De nuevo, once ficciones escritas en "sociedad" entre un famoso maestro de la literatura y un depredador EN CASA AJENA. Esta es la séptima entrega de la serie.
ALMAS OSCURAS
Salma Jilani & Stanley Weinbaum
No sé cómo logré arrastrarme entre los montones de brazos y piernas rotos de los sufrientes transformados en sangre y carne. Mi mente aún estaba ahogada en una profunda oscuridad. Luego, poco a poco, las cosas se fueron aclarando; el lento reptar de los gemidos se fue convirtiendo en gritos más potentes que se mezclaron con el golpeteo de las puertas y la continua caída de paredes y estantes; luego, ya exhaustos, los aullidos volvieron a ralentizarse hasta que un silencio quejumbroso impregnó el aire.
Liberé mi aliento con un suspiro agudo como una navaja de afeitar, una masa de aire que había estado atascada en mi pecho desde hacía demasiado tiempo. De repente, unos destellos luminosos produjeron una violenta oleada de dolor en mi cabeza. Recordé que algo muy grande, una piedra o el techo de un edificio, caía sobre nuestras cabezas. Me golpeó otro destello: nos habíamos refugiado en el sótano de nuestra casa, completamente destrozada y convertida en escombros. No quedaban recuerdos del olor de la comida fresca. Nos olvidamos totalmente de la clase de felicidad que obteníamos al mirar las estrellas brillantes en el vasto cielo abierto. Lo que recordamos fue un miedo interminable a ser bombardeados por aviones, ya sea con bombas de barril que podían convertirnos en cadáveres en llamas o envenenados por gases venenosos. En cualquier caso, la muerte volaba sobre nuestras cabezas, a cada momento.
Ya han pasado tres días, no hemos comido ni un solo mendrugo. Nuestros padres salieron para encontrar algo con que llenar nuestros estómagos hambrientos, pero nunca regresaron. Mi intestino estaba retorcido por un dolor insoportable; mi hermano menor Hashim y mis dos hermanas más pequeñas, Ameena y Sophia, me miraban en silencio, pero yo sabía lo que reclamaban sus ojos. Me sentí impotente, pero de inmediato reuní mi remanente de coraje, perdido hacía tiempo y decidí salir del precario refugio, trepando por los deshechos de la escala de madera que colgaba del estrecho túnel, y me dirigí hacia las ruinas del centro comercial de la ciudad. Hundido en sombríos pensamientos, no vi que Hashim seguía mis pasos. Recorrimos apesadumbrados el sendero que alguna vez fue la ancha avenida que conducía a nuestro parque y escuela favoritos. No quedaba nada allí, excepto restos de sueños desolados.
El lugar estaba tan silencioso como una tumba, pero nosotros no dejábamos de imaginar cosas y de atisbar en las oscuras callejuelas y de mirar por encima del hombro. La mayor parte de las estructuras carecía de ventanas, pero cuando veíamos una abertura en aquellas enormes paredes no podíamos apartar la mirada, temerosos de que algo repulsivo saliera de allí. Finalmente llegamos a un edificio con una gran puerta cuyos batientes había forzado la arena. Cuando hubimos hecho acopio de valor suficiente para echar un vistazo al interior, descubrimos que habíamos olvidado traer nuestras linternas. A pesar de ello avanzamos unos metros en la oscuridad y el pasaje desembocó en una sala colosal. De repente, explotó un gran vidrio en la pared frontal, el que separaba las almas de los cuerpos sufrientes. Me asombró que ese vidrio no se hubiera roto antes y advertí que un relajante sosiego se expandía por doquier; había desaparecido la tierna sensación de hambre. Intenté aferrar la mano de Hashim, pero este había desaparecido en alguna parte; en vez de eso, me seguían unas sombras que gritaban, incapaces de soportar el ansia de comer. Tenían agujeros oscuros en lugar de estómagos, así que no obtenían ninguna satisfacción después de ingerir las toneladas de comida que había a su alrededor. Luego, los cuerpos se convirtieron en pequeñas escamas de ceniza y su sangre fue absorbida por la tierra triturada. Y a continuación se trasformaron en oscuras almas que me perseguían, aunque eran incapaces de flotar. Me sentí asustado, pero entonces una suave voz como un manantial me susurró al oído.
—No te asustes, han perdido su veneno y la oscuridad a su alrededor los hará desaparecer pronto. Esa oscuridad es el resultado de los gritos de niños que fueron torturados hasta la muerte por su codicia, por su ansia de obtener cada vez más satisfacción sexual y conquistar tierras, lo que se ha terminado convirtiendo en una pesada carga sobre sus hombros, y los arrastró hacia sus propios agujeros oscuros, que se hicieron cada vez más grandes.
Vi un rayo de luz, Hashim junto con nuestros padres, pronunciaba mi nombre. Cerré los ojos y recé; mis hermanas debían haber conseguido algo de comida o también se habían convertido en parte de esta luz, lo que me hacía eternamente feliz.
Título
original: Dark souls
Traducción
del inglés: Sergio Gaut vel Hartman
DECISIÓN
Rosa Lía Cuello & Honoré
de Balzac
Todos dijeron que estaba loca,
incluyendo su padre. Había matado a un hombre, aquel que intentó violarla.
Cumplió su condena y al salir ya no le importaba nada.
Volvió al campo, a la
casa donde nació, y su padre para aceptarla le impuso condiciones, que no
hablara con nadie, que en lo posible no saliera del lugar, que ayudara en las
tareas, y ella aceptó. Solo pidió que la dejaran quedarse con los libros que
había en la pieza, con ellos se sentía más segura.
Así pasó un año
haciendo los trabajos más sucios. No protestaba pues la actitud de su padre le
decía que si lo hacía podía recibir algunos golpes como cuando era chica. Por
las noches, cuando se costaba dormir, recordaba a su novio que desapareció
cuando estuvo en la cárcel. Él, con su actitud, le había causado más daño que
todo lo pasado.
Su reclusión y la
desgracia en que la tenía su padre, no eran nada para ella. ¿Por ventura no
seguía contemplando su mapamundi, el banquito, el jardín, el lienzo de pared y
no saboreaba aún la miel que dejaron en sus labios los besos del amor? Ignoró,
durante cierto tiempo, que la ciudad se ocupase de ella, como ignoraba a su
propio padre. Religiosa y pura ante Dios, su conciencia y su amor la ayudaban a
soportar pacientemente la cólera y la venganza paternales. Mas un dolor
profundo imponía silencio a todos los demás dolores. Su madre, criatura dulce y
tierna que parecía embellecerse con el destello que despedía su alma al
aproximarse a la tumba, se debilitaba de día en día.
Aún así supo que era
hora de partir. Esperó y esperó… hasta que cierta tarde ella misma le dijo que se fuera, que empezara
una vida nueva, y le dio una bolsita de tela con el dinero que tenía ahorrado.
—A mí me falta poco —le
dijo—, sálvate. —Y la abrazó fuerte. Lloraron juntas un rato y ella misma la
empujó hacia la puerta y le puso en la cabeza un sombrero viejo para el sol.
Su padre había salido
como todas las tardes hasta la taberna del pueblo, a jugar a las cartas. Al
pasar por allí, detuvo el sulky y se quedó pensando un instante. Tuvo un poco
de miedo, se sintió desprotegida. O no… tal vez ese era el comienzo de algo
llamado libertad. Una palabra con la que siempre había soñado y que si seguía
su rutinaria vida nunca conocería.
Tuvo tiempo de mirar
hacia el almacén de ramos generales, vio los equinos atados al palenque, pudo
reconocer a quién pertenecía cada uno, e imaginó su vida venidera en el lugar. Fue en ese momento, cuando movió las
riendas del caballo, que inicio la marcha despacio. Iría hasta el próximo
pueblo a tomar el tren y le dejaría encargada la devolución del
animal a su padrino que atendía la boletería.
Se sacó el sombrero y
al pasar frente al negocio lo arrojó cerca de los animales. Este cayó
lentamente y se hundió en el polvo de la calle, como mansamente ella se
introdujo en el paisaje de la tardecita,
hasta convertirse en un punto que desapareció para siempre en el horizonte…
ATLAS
Jack London & Alejandro
Bentivoglio
Me llevaron por la fuerza, no sé quiénes
eran, ni cuánto viajamos. Llevé capucha todo el tiempo y gran parte de ese
tiempo lo pasé inconsciente gracias a un oportuno cachiporrazo que recibí al
salir del teatro al que había concurrido por la noche. Cuando me sacaron
finalmente la capucha no di crédito a lo que veía, ni era capaz de comprender
exactamente qué era lo que estaba sucediendo.
La escena que
protagonizaba era realmente curiosa. Un vistazo fue suficiente para saber que
me encontraba tirado en el piso del yate de algún caballero importante, en una
postura verdaderamente incómoda. A mis costados, aferrando mis brazos y
subiéndolos y bajándolos como si fueran palancas de bombeo, estaban dos seres
de piel oscura curiosamente vestidos. Aunque conocía la mayor parte de las
razas aborígenes no pude deducir su nacionalidad. Habían colocado en mi cabeza
una especie de aparato que conectaba mis órganos respiratorios a una máquina
que describiré a continuación. Mis fosas nasales, sin embargo, habían sido
obturadas para forzarme a respirar por la boca. Pero la máquina era la que se
llevaba realmente mi atención ya que su forma era completamente contraria a una
forma geométrica conocida. Es decir, puedo tratar de dar una idea de sus
formas, pero solo para decir que carecía de unas a las que pueda referirme con
exactitud. Describir que no podía ser descrita es la única manera de expresarme
acerca de ella.
—No se mueva —me dijo
un hombre vestido de traje. —Traté de decir algo, pero era imposible hablar con
aquella cosa pegada a mí—. Ni lo intente —me aclaró el hombre, notando mis
esfuerzos—. En este momento usted cree que la máquina lo está ayudando a
respirar, pero en realidad es su respiración la que permite que la máquina
pueda hacer funcionar al mundo. Cada tanto un hombre debe tomar esa
responsabilidad. Y nadie lo haría voluntariamente. —El hombre hizo un gesto de
desprecio antes de continuar—. Así que debemos elegir a los “voluntarios”. Y le
ha tocado el turno a usted.
Apenas si daba crédito
a lo que acaba de escuchar. ¿Yo, el sostén del mundo? Pero nadie me dijo nada
más.
El yate siguió su
rumbo, tratando de eludir los dragones que rugían bajo una catarata que caía
voraz sobre unas tortugas milenariamente lentas.
José Luis Velarde
& Jack London
Las noches de fiesta desatan
cataclismos en mi ánimo. Mi padre me delega sus frecuentes obligaciones de
anfitrión. Solo abre la cartera y sigue con las tareas donde festejo significa refrendar alianzas y
abrir más posibilidades a sus negocios interminables. Tampoco cesa de
presentarme herederos de fortunas, o andares ambiciosos, para sugerir
noviazgos. Dice valorar el tiempo y volvió a casarse a los seis meses de
fallecida mi madre. La sustituta es tan joven como yo, pero incapaz de gobernar
nuestras posesiones.
Pausa.
—Bienvenidos,
de seguro les gustará charlar con los Bonavente, síganme por favor.
—Gracias
Miriam. Gracias por llevarnos con ellos.
Media
vuelta. Recomenzar.
—Hola,
le presento con gusto al señor Ventura, es gran aficionado a los valses.
—Mil
gracias. Hoy puedo bailar con él toda la noche.
Mi
noche de fiesta es deambular entre el ruido, la orquesta, la charla. Ir y venir
hasta toparme con el apremio de acudir a la puerta principal.
—Sí,
ya voy.
No
se trataba de ningún rey. Solo era un tipo de pésimo atuendo e intachable
invitación dirigida a un tal Richard Matheson. Así que lo dejé pasar. El tipo
no dejó de hablar mientras lo acompañaba.
—Este
palacio debe significar la miseria de muchos que no asistieron. Quizá en otro
mundo les espera la gloria…
Atareada
como estaba recibiendo a los demás invitados, y quizás como consecuencia de mi
mala impresión, olvidé casi completamente al filósofo obrero. Una o dos veces
en el transcurso de la comida atrajo mi atención. Escuchaba la conversación de
diversos pastores; vi brillar en sus ojos un fulgor divertido. Deduje que
estaba de humor alegre, y casi le perdoné su indumentaria. El tiempo entretanto
pasaba, la cena tocaba a su fin y todavía no había abierto una sola vez la
boca, mientras los reverendos discurrían hasta el desvarío sobre la clase
obrera, sus relaciones con el clero y todo lo que la Iglesia había hecho y aún
hacía por ella. Advertí que a mi padre les contrariaba ese mutismo. Aproveché
un instante de calma para alentarlo a dar su opinión.
No lo hice por mí misma.
—Padre, creo que todos los reunidos
ignoramos quién es tu invitado. ¿Por qué no le pides que se presente?
—Creo que mi hija tiene razón —dijo
palmeándose el vientre con la mano izquierda, mientras rellenaba una copa de
vino con la derecha—. Este hombre llegó hace poco de América con las alforjas
repletas de oro, pero no me toca a mí contar su biografía.
Matheson sonrió antes de ponerse de
pie.
—Me siento honrado de encontrarme
aquí. Dispongo del oro suficiente para construir catedrales, fábricas, palacios
o contraer matrimonio con una chica tan bella como la hija del señor…
—Miriam —respondió mi padre.
El tipo hizo un guiño y volvió a
filosofar.
—Sería bueno levantar una iglesia y
modelar estatuas de oro para los feligreses.
Los reverendos pronunciaron
bendiciones en voz baja.
Fueron interrumpidos por disparos y
amenazas.
Algunas amigas se aproximaron al
forastero, para buscar refugio de los hombres que invadían nuestro hogar.
Matheson caminó hacia mí.
—Miriam, hoy tendré más oro que ayer.
Revisaremos cada bolsillo. Algunos de los invitados se irán con nosotros. No se
preocupen. Regresarán si las familias y las instituciones pagan los rescates
impuestos de manera justa.
El saqueo demoró más de una hora.
Luego salieron los elegidos atizados por los malhechores.
Quedé inmóvil entre las quejas y
aspavientos de las víctimas, luego corrí tras el grupo sin escuchar las
advertencias de mi padre. Quizá me maten al verme, quizá juzgarán necesario
contratar una administradora capaz de organizarse también una vida mejor.
ÉRASE UNA VEZ…
José Luis Zárate & Máximo Gorki
No siempre se sale indemne cuando se lucha contra los
monstruos. Y no son las heridas, que Van Helsing ha aprendido a ignorar.
Era conocer el lugar de donde surgieron esas
garras, furia, esa hambre y horror.
El único consuelo era que al final de sus días,
cuando el infierno se abriera ante él, no sería tan terrible como este mundo.
Buscó durante meses a la mujer.
¿Quién podría imaginarse que la protagonista de
cantos y cuentos, de fábulas y mitos era real?
Van Helsing se estremeció al saber que estaba
embarazada. Fue tras ella con las armas listas sabiendo que no era el enemigo,
pero que tampoco podía tener piedad.
Ella dejó atrás el bosque, se refugió en
miserables aldeas y ciudades decrepitas.
Es hermosa, dijeron, al principio, alegre. Y
quienes hablaban de ella estaban siempre un poco enamorados.
Descubrió sus pobres trabajos, el lugar donde dio
a luz...
Apenas nació el niño, ella procuró mantenerlo
siempre oculto de la gente. Nunca la vieron con él en la calle, al sol, para
glorificarse con su hijo, como suelen hacer todas las madres; antes al
contrario, lo tenía envuelto en harapos, en un rincón de su choza. Durante
mucho tiempo ningún vecino pudo ver del niño más que la cabezota y los inmensos
ojos inmóviles en la cara amarillenta. Advirtieron asimismo que la madre, que
antaño había luchado a brazo partido contra la miseria, llena de alegría,
infatigablemente, que sabía comunicar valor a los demás, se mostraba ahora
taciturna y parecía estar siempre meditando, con el ceño fruncido, como si
contemplase el mundo a través de un velo de dolor, con mirada extraña e
interrogadora. Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que todos se enterasen de
su desgracia.
Cuando ardió su cabaña.
Sólo Van Helsing podría haber dicho que pasó
adentro, cómo protegió hasta el final al niño.
La mujer miró al intruso dentro de su casa y no
gritó.
Lo esperaba.
Llevaba meses esperando.
Van Helsing dijo, con voz suave:
—Se cuenta que dijiste: “Abuela ¿por qué tienes
las orejas tan grandes? ¿Por qué los colmillos enormes?” Pero… ¿Cómo podría
alguien confundir una anciana con un lobo?
La mujer no trató de huir.
—No sabía por qué tu abuela vivía en medio del
bosque. Hasta que comprendí que había sido expulsada, ¿verdad? Maldecida.
Enferma y moribunda nadie iría a ayudarla porque no deseaban más que su muerte.
Sólo tú te conmoviste creyendo que no era todo aquello que decían... pero lo
era.
—No siempre.
—Sólo cada luna llena ¿verdad? Maldita bestia,
ella y los suyos esperaron que crecieras ¿verdad? Que fueras capaz de engendrar
un niño…
Ella abrazó aquello que tenía en brazos.
Deforme y dormido.
—No cambia ¿verdad? Es siempre igual, sin
depender de la inconstante luna. Hijo de mujer y Hombre-lobo. ¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
—Odian ser dos seres. Querían que alguien de
los suyos fuera Uno. Me escogieron a mí para tenerlo, para que uno de ellos
fuera feliz. Fue casi como si me contaron un dulce cuento.
—Se alimentará de carne humana. Mírate. De tus
pechos bebe leche y sangre ¿verdad?
—Es mío.
—Debo matarlo. Debe terminar el cuento.
Ella asintió. No iba a permitirlo, pero lo
sabía. Era pues, el final. Así acababa su triste historia. Traicionada,
perseguida, asesinada.
—Sólo mienta —dijo mientras tomaba un cuchillo
de la mesa cercana, preparándose a defender a su hijo—, sólo diga que todo
salió bien al final. Que hubo un final feliz.
FUGITIVA
Rubén Darío & Susana Vaquero
Descuelgo el abrigo del perchero y desciendo por la escalera.
No me despido del sereno del hotelucho, quien ocupado en revisar papeles no
repara en que me voy sin pagar. Es madrugada y silencio… La maleta no pesa,
apenas unas prendas de temporada; nada de retratos familiares o libros
rescatados de la biblioteca de la primera casa que habité. Frugalidad necesaria,
más bien diría.
Buscaré otro destino, cambiando el nombre y en lo posible el corte
de cabello y el maquillaje; tal vez use anteojos. También nuevas mentiras para inventar
un pasado.
Conseguir trabajo es sencillo: niñera, cuidar ancianos
durante la noche o mesera en alguna fonda. Asumiendo, desde ya, que me alojaré en
algún hotel decadente y mohoso; con sarro en el inodoro y sin bidet.
Camino las pocas cuadras hasta la estación de ferrocarril;
observo el cartel que anuncia las salidas, elijo una ciudad al azar y compro el
boleto.
Arribar a nuevos sitios no me genera emoción, ¿difiere una
ciudad de otra; no son acaso calles, edificios y cuerpos deambulando encerrados
en sí mismos o quizás reunidos, en cualquier festejo, relatando anécdotas
reformadas con el paso del tiempo?
En
la ciudad en la que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como
de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una
familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo,
que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un
tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero
la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Se le apareció
un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un
documento perdido en los archivos de la catedral.
Las
ruedas del tren comienzan a moverse y algunos pasajeros acodados a la
ventanilla agitan sus manos saludando a quienes parados en el andén minutos más
tarde se irán tal vez con lágrimas en los ojos. Despedirse es triste, pienso
mientras busco en la cartera un caramelo; solamente encuentro un sobrecito de
azúcar. Necesito quitarme las ganas de fumar, el único vicio del que no puedo desprenderme
desde aquella mañana… La que inició el andar de ciudad en ciudad sin anclar en
alguna como cualquier mortal; aquella mañana que aparece en los desvelos y me
hace aullar como loba. Ahora la velocidad del tren hace que el paisaje pierda
nitidez, como mi mente que solamente tiene registro, como fotografías
desenfocadas, de aquella mañana. La última vez que fuimos nosotros… ¿lo fuimos
o lo inventé? , porque no aparece otro rostro que no sea el mío, tampoco otro
cuerpo con la respiración acelerada moviéndose rápido o tirado en el piso, sin
respiración; inerte.
Ya amanece y la mirada en el verde amarillento del follaje intenta adivinar el nombre de los árboles de esta zona boscosa por donde el tren atraviesa; es en vano, la velocidad no deja que fije la mirada. La mente hace lo mismo, se mueve entre imágenes de copas rotas; muebles caídos; sangre que salpica una alfombra y apenas el esbozo de un arma en una mano que quizás o seguramente es la mía (aunque no recuerdo el sonido), y un cuerpo que cae que quizás o seguramente fue el tuyo (la otra parte del nosotros, si es que lo hubo); y pocas prendas haciéndose lugar en una maleta como la que coloqué entre mis piernas, al subir al tren. Tampoco puedo adivinar si usé la palabra cadáver o si dije “hay un muerto”, antes de descolgar el teléfono… inaugurando esta vida de fugitiva…
KYRIE ELEISON
El camino, guadaloso, era una huella angosta que desesperaba bajo el sol de la siesta de un enero lento y seco; tomaba una curva cerrada, y entraba en el pueblo, un caserío chato y anodino, que llevaba, con pena, un destino de pampa gringa, hacía pocas décadas ganada al indio. A la distancia, unos peones descansaban, intentando respirar un aire pesado y caliente, antes de seguir desyuyando el campo sembrado de maní, que ya acusaba la larga falta de agua. El viento del norte, moroso pero constante, levantaba columnas de tierra que giraban y entrechocaban, como nubes tenues y marrones, dispuestas a limar todo. Aquí y allá, unos talas deshojados bordeaban la huella y mezquinaban sombra a unos viejos bancos de quebracho.
La muchacha, ajena al ambiente sofocante, parecía esperar el paso de alguien que la alejase de allí. Desentonaba: su cara, tensa y pálida, se asemejaba al hielo; su vestido, gris y de lana pesada, invitaba a sufrir el bochorno de ese verano. Miraba en dirección al poniente, donde estaban las primeras casas, a no más de una o dos cuadras de distancia. A sus pies, una bolsa, pequeña y raída, daba la impresión de contener sus poquísimas cosas.
Cerca de donde estaba sentada,
apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho
llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció,
palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la
ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, pero
ella no dio muestra alguna de advertir su presencia. A unos cuarenta y cinco
metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho
dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven
sacó el pañuelo y se secó la frente.
—Vamos, don —dijo el muchacho.
El joven no respondió. Miraba a la mujer de reojo. Estaba tenso.
—¿Qué le pasa? —inquirió— Déale, que falta poco.
—Ahí —dijo el hombre en un susurro, señalando a la joven con un movimiento del mentón.
—Ahí, ¿qué? —contestó el muchacho, sin girar su cabeza.
—La mujer esa.
—¿Cuál? ¿El calor le hirvió la cabeza? Vamos. El Viejo debe tener algo fresco para tomar.
—No te hagás el pavo. ¿Es ella?
—Ahí no hay nadie.
—¿Es cierto lo que dicen?
—No sé de qué habla, don —contestó el muchacho, esquivo.
—¿Todos los días se sienta a esperar ahí? ¿Nadie la llevó, nunca? ¿No sería mejor para todos que se fuera?
El muchacho, molesto, no contestó.
—Debe sufrir mucho.
El muchacho permaneció callado.
—¿Todos la odian tanto?
—Vamos, don. Y no sea tan preguntón.
—¿Qué clase de castigo es ese? No sé. Condenarla así, hacer como que no existe, negarle hasta la palabra. Me parece muy cruel.
—Usted no sabe nada —dijo, con una sequedad que tenía mucho de odio.
—Por eso pregunto.
El muchacho se tomó unos segundos, sopesando la respuesta.
—Tómelo como un consejo, nomás: no pregunte, no quiera saber. No se meta. Deje las cosas como están. Lo que pasó, pasó. Acá no hay nada para comentar.
El hombre miro, con alternancia, a la mujer y a los ojos del muchacho; ahora fríos, viejos y duros. Dejó transcurrir otro minuto; se pasó, otra vez, el pañuelo por la frente y el cuello. Se levantó despacio, dispuesto a continuar caminando en dirección a las casas.
—Decía, nomás —pareció disculparse.
—No todos los fantasmas están muertos —sentenció el muchacho, en voz
baja.
Ricardo Guzmán Wolffer & Jules Verne
—¡Cuidado! —gritó el capitán al ver
seres volando hacia la nave. El piloto pudo eludir la parvada descomunal.
La nave
descendió sin problema. Pero no había aeropuerto estelar, ni persona alguna.
Una pantalla mostró una playa virgen.
—Los
instrumentos dicen que la arena sí aguanta la nave. Agárrense bien —dijo el
timonel.
El lugar donde
habían desembarcado era una playa estrecha que cerraba un acantilado de mediana
altitud, si bien en algunos puntos unas suaves pendientes parecían ascender
hacia lo alto. La desembocadura de un riachuelo se abría por el norte a unos
cuatrocientos metros y sobre sus orillas crecían numerosos árboles de la
especie de los mangles, muy distintos de sus parientes de la India. La
vegetación era lujuriosa y los plataneros, tamarindos y cien vegetales más, que
un extranjero no está acostumbrado a ver en la región septentrional del nuevo
mundo, se entrelazaban en un laberinto. Sin embargo, existía un curioso detalle
en aquella abundancia forestal
Acabando la
playa y la selva, había un acantilado de hielo. Soltaron los drones. Después de
dos horas, se confirmó: era un oasis en medio de icebergs imbatibles. Para
entonces el capitán había perdido autoridad. El piloto era el nuevo dirigente.
—A todos les
consta: le dije al capitán que íbamos al planeta de al lado, pero él insistió.
El rescate puede tardar años, la señal no sale. O podemos meter al capitán en el
sistema de combustión: sus injertos electrónicos y sus placas de titanio servirán
como carburante.
La votación fue
unánime: lo irían empujando por el cilindro de calderas hasta donde fuera
necesario. Los cálculos del maquinista era que el depuesto encargado podría
conservar parte del cuerpo; con suerte, del ombligo hacia arriba. Todo dependía
de las condiciones climatológicas. Las tormentas espaciales eran impredecibles.
Primero echaron
lo combustible: botas de aluminio, cinturones medievales de castidad
(masculinos y femeninos: todos decidieron ofrendar su pureza por ese estúpido capitán
que les parecía tan simpático por su error imperdonable), tenedores y algunas
sillas metálicas: casi toda la nave era de plástico intergaláctico. Luego lo
metieron amarrado de pies a cuello, inmóvil.
Las apuestas
empezaron: 10 a 1 a que gritaría en el proceso. Él apostó a sí mismo.
—En mi camarote
están mis bonos de antigüedad. Confío en su palabra, cabrones.
La nave encendió
sin problemas. Para cuando estaba tomando altura suficiente para no ver la
playa, el capitán iba con las pantorrillas adentro. Y ni un gemido había
soltado. Las apuestas aumentaron: 20 a 1. El planeta estaba abajo, alejándose.
Cero sonidos del apostador. Cuando el cuerpo se deslizaba por el ardiente
agujero, a medio centímetro de los genitales, la voz del calculista irrumpió:
—¡¡Hasta ahí!!
Llegamos a la cima de la curva de viaje, podemos bajar con el impulso. ¡Estamos
salvados! —Giró para saludar militarmente al hombre en el túnel de combustión—:
Gracias, señor capitán. Su sacrificio sirvió. Aposté en su contra y pago. Yo le
concedo, a nombre de toda la tripulación, el grado de mayor y le devuelvo su
nave, grande entre los grandes.
Lo sacaron del
túnel, humeante.
La ovación.
Cerraron la
chisporroteante caldera. Sellaron los muslos del hombre. Las piernas
cibernéticas eran baratas y fáciles de conseguir.
Vales y billetes
llegaban al techo de la cabina.
Los aplausos se
detuvieron cuando vieron al capitán escupir una bocina masticada. Todos
comprendieron: su voz era otro injerto y simplemente lo había desconectado.
El capitán se
conectó un cable a la garganta:
—Cuando
apuesten, revisen al contrincante, novatos.
Se arrastró
hasta el asiento de mando y empezó a dar órdenes para un pronto descenso.
Casi al mismo
tiempo, la tripulación pensó en silencio:
—Es muy
simpático este estúpido abusivo.
Hasta la fecha
esa tripulación sigue obediente a su capitán.
EL GENERAL Y EL ESCRIBA
Jorge Etcheverry & Fedor
Dostoievski
Con cierta aprensión me dirigí
al palacio presidencial. Si bien ya hacía décadas, la verdad es que yo había
salido del país por razones políticas. Muchos habían regresado, incluso algunos
con más razones que yo para evitar hacerlo. Para esta vuelta al terruño me
habían valido mucho las relaciones familiares, ya que yo era la oveja negra en
una familia bastante conservadora. Un primo mío en segundo grado había sido embajador
en Italia en esta misma administración, si se la quiere llamar así, por sus
rumoreadas conexiones con el Opus Dei. La intimidad de mi madre con la hermana
del dictador, a quien yo llamaba “tía”, el hecho que la primera chica que llevé
al cine era una sobrina del general, que ahora está casada en un país vecino,
nunca fueron divulgadas por mí durante mi exilio, o conocidas por mis
connacionales. Afortunadamente. Porque lo conocía desde mi infancia. Recuerdo
la voz del entonces teniente coronel, diciéndole a mi abuelo, coronel en
retiro, mirándome desde su entonces para mí imponente estatura “este niño
promete, va a tener bastante éxito con las mujeres. Con esos ojos”. Pero ahora su
mano ya no empuñaba plenamente el poder, como en las primeras décadas. La
oposición crecía en número y osadía, se entronizaban en el régimen voces
moderadas, personeros de la nueva iglesia, progresista y conciliadora. Se
rumoreaba su afición al vino, o a algo peor, ya casi no aparecía en público y
en estos últimos meses había reanudado sus relaciones con la gente de antes de
la vertiginosa política, entre ellos mis tíos, mi madre. Su interés por mi
carrera académica, que supe a través de una amiga de la familia, me sorprendió
en su momento, así como la valiosa cigarrera de oro que me hizo llegar para mi
cumpleaños, con una tarjeta dedicada al huanaquito, como me apodaban en mi
niñez. Durante la fiesta de cumpleaños mi tío me hizo ver lo bueno que era para
la familia ese hecho, cómo y en qué términos yo debía responder esa nota, pese
a que ya tengo más de cuarenta años y que, a decir verdad, la influencia que
pueda tener el general en los destinos individuales merma día a día. Pero le
respondí, insinuando que en realidad el exilio había enriquecido mi perspectiva
sobre la vida y mi formación, nota escrita básicamente por mi tío a través de mi
mano, y que terminaba con una versión del conocido dicho “borrón y cuenta
nueva”. Así paulatinamente y como dejándome llevar, me hice ocasional
confidente y asesor del general, que estaba siendo apartado suave pero
firmemente del primer plano de la política por sus ex colaboradores, y que
tenía entonces tiempo para divagar sobre la escritura de sus memorias, sobre lo
que me hablaba a menudo. Yo había publicado un par de novelas en el extranjero
que habían tenido una acogida aceptable y enseñaba literatura en la
universidad. Pero pese a todo me tomó de sorpresa. Eran más de las seis cuando
me avisaron que fuera a ver al general. Este se hallaba en su gabinete, vestido
como para ir a alguna parte. En el sofá se veían su sombrero y su bastón. Al
entrar me pareció que estaba en medio de la habitación, con las piernas
abiertas y la cabeza caída, hablando consigo mismo en voz alta; mas no bien me
vio se arrojó sobre mí casi gritando, al punto de que involuntariamente di un
paso atrás y casi eché a correr; pero me tomó ambas manos y me llevó a tirones
hacia el sofá. En él se sentó, hizo que yo me sentara en un sillón frente a él.
Al fondo, cerca de la ventana pude reconocer a su médico de cabecera, que movió
la cabeza de un lado a otro, en un gesto desperanzador, y luego hizo unos
círculos diminutos con su índice en su sien derecha. Con un suspiro, me preparé
a lo que iba a venir.
EL
ÁNFORA DE BARRO
Gabriel Trujillo Muñoz &
Charles Dickens
Como
llevaba más de un año de no pisar aquel poblado cercano a Londres, Samuel no
estaba seguro si iba en la dirección correcta. Observó las casas que la neblina
ocultaba y los pocos carruajes que pasaban a paso lento a su lado. Atravesó la
plaza e hizo alto para orientarse. Torció por una callejuela y se detuvo ante
la vidriera de un comercio. Quizá fuera el único abierto de todo el pueblo.
Detrás del escaparate se veían las más variadas mercancías: muebles, libros,
gemelos, monedas de plata, alhajas, relojes, hierro viejo y artículos de
tocador. La mayoría de estos objetos tenían un rótulo que indicaba su precio.
Detrás de un mostrador enrejado se hallaba sentado un hombre con la pluma sobre
la oreja, como un contable que acabara de interrumpir una operación matemática
para despabilar la luz de la vela. Porque, en medio de todas aquellas riquezas,
el hombre del mostrador se alumbraba económicamente con una prosaica vela de
sebo colocada en una vieja botella vacía.
Samuel
tocó en la vidriera y el hombre del mostrador levantó la cabeza de sus cálculos
y lo escrutó por largo tiempo hasta que lo reconoció. Con pasos lentos fue
hasta la puerta y lo dejó pasar.
—Pensé
que ya no vendría —le dijo a manera de saludo.
—Tuve
algunos contratiempos. Pero ya estoy aquí. ¿Consiguió lo que le pedí?
El
hombre volvió a sentarse y sacó una llave del bolsillo de su chaleco, con la
que procedió a abrir una caja metálica colocada a sus espaldas. De ella extrajo
una caja pequeña de madera oscura, que a todas luces parecía antigua y valiosa.
—Trabajé
casi un año para encontrarla. Esto le va a costar.
—Lo
sé. ¿Dónde la obtuvo?
—Usted
me dijo que primero buscara en Praga, pero en esa ciudad no sabían nada. Luego
extendí mis pesquisas a Viena, Budapest y Varsovia. De nuevo salí con las manos
vacías. Así que hablé con un socio mío en estos menesteres y me dijo que
preguntara en una tienda de la zona portuaria, una importadora especializada en
especies exóticas y deidades de tiempos lejanos, Dickens y Asociados. Ellos la
consiguieron, pero salió más cara de lo previsto. El dinero de adelanto que me
dio no fue suficiente. Aún me debe tres mil libras por esa ánfora.
Sin
titubear, Samuel pagó con una letra de cambio.
—¿Está
seguro que es la que le pedí?
—Segurísimo.
¿No quiere abrirla aquí mismo y comprobarlo?
—No,
gracias. Así me la llevo.
Un
par de horas más tarde, ya en su cuarto de hotel, Samuel abrió la caja. Bien
protegida con gasas de algodón y aserrín, dentro estaba un ánfora de barro que
ostentaba una flor de nueve puntas como único adorno. Con cuidado le quitó el
tapón de cera, no sin antes comprobar que no había sido violado, y sobre una
manta de lana, que previamente había colocado en el suelo de la habitación,
depositó su contenido: una sustancia blanca, espesa, a la que Samuel le fue
agregando agua de una cubeta y que luego moldeó a su gusto durante varios
minutos. Entre más agua le ponía, aquella sustancia iba creciendo, aumentaba de
volumen y de grosor. Finalmente, Samuel quedó satisfecho con el resultado.
—Despiértate
—ordenó.
En
aquella masa, unos ojos verdes se abrieron, un rostro delicado fue tomando
forma, un cuerpo femenino se contorsionó.
—Tardaste
mucho —dijo la Golem.
—Solo
doscientos años, hermosa mía.
—Tengo
frío —se quejó la criatura mientras intentaba cubrir su desnudez con la manta
de lana.
—Yo
no —respondió Samuel y le sonrió.
CONFESIÓN
Luisa Madariaga Young
& Emily Brontë
Mientras
observo las volutas de humo que exhala mi interlocutor, me inclino un poco
hacia él y comienzo a relatarle los hechos que me llevaron a proceder de la manera
en que lo hice y las causas por las que me detuve.
Los
Morrington, hacendados ricos y poderosos, eran nuestros vecinos; personajes que
nunca se mezclaban con el resto de los mortales a menos que tuvieran que ir al
pequeño pueblo para realizar sus compras rutinarias. ¿Cómo podía imaginar que
encerraran tanta maldad?
Todo
comenzó una mañana cualquiera cuando nuestro perro de caza, que acostumbraba a
recorrer los senderos olfateando pistas, apareció muerto en el gran corredor de
la casa. Tenía el cuerpo lleno de heridas y una nota indicando que eso le
pasaría a cualquiera de nosotros si metíamos las narices fuera de nuestra
propiedad. No cabía dudas que era obra de los Morrington, nadie más vivía tan
cerca. Exaltado por la cólera los enfrenté acusándolos de crueldad y amenazas;
advirtiéndoles que jamás volviera a suceder cosa igual. Se limitaron a
observarme fríamente dándome la espalda sin proferir una palabra.
Esa
noche mi familia quedó atrapada en medio del más horrible de los incendios, a duras penas pude salvarme
y contemplar horrorizado como todo lo que amaba quedaba destruido en un
instante. Inútil fue acudir a la justicia, nada probaba que había sido
intencional y sí un desafortunado accidente.
Ante
la impotencia modifiqué mi objetividad elaborando
planes de venganza a niveles fantásticos.
Y como la venganza es un plato que se sirve frío, me armé de una
paciencia infinita para poder degustarla en su aromático esplendor.
Todos
aquellos Morrington que una vez miré frente a frente encontraron su merecido. Nada
me detuvo, nada había saciado mi sed hasta hoy en el momento en que me encontré
inmóvil observando su último refugio.
Comprendo
que es una secuela bastante desatinada de mis vehementes impulsos. Después de
proveerme de suficientes herramientas como para derribar las dos casas, y
entregarme a unos trabajos titánicos, resulta que mi voluntad es insuficiente
para consumar la obra. He derrotado a mis viejos contrincantes y ahora puedo
completar mi venganza en sus descendientes, en el caso de que lo deseara. Pero,
¿para qué? No me interesa siquiera fatigarme levantando la mano contra ellos.
No obstante, no creas que ahora planeo deslumbrar a los míos con un gesto
magnánimo. ¡En absoluto! Ocurre que he perdido el interés por destruirlos, y
mis ganas de dañar ya casi se han extinguido.
Los autores:
Honoré de Balzac
https://es.wikipedia.org/wiki/Honor%C3%A9_de_Balzac
Stanley G. Weinbaun
https://es.wikipedia.org/wiki/Stanley_G._Weinbaum
Jack London
https://es.wikipedia.org/wiki/Jack_London
Máximo Gorki
https://es.wikipedia.org/wiki/M%C3%A1ximo_Gorki
Rubén Darío
https://es.wikipedia.org/wiki/Rub%C3%A9n_Dar%C3%ADo
O. Henry
https://es.wikipedia.org/wiki/O._Henry
Julio Verne
https://es.wikipedia.org/wiki/Julio_Verne
Fedor Dostoievski
https://es.wikipedia.org/wiki/Fi%C3%B3dor_Dostoyevski
Charles Dickens
https://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Dickens
Emily Brontë
https://es.wikipedia.org/wiki/Emily_Bront%C3%AB
Salma Jilani es originaria de Karachi (Pakistán), donde trabajó como profesora durante ocho años en el Govt Commerce College de Karachi. En 2001 se trasladó a Nueva Zelanda con su familia y cursó un máster en negocios en la Universidad de Auckland. Ha impartido clases en distintos institutos de enseñanza superior internacionales. Sus relatos cortos se han publicado en revistas literarias de renombre en Pakistán y en el extranjero. También escribe cuentos para niños. Salma Jilani también ha traducido al urdu y viceversa a varios poetas contemporáneos de todo el mundo. Beyrang Pewand, su libro de reciente publicación, consta de diecisiete relatos breves y algunos muy breves.
Rosa Lía Cuello es Técnico
Superior en Diseño Gráfico y Publicitario,
escritora y plástica. Vive en Cañada de Gómez. Ganó premios y menciones nacionales e internacionales en Poesía, Cuento y Cartas de amor. Participó
de numerosas antologías en Chile, España, Perú, Méjico, Francia y Argentina. Publicó
Dentro de mí (2001, poemas) y Es todo el silencio, (2014, poemas). Participó
de numerosas antologías.
Alejandro Bentivoglio nació
en 1979 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó una docena
de libros de microficción, varias micronovelas y una novela. Además, sus textos
han aparecido en antologías de América y Europa y traducidos al griego,
italiano e inglés. Algunas de sus microficciones pueden leerse en su cuenta de
instagram (@bentivoglioalejandro) y en su blog: ultraficcion.blogspot.com
José Luis Velarde nació en 1956
en México. Es coordinador de talleres literarios, promotor de actividades
culturales y maestro en diversas instituciones públicas y privadas; en años
recientes director de producción y operación en el Sistema Estatal Radio Tamaulipas;
y director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas. Es el responsable del
sitio Literatura Virtual. Entre muchos otros libros, ha publicado La
Crónica Ignorada del Hombre, poesía, 1995; A Contracorriente, el
Rock & Roll 1954-1994, ensayo, 1996; En busca del Nuevo
Santander, divulgación histórica, 1999; Nos quedamos sin
nosotros, narrativa, 2003; Contradanza, novela, 2014; Norestense,
novela, 2014.
José
Luis Zárate Herrera (Puebla, México, 1966) es uno de los escritores mexicanos
más reconocidos y respetados dentro de la Literatura de la Imaginación. Su obra
abarca ensayo, poesía y narrativa, es considerado parte del movimiento
renovador en la literatura Mexicana. Sus libros se han publicado en México,
Argentina, España y Francia.
Su ebook
"El tamaño del crimen" es el primer libro electrónico presentado en
Bellas Artes.
Con su
cuenta de Twitter @joseluiszarate y Facebook dedicadas a la Twitteratura
es una presencia constante en la microficción. Dos veces Premio
Internacional de Novela de Ciencia Ficción y Fantasía MECyF
Susana E Vaquero nació en General Pico, provincia
de La Pampa, Argentina, y reside en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos
Aires. Es psiquiatra. Ha publicado una novela, Aromas de manzanillas, y un libro de cuentos, Aquello
que subyace.
Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.
Ricardo Guzmán Wolffer (México, 1966) Abogado, juez
federal, escritor, periodista, dramaturgo y poeta. Más de 30 libros publicados
sobre tales disciplinas. Sus textos periodísticos se han publicado en diarios y
revistas mexicanas y en Cuba, España, Brasil, entre otros países, desde 1990.
Cuenta con una obra poética traducida al portugués y el premio nacional de
Poesía Calkiní 1996, entre otros premios. Sus novelas, cuentos y cómics
publicados se complementan con los muchos textos por él antologados y
comentados; entre varios se encuentran las novelas góticas El monje y La mandrágora.
Jorge Etcheverry
Arcaya, poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En
Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de
Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía,
crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense
(Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Entre sus últimas
publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018)
y Entre Paréntesis (Chile 2022).
Gabriel Trujillo
Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es
poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de
Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista
Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más
de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite
citar, entre muchos otros, Miríada,
Laberinto, Mezquite Road, Conjurados, Espantapájaros, Trebejos, Mercaderes,
Aires del verano en el parabrisas, Trenes perdidos en la niebla, Moriremos como
soles, Círculo de fuego, Música para difuntos y Vecindad con el abismo.
Luisa Madariaga Young nació en Holguín, Cuba y actualmente vive en Vive en Clearwater, Florida, Estados Unidos. Es geóloga, aunque la literatura ocupa buena parte de su tiempo libre. Es una de las participantes más efectivas y aventajadas del TALLER 9 de escritura creativa.
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