La luna, con su luz mortecina, alumbra el lugar
preciso donde caerá muerto el hombre...
—¿Qué
es ese ruido? —dijo Jorge interrumpiendo la lectura.
—No
se escucha nada. Nuestro perro robot ni siquiera a movido la cola —bromeó Julián.
—Coloqué
un detector sonoro en la entrada que me avisará directamente al móvil si ocurre
algo —aclaró Álvaro.
Todas
las miradas se dirigieron a mi persona, sabían de la orden estricta de no usar elementos
electrónicos en el Refugio de la Literatura, como nombramos a la biblioteca
clandestina donde nos juntábamos a compartir nuestros escritos y lecturas.
—Ya
hablaremos de esto más tarde. Ahora, todos deben retirarse usando la salida de
emergencia.
—Pero,
maestro, ¿usted que hará? —preguntaron a coro.
Antes
de que pudiera responder, Jasón comenzó a ladrar.
—¡Rápido,
salgan!
Una
vez cerrada la puerta trampa, mientras escapaban, salí de la habitación secreta
y me dirigí al living de mi casa. Había tomado todas las precauciones posibles,
pero sabía que si llegaban hasta mi persona, pronto descubrirían la biblioteca
y sería nuestro fin. Estaba aún sumido en estas reflexiones, cuando golpearon
la puerta de entrada. Al principio pensé en no abrir, pero pronto deseché la
idea y, tras santiguarme, más por cábala que por fe, pregunté quién era.
—Soy
yo, Gastón, maestro. Ábrame por favor.
Me
dirigí a la puerta y le franqueé el paso a un muchacho alto, desgarbado,
vestido con un pantalón viejo y gastado y una campera de jean.
Luego
de mirar en todas direcciones, cerré la puerta.
—¿Dónde
estabas?
—Usted
tenía razón —dijo Gastón, y se desplomó extenuado en una silla.
Salí
de la habitación sin hacer más preguntas, me dirigí a la cocina y preparé algo
de comer para el muchacho. Le tenía aprecio, era joven e imprudente; como lo fui
yo alguna vez en mi juventud, cuando dejamos la Tierra, ya inhabitable después
de la última gran guerra. Tras años de viaje por el espacio en las diez naves
que sobrevivieron a la travesía, los últimos cien mil seres humanos llegamos a
Galileo, un planeta muy similar a nuestro mundo, aunque un poco más grande, situado
a una docena de años luz del sistema solar.
Luego
de poner la mesa, desperté a Gastón. Pensaba dejarlo dormir hasta la mañana,
pero intuía que habían ocurrido cosas importantes y peligrosas que, de no
atenderlas, los pondrían en riesgo a él y a todos mis alumnos.
Durante
la comida nos mantuvimos en silencio; al finalizar dejé los platos en la
lavadora y preparé café. Las noches en Galileo son largas. Hecho esto, sin más
vueltas, fui directamente al grano.
—¿Cómo
sucedió?
—Estaba
en mi casa escribiendo en una computadora sin conexión a la gran red…
Mil
veces le había dicho que era peligroso usar una computadora. Y recordé nuestra
última charla.
“Pero
maestro (me contestó Gastón), crecimos escuchando como antes de abandonar la Tierra,
ustedes escribían en sus computadoras. Nosotros también queríamos probar la vieja
usanza”.
En
ese momento, al escucharlo, me había largado a reír. Yo les había recalcado que
escribieran sobre papel, con tinta; y ellos creyeron que era algo moderno. La
voz de Gastón me sacó de mi ensimismamiento.
—Hace
un mes conseguí una laptop antigua, deshabilité la conexión a la red, y comencé
a escribir un cuento sobre un asesinato que ocurre en un cuarto cerrado con
llave por dentro. Esa trama me fascinó desde la vez que usted la contó en una
reunión de nuestro grupo; en esta misma casa. “El enigma del cuarto cerrado”. Un
crimen imposible de resolver. Estaba a mitad del relato, cuando la computadora se
conectó a internet y apareció un cartel que decía: “Está violando la ley, ha
cometido un crimen al matar a un personaje. No se mueva de su casa, pronto un funcionario
del gobierno lo visitará”. Mientras me decían esto hicieron una copia de lo que
estaba escribiendo.
En
este punto, Gastón volvió a callar.
Me
serví otro café y medité un rato sobre el problema que teníamos entre manos.
—La
computadora —dije rompiendo el silencio—, ¿dónde está?
—La
apagué y la arrojé en un contenedor, a un par de cuadras de aquí.
—Vamos
pronto. Tenemos que encontrarla.
—¿A
quién? —preguntó Gastón, sin comprender.
—La
computadora —repetí, como si fuera una tabla de salvación.
Media
hora más tarde estábamos de regreso.
—Por
suerte la encontramos, ahora lo que vas a hacer es terminar el cuento, pero además
vas a agregar este párrafo al final del mismo.
Gastón
tomó el papel que le entregué, y luego de leerlo, me miró sorprendido.
—No
entiendo cómo, además de arruinar mí cuento, esto podría salvarme.
—Debes
confiar en mí. Cuando hayas terminado te entregarás a los funcionarios del
gobierno. Vamos a terminar de una vez por todas con esta ley absurda. “El escritor
que mate un personaje en la ficción, tendrá la misma muerte que tuvo el
personaje”. ¿Te parece sensata?
—Acaso
esto, que aún no me explicó en qué consiste, ¿es el famoso plan que nos dijo
que tiene para que se vuelva a escribir ficción?
—Así
es.
—Si
se trata de un plan infalible, ¿por qué no lo puso en práctica antes?
—Ningún
plan es infalible. Hubiera sido temerario hacerlo antes; tengo sesenta y cinco años
y nuestra expectativa de vida está en los ciento veinte. Aún me queda bastante
por delante.
—Yo
no me voy a entregar para que pruebe su teoría.
Ahora
Gastón estaba molesto conmigo.
—Hic sunt Dracones —dije, con acento
solemne. —Gastón me miró confundido—. Es una locución latina que ponían los cartógrafos
medievales en los extremos de los mapas, para indicar que allí comenzaba lo
desconocido.
—Sigo
sin comprender.
—En
este mismo momento te están buscando los funcionarios del gobierno para
llevarte a juicio. Como yo lo veo solo hay dos salidas: huir fuera de la ciudad
o esconderte en el Refugio de la Literatura. En el caso de que alijas la fuga
tendrás que tener en cuenta que este planeta está casi inexplorado. Si te
refugias en la biblioteca, pasarás el resto de tu vida, si es que no te
encuentran antes, encerrado en esa habitación; poniéndonos en peligro a todos. Lo
más probable es que alguno de nosotros te delate.
Podía
leer el pensamiento del muchacho como si se tratara de un libro abierto; iba a confiar
en mí de manera incondicional.
—Serás
salvado por la literatura —sentencié para levantarle el ánimo—. Recuerda a
Dostoievski, parado frente al pelotón de fusilamiento, viendo a sus compañeros
morir. Y de repente llega un mensajero con el indulto. El cuento que estás
escribiendo será el mensajero, la trama el indulto.
—Luego
de salvarse de la muerte —me interrumpió Gastón—. Dostoievski fue encerrado
durante años en el Sepulcro de los vivos, como él mismo llamó a su estancia en Siberia,
y cuando salió fue poco menos que un paria.
—Nada
es perfecto. Esperemos que eso no te suceda —le dije divertido, buscando desdramatizar
la situación .
Al
llegar el alba el cuento estaba terminado. Y Gastón se entregó a los
funcionarios del gobierno.
La
mañana del día del juicio iba a ser larga; en Galileo los días y las noches son
de cuarenta y ocho horas. Entramos a la sala donde sería juzgado Gastón… y yo
también. A pesar de lo que pensaba Gastón, no lo iba a dejar solo; estaba
resuelto a compartir su suerte. Empezó el juicio y el juez me cedió la palabra.
Comencé mi arenga hablando de nuestro sistema judicial.
—Desde
que abandonamos la Tierra, durante el tiempo que duró nuestro viaje, planificamos
qué tipo de sociedad queríamos para esta nueva oportunidad que teníamos los
seres humanos. El sistema judicial fue el tema más controversial, este debía
ser simple, ágil, contar con apenas un centenar de leyes y había que erradicar
la burocracia. La “Ley de Justicia para el personaje”, como la bautizó irónicamente
el público, vino después; ya asentados en nuestro nuevo hogar. Paradójicamente
fui el impulsor, accidental e involuntario, de la peor ley que jamás se creara.
Una ley que niega el espíritu, la esencia creativa del género humano, y castiga
al escritor de la manera más brutal; que no es la muerte, sino prohibirle escribir,
contar libremente lo que su imaginación le dicta. Esto comenzó hace veinticinco
años con la publicación del primer libro escrito en este planeta, del cual, soy
autor. A pesar de que después del juicio se destruyó toda noticia sobre este
acontecimiento, algunos que están en la sala lo recuerdan. En el libro en
cuestión, un hombre comete un asesinato con características sorprendentes, que
luego un habitante de esta ciudad imitó, paso a paso como estaba escrito en el
cuento. Debido a esto se llevó a cabo un juicio, luego del cual el jurado
sentenció al homicida a cadena perpetua. A continuación, en mi persona, se
sentenció a todos los escritores de Galileo, con la promulgación de la “Ley de Justicia
para el Personaje”, a no volver a incluir la muerte de un personaje en una obra;
bajo pena de muerte. Nunca más se publicó una obra de ficción en la que muriera
un personaje. No mataron al escritor sino a la literatura.
—Libro
del que ya no quedan copias, gracias a la sensatez de quienes dictamos está ley
—me interrumpió el fiscal—, como bien dijo el defensor del acusado, y noten que
no dije abogado, ya que el señor José de Espronceda, no posee título, y
defiende de oficio a Gastón Hernández. —Luego de una breve pausa, el fiscal
continuó hablando—: Nuestro sistema jurídico es acotado y preciso en su concepción
e instrumentación. Dejando esto en claro, y ya que el defensor sacó el tema, les
voy a hablar de el motivo que nos llevó a abandonar nuestro querido planeta
Tierra y exiliarnos en Galileo; reduciendo mi exposición a unas pocas palabras,
aunque la lista es muy larga. ¡Violencia, ambición desmedida, guerra, estupidez
humana! Todas esas manifestaciones de la estupidez humana nos condujeron al
abismo. Y esto no podía volver a pasar en nuestro nuevo hogar. Por eso, cuando
vimos un rebrote de todo aquello que queríamos dejar atrás para siempre, lo
cortamos de raíz. El resultado está a la vista, tenemos una sociedad sana y
ordenada. No existe en todo Galileo un crimen, así como tampoco un solo libro
en el cual muera un personaje.
Debí
morderme la lengua para no decirles a todos los que escuchaban el juicio, lo
que pensaba de la “paz y el orden”, que ponderaba el señor fiscal. Paz y orden
conseguidos a través de la represión y la censura, que sumían al pueblo en la
apatía y el descontento. Haciendo un gran esfuerzo dejé estos pensamientos de
lado, debía centrarme en el plan trazado. Era mi turno de tomar la palabra y
dejar caer el as bajo mi manga.
—Eso
no es del todo cierto; el libro de cuentos que escribió Gastón, con un prólogo dónde
destaco la forma en que el personaje muere, está en su computadora, listo para
ser subido a la Gran Red, junto con mí primera novela, de la cual conservo una copia.
Sabía
que esto era un bluf, que nada podía ser subido sin pasar por los censores.
El
fiscal me miró atónito, no podía entender porqué ponía ésta prueba en sus manos.
—Señor
juez, emita ya mismo, por favor, una orden de allanamiento para ir en busca de
esa prueba crucial.
Contaba
con que los tiempos se acelerarían: la ley, en Galileo, no admite la
burocracia.
—No
hace falta llegar a eso. —Mi intención no era que tiraran abajo mi casa y
además encontraran el Refugio de la literatura, dando con los cientos de
manuscritos allí escondidos y poniendo en peligro mi vida y la de mis alumnos—.
La tengo aquí conmigo.
Sin
ostentación saqué la computadora del maletín. El fiscal había caído en mi
trampa; ahora no tenía más remedio que presentarla como prueba. Si la hubiera
querido presentar yo mismo seguramente habría sido objetado. Ya tenían la copia
del inicio del cuento de Gastón, dónde el personaje era asesinado; para qué
arriesgarse. Pero la tentación de tenerme a mí también fue más fuerte.
El
fiscal, tomando la computadora que le ofrecí, luego de encenderla, mostró al jurado
los dos libros que estaban en el escritorio.
—Para
ahorrar tiempo, ya que contamos con la confesión de José de Espronceda, y
tratándose del mismo delito, juzguemos a los dos escritores en esta sala.
Repasé
mentalmente estás últimas palabras y me entró cierta nostalgia. En la Tierra
hubiera dicho “y dinero”, al mismo tiempo; pero en nuestra sociedad el dinero no
se utiliza. ¡Cuánto más aburrido es todo aquí! Por otro lado cuántas cosas que
nos hacían felices, aunque sea solo por un instante, habían desaparecido. Tal
vez aún podíamos recuperar algunas.
Mientras
tanto, el fiscal creía tenerme en su poder.
—Por
favor, señor juez proceda a hacerlo como pide el fiscal —respondí, sintiéndome
un letrado.
El hecho de que mi profesión y la que estaba ejerciendo
en el tribunal, en cierta forma coincidieran a través de esta última palabra, me
hizo sonreír, confundiendo aún más al tribunal.
—Si
nadie más va a declarar, el jurado puede retirarse a deliberar —dijo el aguacil,
añadiendo—. Para poder aplicar la ley se le permite, a los miembros del jurado,
en esta ocasión excepcional, leer los libros que están en la computadora; ya
que los acusados compartirán la misma suerte del personaje muerto en la ficción.
A
la espera de la vuelta del jurado con un veredicto, pasamos a un cuarto
intermedio hasta la tarde siguiente. Cuando de retiraron los miembros del jurado,
me llevaron a una celda. Y al pasar junto a Gastón este me hizo un gesto de
agradecimiento por no soltarle la mano. En cambio, el fiscal me miró condescendiente;
en Galileo la ley se aplica a rajatabla. El jurado es un grupo de profesionales
elegido por el estado, así no se da lugar a falsas interpretaciones.
A
la tarde del otro día, cuarenta y ocho horas después, nos llevaron a la sala
del juicio. El jurado ya había entrado; estábamos expectantes. El juez debió
imponer orden y silencio con el mazo.
—¿El
jurado ha llegado a un veredicto?
El
tono seguro y firme del aguacil al hacer la pregunta, contrastó con el titubeo
y nerviosismo del presidente del jurado, provocando murmullos en una sala que estaba
acostumbrada a las sentencias dadas con autoridad.
—Sí…
su señoría.
—Adelante,
lea la sentencia.
—Los
miembros de este jurado no hemos podido aplicar la ley, castigando a los escritores
para que corran con la misma suerte que los personajes que mueren en la
ficción. Todos los personajes que mueren en el cuento y la novela que leímos, resucitan
en el último capítulo.
Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). El cuento "El reloj", pertenece al libro de cuentos fantásticos de ajedrez Hic Sunt Dracones, aún inédito.
Buen cuento, excelente final:
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