las aguas, el uno montado
sobre el lomo de la otra
—Gracias —dijo el pasajero al llegar al otro lado, y a continuación
preguntó—, ¿pero no sentiste un picotazo en tu espalda a mitad del recorrido?
—Sí —respondió la rana— pero como en una fábula anterior un pariente
tuyo me aguijoneó, su veneno desarrolló, en mí, un antídoto contra la sustancia
que producen los de tu especie.
El escorpión permaneció observando a la rana por un rato antes de
proseguir.
—¿Por casualidad no viste por aquí a una liebre y una tortuga? Debo
decirle algo a la liebre. —La rana permaneció en silencio sin agregar palabra,
por lo que fue el escorpión el que cerró el diálogo—. Perdón, es que no puedo
con mi naturaleza.
Elogio de la lentitud
Lucila
Adela Guzmán
Salvar
al planeta, para él, era cosa de todos los días, pero su problema era la
velocidad, los salvatajes ocurrían tan rápido que los demás, comunes y
mortales, ni se enteraban. Próximo a cumplir los cuarenta, Flash fue presa de
la típica crisis que deviene del número que da a entender el fin de una
cuarentena; de la cual, uno supone, debería resurgir más sabio, más
inteligente, más sexy, en definitiva más algo. Un día, en plena crisis existencial,
luego de probar con diversas terapias y leer varios libros de autoayuda, Flash
se topó con el libro que cambiaría su vida: Elogio
de la lentitud de Carl Honoré. Frases como: “La lentitud nos permite ser
más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer
y los otros” lo conmovieron y antes de llegar al epílogo del libro ya se había
hecho adepto al movimiento que proclamaba una vuelta a la lentitud. Hoy el
superhéroe practica Tai Chi Chuan en una plaza y su amado planeta sucumbe
desahuciado ante la espera de un salvador.
Lucha
Ricardo Guzmán Wolffer
Ensangrentado, tres moretones nuevos en
la espalda, una costilla rota, el Milanesas voló por encima de las cuerdas para
caerle encima al Jefe de Zacatecas. El Perro Aguayo estaba bañado en sangre. Se
tambaleaba. Al lado, Canek y Ray Mendoza yacían inconscientes. "La lucha
del siglo", se había anunciado por meses en la televisión. Las cámaras
mostraban los rostros rajados y chorreantes. Incluso los espectadores estaban
salpicados de sangre. Ciento veinte kilos de musculatura volaban con odio: dos
metros para el impacto. El Milanesas cerró los ojos. No podía fallar. Por fin
caería su enemigo. Pero el Perro, con magníficos reflejos, se hizo a un lado.
En la primera fila estaba el jefe Godínez con su secretaria, su amante
ocasional. Un instante antes de ser arrollados, él pensó: "espero que mi
esposa no esté viendo las luchas". Ella murmuró: "me hubiera ido con
el taquero". Pero recordó que traía su vestido nuevo y empujó al jefe. El
Milanesas les pasó rozando. Atrás, la anciana que había estado gritando quedó
muda. Para siempre.
El
paquete
J. J. Haas
El paquete debió de llegar durante la
noche, porque a primera hora de la mañana descansaba sobre el felpudo de
bienvenida de Jacob Osbourne. Jacob, que tenía el sueño más ligero, se levantó
con el sol y pudo ver una pequeña caja envuelta en papel marrón grueso en el
porche de su casa. Giró la cabeza para ver mejor a través de la ventana de la
puerta principal, pero lo único que vio fue la gruesa cuerda que sujetaba el
paquete.
No sabía qué hacer.
Tras diez minutos de
indecisión, fue al garaje y cogió sus tijeras de podar extendidas, después se
puso el chaleco de Kevlar y los guantes. Apagó la alarma de seguridad y abrió
tres cerrojos, forzó la puerta principal y se asomó.
Hasta ahí todo bien.
Se apartó de la puerta,
introdujo las tijeras de podar por la abertura y empujó el paquete con la
punta, luego lo empujó un poco más. Cuando hubo empujado el paquete varios
centímetros sin incidentes, se sintió aliviado. Al menos temporalmente.
Ahora tenía que recoger
la maldita cosa.
Jacob dejó las tijeras
en el vestíbulo, abrió más la puerta principal, asomó la cabeza por la abertura
y miró el paquete. Su nombre y su dirección eran correctos, pero no había
remitente. Sabía que era arriesgado, pero antes de que pudiera contenerse,
abrió la puerta de par en par y cogió el paquete.
Para su sorpresa, no
pasó nada.
Tomó confianza, llevó
el paquete a la cocina y lo dejó sobre la isla. Quitó con cuidado el cordel,
desenvolvió lentamente el paquete y sacó el papel de una caja blanca y
resbaladiza. En la parte superior de la caja estaba escrito el nombre de una
empresa conocida.
Gracias a Dios, sólo
era su medicina.
Título original: The Package
Traducción del inglés: Sergio Gaut vel
Hartman
El
coleccionista
Michael Haulica
No sé por qué lo hice. Probablemente
porque el control remoto entró en mi vida al igual que la máquina de afeitar o
la aspiradora. Con el tiempo, mis reacciones se han vuelto rutinarias. Así fue
como hice ese gesto automático. Melinda dijo algo que no me gustó, apunté hacia
ella el control remoto, presioné el botón rojo y... no la he vuelto a ver desde
entonces.
La campana suena como
una gata en celo. Es el cartero. Me da un paquete y una módica propina se
desliza hacia su bolsillo. En cuanto el cartero se va rasgo excitado el
envoltorio. ¡Finalmente! El nuevo modelo de control remoto PX-686 brilla en mi
mano.
Juego con los botones
durante media hora y después, con la tristeza habitual, lo pongo junto a los
otros doscientos sesenta y cuatro controles. Una nube con el perfil de una
mujer pasa por delante de mi ventana y sigo estando solo, tan solo...
Título
original: Colecționarul
Traducción del rumano: Sergio Gaut vel
Hartman
Proemio
Omar Hebertt
Allí, a la derecha, hay un cigarro; es
lo primero que veo. Prácticamente sin consumir. Un lujo desperdiciado sobre el
cemento y un espejo cruel.
Es
la una de la mañana, camino hacia mi casa pero hambriento. No he hecho una
comida decente en más de una semana, ni he conciliado el sueño por más tiempo.
Tampoco tengo dinero para fumar. He sobrevivido gracias a un tarro de miel
silvestre que me quita el hambre, aunque temporalmente. Además, hay una
cuarentena global. El planeta zozobra por culpa del nuevo virus.
La
ciudad se ha convertido en una película de ciencia ficción: extintores cargados
con polvo desinfectante para rociar estaciones y trenes del metro; monitores
térmicos para detectar órganos comprometidos por el virus; cubrebocas de
distintas apariencias y colores; carteles con instrucciones para prevenir el
contagio; alcohol en gel en los espacios públicos todavía en servicio... México
está en la mira de la oms
porque aquí se detectó el brote de la enfermedad y nadie sabe con certeza la
magnitud del daño que provocará. Me apoyo contra la lámina de una parada de
peseros, sin quitar la mirada del cigarro.
Lo
levanto del suelo y rompo el filtro para dejar un extremo asomando papel roto y
otro quemado. Enciendo mi cigarro con los cabos de cerillo que masco para
apaciguar la ansiedad, sorbiendo el humo desde la brasa apagada.
Sigo
mi camino, sonriendo con la sensación de haber mordido un pezón de las tetas de
la noche.
Alquimia
del dolor
Ernesto Antonio Parrilla
Las manos van y vienen sobre el piano,
mientras los dedos despiertan pinceladas armónicas arrancadas al silencio, a
esa habitación vacía ocupada solo por él, ese cuerpo en pena, que encorvado
sobre los dientes blancos y negros del colosal instrumento destierran al olvido
los dolores del pasado.
Eso en realidad desea,
anhela, casi como una súplica, pero sin darse cuenta de que lo único que está
logrando es un principio de la alquimia, transformando las heridas en notas,
los crudos recuerdos en melodías que ahora envuelven la sala, recorren los
rincones y penetran en sus oídos, regresando consigo el ayer que quería
olvidar.
Y de esa manera
descubre algo más, una revelación que lo asfixia, lo deja sin consuelo: el
dolor no tiene final. Partitura eterna de la vida, ni siquiera muere en la
muerte. Se transmuta, escapa, vuela, sin que nadie sepa adónde irá a detenerse
la próxima vez.
La
coma invertida
Rhys Hughes
La
coma ordinaria crea pausas en el texto; se deduce lógicamente que la coma
invertida da un empujón a la prosa, acelerándola a veces más allá del punto en
que se queda sin aliento, hasta convertirla en un borrón o un grito. Una caja
de estos rarísimos signos de puntuación apareció en el interior de un volumen
sobre las leyes del movimiento: las páginas de aquel grueso tomo habían sido
recortadas para hacer un hueco secreto lo suficientemente grande como para
albergar con seguridad la caja.
Thornton Excelsior no recuerda cómo
llegó a sus manos el libro y, por tanto, la caja. Pero sabemos que una vez
esparció un puñado de comas invertidas en un ejemplar amarillento del Código de
la Circulación: el texto infringió inmediatamente sus propias leyes al
sobrepasar el límite de velocidad obligatorio en una zona urbana. Las comas
invertidas son más propiamente conocidas como ammocs, de ahí la frase
"correr ammoc".
Los intentos serios de crear motores
interestelares componiendo novelas enteras exclusivamente con comas invertidas
están destinados al fracaso: nada puede superar la velocidad de entretenimiento
de la luz.
Título original: The Reversed Comma
Traducción del inglés: Sergio Gaut vel
Hartman
Siempre he
sido precoz
Stefano Valente
Siempre
he sido, ¿cómo se dice?... precoz.
Cuando nací, mi madre ya llevaba veinte años muerta.
Luego, obtuve mi grado universitario en la escuela primaria. En mi primera
boda, mis hijos del tercer matrimonio fueron los testigos. Consigo trabajo,
primer día, me siento en el escritorio, ¡buenos días!, los compañeros con los
ojos desorbitados: “¿Pero no hace tres años que te jubilaste?”.
Basta. Esto no es vida. Cuando besé por primera vez
a una mujer, sentí en los labios el frío de su tumba...
Me gustaría parar. Respirar profundamente.
Reflexionar sobre los segundos que transcurren lentamente. Pero sé que es una
ilusión. También esta pistola en la sien es inútil.
Apretar el gatillo no sirve de nada.
Y no es por cobardía.
Lo hago siempre, en cada reencarnación.
Hibernación
Gabriela
Vilardo
Raquel
sintió el frío pegoteo de telarañas en su cara. Malena, su vecina, rengueaba en
la vereda. Cerró los ojos y los volvió a abrir. En el bolsillo de su delantal,
la foto de aquel hombre que se mantenía joven, como Malena antes de que la
propia Raquel se acostara a dormir para no matarlo. Habían pasado cincuenta
años.
Revelaciones
sobre la fama
José Luis Velarde
Los noticiarios informan el
aparecimiento de un frenesí vicioso capaz de supurar lujuria durante días
enteros. Acompaña sus manifestaciones con piezas de oratoria insuperable.
Repite un síndrome advertido en Juan Tenorio, Casanova y otros parranderos de
mayor o menor renombre según el anonimato disponible o el afán exhibicionista
de cada uno de ellos.
Al anonimato contribuye
la actitud asumida por los afectados, pues no siempre desean endilgar quejas
tras concluir sus encuentros con un frenesí acompañado de oratoria insuperable.
Resulta obvio que algunos se avergüenzan, otros manifiestan conformidad con lo
conseguido y que son muchos los que consideran injusto pelear por un hallazgo que
los ha hecho tan felices como nunca soñaron.
Otro factor influyente
para que prevalezca el anonimato es la presencia de reporteros, cronistas de la
vida social, historiadores, paparazos, detectives, comadres o chismosos; cada
época les concede nombres diferentes, empeñados en saber cómo un frenesí
vicioso llega a adentrarse en una persona para afectar a determinado sector de
la humanidad. Es lógico suponer que ciertos cargos y posiciones cuentan con más
analistas. Entre ellos uno puede referir los relacionados con la nobleza, los
otorgados por la fama, el mundo del cine, los gobernantes y el monto de las
fortunas involucradas.
No suelen difundirse
las historias surgidas en otros estratos sociales a menos que devengan en
hechos delictivos enredados con historias patibularias.
¿A quién le importa
saber la vida de un miserable por más seductor que sea?
Huérfano
César Klauer
La agente de policía encontró al niño
oculto en el closet. La fetidez que había alertado a los vecinos era más
penetrante en el dormitorio, cerca del cuerpo apuñalado al pie de la cama.
El terror envolvió la
magullada cara del niño como una careta sombría. Levantó la mirada, una mancha
de sangre seca resaltó en su pómulo: ¿Está muerta? Aguantó la respiración, ¿Mi
mamá está muerta? La agente lo sentía mucho. Él suspiró, su expresión se
suavizó en una mueca que la agente interpretó como una sonrisa. El niño miró el
cadáver: ¡La muy hija de puta!
El
trueque
Oscar Luis De Los Ríos
Nunca valoramos nuestra estancia en la
Tierra, vivíamos en el paraíso; después de la gran guerra debimos abandonarlo y
partimos en busca de otro mundo para habitar. Deberían pasar miles de años
antes de que nuestro amado planeta sanara. ¡Tanto daño le habíamos hecho! Sin
embargo, nos seguimos aferrando a la vida. Viajamos por el espacio añorando el
pasado que dejamos atrás, en busca un futuro para la humanidad. Teníamos la
tecnología y los medios para buscar otro lugar donde resurgir y aprender de
nuestros errores. Fue entonces que llegaron los alienígenas, eran seres de luz
y energía; nos ofrecieron la inmortalidad a cambio de nuestros cuerpos
mortales. Aceptamos, creyéndolos tan inteligentes y evolucionados como
ingenuos, e intercambiamos esencias.
Nuestras almas salieron
del cuerpo y fuimos seres de luz. A cambio ellos, tomando nuestros cuerpos,
volvieron a vivir y se marcharon. No pasó mucho tiempo antes de que
comprendiéramos que los ingenuos fuimos nosotros.
Pasaron años, siglos…
milenios. Recorrimos el universo en naves cada vez más sofisticadas. Evolucionó
nuestra ciencia y nuestra tecnología al límite de ser dioses. Sin embargo,
seguimos buscando, sabemos que ellos se han de olvidar de que alguna vez fueron
seres de luz y, cuando los encontremos, tendremos la oportunidad de ofrecerles
la inmortalidad a cambio de nuestros cuerpos mortales y de esta forma volver a
nuestro pequeño paraíso en la Tierra.
El
puntilloso
Cristina Chiesa
Evelio no era un hombre de decisiones
apresuradas, no obstante su innata generosidad. Y este caso era especial.
Se trataba de sus órganos,
no de cualquier cosa. Su hígado cuidado desde siempre con alimentos bajos en
grasas y abundantes litros de agua, sus retinas jamás profanadas por lujuriosas
miradas, sus pulmones que habían rechazado sistemáticamente el tabaco o alguna
que otra sustancia non tan sancta y finalmente su corazón, bien a resguardo de
cualquier contratiempo emocionalmente desestabilizador.
Todo estaba en orden, a
punto, casi perfecto, y por eso Evelio, que en su vida se había apresurado en
una sola determinación, estaba preocupado.
¿A quién irían a parar
esos sus cuidados órganos? ¿A qué descuidado, negligente, desaseado sujeto
serían trasmitidas las poderosas y saludables cualidades de sus porciones
interiores?
Por eso, cuando lo
acostaron en la camilla aquella mañana, se sintió tan inquieto, tan resentido y
disgustado con su prematura muerte que, en un supremo esfuerzo, juntando todas
las fuerzas de su perseverante vida, desconectó el cerebro, primero de las córneas,
después del hígado y su jugos, y finalmente de los pulmones y el corazón, tan
preciado, tan cuidadosamente resguardado de cualquier trasgresora contrariedad.
Cuando el médico
constató la muerte cerebral y decidió abrirlo, horrorizado contemplo la visión
de la catástrofe.
En lugar de los
habituales órganos sanguinolentos, no había más que un ordenado sistema de
cajas y circuitos, gelatinosos, inodoros y trasparentes. Todos ellos en
absoluta concordancia con la escrupulosa vida que Evelio se había empeñado en
llevar.
Posibilidades
Rosa Lía Cuello
La tarde remoloneaba. La calidez del sol
acariciaba los rincones. En el banco de la plaza una mujer enjugaba sus
lágrimas. De repente irguió su cabeza buscando una esperanza. Vio el edificio.
Observó al hombre que se secaba la transpiración.
En el edificio en
construcción un hombre dejó de trabajar, se limpió la cara con un pañuelo y
buscó el verde. Suspiró hondamente su cansancio. Entonces la vio levantar la
cabeza y decidió bajar con cualquier excusa.
Un suspiro y una
lágrima fueron el detonante de un posible futuro. El mundo estaba abierto a
infinitas decisiones.
El
destino del perro
Christopher T. Dabrowski
Fafik
se acerca a su dueño moviendo la cola. Su dueño no se fija en él. Como siempre.
Solía ser una buena persona, jugaba con él, pero ya no lo hace.
Fafik escucha su nombre. El hombre se lleva
algo a la oreja.
—Extraño a Fafik —dice al aire—. Tienes razón;
fin del luto. Es hora de una nueva mascota.
Va al refugio.
Fafik entra en el cuerpo de un perro del
refugio y saluda a su antiguo dueño.
—Me llevo a este.
Volviendo a la casa, el hombre le dice
al nuevo perro:
—¿Sabes una cosa?, realmente me
recuerdas a alguien.
Desborde
Rogelio Dalmaroni
Durante
siglos los peones al llegar al casillero 8 se coronaban reina.
En abril de 1789 durante un torneo en las afueras de
París, en un clima de revuelta popular, dijeron basta. Decidieron seguir siendo
peones.
El tablero fue tomado y los reyes hechos rehenes.
El comité internacional suspendió el torneo y
amenazó con eliminar a los peones del juego.
Fue la chispa que encendió los tableros.
En los torneos alrededor del mundo los peones
exigieron la reforma y los jugadores se solidarizaron con ellos.
El comité prohibió el ajedrez.
La rebelión se extendió como reguero de pólvora a
toda Europa.
Surgió entonces con una fuerza inusitada un nuevo
reclamo: la abolición de las coronas.
El 14 de julio de ese año se produjo la toma de la
Bastilla en París.
Silencio
Miriam Cairo
Andá
a ver si he muerto, dije. Él vino al minuto y dijo: parece que sí. ¿Morí de día
o de noche? No sé, había niebla, dijo. ¿Estaba muy pálida? No, no, dijo. Qué
raro, dije. Andá a ver si lloro. El vino a los dos minutos y dijo: parece que
no. Entonces estoy muerta. Parece que sí, dijo. Me pregunto por qué habré
tardado tanto. No sé, dijo. ¿Qué haré ahora que estoy muerta? No sé, volvió a
decir. Dame tres vueltitas de llave así nadie entra. El volvió a los tres
minutos y dijo: ya estás cerrada. ¿Me dolía la garganta? Parece que no, dijo.
Mmmm. Nunca estuve tan callada. Nunca, dijo. ¿Habré muerto de silencio o de
oscuridad? Tal vez de ambas cosas, dijo. Andá a ver si estoy justo en el
centro. El volvió a los cuatro minutos: sí, en un centro estás, dijo.
¿Necesitaría un telescopio para encontrarme? Sí, si fuera necesario
encontrarte, dijo. Yo prefiero decir que he muerto de oscuridad y de silencio,
porque morir de soledad es poca cosa. Sí, es cosa de los muertos, dijo.
Noches
del Soho
Patricio G. Bazán
Expulso el aire a través de la aguja y
contemplo la tibia solución en la jeringa. ¿Habrá suerte esta vez? Armado de
arrojo, me encierro en el baño de una desconocida que ya agoniza en su cámara y
hundo la plateada lanza en mi vena.
Esta tarde he vuelto al
laboratorio a revisar con empeño cada muestra, cada nota, cada tabla escrita
con esa letra que ahora no registro como propia, en busca de mi salvación.
¡Santa madre, debe funcionar! Mientras espero que haga efecto, echo una vista a
mi figura en el espejo: el pelo indomable, un ojo amoratado (último golpe de la
dama, al menos le concedo ese inesperado gancho de izquierda), una manga de mi
chaqueta tinta en sangre… La apariencia física de un depredador, una bestia
recién salida del monte para saciar sus apetitos inconfesables.
Imagino que hasta el
último agente del orden debe estar tras mi huella, registrando cada sitio en el
que he estado, y me río sin motivo ni razón.
En el fondo, sospecho
que ya nunca volveré a ser el respetable, correcto, odioso doctor Henry Jekyll,
y una honda carcajada brota de mi pecho como saludo al cielo de un nuevo
amanecer.
Recordar
lo importante
Alejandro
Bentivoglio
En
ocasiones me aborda una melancolía irrefrenable, pero luego mi adorable
mujercita me recuerda que somos felices y que tenemos una familia grande y sana
y que mi empleo es estable y que me asegurará una vejez tranquila.
Entonces, suspiro agradecido, me coloco
mi capucha de verdugo y me voy a trabajar silbando, con el hacha al hombro.
Del
paso
Armando Azeglio
El cielo –seguro– auguraba un estrago.
Estaba nublado y fértil. Se me antojó que se venía una tormenta de salmuera. Era
junio. Un grajo chirrió distante. Ningún campo había florecido y los postes del
telégrafo emergían de la tierra como mástiles de barcos sepultados. Yo veía
todo con los ojos híbridos de un adicto. Con la picara estulticia de un
descreído geronte. Entonces, me propuse jugar sin enjuiciar la realidad; aunque
el espectáculo me supiera a recipiente vacío, a sepultura, a bolso desfondado,
a máquina de picar asombros. El hombre mítico necesita recrear mitos para darle
sentido a su existencia citó una parte lúcida de mi cerebro, y mis pies
llegaron a ese viejo buzón, metí mi mano en su profundidad, y como si se
tratase del antiguo baúl del mundo (que es lo mismo que decir la vieja galera
de un mago) fueron saliendo palabras, pensamientos, fantasías: uvas incircuncisas,
manzanas multicolores, colibríes, flores indecibles. Y con ello comencé la
historia siempre trunca, o aún no comenzada, y siempre detenida en los momentos
en que la realidad y el sueño se confunden.
Una absurda estocada al corazón del mal
Guillermo
Corte
Me tomó años alcanzar la meta de ser
miembro, ingresar a ese abyecto círculo. Hacer el contacto, adentrarme en sus
filas, ganarme su confianza. Tuvo un costo, por supuesto; mutar mi especie,
bajar al infierno y pudrirme las tripas en ese sitio hasta sentir el ardor;
hacerlo familiar, vivir con un elástico, tirante, apretándote el corazón, pero
sin soltar esa delgada voluntad. Es un maldito arte, chico. Marchar por ese
surco que media entre la luz y la oscuridad. Dejar morir la gracia poco a poco,
sin llegar al punto de no retorno.
Creí tener las agallas
y compré el billete. Atravesé el arco hacia este mundo calamitoso sin mirar
atrás, sabiendo que no volvería en una pieza.
¿Que si logré mi
objetivo? Sí. Les di donde más les dolía. El sujeto era un tipo importante.
Sabía desde un
principio que el mal nunca se destruye, solo se reconfigura. Un miserable
tirador militar no puede cambiar eso. Siempre fue solo una inútil misión
suicida, muchacho.
No me des las gracias.
El alba marca el breve tiempo de mi victoria pírrica. La gozaré mientras todo
llega a su fin. El destino firmó y certificó su firma. Ya suena la alarma.
Adiós.
El
actor
Joyce Barker
Paseaba por las calles de este lugar sin
nombre, y empezaba a sentir el calor insoportable de los adoquines en las
suelas de mis zapatos. A pesar del sol, aún quedaban rincones húmedos en las
veredas, olvidados por la neblina de la madrugada.
Caminé hacia el parque.
A lo lejos se veía el túnel, del que alguna vez me hablaron; y ahí estaban
ustedes, apoyados en el murete que dibujaba su acceso de dos vías. Nos miramos,
sonreímos y entramos; elegimos el camino de la izquierda.
Dentro del túnel,
apenas lográbamos estirar los brazos más allá de los codos, pero no nos importó
mucho y, aguantando un poco la respiración y la ansiedad, continuamos
avanzando, guiados por nuestro instinto. La salida apareció inmediatamente
después de la curva, segundos eternos; y salimos a un claro pétreo y soleado.
Te acercaste, dijiste que eras un actor y que me llamarías a las 6:30 de la
tarde. Tomé un papel y escribí mi nombre y mi número. Nos miramos y luego nos
despedimos.
“Estamos juntos en el
muelle”, pensé, mientras miraba tu cara serena.
El mar estaba congelado, a pesar de ser un día
de sol; y flotaban focos de fuego, que alumbraban a los hielos quebradizos de
la superficie.
Ave
Ricardo Acevedo
Esplugas
Todo comenzó antes
de ti.....
(Anónimo).
—Estoy a nueve parsecs de ti, puedo
sentir tu aliento.
Ave, Ave, Ave
Luego de billones de
años, estamos juntos otra vez, como al principio.
—Recuerdo (esa era mi
función) lo molesta que te pusiste cuando fui elegido Explorador. ¿Tenías que
ser tu?, dijiste.
Mientras yo te hablaba
de...." Privilegios", "de la comunicación con otras
civilizaciones", "del conocimiento".... y era nuestra última
noche. Porque al otro día (EL DÍA DE LA PARTIDA), cuando todos celebraban, mi
mente superaba la velocidad de la luz, en el interior de una semiesfera
indestructible."La memoria de los Dioses", en todo mi ser bulle la
sabiduría de un universo que desapareció, hace ya mucho tiempo. Mas yo existo
en cualquier dimensión y la duda me es ajena. Aún así el Cosmos no responde al
grito, ecos tatuados de pirámides; monolitos, rostros herméticos, párrafos de
un mismo pasado por los que no corre ni una gota de vida. Es así, que ubico tu
canto (que existió siempre), y me dejo conducir.
Ave, Ave, Ave
Entro en la atmósfera,
la fricción quema la celda protectora. ¡LIBRE!
Y estoy junto al árbol.
Ahora debo ser cuidadoso, camuflaje perfecto, el más atractivo de sus frutos.
Ella aparece por el camino, leo claramente sus pensamientos:
".... mas del
árbol de la Ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él
comieras, ciertamente morirás".
Repito su nombre, y
este devuelve su reflejo.
Ave, Ave, Ave.
Eva, Eva, Eva.
La última clave ha sido
conjurada y sus dientes clavan mis carnes en placentero dolor.
Voyeurismo
Alejandro Fabian Alberto Aguirre
Miró con un telescopio a su mujer que
estaba haciendo el amor con su amante. Mientras maldecía entre dientes, recordó
las veces en que él le fue infiel. De pronto vio como gozaba su mujer como
nunca antes, entonces el enojo se convirtió en un torbellino de sensaciones,
una sorpresiva pena, angustia, furia, envidia, celos y una profunda laceración
al amor propio.
Entonces, cuando vio
que a su mujer le tiritaba el piecito izquierdo, tuvo temor, supo que estaba
gozando porque cuando hacían el amor ella tenía ese síntoma. Pero cuando
observó que le tiritó el otro pie, su termómetro interno llegó a ebullición, sus
dos ojos se desbordaron y saltaron hacia adelante.
Ciego, esperó a su
esposa, no para castigarla con violencia, sino para tratar de hacerla tiritar
por completo…
El
otro cuento
Giraldo Aice
Cada noche venía a este bar, se
acomodaba en la banqueta de la esquina y comenzaba a relatar sus hazañas.
Tenía el rostro surcado
de viejas heridas y su complexión de hombre rudo parecían suficientes para
hacerlo creíble.
Mientras hacía el
relato, los parroquianos le pagaban un trago tras otro y el barman le ponía entremeses
y saladitos.
Con el tiempo, la gente
le pedía algunos relatos, pero el más solicitado era el del bar Mónica.
Había sido una pelea
memorable. El otro era una fiera, que los dueños detestaban porque espantaba a
la clientela.
Se dieron con todo. Ambos
sangraban por narices y cejas. El otro agarró una silla de caoba y se la hizo
astillas en la cabeza.
Ahí se quedó esperando
a que él cayera, pero lo que pasó fue que se le fue arriba con todo, y comenzó
a golpearlo como si no hubiera pasado nada.
Lo fue arrinconando y
pegándole con tanta furia, que el otro perdió el control de los esfínteres, y
la peste a mierda y orina terminaron la pelea.
Esto, contado con lujo
de detalles, embobecía al público. Y le acarreaba más tragos y palmadas en los
hombros.
La última vez, se le
acercó un tipo grande y fornido, que lo miró con fijeza y le dijo:
—Yo estaba en el
Mónica, ese día.
Entonces lo vimos
desinflarse, enmudecer y escurrirse del bar hasta el sol o la luna de hoy.
El
día antes
Julio Nicolás
Camacho
Un astrónomo aficionado avistó a la
criatura en un sistema solar ubicado a centenares de años luz, mientras esta
iba devorando planeta por planeta, cada uno de un solo bocado, en su camino al
nuestro, según los cálculos de su trayectoria. Bastaron unos pocos siglos para
que un culto religioso fuese articulado en torno al devorador de mundos, en
cuyas fauces ya estaba escrito nuestro propio apocalipsis. Las religiones
organizadas tradicionales, amparadas por no pocos estados, emprendieron cada
una su propia cruzada contra el nuevo culto, hasta que no hubo ninguna nación
que escapase del conflicto globalizado. El día antes que el monstruo
interestelar terminase de alcanzarnos, ya había pasado un milenio desde la
caída de nuestras civilizaciones, con las cicatrices de todas las guerras
enteramente curadas. La criatura, durante la mañana del fin del mundo, nos pasó
de largo, mientras que sus ojos manifestaban desdén a causa de un planeta que
tal vez se le antojaba demasiado verde.
Diálogo
a bordo de un taxi
Sergio Gaut vel Hartman
—Tengo una curiosidad, querido amigo
Borges —dijo Franz Kafka—: y ahora que todo ha pasado me permito hacerle la
siguiente pregunta, impertinente, y quizá hasta inadecuada.
—Hágala; soy todo
oídos.
—En su fructífera
carrera, ¿alguna vez ha incursionado en los procelosos pantanos de la
metamicroficción?
—Aunque desconozco por
completo el término, sospecho a qué se refiere con ese neologismo —repuso el
autor de “El Aleph”—, pero debo responderle que no; para internarse en esos
territorios habría que poseer una audacia de la que carezco.
—No obstante, alguien
me comentó que en una quimérica velada, a la que asistieron Augusto Monterroso,
Ambrose Bierce, Ramón Gómez de la Serna y Ernest Hemingway, entre muchos otros
grandes microficcionistas, se desarrolló una suerte de competencia en la que
usted logró…
—Perdón —interrumpió el taxista—. Estamos frente a Gregor Samsa 1915. ¿Querían llegar a esta dirección o no? —Hizo una pausa que puso incómodos a los escritores y prosiguió—. ¿Pueden pagar, descender de mi vehículo y seguir la charla en la vereda? Yo no tengo la eternidad por delante, como ustedes, y debo seguir trabajando porque aún no he cubierto el alquiler que me cobra el patrón del auto.
Los autores: Jorge Carlos Barberini (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Ricardo Bernal (México), Iván Bojtor (Hungría), Sebastián Borkoski (Argentina), João Ventura (Portugal), Relja Antonić (Serbia), Víctor Lowenstein (Argentina), Maritza Macías Mosquera (Chile), Cristian Mitelman (Argentina), Lidia Inés Nicolai (Argentina), Gustavo Nielsen (Argentina), Araceli Otamendi (Argentina), Margarita Pacheco (México), José María Pallaoro (Argentina), Patricio Peralta R. (Argentina), Fernando Andrés Puga (Argentina), Patricio Ramos Gatti (Argentina), Rogelio Ramos Signes (Argentina), Carmen Belzún (Argentina), Anita María Riquelme Suazo (Chile), Iván Molina Jiménez (Costa Rica), Diego Muñoz Valenzuela (Chile), Frank Roger (Bélgica), María Cristina Rolnik (Argentina), Yanni Tugores (Uruguay), Tanya Tynjälä (Perú/Finlandia), Mario Capasso (Argentina), Héctor Ugalde (México), Luis Saavedra (Chile), Gonzalo Montero Lara (Bolivia), Juan Manuel Montes (Argentina), Eduardo Mancilla (Argentina), Hernán Bortondello (Argentina), Sandro Centurión (Argentina), Mike Jansen (Países Bajos), Gareth D Jones (Inglaterra), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Sandra Barrera (Argentina), Máté Zamori (Hungría), Abrahan David Zaracho (Argentina), Carolina Quiroga (Argentina), Javier López (España), María Elena Rodríguez (Uruguay), Ana Cristina Rodrigues (Brasil), Rolando José Di Lorenzo (Argentina), Omar Julio Zárate (Argentina), María Elena Lorenzin (Argentina/Australia), Luciano Doti (Argentina), Julio Ricardo Estefan (Argentina), Federico Schaffler (México), Manuel Serrano (España), David Slodky (Argentina), Carlos Enrique Saldívar (Perú), Camilo Fernández (Argentina), Itzel Alejandra Flores García (México), José Luis Zárate (México), Roberto de Sousa Causo (Brasil), Chelo Torres (España), Daniel Frini (Argentina), Boris Glikman (Australia), Santiago Eximeno (España), Carlos Eduardo Sánchez (Argentina), Carlos A. Micca (Argentina), Esteban Dublín (Colombia), José Manuel Ortiz Soto (México), Maru Alzugaray (Argentina), Dora Gómez Q (Argentina), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Alejandro Marcelo Guarino (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), Ricardo Guzmán Wolffer (México), J. J. Haas (Estados Unidos), Michael Haulica (Rumania), Omar Hebertt (México), Ernesto Antonio Parrilla (Argentina), Rhys Hughes (Gales), Stefano Valente (Italia), (Argentina), Gabriela Vilardo (Argentina), José Luis Velarde (México), César Klauer (Perú), Oscar Luis De Los Ríos (Argentina), Cristina Chiesa (Argentina), Rosa Lía Cuello (Argentina), Christopher T. Dąbrowski (Polonia), Rogelio Dalmaroni (Argentina), Miriam Cairo (Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Armando Azeglio (Argentina), Guillermo Corte (Argentina), Joyce Barker (Chile), Ricardo Acevedo Esplugas (Cuba/España), Alejandro Fabian Alberto Aguirre (Argentina), Giraldo Aice (Cuba), Julio Nicolás Camacho (Venezuela), Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).
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